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Hannah Arendt empuja a fumar
Nueva tipología de la seriedad del mal
En primer lugar quedará el mal que tiene que ver con la traición al extraño territorio de la infancia. El mal que acontece en el cosmos de la seriedad, esto es, en el mundo adulto, y que se explica como reacción a un tipo muy especial de infidelidad, una infidelidad… vital. Es un tipo de mal que, acechando a todos, sólo han descrito bien los retraídos. Quizás es por ello que George Bataille colocó la primera en sus conocidos micro-ensayos sobre literatura culpable a la introvertida Emily Brontë. En efecto, no existe en la literatura novelesca personaje que se imponga más realmente, más simplemente que Heathcliff; encarnación de una suerte de verdad elemental, el niño que se rebela contra el mundo de la seriedad (donde, para su dolor, se ha marchado de repente la joven con la que correteó entre cumbres borrascosas) se desenvolverá en el mundo de la seriedad haciendo el mal. Bataille relacionó todo esto con la pasión y con la muerte, pero yo apenas quería señalar aquí un primer tipo de maldad: Heathcliff descarga el mal (el mal, para quien no lo sepa, tiene que ver con la crueldad y sobre todo con la crueldad que se depara al inocente) sobre su propia esposa para vengarse del matrimonio de Catherine Earnshaw. El mal de Heathcliff tiene que ver con la pasión y con la infancia, y aunque lo paga injustamente la hermana del hombre que se llevó a su amada, se descarga en realidad contra la adulta seriedad de la vida. El primer mal tiene que ver con la venganza contra el infiel mundo de la seriedad.
En segundo lugar está el mal que se comete no por pasión sino como parte de un juego… serio. ¿Un juego serio? Sí, en el mundo adulto (ese donde Heathcliff hacía el mal) no se ha dejado de jugar, pero el tono del recreo es diferente. La guerra es el gran juego del adulto. El adulto juega sin divertirse igual que sabe ya reír sin alegría. Que la guerra es un juego que tiene que ver con la seriedad y el mal resulta evidente si pensamos en esos tableros donde los generales se llevan el puro de la mano a la boca para poder desplazar sobre la plana reproducción cartográfica de la vida un tanque en miniatura, una figurita con forma de soldado. En la vida real, lejos de los tableros de juego, quedarán los niños quemados mientras duermen, Irak, Siria, Afganistán, la violación y la tortura, los pies separados de los cuerpos de un campo de minas. El videojuego de los drones, pues no deja nada de eso de resultar un juego, hará a la gente pedazos de verdad y entonces las cuencas sin ojos de una joven servirán para depositar los dados. Joe Bonham, doliente epítome informe de las guerras, apenas pudo contarnos en morse lo que sucede a los jóvenes que cogen su fusil. El segundo tipo del mal está relacionado, pues, con el exceso en el apetito de jugar. Pero nos estamos poniendo sentimentales. Cívico, ¿no hay otro tipo de seriedad relacionada con el mal?
Sí, el mal de la seriedad contra el extraño.
En La fiesta de la insignificancia, el último libro de Milan Kundera, el autor de La broma y La insoportable levedad del ser tuvo el acierto de escoger como víctima del viejo espíritu de la seriedad a un extranjero. El extranjero de la última obra de Kundera no es de verdad un extranjero, se hace el extranjero. Se hace o juega al extranjero para divertir a sus amigos, pero pronto descubre que con eso no se puede bromear. Desde que habla una lengua extraña la policía ha comenzado a recelar. Su lengua, de hecho, tampoco existe, aunque suena extraña e invita a sospechar. Pero, ¿no desapareció la seriedad de los totalitarismos (ese mal) bajo la pulsión felicitante igualmente totalizadora de los países definidos a sí mismos sin sonrojo como «libres»? Sí, se ha universalizado un estado de diversión permanente, la insolencia, una alegría obligatoria, el talent show, el programa con cocinero zafio y bonachón, una amena confusión entre ocio y trabajo, producción y consumo, explotador y explotado, tal como el filósofo de moda Byung Chul-Han se ha ocupado muy bien en estudiar; sin embargo, siempre se ha necesitado a alguien para encarnar el mal. Sobre todo, el mal ligado a la extrañeza. «Aquellos de los que nunca hablamos», como en El bosque, antitética traducción para The Village, la estupenda parábola del malogrado M. Night Shyamalan, resultan ideales para encarnar el mal y, sobre todo, hete aquí, la perversa circularidad de la paradoja son indispensables para hacer el mal. ¿Hacer el mal? Sí, tratar deliberadamente con crueldad. Efectivamente, en esta tercera modalidad de mal, el mal se hace paradójicamente sobre la persona que encarna el mal. Es lo que hizo la estilizada periodista húngara Petra László al zancadillear a aquella niña que corría locamente con papá y otros refugiados. Hay medios de comunicación, partidos políticos y hasta filósofos que se han tomado en serio la vieja tomadura de pelo del mal de los extraños. Hablan y escriben como si jamás se hubiera publicado el ensayo Los caníbales de Montaigne. Hemos dejado pasar al fascismo no sólo hasta Madrid, lo hemos dejado sentarse con nosotros al sofá y a mucha gente le parece todo muy normal. Bajo esta forma (seria pero ciertamente poco novedosa) de mal, el mal tiene que ver con el prejuicio, la ignorancia y el fascismo: el mal es la seriedad reservada a los extraños que encarnan el mal.
En cuarto lugar está el mal hecho para agradar a Dios. Esto es, el mal que se hace para hacer el bien. La relación del mal con Dios es larga y cargada de sinsentidos. La filosofía encontró pronto en el mal una fuente de problemas derivados de la seriedad con la que se tomaba la teología. ¿Cómo era posible tanto dolor habiendo una deidad que todo lo puede, que todo lo sabe, que en todas partes está? Epicuro planteó la cuestión en forma de célebre paradoja. Sobre ello Hume escribió palabras cargadas de sentido, mientras Leibniz lo hizo como poseído por una maestría absurda y bestial. Hay días que estamos con Diderot y días que nos quedamos con Voltaire. Si quiere usted ponerse al día de la actualidad del viejo y benigno-maligno ánimo de la Inquisición, si quiere sentir cómo se le eriza el cabello con la vieja corriente eléctrica que permitió desmembrar mucho en la cruzada o el genocidio de América, en la televisión no le faltarán noticias de la actualidad del Islamic State. Todas las religiones son contradictorias, paradoja de lo que nació de la conciencia de otra contradicción: el hombre malvado y feliz. Con todo, lo que resulta más inquietante sigue siendo la seriedad con que los gobernantes y los mismos terroristas se las toman. Al terrorismo, con toda su repugnante seriedad, le caracteriza, en realidad, el mismo gregarismo pijo que al resto de deportes de equipo. Pero todo eso nos aburre y queda todavía por apuntar mucha tipología de la seriedad y el mal.
Quinto: el mal del hombre más serio del mundo o el mal del burócrata alemán. Uno de los mayores adelantos sobre la ontología del mal del pasado siglo se lo debemos a Hannah Arendt, la filósofa alemana autora de La banalidad del mal. Cuando el mundo era todavía un horno crematorio humeante y radiactivo, Arendt descubrió en la grisácea seriedad del burócrata una precisión (acaso también una apatía) carente de pasión en el matar y hacer el mal.
Ligada a esa antigua forma de seriedad y de mal encontramos en sexta posición el mal como administración pública del dolor. Habrá quién lo haya olvidado, pero habrá también quien recuerde (con una sonrisita nerviosa y de pronto con ganas de llorar), aquella sentencia de un ministro de justicia muy popular: «A veces, gobernar es administrar el dolor». Queda mucho mal o, por decirlo con la sofisticación poética de Gloria Fuertes, en el mundo real / hay mucho mal: el hilo musical, el aire acondicionado, el tertuliano, el periodista deportivo, el fanatismo, el cine gore de Iñárritu y de Haneke, la misteriosa y afanada función de la necedad. Pero debemos acabar.
Un séptimo y último formato de nuestra tipología no exhaustiva sobre la seriedad del mal tiene que ver con el daño que lleva aparejado el narcisismo. De repente, personas de normal desabridas y amuermadas han comenzado a subir fotos de sí mismas en las redes sociales como locos. Como siempre me cuenta mi amigo Ignacio, el Imperio Romano se desplomó cuando el retrato del romano con libro (en este caso con pergamino) se volvió demodé. Eclipsado el romano que gritaba al mundo ¡yo leo a los griegos! (o, al menos, ¡sé leer!) por el guerrillero que sólo exhibía músculo, toda una civilización quedaba en posición de desmoronarse. Hoy la gente se hace fotos con una tortilla de patata o con un tonti-loco de tableta abdominal —gesto del cuerno con la mano mientras con la otra agarra el cuello de una joven hermosa y cruel—. Hay un aforismo muy conocido de Nietzsche, ése de que «Lo que hacemos por amor sucede siempre más allá del bien y del mal», que siempre he interpretado, lo reconozco, de forma interesada y un poco particular. Creo, básicamente, que nos amamos a nosotros mismos y es por ello que todo lo que hacemos, lo hacemos de hecho por amor. Interpretado así, es decir, desdibujada la noción de mal en la era de la vanidad sin causa, nos hemos quedado cuatro monos diciendo, por ejemplo, que la tortura es lo peor. Que las otras formas de sadismo y de crueldad van detrás: la miseria, el calentamiento global, la desigualdad, los CIEs, la prensa deportiva, el trato reservado al extranjero. Si sigue todo así, el mar será pronto un caldo de medusas fluorescente y la humanidad, un paréntesis inexpiable en los millones de años de existencia de nuestro planeta. Pero no debemos ponernos optimistas, también es posible que todo eso tarde en llegar. La Tierra es una roca oblata ligeramente inclinada hacia los polos; la mediocridad, el mal gusto y el pensamiento reaccionario y la realidad, un osario desbordante, pero sigue siendo el lugar donde echan las mejores películas. De momento contamos con la absoluta sinceridad de sus sonrisas falsas, la música como experiencia contraria de la vida: repentina y avasalladora; la entrega anual de Woody Allen, la poesía de Celan.
Sí, una parte inmensurable de la humanidad se ha vuelto muy simple y como necia (¿una novedosa mutación del mal?). El mal actual parece más próximo a la estupidez que aquella parte oscura e inescindible de nosotros mismos sobre la que escribió con oscuridad atormentada Schopenhauer. No se puede calcular su número con exactitud, pero el grupo mali-tonto parece numeroso. Son mayoría. Por ello es preferible un gobierno que recurra a la cartomancia, a la grafía esotérica del poso del café o al vuelo de los pájaros que otro que se guíe por las encuestas de opinión o la sociología peri-legislativa. Todos los políticos quieren cambiar, pero uno siempre recuerda aquel textito de Cioran que señalaba del mal su tono inalterable; lo recordé viendo el otro día a Bertín Osborne entrevistando, en un canal pagado por las víctimas, a la nieta del último dictador: toda la historia no es sino una serie de malentendidos. Todo cambio es un malentendido. «Las cosas son inalterablemente malas».
A modo de consuelo, creo que a todos nos será dada una noche de luna blanca en la que encontremos irresistiblemente hermosa la maldad. El mejor disco sobre el mal que yo conozco no es Sympathy for the Devil, sino el poderoso The Evil One. Cada una de las canciones de Roky Erickson (and The Aliens), el cantante de rock psicodélico de los 13th Floor Elevators, lleva por título un monstruo, un demonio, un mal. Hay canciones de Erickson («I Think of Demons» o «I Walked with a Zombie») que como el «Swamp Thing» de The Chameleons nos hacen más fuertes pero no mejores. De pequeño soñaba que el mal se escondía en el decimotercer piso de la finca donde vivía. Por el día apenas me tranquilizaba comprobar que mi finca sólo tenía doce alturas.
Hay también un texto muy famoso de uno de los más grandes estudiosos de la cultura, Max Weber, en el que el sociólogo alemán dice, remitiéndose a Baudelaire, que una cosa puede ser bella no aun cuando sea mala, sino precisamente por aquello que tiene de malvada. Efectivamente, en Wissenschaft als Beruf, la ciencia como vocación, y en el contexto más específico de su explicación del moderno politeísmo de los valores, recordó Weber la sustancia de la que estaban hechas Las flores del mal, esto es, la lección-Baudelaire: «Una cosa puede ser santa no solamente aun cuando no sea hermosa, sino más aún porque no lo es y en la medida que no es hermosa». Oh, Baudelaire. El que lo haya leído sabrá que La Folie Baudelaire, el fabuloso libro de Calasso, emite a medianoche una extraña luz fosforescente, una luz cuya refulgencia tiene que ver, según he adivinado mientras escribía todo esto, con una octava forma de maldad, una octava pasajera que, como todos los octavos pasajeros, ha terminado por colarse aquí: la maldad de los inventores del bien, esos canallas.
Hannah Arendt cifró la singularidad de Kafka en las reverberaciones que su lectura produce, en el modo en que el mejor escritor del siglo más malvado y serio de la historia consiguió que el lector se dejara llevar por una fascinación incierta, por imágenes y hechos aparentemente absurdos para serle revelado más tarde (a la luz de las concretas experiencias de su propia vida) el verdadero significado de las cosas, la deslumbrante luz de la evidencia.
Todo el mundo sabe que Kafka invita a pensar y que Hannah Arendt empuja, sobre todo, a fumar. Arendt empuja también a depositar seriamente, como hace la lluvia en los cristales, la inesperada melancolía de nuestros ojos en la transparente lucidez de la ventana.
Hannah Arendt empuja a fumar
En primer lugar quedará el mal que tiene que ver con la traición al extraño territorio de la infancia. El mal que acontece en el cosmos de la seriedad, esto es, en el mundo adulto, y que se explica como reacción a un tipo muy especial de infidelidad, una infidelidad… vital. Es un tipo de mal que, acechando a todos, sólo han descrito bien los retraídos. Quizás es por ello que George Bataille colocó la primera en sus conocidos micro-ensayos sobre literatura culpable a la introvertida Emily Brontë. En efecto, no existe en la literatura novelesca personaje que se imponga más realmente, más simplemente que Heathcliff; encarnación de una suerte de verdad elemental, el niño que se rebela contra el mundo de la seriedad (donde, para su dolor, se ha marchado de repente la joven con la que correteó entre cumbres borrascosas) se desenvolverá en el mundo de la seriedad haciendo el mal. Bataille relacionó todo esto con la pasión y con la muerte, pero yo apenas quería señalar aquí un primer tipo de maldad: Heathcliff descarga el mal (el mal, para quien no lo sepa, tiene que ver con la crueldad y sobre todo con la crueldad que se depara al inocente) sobre su propia esposa para vengarse del matrimonio de Catherine Earnshaw. El mal de Heathcliff tiene que ver con la pasión y con la infancia, y aunque lo paga injustamente la hermana del hombre que se llevó a su amada, se descarga en realidad contra la adulta seriedad de la vida. El primer mal tiene que ver con la venganza contra el infiel mundo de la seriedad.
En segundo lugar está el mal que se comete no por pasión sino como parte de un juego… serio. ¿Un juego serio? Sí, en el mundo adulto (ese donde Heathcliff hacía el mal) no se ha dejado de jugar, pero el tono del recreo es diferente. La guerra es el gran juego del adulto. El adulto juega sin divertirse igual que sabe ya reír sin alegría. Que la guerra es un juego que tiene que ver con la seriedad y el mal resulta evidente si pensamos en esos tableros donde los generales se llevan el puro de la mano a la boca para poder desplazar sobre la plana reproducción cartográfica de la vida un tanque en miniatura, una figurita con forma de soldado. En la vida real, lejos de los tableros de juego, quedarán los niños quemados mientras duermen, Irak, Siria, Afganistán, la violación y la tortura, los pies separados de los cuerpos de un campo de minas. El videojuego de los drones, pues no deja nada de eso de resultar un juego, hará a la gente pedazos de verdad y entonces las cuencas sin ojos de una joven servirán para depositar los dados. Joe Bonham, doliente epítome informe de las guerras, apenas pudo contarnos en morse lo que sucede a los jóvenes que cogen su fusil. El segundo tipo del mal está relacionado, pues, con el exceso en el apetito de jugar. Pero nos estamos poniendo sentimentales. Cívico, ¿no hay otro tipo de seriedad relacionada con el mal?
Sí, el mal de la seriedad contra el extraño.
En La fiesta de la insignificancia, el último libro de Milan Kundera, el autor de La broma y La insoportable levedad del ser tuvo el acierto de escoger como víctima del viejo espíritu de la seriedad a un extranjero. El extranjero de la última obra de Kundera no es de verdad un extranjero, se hace el extranjero. Se hace o juega al extranjero para divertir a sus amigos, pero pronto descubre que con eso no se puede bromear. Desde que habla una lengua extraña la policía ha comenzado a recelar. Su lengua, de hecho, tampoco existe, aunque suena extraña e invita a sospechar. Pero, ¿no desapareció la seriedad de los totalitarismos (ese mal) bajo la pulsión felicitante igualmente totalizadora de los países definidos a sí mismos sin sonrojo como «libres»? Sí, se ha universalizado un estado de diversión permanente, la insolencia, una alegría obligatoria, el talent show, el programa con cocinero zafio y bonachón, una amena confusión entre ocio y trabajo, producción y consumo, explotador y explotado, tal como el filósofo de moda Byung Chul-Han se ha ocupado muy bien en estudiar; sin embargo, siempre se ha necesitado a alguien para encarnar el mal. Sobre todo, el mal ligado a la extrañeza. «Aquellos de los que nunca hablamos», como en El bosque, antitética traducción para The Village, la estupenda parábola del malogrado M. Night Shyamalan, resultan ideales para encarnar el mal y, sobre todo, hete aquí, la perversa circularidad de la paradoja son indispensables para hacer el mal. ¿Hacer el mal? Sí, tratar deliberadamente con crueldad. Efectivamente, en esta tercera modalidad de mal, el mal se hace paradójicamente sobre la persona que encarna el mal. Es lo que hizo la estilizada periodista húngara Petra László al zancadillear a aquella niña que corría locamente con papá y otros refugiados. Hay medios de comunicación, partidos políticos y hasta filósofos que se han tomado en serio la vieja tomadura de pelo del mal de los extraños. Hablan y escriben como si jamás se hubiera publicado el ensayo Los caníbales de Montaigne. Hemos dejado pasar al fascismo no sólo hasta Madrid, lo hemos dejado sentarse con nosotros al sofá y a mucha gente le parece todo muy normal. Bajo esta forma (seria pero ciertamente poco novedosa) de mal, el mal tiene que ver con el prejuicio, la ignorancia y el fascismo: el mal es la seriedad reservada a los extraños que encarnan el mal.
En cuarto lugar está el mal hecho para agradar a Dios. Esto es, el mal que se hace para hacer el bien. La relación del mal con Dios es larga y cargada de sinsentidos. La filosofía encontró pronto en el mal una fuente de problemas derivados de la seriedad con la que se tomaba la teología. ¿Cómo era posible tanto dolor habiendo una deidad que todo lo puede, que todo lo sabe, que en todas partes está? Epicuro planteó la cuestión en forma de célebre paradoja. Sobre ello Hume escribió palabras cargadas de sentido, mientras Leibniz lo hizo como poseído por una maestría absurda y bestial. Hay días que estamos con Diderot y días que nos quedamos con Voltaire. Si quiere usted ponerse al día de la actualidad del viejo y benigno-maligno ánimo de la Inquisición, si quiere sentir cómo se le eriza el cabello con la vieja corriente eléctrica que permitió desmembrar mucho en la cruzada o el genocidio de América, en la televisión no le faltarán noticias de la actualidad del Islamic State. Todas las religiones son contradictorias, paradoja de lo que nació de la conciencia de otra contradicción: el hombre malvado y feliz. Con todo, lo que resulta más inquietante sigue siendo la seriedad con que los gobernantes y los mismos terroristas se las toman. Al terrorismo, con toda su repugnante seriedad, le caracteriza, en realidad, el mismo gregarismo pijo que al resto de deportes de equipo. Pero todo eso nos aburre y queda todavía por apuntar mucha tipología de la seriedad y el mal.
Quinto: el mal del hombre más serio del mundo o el mal del burócrata alemán. Uno de los mayores adelantos sobre la ontología del mal del pasado siglo se lo debemos a Hannah Arendt, la filósofa alemana autora de La banalidad del mal. Cuando el mundo era todavía un horno crematorio humeante y radiactivo, Arendt descubrió en la grisácea seriedad del burócrata una precisión (acaso también una apatía) carente de pasión en el matar y hacer el mal.
Ligada a esa antigua forma de seriedad y de mal encontramos en sexta posición el mal como administración pública del dolor. Habrá quién lo haya olvidado, pero habrá también quien recuerde (con una sonrisita nerviosa y de pronto con ganas de llorar), aquella sentencia de un ministro de justicia muy popular: «A veces, gobernar es administrar el dolor». Queda mucho mal o, por decirlo con la sofisticación poética de Gloria Fuertes, en el mundo real / hay mucho mal: el hilo musical, el aire acondicionado, el tertuliano, el periodista deportivo, el fanatismo, el cine gore de Iñárritu y de Haneke, la misteriosa y afanada función de la necedad. Pero debemos acabar.
Un séptimo y último formato de nuestra tipología no exhaustiva sobre la seriedad del mal tiene que ver con el daño que lleva aparejado el narcisismo. De repente, personas de normal desabridas y amuermadas han comenzado a subir fotos de sí mismas en las redes sociales como locos. Como siempre me cuenta mi amigo Ignacio, el Imperio Romano se desplomó cuando el retrato del romano con libro (en este caso con pergamino) se volvió demodé. Eclipsado el romano que gritaba al mundo ¡yo leo a los griegos! (o, al menos, ¡sé leer!) por el guerrillero que sólo exhibía músculo, toda una civilización quedaba en posición de desmoronarse. Hoy la gente se hace fotos con una tortilla de patata o con un tonti-loco de tableta abdominal —gesto del cuerno con la mano mientras con la otra agarra el cuello de una joven hermosa y cruel—. Hay un aforismo muy conocido de Nietzsche, ése de que «Lo que hacemos por amor sucede siempre más allá del bien y del mal», que siempre he interpretado, lo reconozco, de forma interesada y un poco particular. Creo, básicamente, que nos amamos a nosotros mismos y es por ello que todo lo que hacemos, lo hacemos de hecho por amor. Interpretado así, es decir, desdibujada la noción de mal en la era de la vanidad sin causa, nos hemos quedado cuatro monos diciendo, por ejemplo, que la tortura es lo peor. Que las otras formas de sadismo y de crueldad van detrás: la miseria, el calentamiento global, la desigualdad, los CIEs, la prensa deportiva, el trato reservado al extranjero. Si sigue todo así, el mar será pronto un caldo de medusas fluorescente y la humanidad, un paréntesis inexpiable en los millones de años de existencia de nuestro planeta. Pero no debemos ponernos optimistas, también es posible que todo eso tarde en llegar. La Tierra es una roca oblata ligeramente inclinada hacia los polos; la mediocridad, el mal gusto y el pensamiento reaccionario y la realidad, un osario desbordante, pero sigue siendo el lugar donde echan las mejores películas. De momento contamos con la absoluta sinceridad de sus sonrisas falsas, la música como experiencia contraria de la vida: repentina y avasalladora; la entrega anual de Woody Allen, la poesía de Celan.
Sí, una parte inmensurable de la humanidad se ha vuelto muy simple y como necia (¿una novedosa mutación del mal?). El mal actual parece más próximo a la estupidez que aquella parte oscura e inescindible de nosotros mismos sobre la que escribió con oscuridad atormentada Schopenhauer. No se puede calcular su número con exactitud, pero el grupo mali-tonto parece numeroso. Son mayoría. Por ello es preferible un gobierno que recurra a la cartomancia, a la grafía esotérica del poso del café o al vuelo de los pájaros que otro que se guíe por las encuestas de opinión o la sociología peri-legislativa. Todos los políticos quieren cambiar, pero uno siempre recuerda aquel textito de Cioran que señalaba del mal su tono inalterable; lo recordé viendo el otro día a Bertín Osborne entrevistando, en un canal pagado por las víctimas, a la nieta del último dictador: toda la historia no es sino una serie de malentendidos. Todo cambio es un malentendido. «Las cosas son inalterablemente malas».
A modo de consuelo, creo que a todos nos será dada una noche de luna blanca en la que encontremos irresistiblemente hermosa la maldad. El mejor disco sobre el mal que yo conozco no es Sympathy for the Devil, sino el poderoso The Evil One. Cada una de las canciones de Roky Erickson (and The Aliens), el cantante de rock psicodélico de los 13th Floor Elevators, lleva por título un monstruo, un demonio, un mal. Hay canciones de Erickson («I Think of Demons» o «I Walked with a Zombie») que como el «Swamp Thing» de The Chameleons nos hacen más fuertes pero no mejores. De pequeño soñaba que el mal se escondía en el decimotercer piso de la finca donde vivía. Por el día apenas me tranquilizaba comprobar que mi finca sólo tenía doce alturas.
Hay también un texto muy famoso de uno de los más grandes estudiosos de la cultura, Max Weber, en el que el sociólogo alemán dice, remitiéndose a Baudelaire, que una cosa puede ser bella no aun cuando sea mala, sino precisamente por aquello que tiene de malvada. Efectivamente, en Wissenschaft als Beruf, la ciencia como vocación, y en el contexto más específico de su explicación del moderno politeísmo de los valores, recordó Weber la sustancia de la que estaban hechas Las flores del mal, esto es, la lección-Baudelaire: «Una cosa puede ser santa no solamente aun cuando no sea hermosa, sino más aún porque no lo es y en la medida que no es hermosa». Oh, Baudelaire. El que lo haya leído sabrá que La Folie Baudelaire, el fabuloso libro de Calasso, emite a medianoche una extraña luz fosforescente, una luz cuya refulgencia tiene que ver, según he adivinado mientras escribía todo esto, con una octava forma de maldad, una octava pasajera que, como todos los octavos pasajeros, ha terminado por colarse aquí: la maldad de los inventores del bien, esos canallas.
Hannah Arendt cifró la singularidad de Kafka en las reverberaciones que su lectura produce, en el modo en que el mejor escritor del siglo más malvado y serio de la historia consiguió que el lector se dejara llevar por una fascinación incierta, por imágenes y hechos aparentemente absurdos para serle revelado más tarde (a la luz de las concretas experiencias de su propia vida) el verdadero significado de las cosas, la deslumbrante luz de la evidencia.
Todo el mundo sabe que Kafka invita a pensar y que Hannah Arendt empuja, sobre todo, a fumar. Arendt empuja también a depositar seriamente, como hace la lluvia en los cristales, la inesperada melancolía de nuestros ojos en la transparente lucidez de la ventana.