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La franquicia del arte
El Mundo del Arte —así definen las noticias a la alta jerarquía de ese ámbito— se indigna, de repente, porque tres de sus miembros no pueden entrar a los Emiratos Árabes Unidos. Se les niega el visado por sus críticas a las condiciones laborales de los trabajadores que construyen, en Abu Dabi, un complejo museístico sin precedentes. Uno intuye que esas condiciones no son muy diferentes a las que imperan en las construcciones de otros museos, otras universidades, otros hoteles levantados o por levantar en esos paisajes emergentes, pero da igual. La solidaridad de los artistas que pertenecen al colectivo Gulf Labor —y la que se ha manifestado hacia ellos— es siempre de agradecer.
Como de agradecer sería, no sé si siempre pero sí con más frecuencia, que ese Mundo del Arte —sus máximos gobernantes e incluso los mínimos— se miraran al espejo, reflexionaran sobre sí mismos y, al filo de tan triste noticia, dejaran de colocar la culpa de todos los males en paisajes distantes. Tal vez haya llegado la hora de reconocer algo tan simple como que el arte no habita en el castillo de la pureza, ni es inocente ante el proceso de expansión que tiene lugar en la economía global. Más bien convendría asumirlo como parte implicada en las infamias que arrastra ese modelo al que, por otra parte, no deja de reprobar con el mayor denuedo en casi todas las exposiciones.
Es cada vez más insostenible participar como avanzadilla estética de este apogeo de las franquicias y, al mismo tiempo, colgarse de Sartre para vociferar que el infierno son los otros. (Como si los retiros dorados en los Emiratos fueran asunto exclusivo de futbolistas veteranos.)
El hecho de que tres —o cuatro o cinco o cien— de los nuestros no puedan entrar aquí o allí es lamentable, pero no deja de ser una escaramuza al lado de la verdadera batalla que se libra. Todavía más: de haber entrado —los cuatro, los cinco o los cien—, el impacto de esa irrupción seguiría siendo mínimo comparado con los intereses gigantescos que se agitan bajo las nuevas cruzadas estéticas. Ese poder ínfimo es, a fin de cuentas, la proporción que le queda al arte dentro de estos asuntos mayores.
Si la gentrificación de ciudades como Brooklyn, Berlín o Barcelona llegó a perpetrarse con cierto disimulo, lo que hoy tiene lugar en los territorios emergentes se da a partir de la cruda transparencia del dinero desnudo. Sin ilusión de independencia ni escenografía radical que lo mitigue, desde ahora hasta el más acróbata de los directores tendrá muy complicado sostener el equilibrio poniendo el pie izquierdo en la revuelta social y el derecho en las petrocolecciones.
Por este camino, el Mundo del Arte acabará constituyendo, él mismo, otro emirato en el que se permiten cosas que a otros ambientes les están vedadas y para el que imperan leyes distintas a otros espacios que muchas veces dice representar. Basta con viajar a cualquier Bienal, Feria u otro acontecimiento artístico y encontrar siempre a la misma tropa, el régimen político da lo mismo, repitiendo un emplazamiento que invoca, a partes iguales, la base militar, el gueto, el campus, el museo o el enclave turístico.
Así como hay una “starquitectura” hay también un “starte”, si se me permite el término, que viene a demostrarnos que no somos el pero del sistema sino una pieza más de su engranaje, el display pertinente de su cadena de montaje. Viajamos en la limusina incontaminada de Don DeLillo, en el absurdo crucero de David Foster Wallace, con un Hermitage o un Guggenheim esperándonos en el próximo puerto.
Somos, en fin, otra franquicia llamada Arte Contemporáneo, desde la cual validamos las prácticas del capitalismo más salvaje mientras nos permitimos sublimar las teorías del socialismo más cándido.
Cuando se ha trasegado con Blanchot, Jean-François Revel y Toni Negri, o realizado graves proyectos alrededor del capítulo 24 de El Capital —sí, el de la acumulación originaria—, cabe suponer que todo esto es pan comido y que lo escrito aquí no pasaría de ser una obviedad innecesaria.
Pasa, sin embargo, que no es usual la asimilación de esta verdad. Por ingenuidad o por cinismo, no se sabe qué es peor. Pasa también que hay una cierta experiencia en la crítica a los demás y que eso aún permite algún rédito. Pero la credibilidad de ese mundo lo que requiere, sin aplazamientos, no es una crítica de los otros, sino una rotunda autocrítica de arte. Una disciplina incómoda, sin duda, que se encargaría de colocar un espejo ante sus más opacos o deslumbrantes mecanismos.
La franquicia del arte
El Mundo del Arte —así definen las noticias a la alta jerarquía de ese ámbito— se indigna, de repente, porque tres de sus miembros no pueden entrar a los Emiratos Árabes Unidos. Se les niega el visado por sus críticas a las condiciones laborales de los trabajadores que construyen, en Abu Dabi, un complejo museístico sin precedentes. Uno intuye que esas condiciones no son muy diferentes a las que imperan en las construcciones de otros museos, otras universidades, otros hoteles levantados o por levantar en esos paisajes emergentes, pero da igual. La solidaridad de los artistas que pertenecen al colectivo Gulf Labor —y la que se ha manifestado hacia ellos— es siempre de agradecer.
Como de agradecer sería, no sé si siempre pero sí con más frecuencia, que ese Mundo del Arte —sus máximos gobernantes e incluso los mínimos— se miraran al espejo, reflexionaran sobre sí mismos y, al filo de tan triste noticia, dejaran de colocar la culpa de todos los males en paisajes distantes. Tal vez haya llegado la hora de reconocer algo tan simple como que el arte no habita en el castillo de la pureza, ni es inocente ante el proceso de expansión que tiene lugar en la economía global. Más bien convendría asumirlo como parte implicada en las infamias que arrastra ese modelo al que, por otra parte, no deja de reprobar con el mayor denuedo en casi todas las exposiciones.
Es cada vez más insostenible participar como avanzadilla estética de este apogeo de las franquicias y, al mismo tiempo, colgarse de Sartre para vociferar que el infierno son los otros. (Como si los retiros dorados en los Emiratos fueran asunto exclusivo de futbolistas veteranos.)
El hecho de que tres —o cuatro o cinco o cien— de los nuestros no puedan entrar aquí o allí es lamentable, pero no deja de ser una escaramuza al lado de la verdadera batalla que se libra. Todavía más: de haber entrado —los cuatro, los cinco o los cien—, el impacto de esa irrupción seguiría siendo mínimo comparado con los intereses gigantescos que se agitan bajo las nuevas cruzadas estéticas. Ese poder ínfimo es, a fin de cuentas, la proporción que le queda al arte dentro de estos asuntos mayores.
Si la gentrificación de ciudades como Brooklyn, Berlín o Barcelona llegó a perpetrarse con cierto disimulo, lo que hoy tiene lugar en los territorios emergentes se da a partir de la cruda transparencia del dinero desnudo. Sin ilusión de independencia ni escenografía radical que lo mitigue, desde ahora hasta el más acróbata de los directores tendrá muy complicado sostener el equilibrio poniendo el pie izquierdo en la revuelta social y el derecho en las petrocolecciones.
Por este camino, el Mundo del Arte acabará constituyendo, él mismo, otro emirato en el que se permiten cosas que a otros ambientes les están vedadas y para el que imperan leyes distintas a otros espacios que muchas veces dice representar. Basta con viajar a cualquier Bienal, Feria u otro acontecimiento artístico y encontrar siempre a la misma tropa, el régimen político da lo mismo, repitiendo un emplazamiento que invoca, a partes iguales, la base militar, el gueto, el campus, el museo o el enclave turístico.
Así como hay una “starquitectura” hay también un “starte”, si se me permite el término, que viene a demostrarnos que no somos el pero del sistema sino una pieza más de su engranaje, el display pertinente de su cadena de montaje. Viajamos en la limusina incontaminada de Don DeLillo, en el absurdo crucero de David Foster Wallace, con un Hermitage o un Guggenheim esperándonos en el próximo puerto.
Somos, en fin, otra franquicia llamada Arte Contemporáneo, desde la cual validamos las prácticas del capitalismo más salvaje mientras nos permitimos sublimar las teorías del socialismo más cándido.
Cuando se ha trasegado con Blanchot, Jean-François Revel y Toni Negri, o realizado graves proyectos alrededor del capítulo 24 de El Capital —sí, el de la acumulación originaria—, cabe suponer que todo esto es pan comido y que lo escrito aquí no pasaría de ser una obviedad innecesaria.
Pasa, sin embargo, que no es usual la asimilación de esta verdad. Por ingenuidad o por cinismo, no se sabe qué es peor. Pasa también que hay una cierta experiencia en la crítica a los demás y que eso aún permite algún rédito. Pero la credibilidad de ese mundo lo que requiere, sin aplazamientos, no es una crítica de los otros, sino una rotunda autocrítica de arte. Una disciplina incómoda, sin duda, que se encargaría de colocar un espejo ante sus más opacos o deslumbrantes mecanismos.