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El Parsifal que vi
En cierto momento de la película Cita con Venus, de István Szabó, un prestigioso director de orquesta recién llegado a la Ópera de París para dirigir Tannhäuser, dice a los cantantes, durante un ensayo, que la música de Wagner podría interpretarse hasta con un simple impermeable. Esta frase vuelve a repetirse en la escena final cuando una huelga del sindicato impide levantar el telón el día del estreno y la ópera acaba ofreciéndose en versión concierto.
La puesta en escena de una ópera no es en sí determinante, pero de su coherencia y acierto depende que se engrandezca o se opaque la obra y, por tanto, el goce musical del espectador. Una propuesta escénica como la que creó el cineasta Michael Haneke para el Così fan tutte convirtió la ópera de Mozart en un sugerente drama teatral. Fascinaron también la elegante escenografía de La Traviata o la oscura y sórdida de Rigoletto, ambas de David McVicar; la novedosa Alcina, de David Alden, con referencias al teatro y a la comedia musical; o la lúdica puesta en escena de La flauta mágica en la que los decorados fueron sustituidos por una pantalla donde se recreaba el universo fílmico de Buster Keaton, un concepto estético ideado por Suzanne Andrade y Barrie Kosky.
No citaré ejemplos de lo que para mí fueron montajes escénicos fallidos, baste con decir que hubiese preferido escuchar algunas óperas que vi en ciertos teatros con los ojos cerrados o interpretadas por su elenco, a telón bajado, con simples impermeables. Me considero una de esos espectadores que esperan de las nuevas producciones escénicas alguna reinterpretación conceptual de la obra, que se integre y profundice, sin disonancias, en la obra del compositor.
Había sido advertida de la impactante puesta en escena del Parsifal de Claus Guth, uno de los acontecimientos sobresalientes de la temporada en el Teatro Real. Las críticas que leí coincidían en señalar su originalidad y brillantez, pese a la oscuridad del argumento del libreto, extraño cóctel de simbolismo católico y poesía épica de Eschenbach, con tintes filosóficos y ascéticos de Schopenhauer y Buda.
Mis expectativas no quedaron defraudadas por la audaz propuesta de Claus Guth, que concibe la obra en el contexto del período de entreguerras, partiendo de un sanatorio que evoca el de La montaña mágica de Thomas Mann. En Monsalvat vive Amfortas, con su herida siempre supurante, custodiando el Grial. El castillo del mago Klingsor y su jardín de las muchachas flor, es un palacio decadente en el que se celebra la gran fiesta de los locos años veinte. El movimiento giratorio de los escenarios se combinan con la proyección fílmica de los pasos de un peregrino, metáfora del camino del aprendizaje de Parsifal, destinado a la “redención del redentor” –una expresión enigmática que usó el propio Wagner al hablarle a su esposa Cósima del contenido de la obra—. Detalles morbosos como el de las enfermeras que exprimen la incurable herida de Amfortas, para luego repartir la sangre entre los heridos, a modo de símbolo eucarístico, o el ataúd abierto en los funerales de Titurel, me parecieron desagradables pero lícitos. La orquesta, grandiosa; el reparto, magnífico; dejo para los expertos mayores comentarios al respecto. Y, sin embargo, salí del Parsifal con una incómoda sensación de desconcierto.
En el último acto, Claus Guth, que nos ha mostrado una Europa en decadencia que se desmorona, nos presenta a Parsifal como el redentor, ario y puro, que quizá imaginaba Wagner, vestido de manera inequívoca con el traje de un alto mando militar. Este formidable golpe de efecto suscita, de entrada, extrañeza, pero también confusión y rechazo, por cuanto se anticipa a la terrible historia del ascenso nazi que todos conocemos. Mientras tanto, la música alcanza los momentos álgidos del final.
Resulta inevitable salir del Parsifal de Guth con tremendos sentimientos encontrados respecto a la admiración profesada al compositor. Uno puede rendirse ante el “universo galáctico” de la música de Wagner (así habla de él el director de orquesta, Bychkov: “Los cambios de tonalidad son como una pérdida de gravedad, como si estuviéramos en otra galaxia, flotando en el espacio"), y sustraerse a su hechizo con los ojos cerrados, pero tras el Parsifal que nos propone este director de escena, probablemente el que más acertadamente haya reflejado el pensamiento del Wagner, es imposible obviar las infames ideas antisemitas del compositor. Quedarse solo con la música, escucharla sin prestar atención a las delirantes frases del libreto, es una posibilidad, pero ¿no supone eso una percepción incompleta, tratándose de una ópera?
Y volviendo a Claus Guth, ¿hasta qué punto “intriga” este director de escena contra Wagner, al poner de manifiesto su alucinada visión, tan perversa ahora para nosotros? ¿No es eso una suerte de traición o de puesta en evidencia del autor? ¿Engrandece Guth el Parsifal de Wagner? ¿Estamos ante lo sublime de lo terrible?
Llegados a este punto, nos hallamos ante la vieja discusión del arte y el artista. ¿Se debe considerar al artista y su obra al margen de sus ideas? Creo que una gran mayoría opinamos que sí, al menos en teoría, pero en la práctica, ¿acaso se puede? Quizá no siempre.
Parsifal, testamento musical de Wagner, es una ópera delirante y abrumadora, concebida para “consagrar” su Teatro de Bayreuth y jamás como divertimento para ser representado en otro teatro. Hasta tal punto aspiraba Wagner con la grandeza de la obra al ascetismo del público, que llegó a prohibir el aplauso para celebrarla. Todo este exceso de elevados propósitos monacales, castrenses y misóginos, ponen de manifiesto —para dolor de quienes lo amamos— la megalomanía insoportable de la que el compositor hizo gala en sus últimos años. Por eso, al salir del Teatro Real, tras la extraordinaria representación del Parsifal de Guth, reflexionando sobre la clase de intelectual que era Wagner cuando la compuso, me vinieron a la cabeza esas palabras, tantas veces repetidas a los endiosados emperadores romanos: Respice post te, hominem te esse memento («Mira hacia atrás y recuerda que sólo eres un hombre»).
Fotografías de Javier del Real cortesía del Teatro Real de Madrid.
El Parsifal que vi
En cierto momento de la película Cita con Venus, de István Szabó, un prestigioso director de orquesta recién llegado a la Ópera de París para dirigir Tannhäuser, dice a los cantantes, durante un ensayo, que la música de Wagner podría interpretarse hasta con un simple impermeable. Esta frase vuelve a repetirse en la escena final cuando una huelga del sindicato impide levantar el telón el día del estreno y la ópera acaba ofreciéndose en versión concierto.
La puesta en escena de una ópera no es en sí determinante, pero de su coherencia y acierto depende que se engrandezca o se opaque la obra y, por tanto, el goce musical del espectador. Una propuesta escénica como la que creó el cineasta Michael Haneke para el Così fan tutte convirtió la ópera de Mozart en un sugerente drama teatral. Fascinaron también la elegante escenografía de La Traviata o la oscura y sórdida de Rigoletto, ambas de David McVicar; la novedosa Alcina, de David Alden, con referencias al teatro y a la comedia musical; o la lúdica puesta en escena de La flauta mágica en la que los decorados fueron sustituidos por una pantalla donde se recreaba el universo fílmico de Buster Keaton, un concepto estético ideado por Suzanne Andrade y Barrie Kosky.
No citaré ejemplos de lo que para mí fueron montajes escénicos fallidos, baste con decir que hubiese preferido escuchar algunas óperas que vi en ciertos teatros con los ojos cerrados o interpretadas por su elenco, a telón bajado, con simples impermeables. Me considero una de esos espectadores que esperan de las nuevas producciones escénicas alguna reinterpretación conceptual de la obra, que se integre y profundice, sin disonancias, en la obra del compositor.
Había sido advertida de la impactante puesta en escena del Parsifal de Claus Guth, uno de los acontecimientos sobresalientes de la temporada en el Teatro Real. Las críticas que leí coincidían en señalar su originalidad y brillantez, pese a la oscuridad del argumento del libreto, extraño cóctel de simbolismo católico y poesía épica de Eschenbach, con tintes filosóficos y ascéticos de Schopenhauer y Buda.
Mis expectativas no quedaron defraudadas por la audaz propuesta de Claus Guth, que concibe la obra en el contexto del período de entreguerras, partiendo de un sanatorio que evoca el de La montaña mágica de Thomas Mann. En Monsalvat vive Amfortas, con su herida siempre supurante, custodiando el Grial. El castillo del mago Klingsor y su jardín de las muchachas flor, es un palacio decadente en el que se celebra la gran fiesta de los locos años veinte. El movimiento giratorio de los escenarios se combinan con la proyección fílmica de los pasos de un peregrino, metáfora del camino del aprendizaje de Parsifal, destinado a la “redención del redentor” –una expresión enigmática que usó el propio Wagner al hablarle a su esposa Cósima del contenido de la obra—. Detalles morbosos como el de las enfermeras que exprimen la incurable herida de Amfortas, para luego repartir la sangre entre los heridos, a modo de símbolo eucarístico, o el ataúd abierto en los funerales de Titurel, me parecieron desagradables pero lícitos. La orquesta, grandiosa; el reparto, magnífico; dejo para los expertos mayores comentarios al respecto. Y, sin embargo, salí del Parsifal con una incómoda sensación de desconcierto.
En el último acto, Claus Guth, que nos ha mostrado una Europa en decadencia que se desmorona, nos presenta a Parsifal como el redentor, ario y puro, que quizá imaginaba Wagner, vestido de manera inequívoca con el traje de un alto mando militar. Este formidable golpe de efecto suscita, de entrada, extrañeza, pero también confusión y rechazo, por cuanto se anticipa a la terrible historia del ascenso nazi que todos conocemos. Mientras tanto, la música alcanza los momentos álgidos del final.
Resulta inevitable salir del Parsifal de Guth con tremendos sentimientos encontrados respecto a la admiración profesada al compositor. Uno puede rendirse ante el “universo galáctico” de la música de Wagner (así habla de él el director de orquesta, Bychkov: “Los cambios de tonalidad son como una pérdida de gravedad, como si estuviéramos en otra galaxia, flotando en el espacio"), y sustraerse a su hechizo con los ojos cerrados, pero tras el Parsifal que nos propone este director de escena, probablemente el que más acertadamente haya reflejado el pensamiento del Wagner, es imposible obviar las infames ideas antisemitas del compositor. Quedarse solo con la música, escucharla sin prestar atención a las delirantes frases del libreto, es una posibilidad, pero ¿no supone eso una percepción incompleta, tratándose de una ópera?
Y volviendo a Claus Guth, ¿hasta qué punto “intriga” este director de escena contra Wagner, al poner de manifiesto su alucinada visión, tan perversa ahora para nosotros? ¿No es eso una suerte de traición o de puesta en evidencia del autor? ¿Engrandece Guth el Parsifal de Wagner? ¿Estamos ante lo sublime de lo terrible?
Llegados a este punto, nos hallamos ante la vieja discusión del arte y el artista. ¿Se debe considerar al artista y su obra al margen de sus ideas? Creo que una gran mayoría opinamos que sí, al menos en teoría, pero en la práctica, ¿acaso se puede? Quizá no siempre.
Parsifal, testamento musical de Wagner, es una ópera delirante y abrumadora, concebida para “consagrar” su Teatro de Bayreuth y jamás como divertimento para ser representado en otro teatro. Hasta tal punto aspiraba Wagner con la grandeza de la obra al ascetismo del público, que llegó a prohibir el aplauso para celebrarla. Todo este exceso de elevados propósitos monacales, castrenses y misóginos, ponen de manifiesto —para dolor de quienes lo amamos— la megalomanía insoportable de la que el compositor hizo gala en sus últimos años. Por eso, al salir del Teatro Real, tras la extraordinaria representación del Parsifal de Guth, reflexionando sobre la clase de intelectual que era Wagner cuando la compuso, me vinieron a la cabeza esas palabras, tantas veces repetidas a los endiosados emperadores romanos: Respice post te, hominem te esse memento («Mira hacia atrás y recuerda que sólo eres un hombre»).
Fotografías de Javier del Real cortesía del Teatro Real de Madrid.