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El no tiempo (1)
Hace años estuve en un campo de trabajo en la Selva Negra. Me acuerdo que estaba lleno de polacos. No sé por qué razón, los gestores aplicaban dos tipos de trato. Cuando a nosotros nos dejaban a nuestro aire, a ellos les pedían esfuerzo a destajo. En realidad, me parecían un poco raros. Recuerdo uno que siempre iba con la misma camisa. Tardaba en lavársela una semana. El lunes no molestaba, pero cuando llegaba el viernes el chaval apestaba. La vida está llena de estas cosas y, sin duda, nos encantan las lavadoras. Pero de lo que hoy quiero hablar es de la higiene digital y de la nostalgia de un pasado en el que se sudaba más.
Hasta la saciedad se ha hablado desde los noventa de esos espacios del anonimato llamados no lugares. Marc Augé utilizó esta expresión para referirse a sitios idénticos que podríamos encontrar de Francia a Japón y de Norteamérica a Sebastopol. Una gasolinera, un aeropuerto, un McDonald’s ya no sabían de ubicación, pues en todo el planeta te recibían con el mismo sabor: el de la Coca-Cola. Inevitablemente, la tesis se asoció con la globalización y, cuando ésta desarrolló su correlato digital, se comenzó también a frecuentar la idea del no lugar de la net global. En relación con ésta se insistiría en la pregunta acerca de dónde está o en qué lugar se puede localizar. Por un lado, estaba la cuestión de dónde se guardaba toda esa información —en qué almacén de memoria colosal— y, por otro, la reflexión en torno a su ubicuidad, al hecho de que, al margen del repositorio y su localización, se podía acceder a él desde cualquier lugar. Así, después del énfasis de Matrix por colocar al Arquitecto en un despacho oval que metafóricamente seguirá siendo central, películas como Ex Machina (2015) o la fallida Transcendence (2014) sugerirán que ya no importa el lugar y que hablar de periferia o centralidad es algo que conviene superar. Sin pantallas de por medio, la red se intuye todopoderosa porque se hace derivar de un diseño militar que se adelanta al rizoma filosófico y a ese terrorismo que rechaza toda jerarquía en beneficio de lo multinodal.
Mientras, los chavales están y no están. Están contigo porque su cuerpo físico no les permite volar. Pero no están porque viven en ese no lugar llamado WhatsApp. Así las cosas, ¿por qué ciudades como Houston se expanden sin parar? Porque los empresarios saben que la información y la comunicación ya no dependen de un centro o una ubicación. Y si hasta las reuniones pueden hacerse en ese no lugar digital, ya no tiene sentido demorarse en una problemática espacial.
Como digo, cuando se habla de la red global se ha vuelto hasta habitual insistir en el no lugar. Sin embargo, lo que resulta menos frecuente es pensarla en términos de no tiempo. Ahora bien, como vivimos en una dimensión espacio-temporal, todo lo dicho sobre el espacio tiene una proyección en el tiempo. Y, a mi juicio, esa proyección desborda la insistencia en la fragmentación defendida por ensayistas como Virilio o Han. No cabe duda de que también ésta se da. No se puede discutir que el bombardeo incesante de nuevas entradas limita una concentración siempre rota por el timeline. Pero, supongamos que acudo a la red a por una película, una entrada de Facebook o un libro, ¿cuándo acudo? Efectivamente, siempre que los quiera buscar. Siempre que los quiera buscar porque todo eso que está en la nube no es, sino que está. Días después, cuando vuelvo atrás, los tengo de nuevo a mi disposición como si todo siguiese igual. Y, años después, otra vez más, aquello sigue ahí sin visos de pasar jamás. Así, los contenidos de la red permanecen sin intención de cambiar y no saben nada de liftings ni de problemas de edad.
Alguien pensará que antaño ocurría lo mismo con el contenido de las bibliotecas y las videotecas, así como con el de las hemerotecas y las fonotecas. Pero lo cierto es que, cuando uno tardaba en volver a escuchar su amado vinilo, era frecuente tener que ir al mostrador a denunciar el estado lamentable del plástico que guardaba la voz de nuestro ídolo. Al contrario, lo que hoy está en la nube ya nunca se deteriorará y, almacenado en superior calidad, habitará para siempre el nuevo cielo intemporal. The Final Cut (2004) de Omar Naïm ya exploró esa nueva ucronicidad digital opuesta a un tiempo nacido para pasar. Y, aunque la película no acertaba a mostrar la variedad y rapidez con que esa memoria sin tiempo se empezaría a divulgar, sí sugería la transformación de mentalidad que implica este tiempo que ya no sabe olvidar.
Algo cercano me sugiere esa vuelta a las amistades extraviadas que propone Facebook. Como es sabido, esta red social se ha convertido para muchos en un modo de volver a contactar con viejos conocidos. Facebook no sólo no olvida, sino que recuerda por nosotros, y nos coloca en un registro en el que las amistades siempre van a más, porque uno las acumula e incluso las va a rescatar. Una vez rescatado ese pasado: ¿dónde nos hemos quedado? Pues, a todas luces, en una especie de no tiempo nacido para perdurar. Efectivamente, lo que está en la red está y estará. Alguien recordará que la ley del derecho al olvido ha nacido precisamente para contrarrestar tales desvíos. Y otro añadirá que las tecnologías cambian y que las pantallas de hoy dejan apreciar mejor sus contenidos. Pero lo cierto es que hace tiempo que esos motivos han sido clonados por los servicios secretos de todos los Estados, y que las pantallas superan en resolución lo que puede ver el ojo humano. Por eso ya no estoy seguro de que mis amigos sean otros que los de hace veinte años, de que mis fotos familiares sean distintas de como eran hace doce, de que mis ebooks se alejen de lo que eran hace siete, o de que mi iTunes suene distinto de como sonaba hace tres. Más aun, aunque sea en unas gafas o en una suerte de proyector inoculado, es probable que dentro de cuarenta años siga viendo los videos de mis hijos exactamente en el mismo estado. Marcela siempre dará su primer paso y Federico siempre repetirá los mismos saltos, como si hubiese sido ayer cuando los hubiesen dado. Nunca en la Historia de la Humanidad se ha insistido tanto en el progreso y en el cambio, pero nunca se ha hecho tanto por consolidar el arsenal de datos heredados.
Ahora bien, el fenómeno sigue avanzando. De algún modo, el no tiempo de la red implica una infinita memoria pasada, pero también una infinita disponibilidad futura. Cuando las cosas sudaban y envejecían, uno sabía que debía apurar el tiempo y aprovechar bien la vida, que debía organizarse para evitar malos olores o explorar nuevas vías. Pero la red está ahí para permitir el acceso ilimitado a un todo que no sabe de hoy ni de mañana. Si nuestra biblioteca se arrugaba y, con ella, las viejas palabras, ahora todo se mantiene en un presente perpetuo en el que la posibilidad de acceder siempre a cualquier contenido acaba con la presión del calendario a que antes estábamos acostumbrados. Por eso conviene insistir en que no sólo la nube suprime el olvido en provecho de la memoria, sino que mata el acontecimiento en detrimento de la ocasión.
Esto vale, en primer lugar, para aquellos espectáculos que antes implicaban estar al tanto, ajustarse a unas fechas y disfrutarlos en el acto, y que ahora son subidos a la red en cuanto se producen, ofreciéndose ya para siempre a unos espectadores convertidos en usuarios. Pero las consecuencias de esa infinita disponibilidad futura se perciben mejor en las relaciones con las personas. Sin duda, una de las cosas que más llaman la atención del WhatsApp también es su memoria. Si uno comienza a remontar el chat que abrió hace años con su novia, descubre que allí han quedado grabados parte de los hábitos que establecieron ambos. A medida que retrocedemos, uno se asusta de la cantidad de frases que se han grabado. En todo caso, conviene pensar las implicaciones de la disponibilidad que abre esa herramienta en relación al futuro. A veces me da la impresión de que, si no le impusiese algún límite, mi hijo entraría en un océano infinito de whatsspps. Sus amigos siempre están ahí al otro lado dispuestos a contestar. Como en el chat no se suda ni se va a cagar, el encuentro ya no depende de alguna cita en un momento y lugar. Y, de hecho, si no fuese por el sueño que aprieta o los padres que no paran de molestar, sería posible la conversación total, la conversación con un principio y sin un final. Me imagino a Platón con WhatsApp: un diálogo que empieza para no acabar…
Si escribo todo esto es para insistir en que nuestro trato con el no tiempo nos está cambiando de modo radical. Pero lo paradójico del asunto es que sólo parece consumar cierta aspiración de la metafísica primordial. Al respecto, conviene recordar aquello en lo que coincidieron muchos filósofos, a saber, en que el ser no sabe de aquí o de allí, ni de antes o después. A Heidegger le gustaba poner el ejemplo de nuestra relación con los puentes. Cuando nos acercamos a ellos, no se puede decir que no los hayamos atravesado, porque lo propio del ser humano es que vive proyectándose y, cuando se aproxima al viaducto, en su mente, ya lo ha pasado. Algo parecido sugería Henri Michaux cuando se fijaba en aquel «adentro-afuera que es el verdadero espacio». La metafísica nunca ha dicho otra verdad: lo propio del ser humano es que vive en una dimensión difícil de atrapar. Ahora bien, puesto que el mundo digital también cuestiona todo tiempo y toda espacialidad, ¿en dónde nos coloca la nube sino en el firmamento de la metafísica radical?
Aunque en un sentido distinto, la relación entre metafísica y técnica fue algo que Heidegger ya supo vislumbrar. A su juicio, la esencia de la segunda parecía coincidir con aspectos fundamentales de la primera en su versión occidental porque, si la esencia de la técnica era «poner a disposición» el mundo, lo fundamental de la metafísica fue vislumbrar ese mundo como «lo dado» —como ente— y no como «lo que da» —como ser—. No cabe duda que, en esta dirección, sí podríamos poner en relación ciertos aspectos de la filosofía de la representación —con la imagen del mundo y su reificación— y esta gran nube tecnológica que «pone a disposición». De algún modo, la técnica vendría a consumar una aspiración de la metafísica tradicional. En todo caso, en lo referido a la metafísica actual intuyo diferencias que conviene subrayar. Vayamos por partes.
Una consecuencia psicológica de eso que está ahí constantemente disponible hasta el punto de romper las coordenadas temporales es que cuando algo está siempre accesible ya no se valora igual. Esto ocurre incluso con lo prohibido. Cuando uno tiene acceso a ello siempre que le viene en gana, ya no lo disfruta tanto como prometía la ley que incumple. Me imagino a un Adán que pudiese acceder a placer a la manzana. Me lo imagino aburrido hasta de las compotas más elaboradas… Pues bien, algo parecido pasa con la eterna disponibilidad de los contenidos y personas de la gran red global. Saber que siempre puedes acceder a tu amigo, o que puedes ver una peli buena cuando te dé la gana porque la tienes ahí siempre dispuesta y perfectamente grabada, saber eso, en realidad, lo mata. Centrémonos en la peli, ¿acaso la vemos nada más localizarla? Seamos sinceros: no, no y, mil veces, no. Siempre la posponemos a sabiendas de que la podremos disfrutar pasadas tres semanas.
Frente a todo eso, la nueva teoría del ser también subraya los límites del espacio-tiempo pero en una dirección que la distingue de lo que fomenta la red y, allí donde la nube mata el deseo, la nueva metafísica lo subraya. Verdad que la República platónica nació también para matar el deseo. Cierto que la gnoseología cartesiana se demoró en lo dado olvidando lo que daba. Pero, contra todo ello, la ontología contemporánea maduró persiguiendo al ser cuando se ocultaba, y, si con Platón el maximum de abstracción se identificó con lo estático-ideal, ya con ciertos vitalismos implicó una cambio drástico de orientación. Desde entonces, tanto la idea de libertad, como la del ser, sugieren algo abstracto que, por definición, no se puede limitar, aspiración imposible de alcanzar. Así las cosas, ¿cuál es la esencia de la metafísica actual? Pues, efectivamente, algo muy distinto de lo que la nueva nube no para de fomentar. Porque, si la nueva ontología mana de una inquietud que desea saltar cualquier muro que lo quiera atrapar, el intemporal repositorio digital parece haber nacido para apagar cualquier ansia y cualquier vitalidad.
A mi hijo no le gustan los campos de trabajo, prefiere reunirse con sus amigos en su entorno cotidiano. Con frecuencia no tiene que esperarlos, se conforma con chatear durante horas sin tener que olerlos o tocarlos.
Contemplándolo, recuerdo cuando los polacos sudaban, cuando las fotos del álbum amarilleaban, cuando las páginas de los libros de Austral se deterioraban, cuando las lustrosas esculturas en bronce amanecían con grafitis de paloma, cuando los muebles coleccionaban rayas, cuando los buenos chaquetones, aunque ajados, se heredaban, y cuando entre las tumbas del cementerio el olvido germinaba. Recuerdo un mundo que acumulaba recuerdos que desmejoraban, en el que todo te recordaba que la vida convenía aprovecharla, y en el que cada cambio susurraba alguna promesa de mañana.
Para que algo pase, el tiempo debe pasar, pero vivimos unos tiempos en los que el tiempo no quiere cambiar. Ahora, ya no pasa nada. Así, la clave de nuestro presente ya no es el no lugar ni la vida fragmentaria, sino el imperio de un no tiempo que acalla todas las ansias. ¿Cómo es que los millones de jóvenes sin trabajo ni futuro no se levantan en armas? ¿Dónde está su furia revolucionaria? Pues, probablemente, en ninguna parte. La conciencia de los límites de la vida es precisamente lo que nos permite tomar la vida como lo que es: una vida que pasa. Aquello que nos recuerda la muerte, es también aquello que nos permite apreciar la vida. Pero, al darle la espalda a Saturno, la red sin tiempo ni lugar ha venido a transformarnos más de lo que ninguna otra cosa nos haya transformado jamás. Por tanto, convendría añadirle un epílogo a la tesis del celebrado Fukuyama. No se trata sólo de que nos veamos incapacitados para levantarnos contra un sistema que falla a causa de la caída del muro y del fin de la Utopía comunista. Es que la deriva neoliberal capitalista cuenta con una ayuda inesperada: la del no tiempo de una red que todo lo atrapa.
© Brian Ewing, ilustración inspirada en la película Ex Machina (Alex Garland, 2015), para The New Yorker.
El no tiempo (1)
Hace años estuve en un campo de trabajo en la Selva Negra. Me acuerdo que estaba lleno de polacos. No sé por qué razón, los gestores aplicaban dos tipos de trato. Cuando a nosotros nos dejaban a nuestro aire, a ellos les pedían esfuerzo a destajo. En realidad, me parecían un poco raros. Recuerdo uno que siempre iba con la misma camisa. Tardaba en lavársela una semana. El lunes no molestaba, pero cuando llegaba el viernes el chaval apestaba. La vida está llena de estas cosas y, sin duda, nos encantan las lavadoras. Pero de lo que hoy quiero hablar es de la higiene digital y de la nostalgia de un pasado en el que se sudaba más.
Hasta la saciedad se ha hablado desde los noventa de esos espacios del anonimato llamados no lugares. Marc Augé utilizó esta expresión para referirse a sitios idénticos que podríamos encontrar de Francia a Japón y de Norteamérica a Sebastopol. Una gasolinera, un aeropuerto, un McDonald’s ya no sabían de ubicación, pues en todo el planeta te recibían con el mismo sabor: el de la Coca-Cola. Inevitablemente, la tesis se asoció con la globalización y, cuando ésta desarrolló su correlato digital, se comenzó también a frecuentar la idea del no lugar de la net global. En relación con ésta se insistiría en la pregunta acerca de dónde está o en qué lugar se puede localizar. Por un lado, estaba la cuestión de dónde se guardaba toda esa información —en qué almacén de memoria colosal— y, por otro, la reflexión en torno a su ubicuidad, al hecho de que, al margen del repositorio y su localización, se podía acceder a él desde cualquier lugar. Así, después del énfasis de Matrix por colocar al Arquitecto en un despacho oval que metafóricamente seguirá siendo central, películas como Ex Machina (2015) o la fallida Transcendence (2014) sugerirán que ya no importa el lugar y que hablar de periferia o centralidad es algo que conviene superar. Sin pantallas de por medio, la red se intuye todopoderosa porque se hace derivar de un diseño militar que se adelanta al rizoma filosófico y a ese terrorismo que rechaza toda jerarquía en beneficio de lo multinodal.
Mientras, los chavales están y no están. Están contigo porque su cuerpo físico no les permite volar. Pero no están porque viven en ese no lugar llamado WhatsApp. Así las cosas, ¿por qué ciudades como Houston se expanden sin parar? Porque los empresarios saben que la información y la comunicación ya no dependen de un centro o una ubicación. Y si hasta las reuniones pueden hacerse en ese no lugar digital, ya no tiene sentido demorarse en una problemática espacial.
Como digo, cuando se habla de la red global se ha vuelto hasta habitual insistir en el no lugar. Sin embargo, lo que resulta menos frecuente es pensarla en términos de no tiempo. Ahora bien, como vivimos en una dimensión espacio-temporal, todo lo dicho sobre el espacio tiene una proyección en el tiempo. Y, a mi juicio, esa proyección desborda la insistencia en la fragmentación defendida por ensayistas como Virilio o Han. No cabe duda de que también ésta se da. No se puede discutir que el bombardeo incesante de nuevas entradas limita una concentración siempre rota por el timeline. Pero, supongamos que acudo a la red a por una película, una entrada de Facebook o un libro, ¿cuándo acudo? Efectivamente, siempre que los quiera buscar. Siempre que los quiera buscar porque todo eso que está en la nube no es, sino que está. Días después, cuando vuelvo atrás, los tengo de nuevo a mi disposición como si todo siguiese igual. Y, años después, otra vez más, aquello sigue ahí sin visos de pasar jamás. Así, los contenidos de la red permanecen sin intención de cambiar y no saben nada de liftings ni de problemas de edad.
Alguien pensará que antaño ocurría lo mismo con el contenido de las bibliotecas y las videotecas, así como con el de las hemerotecas y las fonotecas. Pero lo cierto es que, cuando uno tardaba en volver a escuchar su amado vinilo, era frecuente tener que ir al mostrador a denunciar el estado lamentable del plástico que guardaba la voz de nuestro ídolo. Al contrario, lo que hoy está en la nube ya nunca se deteriorará y, almacenado en superior calidad, habitará para siempre el nuevo cielo intemporal. The Final Cut (2004) de Omar Naïm ya exploró esa nueva ucronicidad digital opuesta a un tiempo nacido para pasar. Y, aunque la película no acertaba a mostrar la variedad y rapidez con que esa memoria sin tiempo se empezaría a divulgar, sí sugería la transformación de mentalidad que implica este tiempo que ya no sabe olvidar.
Algo cercano me sugiere esa vuelta a las amistades extraviadas que propone Facebook. Como es sabido, esta red social se ha convertido para muchos en un modo de volver a contactar con viejos conocidos. Facebook no sólo no olvida, sino que recuerda por nosotros, y nos coloca en un registro en el que las amistades siempre van a más, porque uno las acumula e incluso las va a rescatar. Una vez rescatado ese pasado: ¿dónde nos hemos quedado? Pues, a todas luces, en una especie de no tiempo nacido para perdurar. Efectivamente, lo que está en la red está y estará. Alguien recordará que la ley del derecho al olvido ha nacido precisamente para contrarrestar tales desvíos. Y otro añadirá que las tecnologías cambian y que las pantallas de hoy dejan apreciar mejor sus contenidos. Pero lo cierto es que hace tiempo que esos motivos han sido clonados por los servicios secretos de todos los Estados, y que las pantallas superan en resolución lo que puede ver el ojo humano. Por eso ya no estoy seguro de que mis amigos sean otros que los de hace veinte años, de que mis fotos familiares sean distintas de como eran hace doce, de que mis ebooks se alejen de lo que eran hace siete, o de que mi iTunes suene distinto de como sonaba hace tres. Más aun, aunque sea en unas gafas o en una suerte de proyector inoculado, es probable que dentro de cuarenta años siga viendo los videos de mis hijos exactamente en el mismo estado. Marcela siempre dará su primer paso y Federico siempre repetirá los mismos saltos, como si hubiese sido ayer cuando los hubiesen dado. Nunca en la Historia de la Humanidad se ha insistido tanto en el progreso y en el cambio, pero nunca se ha hecho tanto por consolidar el arsenal de datos heredados.
Ahora bien, el fenómeno sigue avanzando. De algún modo, el no tiempo de la red implica una infinita memoria pasada, pero también una infinita disponibilidad futura. Cuando las cosas sudaban y envejecían, uno sabía que debía apurar el tiempo y aprovechar bien la vida, que debía organizarse para evitar malos olores o explorar nuevas vías. Pero la red está ahí para permitir el acceso ilimitado a un todo que no sabe de hoy ni de mañana. Si nuestra biblioteca se arrugaba y, con ella, las viejas palabras, ahora todo se mantiene en un presente perpetuo en el que la posibilidad de acceder siempre a cualquier contenido acaba con la presión del calendario a que antes estábamos acostumbrados. Por eso conviene insistir en que no sólo la nube suprime el olvido en provecho de la memoria, sino que mata el acontecimiento en detrimento de la ocasión.
Esto vale, en primer lugar, para aquellos espectáculos que antes implicaban estar al tanto, ajustarse a unas fechas y disfrutarlos en el acto, y que ahora son subidos a la red en cuanto se producen, ofreciéndose ya para siempre a unos espectadores convertidos en usuarios. Pero las consecuencias de esa infinita disponibilidad futura se perciben mejor en las relaciones con las personas. Sin duda, una de las cosas que más llaman la atención del WhatsApp también es su memoria. Si uno comienza a remontar el chat que abrió hace años con su novia, descubre que allí han quedado grabados parte de los hábitos que establecieron ambos. A medida que retrocedemos, uno se asusta de la cantidad de frases que se han grabado. En todo caso, conviene pensar las implicaciones de la disponibilidad que abre esa herramienta en relación al futuro. A veces me da la impresión de que, si no le impusiese algún límite, mi hijo entraría en un océano infinito de whatsspps. Sus amigos siempre están ahí al otro lado dispuestos a contestar. Como en el chat no se suda ni se va a cagar, el encuentro ya no depende de alguna cita en un momento y lugar. Y, de hecho, si no fuese por el sueño que aprieta o los padres que no paran de molestar, sería posible la conversación total, la conversación con un principio y sin un final. Me imagino a Platón con WhatsApp: un diálogo que empieza para no acabar…
Si escribo todo esto es para insistir en que nuestro trato con el no tiempo nos está cambiando de modo radical. Pero lo paradójico del asunto es que sólo parece consumar cierta aspiración de la metafísica primordial. Al respecto, conviene recordar aquello en lo que coincidieron muchos filósofos, a saber, en que el ser no sabe de aquí o de allí, ni de antes o después. A Heidegger le gustaba poner el ejemplo de nuestra relación con los puentes. Cuando nos acercamos a ellos, no se puede decir que no los hayamos atravesado, porque lo propio del ser humano es que vive proyectándose y, cuando se aproxima al viaducto, en su mente, ya lo ha pasado. Algo parecido sugería Henri Michaux cuando se fijaba en aquel «adentro-afuera que es el verdadero espacio». La metafísica nunca ha dicho otra verdad: lo propio del ser humano es que vive en una dimensión difícil de atrapar. Ahora bien, puesto que el mundo digital también cuestiona todo tiempo y toda espacialidad, ¿en dónde nos coloca la nube sino en el firmamento de la metafísica radical?
Aunque en un sentido distinto, la relación entre metafísica y técnica fue algo que Heidegger ya supo vislumbrar. A su juicio, la esencia de la segunda parecía coincidir con aspectos fundamentales de la primera en su versión occidental porque, si la esencia de la técnica era «poner a disposición» el mundo, lo fundamental de la metafísica fue vislumbrar ese mundo como «lo dado» —como ente— y no como «lo que da» —como ser—. No cabe duda que, en esta dirección, sí podríamos poner en relación ciertos aspectos de la filosofía de la representación —con la imagen del mundo y su reificación— y esta gran nube tecnológica que «pone a disposición». De algún modo, la técnica vendría a consumar una aspiración de la metafísica tradicional. En todo caso, en lo referido a la metafísica actual intuyo diferencias que conviene subrayar. Vayamos por partes.
Una consecuencia psicológica de eso que está ahí constantemente disponible hasta el punto de romper las coordenadas temporales es que cuando algo está siempre accesible ya no se valora igual. Esto ocurre incluso con lo prohibido. Cuando uno tiene acceso a ello siempre que le viene en gana, ya no lo disfruta tanto como prometía la ley que incumple. Me imagino a un Adán que pudiese acceder a placer a la manzana. Me lo imagino aburrido hasta de las compotas más elaboradas… Pues bien, algo parecido pasa con la eterna disponibilidad de los contenidos y personas de la gran red global. Saber que siempre puedes acceder a tu amigo, o que puedes ver una peli buena cuando te dé la gana porque la tienes ahí siempre dispuesta y perfectamente grabada, saber eso, en realidad, lo mata. Centrémonos en la peli, ¿acaso la vemos nada más localizarla? Seamos sinceros: no, no y, mil veces, no. Siempre la posponemos a sabiendas de que la podremos disfrutar pasadas tres semanas.
Frente a todo eso, la nueva teoría del ser también subraya los límites del espacio-tiempo pero en una dirección que la distingue de lo que fomenta la red y, allí donde la nube mata el deseo, la nueva metafísica lo subraya. Verdad que la República platónica nació también para matar el deseo. Cierto que la gnoseología cartesiana se demoró en lo dado olvidando lo que daba. Pero, contra todo ello, la ontología contemporánea maduró persiguiendo al ser cuando se ocultaba, y, si con Platón el maximum de abstracción se identificó con lo estático-ideal, ya con ciertos vitalismos implicó una cambio drástico de orientación. Desde entonces, tanto la idea de libertad, como la del ser, sugieren algo abstracto que, por definición, no se puede limitar, aspiración imposible de alcanzar. Así las cosas, ¿cuál es la esencia de la metafísica actual? Pues, efectivamente, algo muy distinto de lo que la nueva nube no para de fomentar. Porque, si la nueva ontología mana de una inquietud que desea saltar cualquier muro que lo quiera atrapar, el intemporal repositorio digital parece haber nacido para apagar cualquier ansia y cualquier vitalidad.
A mi hijo no le gustan los campos de trabajo, prefiere reunirse con sus amigos en su entorno cotidiano. Con frecuencia no tiene que esperarlos, se conforma con chatear durante horas sin tener que olerlos o tocarlos.
Contemplándolo, recuerdo cuando los polacos sudaban, cuando las fotos del álbum amarilleaban, cuando las páginas de los libros de Austral se deterioraban, cuando las lustrosas esculturas en bronce amanecían con grafitis de paloma, cuando los muebles coleccionaban rayas, cuando los buenos chaquetones, aunque ajados, se heredaban, y cuando entre las tumbas del cementerio el olvido germinaba. Recuerdo un mundo que acumulaba recuerdos que desmejoraban, en el que todo te recordaba que la vida convenía aprovecharla, y en el que cada cambio susurraba alguna promesa de mañana.
Para que algo pase, el tiempo debe pasar, pero vivimos unos tiempos en los que el tiempo no quiere cambiar. Ahora, ya no pasa nada. Así, la clave de nuestro presente ya no es el no lugar ni la vida fragmentaria, sino el imperio de un no tiempo que acalla todas las ansias. ¿Cómo es que los millones de jóvenes sin trabajo ni futuro no se levantan en armas? ¿Dónde está su furia revolucionaria? Pues, probablemente, en ninguna parte. La conciencia de los límites de la vida es precisamente lo que nos permite tomar la vida como lo que es: una vida que pasa. Aquello que nos recuerda la muerte, es también aquello que nos permite apreciar la vida. Pero, al darle la espalda a Saturno, la red sin tiempo ni lugar ha venido a transformarnos más de lo que ninguna otra cosa nos haya transformado jamás. Por tanto, convendría añadirle un epílogo a la tesis del celebrado Fukuyama. No se trata sólo de que nos veamos incapacitados para levantarnos contra un sistema que falla a causa de la caída del muro y del fin de la Utopía comunista. Es que la deriva neoliberal capitalista cuenta con una ayuda inesperada: la del no tiempo de una red que todo lo atrapa.
© Brian Ewing, ilustración inspirada en la película Ex Machina (Alex Garland, 2015), para The New Yorker.