Contenido
Hay un telón de fondo
‘Kowloon’ por LRM Performance
Il me faut une journée pour faire l’histoire d’une seconde; il me faut une année pour faire l’histoire d’une minute; il me faut une vie pour faire l’histoire d’une heure; il me faut une éternité pour faire l’histoire d’un jour. On peut tout faire, excepté l’histoire de ce que l’on fait.
Charles Péguy
LRM Performance – Locus me invitó hace unas semanas a un pase privado de su nuevo trabajo, titulado Kowloon. No sabía qué iba a presenciar. Tan sólo había visto alguna fotografía. Además, los miembros de LRM me habían comentado su interés por el cine de Tsai Ming-liang, Roy Andersson, Andréi Tarkovski, Apichatpong Weerasethakul o Fruit Chan. Quizás por ello comencé a preguntarme acerca de cómo sería la invocación de la memoria cinematográfica dentro de la fugacidad de una performance. Y, efectivamente, esa memoria visual se agitó, pero de una manera muy distinta a la que podía haber imaginado.
De algún modo, en este texto he procurado seguir el juego que proponía su trabajo y he desarrollado una descripción no narrativa de la obra. Por ello, en las líneas sucesivas se mezclan descripciones a momentos concretos de la pieza, junto con evocaciones personales al mundo que se ha agitado en mí al intentar volver a Kowloon.
Ante mí, un telón cerrado. Y tras el telón una especie de pasillo. Tiene que haber una pared al fondo. Pero no la veo y quiero tocarla, cuando súbitamente viene a mi cabeza una imagen televisiva que quizás no exista pero que quiero recordar: alguien corre por un pasillo cuya pared de fondo se aleja irremediablamente.
Necesito recordar esa imagen porque necesito también tocar lo que acaba de aparecer entre el telón apartado y la pared que siento alejarse. Pero no puedo y, por eso, recuerdo. Quizás en la próxima ocasión pueda tocar ese mundo tan amenazante, virginal y puesto a la deriva. Sí, quizá el próximo paso de LRM Performance sea que pueda tocar lo que creo son criaturas marinas o crustáceos arborescentes. O, a lo mejor, me dejan acariciar y remirar todo cuando las luces se enciendan y Kowloon haya desaparecido. Pero sigo en la penumbra y tan cerca siento el mar dentro del pasillo que el sonido de una puerta es para mí el de un barco al borde del naufragio. Mundos amenazadores a los que uno desea acercarse, un poco como le sucedía a David Drayton en La Niebla (Frank Darabont, 2007), cuando bajaba de un coche y miraba el solemne deambular de unas gigantescas criaturas venidas con la niebla de otro mundo que destruía a quien se adentraba.
Kowloon también parece amenazante y, sin embargo, las gotas que se le escurren y un atisbo entre su oscuridad la hacen más bella que siniestra. Tres gotas con forma de cuerpo que recorren un mar desahuciado hasta llenarlo de paredes, de jaretillas; o de velas a desplegar mientras se recuenta el aire.
Esos cuerpos también temen al mar y a sus criaturas, lo miran cabizbajos y a vistazos, descubriéndolo a golpe de luz. Quizás estén dentro de un animal, como cuentan estuvo Jonás en una ballena. Alguna vez tocan la criatura y el interior de su vientre, o acuden a los restos de su barcaza destruida.
Uno de ellos ha tocado una pared. Mira con las manos y no con los ojos. Y siento la felicidad de las manos deslizándose para tocar, justo por esa fidelidad, miedo y fe que tienen ante lo inexplorado, ahora que sus ojos no acertaron a mirar y se sintieron golpeados desde la distancia por algo desconocido. Manos alzadas hacia un nuevo mundo, como si esta cosa muy determinada hacia la que nos proyectamos[1] los solicitase, y tuviesen que responder, tocando, a la llamada de los materiales aparentemente innobles de Kowloon.
mientras las manos llueven,
manos ligeras, manos egoístas, manos obscenas,
cataratas de manos que fueron un día
flores en el jardín de un diminuto bolsillo.[2]
Un largo tiempo ha debido pasar desde que los encontré en ese fondo del océano, porque de pronto las flores aparecen diseminadas por el cuerpo de uno de los habitantes de Kowloon. Y las flores son distintas y además se han fosilizado porque, en una cueva fangosa de un sistema remoto o en el fondo del océano, los minutos se recorren como decenios. Cuerpos que han perdido la apariencia humana en un mundo líquido, debido a que el mar todo lo puede, como decía Ariel a Fernando en La tempestad (William Shakespeare, 1611) con un tono de romancillo que siempre me vuelve cuando una persona se enmascara con plásticos que se parecen a líquenes:
Tu padre yace encerrado bajo cinco brazas de agua;
Se ha hecho coral con sus huesos;
Lo que eran ojos son perlas.
Nada de él se ha dispersado,
;sino que todo ha sufrido la transformación del mar
en algo rico y extraño.[3]
¿Cuánto tiempo llevan ellos entonces en Kowloon para que su cuerpo haya cambiado? ¿Cuánto tiempo se ha desplegado ante mí mientras las luces que se encendían y apagaban? ¿Sus cuerpos han recorrido las diferentes edades de ese mundo o simplemente han creado nuevas galerías que me lo arrebatan y lo hacen extraño de nuevo? O quizás ni siquiera he visto los mismos cuerpos todo el tiempo y ante mí han desfilado, generación tras generación, todos los descendientes de esos tres seres que llegaron allí un día cualquiera.
Creo que a cada golpe leve de luz que me dejaba ver de nuevo ese pasillo cuyo muro aún no diviso, iba engarzando todos los Kowloon que un día viví como viajero o mirando una pantalla. La experiencia de abrir y cerrar los ojos —de las luces que se interrumpían— me colocaba más allá de cualquier cronología y, sin embargo, me dejaba recordar todas las historias y vidas que sin querer he deseado. Habían sido sólo cincuenta minutos de viaje y huida. Mientras ese pedazo de Hong Kong me hacía abrir los ojos para cerrármelos enseguida, la sensación de luz que experimentaba y que tenía lugar en un instante determinado era la condensación de una historia extraordinariamente inabarcable, que se desenvolvía en un mundo tambaleante y del que pude arrebatar algún jirón.
Hay ahí, sucediéndose unas a otras, trillones de oscilaciones, es
decir, una serie de acontecimientos tales que si yo quisiera contarlos,
incluso con la mayor economía de tiempo posible, tendría que disponer de
miles de años.[4]
La imagen de portada pertenece a Kowloon (LRM Performance – Locus, 2016).
Luego, de arriba abajo, La Niebla (Frank Darabont, 2007) y Kowloon (LRM Performance – Locus, 2016).
[1] Merleau-Ponty, Maurice, Fenomenología de la percepción (1945), Barcelona, Península, 1975, pp. 155-156.
[2] Cernuda, Luis, “Qué ruido tan triste” (1931). En La realidad y el deseo, Madrid, Alianza Editorial, 2001, p. 75.
[3] Shakespeare, William, La tempestad (1611), 2008, Madrid, Alianza Editorial, p. 42.
[4] Bergson, Henri, “La energía espiritual” (1919). En Obras escogidas, Madrid, Aguilar, pp. 772-773.
Hay un telón de fondo
Il me faut une journée pour faire l’histoire d’une seconde; il me faut une année pour faire l’histoire d’une minute; il me faut une vie pour faire l’histoire d’une heure; il me faut une éternité pour faire l’histoire d’un jour. On peut tout faire, excepté l’histoire de ce que l’on fait.
Charles Péguy
LRM Performance – Locus me invitó hace unas semanas a un pase privado de su nuevo trabajo, titulado Kowloon. No sabía qué iba a presenciar. Tan sólo había visto alguna fotografía. Además, los miembros de LRM me habían comentado su interés por el cine de Tsai Ming-liang, Roy Andersson, Andréi Tarkovski, Apichatpong Weerasethakul o Fruit Chan. Quizás por ello comencé a preguntarme acerca de cómo sería la invocación de la memoria cinematográfica dentro de la fugacidad de una performance. Y, efectivamente, esa memoria visual se agitó, pero de una manera muy distinta a la que podía haber imaginado.
De algún modo, en este texto he procurado seguir el juego que proponía su trabajo y he desarrollado una descripción no narrativa de la obra. Por ello, en las líneas sucesivas se mezclan descripciones a momentos concretos de la pieza, junto con evocaciones personales al mundo que se ha agitado en mí al intentar volver a Kowloon.
Ante mí, un telón cerrado. Y tras el telón una especie de pasillo. Tiene que haber una pared al fondo. Pero no la veo y quiero tocarla, cuando súbitamente viene a mi cabeza una imagen televisiva que quizás no exista pero que quiero recordar: alguien corre por un pasillo cuya pared de fondo se aleja irremediablamente.
Necesito recordar esa imagen porque necesito también tocar lo que acaba de aparecer entre el telón apartado y la pared que siento alejarse. Pero no puedo y, por eso, recuerdo. Quizás en la próxima ocasión pueda tocar ese mundo tan amenazante, virginal y puesto a la deriva. Sí, quizá el próximo paso de LRM Performance sea que pueda tocar lo que creo son criaturas marinas o crustáceos arborescentes. O, a lo mejor, me dejan acariciar y remirar todo cuando las luces se enciendan y Kowloon haya desaparecido. Pero sigo en la penumbra y tan cerca siento el mar dentro del pasillo que el sonido de una puerta es para mí el de un barco al borde del naufragio. Mundos amenazadores a los que uno desea acercarse, un poco como le sucedía a David Drayton en La Niebla (Frank Darabont, 2007), cuando bajaba de un coche y miraba el solemne deambular de unas gigantescas criaturas venidas con la niebla de otro mundo que destruía a quien se adentraba.
Kowloon también parece amenazante y, sin embargo, las gotas que se le escurren y un atisbo entre su oscuridad la hacen más bella que siniestra. Tres gotas con forma de cuerpo que recorren un mar desahuciado hasta llenarlo de paredes, de jaretillas; o de velas a desplegar mientras se recuenta el aire.
Esos cuerpos también temen al mar y a sus criaturas, lo miran cabizbajos y a vistazos, descubriéndolo a golpe de luz. Quizás estén dentro de un animal, como cuentan estuvo Jonás en una ballena. Alguna vez tocan la criatura y el interior de su vientre, o acuden a los restos de su barcaza destruida.
Uno de ellos ha tocado una pared. Mira con las manos y no con los ojos. Y siento la felicidad de las manos deslizándose para tocar, justo por esa fidelidad, miedo y fe que tienen ante lo inexplorado, ahora que sus ojos no acertaron a mirar y se sintieron golpeados desde la distancia por algo desconocido. Manos alzadas hacia un nuevo mundo, como si esta cosa muy determinada hacia la que nos proyectamos[1] los solicitase, y tuviesen que responder, tocando, a la llamada de los materiales aparentemente innobles de Kowloon.
mientras las manos llueven,
manos ligeras, manos egoístas, manos obscenas,
cataratas de manos que fueron un día
flores en el jardín de un diminuto bolsillo.[2]
Un largo tiempo ha debido pasar desde que los encontré en ese fondo del océano, porque de pronto las flores aparecen diseminadas por el cuerpo de uno de los habitantes de Kowloon. Y las flores son distintas y además se han fosilizado porque, en una cueva fangosa de un sistema remoto o en el fondo del océano, los minutos se recorren como decenios. Cuerpos que han perdido la apariencia humana en un mundo líquido, debido a que el mar todo lo puede, como decía Ariel a Fernando en La tempestad (William Shakespeare, 1611) con un tono de romancillo que siempre me vuelve cuando una persona se enmascara con plásticos que se parecen a líquenes:
Tu padre yace encerrado bajo cinco brazas de agua;
Se ha hecho coral con sus huesos;
Lo que eran ojos son perlas.
Nada de él se ha dispersado,
;sino que todo ha sufrido la transformación del mar
en algo rico y extraño.[3]
¿Cuánto tiempo llevan ellos entonces en Kowloon para que su cuerpo haya cambiado? ¿Cuánto tiempo se ha desplegado ante mí mientras las luces que se encendían y apagaban? ¿Sus cuerpos han recorrido las diferentes edades de ese mundo o simplemente han creado nuevas galerías que me lo arrebatan y lo hacen extraño de nuevo? O quizás ni siquiera he visto los mismos cuerpos todo el tiempo y ante mí han desfilado, generación tras generación, todos los descendientes de esos tres seres que llegaron allí un día cualquiera.
Creo que a cada golpe leve de luz que me dejaba ver de nuevo ese pasillo cuyo muro aún no diviso, iba engarzando todos los Kowloon que un día viví como viajero o mirando una pantalla. La experiencia de abrir y cerrar los ojos —de las luces que se interrumpían— me colocaba más allá de cualquier cronología y, sin embargo, me dejaba recordar todas las historias y vidas que sin querer he deseado. Habían sido sólo cincuenta minutos de viaje y huida. Mientras ese pedazo de Hong Kong me hacía abrir los ojos para cerrármelos enseguida, la sensación de luz que experimentaba y que tenía lugar en un instante determinado era la condensación de una historia extraordinariamente inabarcable, que se desenvolvía en un mundo tambaleante y del que pude arrebatar algún jirón.
Hay ahí, sucediéndose unas a otras, trillones de oscilaciones, es
decir, una serie de acontecimientos tales que si yo quisiera contarlos,
incluso con la mayor economía de tiempo posible, tendría que disponer de
miles de años.[4]
La imagen de portada pertenece a Kowloon (LRM Performance – Locus, 2016).
Luego, de arriba abajo, La Niebla (Frank Darabont, 2007) y Kowloon (LRM Performance – Locus, 2016).
[1] Merleau-Ponty, Maurice, Fenomenología de la percepción (1945), Barcelona, Península, 1975, pp. 155-156.
[2] Cernuda, Luis, “Qué ruido tan triste” (1931). En La realidad y el deseo, Madrid, Alianza Editorial, 2001, p. 75.
[3] Shakespeare, William, La tempestad (1611), 2008, Madrid, Alianza Editorial, p. 42.
[4] Bergson, Henri, “La energía espiritual” (1919). En Obras escogidas, Madrid, Aguilar, pp. 772-773.