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Elogio de la espera

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Por muchos beneficios que las aerolíneas y compañías ferroviarias se empeñen en dar a los que por devoción o profesión nos toca viajar de forma constante, no hay manera de eliminar las esperas. Esperas a que el taxista te dé el cambio o a que la máquina para cobrar con tarjeta se encienda, dé señal, acepte tu plástico e imprima lentamente el comprobante. Esperas en la cola del control de equipaje de mano, en la de pasaportes y en la que se forma en la puerta de embarque. Esperas a que se siente todo el mundo y a que el personal del avión te informe de forma desinteresada y aburrida sobre la seguridad a bordo. Esperas en la cola de aviones que se forma en la pista de despegue, a que los motores empiecen a rugir, a que por fin vueles, a que se apaguen las señales de desabrocharse el cinturón de seguridad, a que puedas levantarte para ir al servicio, a que te sirvan u ofrezcan algo para comer o beber, a que se apaguen las luces si es un vuelo nocturno, a que tu compañero de filas acalle a su hijo, a que acaben los anuncios publicitarios antes de la película de tu elección.

A diferencia de Baudelaire, la flânerie contemporánea invita a hacerse en los momentos de espera que acompañan cualquier desplazamiento. No hace falta sentarse en la terraza de un recién inaugurado bulevar parisino. El flâneur contemporáneo se deleita en los aguardes que de forma inevitable acompañan un desplazamiento entre ciudades.

La experiencia estética puede hallarse en fijarse cómo el taxista, personal de seguridad o de control de fronteras repite de forma mecánica sus gestiones. Está en la luz artificial de las tiendas de perfumes y bombones a granel que cortan el paso y son de visita forzada para llegar a la puerta de embarque. Está en la deliciosa selección tipográfica de la señalética del aeropuerto, concebida en un momento concreto del pasado y que se ha ido modificando con el tiempo a medida que crecen las instalaciones y el presente impone nuevas modas en diseño gráfico y de espacios.

Las parejas que Baudelaire espió y describió mientras disfrutaban de un refrigerio en una terraza están hoy sentadas en una cafetería esperando a que su vuelo tenga asignada una puerta de embarque. Sus tazas son vasos de cartón de tamaño desproporcionado y sus petit fours bocadillos envueltos en un papel plástico semitransparente arrugado y aceitoso. Su atención ya no se centra en lo que pasa en la calle sino que se reparte de forma un tanto apurada entre las diferentes pantallas que copan su campo de visión: la del móvil, la tableta, la pantalla del aeropuerto y las televisiones mudas que repiten constantemente la misma pieza publicitaria de veinte segundos que vende un perfume dorado a través de imágenes en blanco y negro de un joven haciendo chasquear sus dedos.

El sonido de los tacones del personal femenino uniformado del aeropuerto rompe con el zumbido monótono del aire acondicionado que climatiza las enormes estancias de forma anodina, sin demasiado frío ni calor. Las ocasionales locuciones pregrabadas que avisan sobre la importancia de la puntualidad y de la vigilancia de objetos personales son interrumpidas por mensajes impacientes que reclaman la presencia de tal o cual pasajero al que se amenaza con dejar en tierra si no acude de forma inmediata a su puerta asignada.

Las manos y pies del flâneur sienten superficies extrañas. Los plásticos de las cajas donde depositas tus cosas en la cinta transportadora de maletas son de una rugosidad y una singularidad que contrastan con el color azul estándar, sin duda concebido para destacar y tranquilizar a la vez. Las largas cintas transportadoras de goma y caucho negro zozobran y se hunden ligeramente cuando se pisan de forma decidida.

En la flânerie contemporánea, la única exigencia es ser capaz de mantener la atención a lo que te rodea siendo consciente de que en breve harás algo totalmente diferente. El deber es no olvidar. La subjetividad del flâneur se desata cuando observas a tu alrededor la marea urbana que sigue de forma objetiva y diligente las instrucciones en un entorno que no es el suyo. Aquí no hay margen para el paseo improvisado ni el cultivo de la sorpresa.

En este viaje —la mayoría de las esperas se producen cuando la cautela te invita a ser prudente y darte tiempo—, buscas concederte un margen para evitar tener que apresurarte y acentuar así, de forma innecesaria, la sensación que todos compartimos de estar en un espacio que no es el tuyo y en el que estás de paso forzado.

Sentado en la butaca del avión, el flâneur puede idear historias de múltiples culturas y nacionalidades, creencias y estilos de vida, actitudes y ambiciones, emociones y conversaciones. Sentados en filas perfectas, desprovistos de contexto espacial propio y capacidad gesticular, emergen las singularidades de cada uno. La forma escogida para sentarse, cómo se reacomodan en su asiento, la manera en la que se dirigen a sus acompañantes y al personal del avión. Cómo miran distraídos por la ventana, teclean en sus ordenadores, repasan aburridos una revista o devoran con fruición la comida en su bandeja o la película en su iPad.

Una vez desembarcado estás casi listo para empezar lo que realmente contará como el viaje propiamente soñado cuando lo relates al volver. Antes, nuevas esperas te aguardan y con ellas, nuevas oportunidades para la flânerie. Salir del avión, pasar el control de pasaportes, recoger las maletas, coger un taxi, tren, metro o tranvía que te acerque a tu hotel. Una vez ahí, esperarás diligentemente a que te atienda el recepcionista, te localice en el sistema, fotocopie tu pasaporte y programe tu llave electrónica. Esperarás a que llegue el ascensor, a que éste te deposite en tu planta y de allí te dirijas a tu habitación, mires por la ventana y compruebes que la vista es menos espectacular de lo que te esperabas. Bienvenido.