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Gazi Nafis Ahmed: El bosque y sus pobres hadas

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Shalok#4 es la fotografía de unas manos que se alzan para abrazar un baniano: el árbol cuyas ramas en realidad son raíces aéreas, extremidades también, que le permiten desplazarse, apropiarse de lo humano y engullir todo cuanto encuentran a su paso. Una imagen que resuena en el mundo indostánico, una y otra vez, y que apela al pasado más ancestral, al medio rural y a la vida de las mujeres del subcontinente indio donde, desde que el hombre tiene memoria, desde antes de la llegada de los guerreros arios y de los grandes relatos épicos que conformaron su historia, los árboles habían sido el pilar de la vida, el sustento físico y espiritual de los habitantes de esas tierras y el refugio de los genios, espíritus y hadas que habitan sus parajes. Casi todo en la vida de Bengala ocurre en torno a esos bosques que son un recuerdo de las grandes selvas vírgenes, los bosque misteriosos donde antaño habitaba libre el tigre y donde se fraguaron las fantasías tanto de los locales como de los occidentales a quienes llegaban sus ecos.

Este tipo de higuera es una de las especies vegetales más características de Bengala, ese Estado dolorosamente escindido en dos tras la Partición, que ocupa el enorme delta formado por la confluencia de los dos ríos más poderosos del subcontinente indio: el Ganges y el Brahmaputra; un territorio de aluvión, enormemente fértil, superpoblado desde los orígenes de la historia de la humanidad y en constante lucha con su naturaleza: una selva que engulle y un agua que constantemente anega; un flujo que, con sus 58 ríos transfronterizos, se empeña en difuminar las fronteras que los hombres han marcado a sangre y fuego. La tierra que, desde que los colonos del salacot dejaron de mancillar en busca del tigre, ha caído en el olvido. Un mundo duro, donde la vida se hace más que sórdida a veces, pero cargada de una irrealidad y una poética tierna y frágil que la cámara de Gazi Nafis Ahmed (Daca, Bangladesh, 1982) ha captado para nosotros sin concesiones.

La fotografía muestra las manos suplicantes de una mujer que ruega a los genios del pasado algo que casi nadie allí osa poner en palabras: su deseo de convertirse en hombre. El fotógrafo, le ha pedido que le cuente su historia; ella, Shalok, cierra los ojos tendida entre las hojas que le hacen de corona y, de repente, se transforma en un “él”: un bello Baco, que comienza a relatar su vida y sus anhelos.

Dice Salman Rushdie en Harun y el mar de las historias, el maravilloso cuento y bellísimo alegato en favor de la libertad de expresión que escribió después de que se declarara la fatwa contra él: “Todos los mundos que soñamos pueden hacerse realidad. Los países de hadas también son temibles”. Creo que esta frase puede describir como ninguna otra las fotografías de Ahmed y las historias que encierran.

El bosque que nos muestra el fotógrafo es muy particular porque no es ya la selva de la Bengala mítica, sino un parque urbano donde al caer la noche los hombres buscan el amor furtivo. Con mucha paciencia, el artista ha ido ganándose la confianza y entrando en las vidas de algunos de los personajes que habitan su espesura para, de alguna manera, reinterpretar, una vez más, las historias y los cuentos de la tradición de la península india; un territorio donde desde siempre la existencia es demasiado real y en el que el hombre siempre ha tenido que teñirla de leyenda: un mundo de niños que a la fuerza se hacen adultos, de adultos que se tornan niños y de seres mágicos que, como cuentan sus mitos, tienen el poder de siendo hombres transformarse en mujeres y viceversa. Ahmed cuenta estas historias, como no podría ser de otra manera, en blanco y negro. Son los relatos de la noche.

El artista sólo descubrió todo este mundo, sin embargo, tras su paso por Europa. Se había criado en una gran casa familiar de comerciantes acomodados que vivía ajena a las tinieblas; donde la religión no había sido nunca un asunto conflictivo, y donde la música y el arte amenizaban siempre las veladas. Su niñez transcurrió apaciblemente con sus padres, abuelos, primos y tíos, con quienes, como en todas las familias extensas bengalíes, compartía ese maravilloso espacio que es el hogar de la infancia, y también los relatos frecuentes de un pasado heroico al que a menudo se hacía referencia. Proveniente de una casta de guerreros que se había enfrentado incluso a los emperadores mogoles, Ahmed, tras estudiar Bellas Artes y residir en Dinamarca y Reino Unido, decidió empezar su propia cruzada: la de poner voz y dar visibilidad a personas que, según la ley 377 del código penal (herencia del dominio británico sobre Bangladesh), viven una sexualidad que va contra la moral y la ley. Esta actividad hoy le lleva a estar amenazado de muerte y, de hecho, ha conducido ya a una muerte terrible a varios de sus amigos y compañeros.

“Cuando pienso en mi país, pienso en un lugar donde todo convive”, me decía el otro día. “No entiendo de dónde ha surgido todo este odio”, comentaba refiriéndose a los recientes ataques de los integristas islámicos a los homosexuales, transexuales y personas afines a los colectivos LGBT de su país.

La historia de Bishu representa muy bien el sincretismo al que se refiere el artista: el joven, fotografiado en una de sus series, es hindú, y sin embargo vive integrado en un mundo musulmán, su familia siempre ha aceptado su condición homosexual y él nunca ha visto contradicción alguna en su sincera devoción por Kṛṣṇa, dios hindú del amor, a quien aparece rezando en la fotografía. En otra imagen mucho más impactante, su cabeza emerge repentinamente del agua de una charca, símbolo de purificación para el hinduismo; las aguas, no obstante, son de una tenebrosa negrura y más se parecen a un lodazal urbano, en el que avanzar puede no resulta tan gozoso, que a las plácidas aguas donde el dios jugueteaba y se encontraba a sus amantes.

Nipa y Shahinoor son una pareja de lesbianas que han mantenido su amor, luchando contra todas las convenciones e imposiciones sociales y religiosas durante veinte años. En las conversaciones que mantienen con el artista dicen: “no queremos que ninguna barrera nos separe”, y así lo demuestran en la fotografía en la que aparecen besándose, en un abrazo que no deja ni un solo resquicio entre ellas. Es difícil no pensar, al ver esta imagen, en las constantes metáforas de la literatura clásica india que hablan recurrentemente de los amantes como enredaderas que se abrazan. Ellas son, sin lugar a duda, las lianas trepadoras del los poemas eróticos de Bilhana y de las escenas de amor de Kalidasa, pero son también robustas e implacables raíces de árbol; son dos mujeres que ya no son las dos jovencitas de cuerpos firmes que nuestro atrofiado gusto de estetas occidentales quizá demandaría, porque esta imagen nunca serviría para la publicidad o para la moda en cuanto que muestra la vida misma sin tapujos. Representa a dos mujeres que se aferran la una a la otra. También a la existencia: “nada conseguirá que nos demos muerte”, sentencian, aludiendo al suicidio, destino frecuente al que tantas parejas del mismo sexo en su país han acabado optando. Son historias donde lo cotidiano se mezcla con verdaderas proezas de amor, como en la literatura de sus antepasados.

Ahmed permite también en sus fotografías que el drama conviva de una manera maravillosa con la ironía. De nuevo otro personaje, Kashem, aparece agarrado a uno árbol, en este caso un frutipán, y sonríe maliciosamente haciendo una broma con el fotógrafo sobre las formas y el tamaño de los frutos del árbol que cuelgan ante él. Es un instante feliz, en el que las sombras de la noche parecen haberse disipado y sólo hay lugar para la risa. Se trata de una imagen que refleja muy bien la manera de trabajar de Gazi Nafis Ahmed; él no es un fotógrafo furtivo, pero tampoco hace posar a sus personajes; su trabajo es el resultado de la tenacidad y la paciencia. Es una obra muy franca, que surge tras horas de conversación con sus personajes, en la que no hay situaciones forzadas ni trampas. La imagen es el resultado de una operación muy intuitiva, en la que el fotógrafo capta un segundo que describe a un personaje al que ha llegado a comprender y entender antes de fotografiar, y con el que pasa largos ratos. El instante mágico surge tras mucho tiempo de conversación.

También la cámara de Gazi Nafis Ahmed convierte en un segundo a Rutul, uno de tantos niños que se prostituyen en ese parque de las noches de Daca, en una espíritu mágico del bosque. La noche está cayendo y en el cielo se ha levantado una bandada de loros; él es captado en el momento preciso en que va a estirarse y bostezar; su cuerpo se convierte en parte del árbol que tiene a sus espaldas; como los genios de fertilidad, las yakṣiṇīs que habitan la selva, y que se representan como ménsulas en los templos de India, su imagen ha quedado inmortalizada e inmunizada frente al horror, frente a las constantes persecuciones, frente a la enfermedad y la miseria. En la foto es un niño con un árbol. El resultado: una imagen muy inquietante, donde toda esa inocencia y esa mirada limpia ocultan sin duda una vida de una dureza inimaginable, como lo es la de Rubel, otro de los niños que tras prostituirse durante años ha acabado por convertirse en un hijra.

La homosexualidad siempre ha sido una práctica prohibida y castigada en la tradición de India y Bangladesh, desde tiempos remotos, pero siempre (hasta la llegada de los británicos) había habido un refugio para los llamados “miembros del tercer sexo”, los hijras: ese mundo de seres fantásticos de la noche que siempre habían tenido un protagonismo en la sociedad, en las artes, y una presencia constante en la literatura. Estas personas —hermafroditas, eunucos, intersexuales, transexuales, personas operadas y sin operar…— tenían su rol en la vida cotidiana hasta que fueron penalizados por la ley británica y condenados, por tanto, en muchos casos, a la prostitución; viven en grandes familias regentadas por una jefa de grupo, que hace las veces de cabeza de familia y administradora; tal es la misión de Joynal, fotografiada en numerosas ocasiones por Ahmed.

A vivir en el seno de los hijras acuden quienes no encuentran su lugar en este mundo dicotómico, quienes habiendo nacido con un sexo pertenecen a otro, o quienes, como Rubel, tras años de prostituirse para poder ayudar a su madre a mantener a sus seis hermanos en el bosque urbano, consideró su vida como hombre acabada y buscó refugio en esta nueva familia. En la fotografía aparece retratado con 13 años, cuando todavía no llevaba sari y cada noche bajaba al bosque a convertirse en hada.

 

En la portada, Shalok#4, del artista bangladesí Gazi Nafis Ahmed.

De arriba abajo, otras fotografías de Ahmed: Shalok#2, El altar de Bishu, Bishu en la charca, Shahinoor&Nipa#2, Kashem, Rutul, Joynal y Rubel.