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¿Es Trump el demonio?
¿Es Donald Trump el demonio? Se lo preguntaba el antropólogo Edgar Rivera Colón en un artículo para Counterpunch. No, claro está, literalmente. Trump —escribe Rivera Colón, que cita un estudio del etnógrafo José E. Limón— reúne los atributos que para la población del sur de Texas caracterizaban a Belcebú. Cuando los texanos-mexicanos sentían su puesto de trabajo amenazado por el avance del capitalismo, se les aparecía en la cantina un hombre seductor y elegantemente vestido —efectivamente: el demonio— para ofrecerles un pacto.
La analogía es clara. Según un estudio conjunto del Public Religion Research Institute (PRRI) y la Brookings Institution, el 55% de apoyos a Trump procede de la clase obrera. ¿Cómo es posible que tantos trabajadores de cuello azul den su apoyo a alguien que, con una fortuna valorada por la revista Forbes en 4.500 millones de dólares, tan claramente no representa sus intereses? Quizá la respuesta la ofrezca el mismo sondeo: de ese 55%, un 62% cree que el país no ha hecho más que ir a peor desde la década de los cincuenta y un 68%, que el esfuerzo en el trabajo ha dejado de ser garantía de éxito y estabilidad en sus vidas. Trump les dice que América tiene que ser grande otra vez, es más, lo dice siempre en mayúsculas, HAGAMOS AMÉRICA GRANDE OTRA VEZ, cosquilleando la nostalgia por los años de boom de posguerra. Pero ¿cuándo ha sido América exactamente grande? Y si lo fue, ¿a costa de quién lo fue?
Tiene razón el documentalista Andrew Stewart al señalar al republicano Trump y al demócrata Bernie Sanders como los candidatos revelación de estas primarias: ambos constatan el retorno del populismo a la vida política estadounidense. “Cabe subrayar que en la época del populismo, aunque hubo una protesta genuina contra los excesos de la edad dorada del capitalismo, fue propensa a muchos defectos, incluyendo el racismo y el colonialismo en algunos sectores”, precisa Stewart. Los estadounidenses de hoy, continúa, “están cansados del liderazgo de reyes-filósofo metropolitanos que poseen caros títulos universitarios de las escuelas de gobernanza de Brown o Harvard; lo que quieren son líderes que hablen con acentos de la calle y en un lenguaje ligero de polisílabos y denso en jerga de clase obrera”. En el campo republicano, Trump es ese diablo texano del que hablaba Rivera Colón.
Cuando el 16 de junio de 2015 Trump anunció que se presentaba a las primarias del Partido Republicano nadie le tomó en serio. Su candidatura fue desechada como una nueva extravagancia del magnate inmobiliario, quien, al fin y al cabo, ya se había presentado como candidato al pintoresco Partido de la Reforma en el año 2000 y mucho antes había sopesado hacerlo por el Partido Republicano. Craso error. Detrás de la aparentemente improvisada campaña de Trump se encuentra un excéntrico personaje llamado Roger Stone, al que se ha prestado menos atención de la que merece. Este asesor especializado en el zancadilleo político (trickster) comenzó su carrera en la campaña para la reelección de Richard Nixon en 1972, donde se familiarizó con el trabajo de alcantarillado para desacreditar contrincantes. De esas malas artes se beneficiaron más tarde Ronald Reagan en su campaña presidencial o el propio Trump, para quien trabajó asesorando su negocio de casinos. “Para mí, la política no es teatro, es performance”, dijo poco antes de abandonar la campaña de Trump por desavenencias con el candidato. El periodista estadounidense Mark Ames ha escrito un largo artículo sobre Stone para Pando Daily en el que describe cómo la especialidad de Stone “es manipular las fracturas de los votantes y canalizar el sentimiento anti-establishment en beneficio de las necesidades electorales de los candidatos republicanos”.
De eso justamente se trata. El discurso de Trump ha sido analizado por numerosos expertos: su oratoria es errática, una retahíla de anacolutos, solecismos, falacias non sequitur, constantes referencias a sí mismo y a su éxito, ataques ad hominem y hechos sin comprobar que algunos han comparado incluso con la escritura automática surrealista. ¿Cómo pudo alguien así llegar a disputar la candidatura republicana a la presidencia de EEUU? Trump se convirtió desde el minuto uno en el foco de atención de los medios de comunicación gracias a sus calculadas provocaciones, que le han permitido ocupar más espacio mediático que el resto de candidatos, a quienes ha privado de oxígeno. En tiempos de telepolítica, Trump —que ha protagonizado varios spots de televisión y hasta su propio reality show, The Apprentice— se mueve como pez en el agua. A diferencia de otros candidatos, Trump jamás borra, por ejemplo, sus tuits más controvertidos. ¿Quién se acuerda al fin y al cabo de ellos horas después? Un escándalo tapa a otro. “Podría disparar a alguien en medio de la Quinta Avenida y no perdería votantes”, dijo no hace mucho.
Donald Trump “está pinchando nervio”, reconoció el gobernador de Ohio, John Kasich, en el primer debate televisado entre candidatos republicanos. ¿A qué se refería Kasich? Probablemente a discursos como el de su primer vídeo de campaña: “No me gusta ver lo que le está ocurriendo a América. La infraestructura de nuestro país es una broma en todo el mundo: nuestros aeropuertos, nuestros puentes, nuestras carreteras se caen, es algo terrible de ver”. Cosas como ésta son las que “pinchan nervio” en ese 55% de trabajadores de cuello azul, un sector de votantes defraudado por la política institucional, tanto republicana como demócrata. Trump ha denunciado públicamente cómo los donantes controlan a los políticos, se ha hecho eco del cansancio de buena parte de los estadounidenses hacia las intervenciones militares, ha rechazado la demonización de Rusia y denunciado la deslocalización de empresas proponiendo un impuesto del 35% para las multinacionales que produzcan en el exterior. ¿Cinismo? Por supuesto. Como no tardaron en descubrir los internautas, la línea de ropa que lleva su nombre se fabrica en China y México, dos de los países que Trump más fustiga en sus discursos. Pero probablemente poco importe eso a estas alturas, cuando el poder mismo se ha vuelto cínico (“hacemos lo que hacemos porque podemos hacerlo”), en particular en EEUU. Hasta su icónico peinado, una mezcla de pompadour y cortinilla que se mantiene en su lugar sin duda gracias a cantidades de laca perjudiciales para la capa de ozono, es todo un símbolo de artificiosidad e invita a la desconfianza.
El diablo, señala Rivera Colón, se refocila con la mención de las llamadas partes bajas de la anatomía, aquellas que no se pueden nombrar en público: las heces, la sangre menstrual, los órganos genitales. Donald Trump se ha burlado de los problemas de audición de Rand Paul y de la minusvalía física del periodista Serge Kovaleski, ha sugerido que la menstruación era la responsable del tono agresivo de la presentadora de televisión Megyn Kelly durante el primer debate republicano y ha asegurado que a Hillary Clinton se la “zumbaron” (schlonged) en el cuarto de baño, entre otras lindezas. Pese a todo, estas excrecencias son ingredientes esenciales del perfume de su antipolítica. “Creo que un gran problema que tiene este país es ser políticamente correcto” (sic), espetó Trump en el primer debate entre candidatos republicanos.
Según muchos, de ser candidato por el Partido Republicano, Trump no ganaría las elecciones. Ocurra lo que ocurra, el “fenómeno Trump” ha ampliado peligrosamente el espacio político por la derecha, y quizá, como ha observado el periodista Mark Blumenthal, su función no sea otra que ésa: permitir al resto de candidatos republicanos y demócratas presentarse como moderados, cuando en realidad no lo son en absoluto.
De imponerse en estas primarias, Trump se enfrentará con toda probabilidad a Hillary Clinton. Eduard Limónov ha descrito en Izvestia este escenario como una gran batalla simbólica. En un rincón, Donald Trump, el tiburón empresarial que nada a contracorriente, impulsado por el mito del empresario hecho a sí mismo. En el otro, Hillary Clinton, representando a la matriarca estadounidense, “suegra, madre y abuela, todo en uno”. La América cuellirroja y nostálgica contra la América cosmopolita de las dos costas. La candidatura de la ex secretaria de Estado se basa exclusivamente en romper el techo de cristal: la primera mujer en la Casa Blanca después del primer afroamericano en la Casa Blanca. Más allá de eso no hay mucho más: el mismo intervencionismo militar, las mismas restricciones de las libertades civiles, el mismo predominio de Wall Street. “El sistema está roto”, dijo Trump en el primer debate.
“Cuando me llaman, les doy dinero, ¿y sabes qué? Cuando necesito algo de ellos, dos años después, tres años después, les llamo y están ahí para lo que yo quiera. ¿Con Hillary Clinton? Le dije que viniese a mi boda y vino a mi boda”. Las donaciones a Hillary Clinton no han sido siempre tan inofensivas: en el año 2000 recibió dinero de la ex esposa de Marc Rich, el fundador de Glencore, la principal empresa mundial de compraventa de materias primas, con sede en Suiza. Gracias a esa donación Hillary Clinton consiguió entrar en el Senado en el año 2000. En el año 2001, Rich, declarado prófugo de la justicia estadounidense desde hacía décadas por sus turbios negocios con el petróleo, recibió una polémica amnistía de Bill Clinton. El capital, decía Oskar Lafontaine, nunca da sin pedir nada a cambio. Los ejemplos podrían continuar, pero se agota el espacio.
Una vez le preguntaron a Mike Ibáñez —la entrevista está en pOp cOntrOl, si no me falla la memoria— qué diría si alguien le pusiese un cañón de escopeta en el pecho y le preguntase por cuál de los dos candidatos votaría en las elecciones presidenciales en EE UU. Ibáñez contestó lo siguiente: “Le diría que… apretase el gatillo”.
¿Es Trump el demonio?
¿Es Donald Trump el demonio? Se lo preguntaba el antropólogo Edgar Rivera Colón en un artículo para Counterpunch. No, claro está, literalmente. Trump —escribe Rivera Colón, que cita un estudio del etnógrafo José E. Limón— reúne los atributos que para la población del sur de Texas caracterizaban a Belcebú. Cuando los texanos-mexicanos sentían su puesto de trabajo amenazado por el avance del capitalismo, se les aparecía en la cantina un hombre seductor y elegantemente vestido —efectivamente: el demonio— para ofrecerles un pacto.
La analogía es clara. Según un estudio conjunto del Public Religion Research Institute (PRRI) y la Brookings Institution, el 55% de apoyos a Trump procede de la clase obrera. ¿Cómo es posible que tantos trabajadores de cuello azul den su apoyo a alguien que, con una fortuna valorada por la revista Forbes en 4.500 millones de dólares, tan claramente no representa sus intereses? Quizá la respuesta la ofrezca el mismo sondeo: de ese 55%, un 62% cree que el país no ha hecho más que ir a peor desde la década de los cincuenta y un 68%, que el esfuerzo en el trabajo ha dejado de ser garantía de éxito y estabilidad en sus vidas. Trump les dice que América tiene que ser grande otra vez, es más, lo dice siempre en mayúsculas, HAGAMOS AMÉRICA GRANDE OTRA VEZ, cosquilleando la nostalgia por los años de boom de posguerra. Pero ¿cuándo ha sido América exactamente grande? Y si lo fue, ¿a costa de quién lo fue?
Tiene razón el documentalista Andrew Stewart al señalar al republicano Trump y al demócrata Bernie Sanders como los candidatos revelación de estas primarias: ambos constatan el retorno del populismo a la vida política estadounidense. “Cabe subrayar que en la época del populismo, aunque hubo una protesta genuina contra los excesos de la edad dorada del capitalismo, fue propensa a muchos defectos, incluyendo el racismo y el colonialismo en algunos sectores”, precisa Stewart. Los estadounidenses de hoy, continúa, “están cansados del liderazgo de reyes-filósofo metropolitanos que poseen caros títulos universitarios de las escuelas de gobernanza de Brown o Harvard; lo que quieren son líderes que hablen con acentos de la calle y en un lenguaje ligero de polisílabos y denso en jerga de clase obrera”. En el campo republicano, Trump es ese diablo texano del que hablaba Rivera Colón.
Cuando el 16 de junio de 2015 Trump anunció que se presentaba a las primarias del Partido Republicano nadie le tomó en serio. Su candidatura fue desechada como una nueva extravagancia del magnate inmobiliario, quien, al fin y al cabo, ya se había presentado como candidato al pintoresco Partido de la Reforma en el año 2000 y mucho antes había sopesado hacerlo por el Partido Republicano. Craso error. Detrás de la aparentemente improvisada campaña de Trump se encuentra un excéntrico personaje llamado Roger Stone, al que se ha prestado menos atención de la que merece. Este asesor especializado en el zancadilleo político (trickster) comenzó su carrera en la campaña para la reelección de Richard Nixon en 1972, donde se familiarizó con el trabajo de alcantarillado para desacreditar contrincantes. De esas malas artes se beneficiaron más tarde Ronald Reagan en su campaña presidencial o el propio Trump, para quien trabajó asesorando su negocio de casinos. “Para mí, la política no es teatro, es performance”, dijo poco antes de abandonar la campaña de Trump por desavenencias con el candidato. El periodista estadounidense Mark Ames ha escrito un largo artículo sobre Stone para Pando Daily en el que describe cómo la especialidad de Stone “es manipular las fracturas de los votantes y canalizar el sentimiento anti-establishment en beneficio de las necesidades electorales de los candidatos republicanos”.
De eso justamente se trata. El discurso de Trump ha sido analizado por numerosos expertos: su oratoria es errática, una retahíla de anacolutos, solecismos, falacias non sequitur, constantes referencias a sí mismo y a su éxito, ataques ad hominem y hechos sin comprobar que algunos han comparado incluso con la escritura automática surrealista. ¿Cómo pudo alguien así llegar a disputar la candidatura republicana a la presidencia de EEUU? Trump se convirtió desde el minuto uno en el foco de atención de los medios de comunicación gracias a sus calculadas provocaciones, que le han permitido ocupar más espacio mediático que el resto de candidatos, a quienes ha privado de oxígeno. En tiempos de telepolítica, Trump —que ha protagonizado varios spots de televisión y hasta su propio reality show, The Apprentice— se mueve como pez en el agua. A diferencia de otros candidatos, Trump jamás borra, por ejemplo, sus tuits más controvertidos. ¿Quién se acuerda al fin y al cabo de ellos horas después? Un escándalo tapa a otro. “Podría disparar a alguien en medio de la Quinta Avenida y no perdería votantes”, dijo no hace mucho.
Donald Trump “está pinchando nervio”, reconoció el gobernador de Ohio, John Kasich, en el primer debate televisado entre candidatos republicanos. ¿A qué se refería Kasich? Probablemente a discursos como el de su primer vídeo de campaña: “No me gusta ver lo que le está ocurriendo a América. La infraestructura de nuestro país es una broma en todo el mundo: nuestros aeropuertos, nuestros puentes, nuestras carreteras se caen, es algo terrible de ver”. Cosas como ésta son las que “pinchan nervio” en ese 55% de trabajadores de cuello azul, un sector de votantes defraudado por la política institucional, tanto republicana como demócrata. Trump ha denunciado públicamente cómo los donantes controlan a los políticos, se ha hecho eco del cansancio de buena parte de los estadounidenses hacia las intervenciones militares, ha rechazado la demonización de Rusia y denunciado la deslocalización de empresas proponiendo un impuesto del 35% para las multinacionales que produzcan en el exterior. ¿Cinismo? Por supuesto. Como no tardaron en descubrir los internautas, la línea de ropa que lleva su nombre se fabrica en China y México, dos de los países que Trump más fustiga en sus discursos. Pero probablemente poco importe eso a estas alturas, cuando el poder mismo se ha vuelto cínico (“hacemos lo que hacemos porque podemos hacerlo”), en particular en EEUU. Hasta su icónico peinado, una mezcla de pompadour y cortinilla que se mantiene en su lugar sin duda gracias a cantidades de laca perjudiciales para la capa de ozono, es todo un símbolo de artificiosidad e invita a la desconfianza.
El diablo, señala Rivera Colón, se refocila con la mención de las llamadas partes bajas de la anatomía, aquellas que no se pueden nombrar en público: las heces, la sangre menstrual, los órganos genitales. Donald Trump se ha burlado de los problemas de audición de Rand Paul y de la minusvalía física del periodista Serge Kovaleski, ha sugerido que la menstruación era la responsable del tono agresivo de la presentadora de televisión Megyn Kelly durante el primer debate republicano y ha asegurado que a Hillary Clinton se la “zumbaron” (schlonged) en el cuarto de baño, entre otras lindezas. Pese a todo, estas excrecencias son ingredientes esenciales del perfume de su antipolítica. “Creo que un gran problema que tiene este país es ser políticamente correcto” (sic), espetó Trump en el primer debate entre candidatos republicanos.
Según muchos, de ser candidato por el Partido Republicano, Trump no ganaría las elecciones. Ocurra lo que ocurra, el “fenómeno Trump” ha ampliado peligrosamente el espacio político por la derecha, y quizá, como ha observado el periodista Mark Blumenthal, su función no sea otra que ésa: permitir al resto de candidatos republicanos y demócratas presentarse como moderados, cuando en realidad no lo son en absoluto.
De imponerse en estas primarias, Trump se enfrentará con toda probabilidad a Hillary Clinton. Eduard Limónov ha descrito en Izvestia este escenario como una gran batalla simbólica. En un rincón, Donald Trump, el tiburón empresarial que nada a contracorriente, impulsado por el mito del empresario hecho a sí mismo. En el otro, Hillary Clinton, representando a la matriarca estadounidense, “suegra, madre y abuela, todo en uno”. La América cuellirroja y nostálgica contra la América cosmopolita de las dos costas. La candidatura de la ex secretaria de Estado se basa exclusivamente en romper el techo de cristal: la primera mujer en la Casa Blanca después del primer afroamericano en la Casa Blanca. Más allá de eso no hay mucho más: el mismo intervencionismo militar, las mismas restricciones de las libertades civiles, el mismo predominio de Wall Street. “El sistema está roto”, dijo Trump en el primer debate.
“Cuando me llaman, les doy dinero, ¿y sabes qué? Cuando necesito algo de ellos, dos años después, tres años después, les llamo y están ahí para lo que yo quiera. ¿Con Hillary Clinton? Le dije que viniese a mi boda y vino a mi boda”. Las donaciones a Hillary Clinton no han sido siempre tan inofensivas: en el año 2000 recibió dinero de la ex esposa de Marc Rich, el fundador de Glencore, la principal empresa mundial de compraventa de materias primas, con sede en Suiza. Gracias a esa donación Hillary Clinton consiguió entrar en el Senado en el año 2000. En el año 2001, Rich, declarado prófugo de la justicia estadounidense desde hacía décadas por sus turbios negocios con el petróleo, recibió una polémica amnistía de Bill Clinton. El capital, decía Oskar Lafontaine, nunca da sin pedir nada a cambio. Los ejemplos podrían continuar, pero se agota el espacio.
Una vez le preguntaron a Mike Ibáñez —la entrevista está en pOp cOntrOl, si no me falla la memoria— qué diría si alguien le pusiese un cañón de escopeta en el pecho y le preguntase por cuál de los dos candidatos votaría en las elecciones presidenciales en EE UU. Ibáñez contestó lo siguiente: “Le diría que… apretase el gatillo”.