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El idiota, el loco, el clown
Cabe imaginarlo como una escena prácticamente inmóvil en el mismo comienzo de la civilización: dos personas contemplan a una tercera, la señalan y se ríen de ella porque la consideran idiota o porque lo es realmente. Es posible que el idiota ni siquiera se dé cuenta en ese instante de que está siendo objeto de mofa. Está y no está. Hay una parte de él que ha sido objetivada debido precisamente a esa risa: la risa es el manto que ha invalidado su “espíritu” o ha neutralizado su manifestación. Envuelto en la risa de quienes le contemplan el idiota hace un doble movimiento aparentemente contradictorio: por un lado es expulsado de la sociedad y por otro se convierte en la materia que hace que los demás permanezcan unidos, como él es idiota los otros quedan redimidos de serlo. O mejor, gracias a que los dos son capaces de reconocer que hay algo idiota en el idiota, se convierten en una hermandad.
Así sucede en la primera ocasión. En la segunda, en la misma curva que pasa junto a la misma aldea, los dos, que ahora son tres, o cinco ─hay pocas cosas con más poder de convocatoria que la comicidad─ ríen de nuevo al ver pasar al idiota. El idiota se da la vuelta, comprende o no, y sigue su camino. Se siente más o menos herido, ¿quién sabe hasta dónde llega verdaderamente la herida, la herida palpable y lacerante en el corazón del idiota? ¿Quién sabe si de verdad se produce herida alguna o si ve la realidad como la famosa pantera enjaulada del poema de Rilke “como si hubiera miles de rejas y, tras ellas, ningún mundo”? Puede que su paso parezca un poco más cansado al principio pero en seguida descubren que no, que el idiota sigue caminando igual, ligero, como si estuviera hecho de aire o de una materia distinta de la de los hombres comunes. A diferencia del resto de las criaturas el idiota permanece intacto en su interior cuando le golpean, nada cambia en él. La invariabilidad del idiota en su interior, ese centro inmóvil del corazón del idiota, le hace en realidad un poco siniestro y quien agrede al idiota puede quedar imantado a su propia violencia sólo por la fascinación que le produce que no haya nunca cambio alguno, que nada se mueva en esa superficie tranquila. Es, en cierto modo, como golpear a un titán, a una ola, a una roca.
El idiota vive en otro lugar, en un espacio distinto. Basta con haber sido extranjero, con haber cruzado a pie un territorio con unas reglas distintas de las nuestras tratando de imponer mentalmente las que traíamos para saber en qué consiste la experiencia de vivir en dos tiempos solapados. Seremos, aunque sea sólo durante un instante, el idiota para los habitantes de la tierra extraña. Haremos algo que nos delatará: que les hará saber que estamos viviendo aquí y a la vez en otro espacio, o aquí con las reglas de allí. El idiota vive también en otro tiempo, el suyo. El tiempo en el que viven los demás, visto desde afuera, parece siempre una enajenación. El idiota y el loco tienen eso en común, viven en otro tiempo. Y no sólo ellos: también el filósofo vive en otro tiempo. Ante los ojos de la multitud que aguarda en la curva del camino no hay nada más parecido al idiota que un hombre que está pensando. Es fantástico que la historia de la Filosofía haya entendido desde prácticamente su nacimiento la comicidad del filósofo. Lo hace el propio Sócrates, en su Teeto, al referirse a una anécdota protagonizada por Tales de Mileto: “para contemplar las estrellas alzó la vista y cayó en un pozo, y entonces una muchacha tracia lista y chistosa se burló de él, pues se afanaba en saber lo que había en el cielo pero le pasaba desapercibido lo que tenía delante, a sus pies”. La risa de la muchacha tracia es tal vez uno de los primeros gestos verdaderamente sabios de la Filosofía: el de ponerse un espejo frente a sí misma y descubrirse cómica.
Pero el idiota no es el filósofo, tampoco el loco es el filósofo, aunque tengan amplios terrenos compartidos. Son, sin embargo, al loco y al idiota, a los que la sociedad decide arrinconar primero. Si bien el filósofo se convierte en risible por tener “demasiadas” cosas en la cabeza, el loco se convierte en peligroso por tener cosas “amenazadoras”, el santo y el fanático por tener “sólo una” y el idiota por no tener ninguna en absoluto. “Ya está vacía la cabeza que se volverá calavera” (Foucault). En la cabeza del idiota se encuentra ya la muerte. Es la misma sonrisa la de la máscara y la del cadáver. El loco y el idiota son “los que se ríen por adelantado”, con otra risa distinta. Nosotros nos reímos del idiota y del loco, pero para ellos lo cómico está en otro lugar. Es más: la primera muestra de su idiotez o de su locura es que ellos ríen donde nosotros no reímos. De la nada, en medio de lo incomprensible, frente la rama de un árbol, frente a un amanecer, frente a una caja de cartón, frente a una llama se ríe el idiota. La relación entre la risa y la inteligencia tiene una gran tradición literaria. Henry James la utiliza para realizar de un plumazo (magistral) la descripción de un personaje en Washington Square: “solía decirse de él que era un hombre de sentido porque, aunque apenas decía nada, se reía siempre en el momento adecuado”.
El idiota y el loco son precisamente los que se ríen en el momento inadecuado, donde no corresponde. Y si su vida interior es distinta de la nuestra (inapropiada y por tanto risible) no por eso es menos real. No hay prueba más segura que la risa para sostener la existencia de una vida interior. ¿Qué importa que dialogue con otra cosa? La risa del idiota, la risa tradicionalmente babeante y con la boca abierta, esa risa gástrica de mirada perdida es la manifestación de un diálogo con algo que nos está vedado, pero que sí es visible para el idiota. También el loco ríe donde no corresponde: pero agrediendo, con la boca bien abierta y la mirada igualmente abierta, fija, su risa es una amenaza.
Así lo entendió Dostoievski en la que es, probablemente, una de las novelas más importantes de todos los tiempos y sin duda la cima de todos sus logros: El idiota. El príncipe Mishkin, esa rara avis que protagoniza la novela parece no haber tenido contacto alguno con el mundo real cuando comienza el relato en el vagón de un tren. El viaje que comienza desde el campo hacia San Petersburgo con intención de conocer a sus supuestos familiares es para Mishkin el comienzo de su historia, su primer paso en el mundo real. De camino a la ciudad conoce durante el primer día a una serie de personajes que, al igual que él, viven bajo la aflicción de alguna enfermedad. El secreto de Mishkin, aquello que hace que todas las personas con las que se cruza queden primero desconcertadas, a continuación rendidas ante su aparente ingenuidad y finalmente ávidas de aprovecharse de él, es que nadie sabe en qué está cimentada esa obstinación de Mishkin en la bondad. Mishkin es un idiota que confunde constantemente el amor con la compasión. La inmoralidad y la mezquindad de quienes lo rodean no llegan a transformarle nunca, tan sólo lo entristecen o decepcionan levemente, pero el interior del idiota, la “fe” de Mishkin, sigue intacta. Mishkin es por un lado el eterno compasivo del dolor humano, un enorme canal sensible a la tribulación ajena y por otro un incapaz para la acción: la naturaleza le ha hecho enfermo y frágil (es conmovedor que Dostoievski quisiera darle a este personaje y a ningún otro más su propia enfermedad: la epilepsia) pero su corazón le obliga a seguir atado sentimentalmente a los conflictos de sus hermanos los hombres. La pregunta basal de Dostoievski, en qué fundar la moral en un mundo sin Dios, por qué seguir actuando virtuosamente si ya no tenemos la seguridad de una vida eterna que nos compense de los sufrimientos de este mundo, es rotunda y literal: sólo un idiota puede hacerlo, sólo renunciando a la cordura se puede actuar virtuosamente. El propio Cristo, según la perspectiva del Dostoievsky, es víctima de la misma idiotez de Mishkin.
La risa (o la ausencia de la verdadera risa) cumple un papel fundamental en El idiota. Mishkin no es un “disminuido mental” o un “disminuido social” sino un enigma en toda ley, está atrapado en la intensidad de su propia emoción, de su propia compasión. Pero también aparece la risa de una manera muy significativa durante la novela en el episodio del paseo campestre con el grupo de las hijas del general, en el momento en que se produce “una risa colectiva de jóvenes que, al reírse, olvidan lo que las movió a reírse”. Evgueni Paulovich se da cuenta entonces de que la risa de las muchachas carece de toda razón cómica y se echa él también a reír. La risa sin humor tiene un papel extraordinario en ese mundo en que no tiene sentido obrar moralmente. Del mismo modo que la bondad ha quedado recluida a una acción inevitable en la que la compasión es más fuerte que la inteligencia, la risa ha quedado desvinculada de lo verdaderamente risible, no es más que algo que nos sucede, algo sin sentido, un cosquilleo en el mejor de los casos, y en el peor el perfecto termómetro de la absurdidad de la condición humana. A diferencia de las hijas del general (que ríen como idiotas) Evgueni Paulovich ríe como el loco, agrediendo con su risa la de las muchachas.
Parece inevitable que de la risa del loco y de la risa del idiota acabe surgiendo un hibrido, una criatura fantástica que aglutine a las dos de alguna forma. Las dos risas están en ese terreno limítrofe con lo social, las dos han sido expulsadas, las dos confirman al normal en su “normalidad” y sin embargo le enfrentan a la fragilidad de su pensamiento. Si se pudiera hacer un nacimiento del payaso como si se tratara de un clásico nacimiento de Venus, habría que retratar la inteligencia perturbada del loco soplando sobre la inteligencia inmóvil del idiota, disfrazándolo y dotándolo de espíritu, mezclar la natural bondad con la mirada acerada y violenta, el cinismo con la filantropía.
No es este el lugar para hacer un listado de la presencia histórica del payaso en las civilizaciones humanas desde la corte del faraón Dadkeri Assi de la quinta dinastía egipcia hace dos mil quinientos años hasta el circo contemporáneo pasando por la comedia romana y la griega, la fascinación azteca por la deformidad, el papel de los bufones en las cortes barrocas o la comedia del arte italiana. En todos esos casos aparece el soplo de ese híbrido, y a pesar de que las diferencias son evidentes desde el punto de vista externo todos tienen sin embargo algo en común: el disfraz. Ya sea un disfraz impuesto por la propia naturaleza, como la deformidad (resulta misteriosa esa forma en la que jamás hemos dejado de sospechar que bajo la constitución del deforme hay “escondido” un ser humano físicamente bien conformado), o impuesto por los hombres, el traje siempre estuvo allí: del sombrero de cinco puntas medieval a la nariz roja símbolo de la ebriedad constante del payaso, de los zapatos al maquillaje, el disfraz es la piel natural del payaso, su piel legítima. También el payaso “elige” ser payaso al ponerse el disfraz, ése es el instante en que asume su condición, y en ese sentido, como en tantos otros, de la tragedia nace, inevitablemente, la comedia. El disfraz es siempre risible en tanto que superpone un objeto inmóvil y mecánico sobre otro móvil y vivo, pero también es la señal de que la persona que está bajo ese atuendo ha elegido un destino: el de recibir la bofetada.
“El payaso es aquel que danza en honor del dios sin ponerle condiciones, y su dios es Dioniso, dios de la risa y el sufrimiento, de la mímica, de la danza expresiva y liberadora, la danza que hace danzar” (Zambrano). El payaso, para servir al dios, ha de cumplir con el ritual, ha de “disfrazar” también su rostro: ponerse una máscara. La máscara rígida del payaso hace que, a pesar de ser humano, quien se encuentra bajo ella deje de parecerlo. Con su rostro inmóvil, a imitación de la muerte, parece contener al mismo tiempo una de las formas más profundas de la conciencia, y “todo lo profundo necesita una máscara” (Nietzsche). El payaso es en ese sentido un muerto que finge estar vivo. Si la sociedad nace de un crimen compartido ese crimen es el de haber dado colectivamente la bofetada al payaso, el de haberle señalado y haberse reído de él. Un crimen compartido por el propio payaso, un crimen perfecto: la víctima propiciatoria se ha ofrecido a sí misma no con la naturalidad inerte del idiota, ni ha sido abatida en su violencia y encerrada como el loco, sino que se ha ofrecido voluntariamente, ha asumido su destino; ha disfrazado su cuerpo y se ha enmascarado para hacernos reír. Y nosotros, lógicamente, hemos reído.
Pero ¿qué ha llevado al payaso a asumir ese destino insensato de recibir la bofetada? En el año de 1929 el actor y director sueco Victor Sjöström elige para su segundo largometraje en Hollywood precisamente ese enigmático título: He Who Gets Slapped (literalmente: Él, quien recibe la bofetada). El argumento es sencillo: un joven científico y humanista descubre, después de muchos años de estudio, una revolucionaria teoría. Todo va bien hasta que su supuesto tutor le roba la fórmula de su hallazgo y la presenta a la comunidad científica como si fuese suya con la connivencia de su esposa, a la que ha convertido en su amante. Cuando el joven científico lo descubre y trata de protestar por la injusticia que se está cometiendo con él su protector le da una bofetada públicamente. Un monumental bofetón frente a todo el mundo. De pronto es como si el planeta completo se hubiese detenido, como si tuviera que reajustarse la mirada, el mismo ojo, a un mundo que ya no puede ser mirado como había sido hasta entonces. Y el protagonista, en el límite de su paroxismo, en vez de pelear y enfrentarse a su agresor y a su infiel esposa, contra todo pronóstico, se echa a reír a carcajadas.
En el comienzo de la risa –podría decirse– fue el espanto. Ni siquiera la sorpresa, el espanto. Más que un hallazgo se trata de una caída vertiginosa. Para nacer como payaso es necesario caer: caer de un mundo sólido y arraigado a un mundo inestable y sin leyes. Es como la eterna diatriba entre el payaso blanco y el payaso oscuro en el circo contemporáneo (el payaso maligno y organizador frente al payaso tontorrón y bienintencionado): la realidad es como el payaso blanco y serio, parece lógica y razonable, pero acaba siendo estúpida y ridícula. El payaso negro, el payaso ingenuo y sin malicia es al fin el que termina ganando porque el primero sigue atado a un mundo en el que existen las leyes, mientras que el segundo ya no lo está. El científico de la película de Sjöström ha sido hasta ese punto de su historia, un “adulto”, un payaso blanco, es decir una persona que –precisamente por su confianza en la racionalidad del mundo que le rodeaba– había perdido la facultad de reír ante lo cómico. La bofetada le ha llevado otro lugar, o mejor: le ha hecho nacer de nuevo a un mundo sin ley, a un mundo en el que sí existe lo cómico.
El payaso negro nos alivia de ser como somos, de no poder ser de otra manera, de no poder traspasar los límites que le hemos impuesto a nuestra propia libertad. El payaso no es sólo el que recibe la bofetada, sino estrictamente: el que ha elegido recibir la bofetada. Sería demasiado sencillo decir que el payaso es una simple víctima propiciatoria que se inmola ante nosotros, alguien que recibe la bofetada estoicamente para que otro no la reciba. El payaso es en realidad una instancia superior: alguien que nos recuerda que es posible la vida sin ley y que recibe la bofetada porque ha cruzado ese límite que aún nos ancla a nosotros en lo razonable. Nosotros vivimos en lo real, el payaso vive en la fantasía. En la fantasía, hay que puntualizar, no en lo fantasioso.
En sus memorias, el célebre director de cine y teatro ruso Serguéi Eisenstein relata una anécdota fabulosa donde queda explicada perfectamente esa diferencia: “Siendo niño vi a un prestidigitador. Era un fantasma fosforescente y siniestro que se movía por un escenario en penumbra. “¡Piensen en lo que desean ver –gritaba desde el escenario aquel Cagliostro de feria– y lo verán!” En aquel hombrecillo divertido, mago e ilusionista a su manera se podía “ver”. Se podía ver lo que uno quisiera”. Quien vive en la realidad evoca en lo fantasioso aquello que no existe: ése es el comienzo el ensueño para nosotros, pero el payaso, como el idiota o el loco, viven en un espacio distinto, por eso para ellos el ingreso en la fantasía no es “evocación” sino “invocación”, por eso el payaso ve literalmente (y nos hace ver a nosotros por apropiación) todo lo que él quiere, porque al pensarlo lo convoca, lo lleva del no ser al ser.
Hay algo en la actitud del payaso cuyo sueño es llevar a los hombres hasta ese lugar imposible: reír de la muerte. Mucho se ha hablado históricamente de la conciencia desesperanzada del payaso, tanto que casi se ha acabado convirtiendo en un cliché: quien ha dejado de creer en la vida quiere hacernos volver a creer en ella, quien ya sólo desea la muerte, desea que nuestra risa llegue, con arrogancia, hasta el extremo de abandonar la existencia con una carcajada. Y “de la misma forma que el payaso desearía hacernos reír de la muerte no parece improbable que el secreto deseo de todo payaso sea morir en escena” (Zambrano). La posibilidad de la muerte en escena es quizá el contenido mismo de la pasión del payaso. Y puede que no muera el payaso en realidad, pero desde luego utiliza todos los recursos que utilizaría en su propia muerte si se produjera: el dolor físico, el dolor moral, la indiferencia, y si no puede llorar accionará un falso mecanismo que le haga llorar a mares, del mismo modo que se llora a mares –y falsamente– con tanta frecuencia en las muertes reales. Las lágrimas del payaso serán más verdaderas en realidad que las verdaderas lágrimas porque las produce la voluntad y el deseo de provocar un efecto: el payaso ha entendido que las lágrimas son una convención como cualquier otra, una convención física que no corresponde a un dolor real, sino a la ausencia de la posibilidad de que el dolor real tenga un sentido. Si Dostoievski quiso convencernos de que sólo un idiota puede actuar moralmente en un mundo sin Dios, nuestra risa nos convence de que sólo un payaso puede llorar a mares en su propio sepelio. Y lo hará con dos ríos simétricos, con la boca abierta y caminando en círculos, pantera enjaulada, loco manifiesto ocupado por la compasión hacia sí mismo. El idiota de Dostoievski confundía la compasión con el amor: el payaso ha dado un paso más: nos la ha mostrado de tal forma que sólo podemos reír. Y al reírnos despiadadamente de su muerte nos estaremos riendo, inevitablemente, de la nuestra. Con lo que al fin el payaso se habrá salido con la suya.
De arriba abajo, el artículo está ilustrado con obras de August Natterer (Mis ojos en el momento de las apariciones), Alexander Lobanov, Chelo Amezcua (Los egipcios) y Alfredo Dos Santos.
El idiota, el loco, el clown
Cabe imaginarlo como una escena prácticamente inmóvil en el mismo comienzo de la civilización: dos personas contemplan a una tercera, la señalan y se ríen de ella porque la consideran idiota o porque lo es realmente. Es posible que el idiota ni siquiera se dé cuenta en ese instante de que está siendo objeto de mofa. Está y no está. Hay una parte de él que ha sido objetivada debido precisamente a esa risa: la risa es el manto que ha invalidado su “espíritu” o ha neutralizado su manifestación. Envuelto en la risa de quienes le contemplan el idiota hace un doble movimiento aparentemente contradictorio: por un lado es expulsado de la sociedad y por otro se convierte en la materia que hace que los demás permanezcan unidos, como él es idiota los otros quedan redimidos de serlo. O mejor, gracias a que los dos son capaces de reconocer que hay algo idiota en el idiota, se convierten en una hermandad.
Así sucede en la primera ocasión. En la segunda, en la misma curva que pasa junto a la misma aldea, los dos, que ahora son tres, o cinco ─hay pocas cosas con más poder de convocatoria que la comicidad─ ríen de nuevo al ver pasar al idiota. El idiota se da la vuelta, comprende o no, y sigue su camino. Se siente más o menos herido, ¿quién sabe hasta dónde llega verdaderamente la herida, la herida palpable y lacerante en el corazón del idiota? ¿Quién sabe si de verdad se produce herida alguna o si ve la realidad como la famosa pantera enjaulada del poema de Rilke “como si hubiera miles de rejas y, tras ellas, ningún mundo”? Puede que su paso parezca un poco más cansado al principio pero en seguida descubren que no, que el idiota sigue caminando igual, ligero, como si estuviera hecho de aire o de una materia distinta de la de los hombres comunes. A diferencia del resto de las criaturas el idiota permanece intacto en su interior cuando le golpean, nada cambia en él. La invariabilidad del idiota en su interior, ese centro inmóvil del corazón del idiota, le hace en realidad un poco siniestro y quien agrede al idiota puede quedar imantado a su propia violencia sólo por la fascinación que le produce que no haya nunca cambio alguno, que nada se mueva en esa superficie tranquila. Es, en cierto modo, como golpear a un titán, a una ola, a una roca.
El idiota vive en otro lugar, en un espacio distinto. Basta con haber sido extranjero, con haber cruzado a pie un territorio con unas reglas distintas de las nuestras tratando de imponer mentalmente las que traíamos para saber en qué consiste la experiencia de vivir en dos tiempos solapados. Seremos, aunque sea sólo durante un instante, el idiota para los habitantes de la tierra extraña. Haremos algo que nos delatará: que les hará saber que estamos viviendo aquí y a la vez en otro espacio, o aquí con las reglas de allí. El idiota vive también en otro tiempo, el suyo. El tiempo en el que viven los demás, visto desde afuera, parece siempre una enajenación. El idiota y el loco tienen eso en común, viven en otro tiempo. Y no sólo ellos: también el filósofo vive en otro tiempo. Ante los ojos de la multitud que aguarda en la curva del camino no hay nada más parecido al idiota que un hombre que está pensando. Es fantástico que la historia de la Filosofía haya entendido desde prácticamente su nacimiento la comicidad del filósofo. Lo hace el propio Sócrates, en su Teeto, al referirse a una anécdota protagonizada por Tales de Mileto: “para contemplar las estrellas alzó la vista y cayó en un pozo, y entonces una muchacha tracia lista y chistosa se burló de él, pues se afanaba en saber lo que había en el cielo pero le pasaba desapercibido lo que tenía delante, a sus pies”. La risa de la muchacha tracia es tal vez uno de los primeros gestos verdaderamente sabios de la Filosofía: el de ponerse un espejo frente a sí misma y descubrirse cómica.
Pero el idiota no es el filósofo, tampoco el loco es el filósofo, aunque tengan amplios terrenos compartidos. Son, sin embargo, al loco y al idiota, a los que la sociedad decide arrinconar primero. Si bien el filósofo se convierte en risible por tener “demasiadas” cosas en la cabeza, el loco se convierte en peligroso por tener cosas “amenazadoras”, el santo y el fanático por tener “sólo una” y el idiota por no tener ninguna en absoluto. “Ya está vacía la cabeza que se volverá calavera” (Foucault). En la cabeza del idiota se encuentra ya la muerte. Es la misma sonrisa la de la máscara y la del cadáver. El loco y el idiota son “los que se ríen por adelantado”, con otra risa distinta. Nosotros nos reímos del idiota y del loco, pero para ellos lo cómico está en otro lugar. Es más: la primera muestra de su idiotez o de su locura es que ellos ríen donde nosotros no reímos. De la nada, en medio de lo incomprensible, frente la rama de un árbol, frente a un amanecer, frente a una caja de cartón, frente a una llama se ríe el idiota. La relación entre la risa y la inteligencia tiene una gran tradición literaria. Henry James la utiliza para realizar de un plumazo (magistral) la descripción de un personaje en Washington Square: “solía decirse de él que era un hombre de sentido porque, aunque apenas decía nada, se reía siempre en el momento adecuado”.
El idiota y el loco son precisamente los que se ríen en el momento inadecuado, donde no corresponde. Y si su vida interior es distinta de la nuestra (inapropiada y por tanto risible) no por eso es menos real. No hay prueba más segura que la risa para sostener la existencia de una vida interior. ¿Qué importa que dialogue con otra cosa? La risa del idiota, la risa tradicionalmente babeante y con la boca abierta, esa risa gástrica de mirada perdida es la manifestación de un diálogo con algo que nos está vedado, pero que sí es visible para el idiota. También el loco ríe donde no corresponde: pero agrediendo, con la boca bien abierta y la mirada igualmente abierta, fija, su risa es una amenaza.
Así lo entendió Dostoievski en la que es, probablemente, una de las novelas más importantes de todos los tiempos y sin duda la cima de todos sus logros: El idiota. El príncipe Mishkin, esa rara avis que protagoniza la novela parece no haber tenido contacto alguno con el mundo real cuando comienza el relato en el vagón de un tren. El viaje que comienza desde el campo hacia San Petersburgo con intención de conocer a sus supuestos familiares es para Mishkin el comienzo de su historia, su primer paso en el mundo real. De camino a la ciudad conoce durante el primer día a una serie de personajes que, al igual que él, viven bajo la aflicción de alguna enfermedad. El secreto de Mishkin, aquello que hace que todas las personas con las que se cruza queden primero desconcertadas, a continuación rendidas ante su aparente ingenuidad y finalmente ávidas de aprovecharse de él, es que nadie sabe en qué está cimentada esa obstinación de Mishkin en la bondad. Mishkin es un idiota que confunde constantemente el amor con la compasión. La inmoralidad y la mezquindad de quienes lo rodean no llegan a transformarle nunca, tan sólo lo entristecen o decepcionan levemente, pero el interior del idiota, la “fe” de Mishkin, sigue intacta. Mishkin es por un lado el eterno compasivo del dolor humano, un enorme canal sensible a la tribulación ajena y por otro un incapaz para la acción: la naturaleza le ha hecho enfermo y frágil (es conmovedor que Dostoievski quisiera darle a este personaje y a ningún otro más su propia enfermedad: la epilepsia) pero su corazón le obliga a seguir atado sentimentalmente a los conflictos de sus hermanos los hombres. La pregunta basal de Dostoievski, en qué fundar la moral en un mundo sin Dios, por qué seguir actuando virtuosamente si ya no tenemos la seguridad de una vida eterna que nos compense de los sufrimientos de este mundo, es rotunda y literal: sólo un idiota puede hacerlo, sólo renunciando a la cordura se puede actuar virtuosamente. El propio Cristo, según la perspectiva del Dostoievsky, es víctima de la misma idiotez de Mishkin.
La risa (o la ausencia de la verdadera risa) cumple un papel fundamental en El idiota. Mishkin no es un “disminuido mental” o un “disminuido social” sino un enigma en toda ley, está atrapado en la intensidad de su propia emoción, de su propia compasión. Pero también aparece la risa de una manera muy significativa durante la novela en el episodio del paseo campestre con el grupo de las hijas del general, en el momento en que se produce “una risa colectiva de jóvenes que, al reírse, olvidan lo que las movió a reírse”. Evgueni Paulovich se da cuenta entonces de que la risa de las muchachas carece de toda razón cómica y se echa él también a reír. La risa sin humor tiene un papel extraordinario en ese mundo en que no tiene sentido obrar moralmente. Del mismo modo que la bondad ha quedado recluida a una acción inevitable en la que la compasión es más fuerte que la inteligencia, la risa ha quedado desvinculada de lo verdaderamente risible, no es más que algo que nos sucede, algo sin sentido, un cosquilleo en el mejor de los casos, y en el peor el perfecto termómetro de la absurdidad de la condición humana. A diferencia de las hijas del general (que ríen como idiotas) Evgueni Paulovich ríe como el loco, agrediendo con su risa la de las muchachas.
Parece inevitable que de la risa del loco y de la risa del idiota acabe surgiendo un hibrido, una criatura fantástica que aglutine a las dos de alguna forma. Las dos risas están en ese terreno limítrofe con lo social, las dos han sido expulsadas, las dos confirman al normal en su “normalidad” y sin embargo le enfrentan a la fragilidad de su pensamiento. Si se pudiera hacer un nacimiento del payaso como si se tratara de un clásico nacimiento de Venus, habría que retratar la inteligencia perturbada del loco soplando sobre la inteligencia inmóvil del idiota, disfrazándolo y dotándolo de espíritu, mezclar la natural bondad con la mirada acerada y violenta, el cinismo con la filantropía.
No es este el lugar para hacer un listado de la presencia histórica del payaso en las civilizaciones humanas desde la corte del faraón Dadkeri Assi de la quinta dinastía egipcia hace dos mil quinientos años hasta el circo contemporáneo pasando por la comedia romana y la griega, la fascinación azteca por la deformidad, el papel de los bufones en las cortes barrocas o la comedia del arte italiana. En todos esos casos aparece el soplo de ese híbrido, y a pesar de que las diferencias son evidentes desde el punto de vista externo todos tienen sin embargo algo en común: el disfraz. Ya sea un disfraz impuesto por la propia naturaleza, como la deformidad (resulta misteriosa esa forma en la que jamás hemos dejado de sospechar que bajo la constitución del deforme hay “escondido” un ser humano físicamente bien conformado), o impuesto por los hombres, el traje siempre estuvo allí: del sombrero de cinco puntas medieval a la nariz roja símbolo de la ebriedad constante del payaso, de los zapatos al maquillaje, el disfraz es la piel natural del payaso, su piel legítima. También el payaso “elige” ser payaso al ponerse el disfraz, ése es el instante en que asume su condición, y en ese sentido, como en tantos otros, de la tragedia nace, inevitablemente, la comedia. El disfraz es siempre risible en tanto que superpone un objeto inmóvil y mecánico sobre otro móvil y vivo, pero también es la señal de que la persona que está bajo ese atuendo ha elegido un destino: el de recibir la bofetada.
“El payaso es aquel que danza en honor del dios sin ponerle condiciones, y su dios es Dioniso, dios de la risa y el sufrimiento, de la mímica, de la danza expresiva y liberadora, la danza que hace danzar” (Zambrano). El payaso, para servir al dios, ha de cumplir con el ritual, ha de “disfrazar” también su rostro: ponerse una máscara. La máscara rígida del payaso hace que, a pesar de ser humano, quien se encuentra bajo ella deje de parecerlo. Con su rostro inmóvil, a imitación de la muerte, parece contener al mismo tiempo una de las formas más profundas de la conciencia, y “todo lo profundo necesita una máscara” (Nietzsche). El payaso es en ese sentido un muerto que finge estar vivo. Si la sociedad nace de un crimen compartido ese crimen es el de haber dado colectivamente la bofetada al payaso, el de haberle señalado y haberse reído de él. Un crimen compartido por el propio payaso, un crimen perfecto: la víctima propiciatoria se ha ofrecido a sí misma no con la naturalidad inerte del idiota, ni ha sido abatida en su violencia y encerrada como el loco, sino que se ha ofrecido voluntariamente, ha asumido su destino; ha disfrazado su cuerpo y se ha enmascarado para hacernos reír. Y nosotros, lógicamente, hemos reído.
Pero ¿qué ha llevado al payaso a asumir ese destino insensato de recibir la bofetada? En el año de 1929 el actor y director sueco Victor Sjöström elige para su segundo largometraje en Hollywood precisamente ese enigmático título: He Who Gets Slapped (literalmente: Él, quien recibe la bofetada). El argumento es sencillo: un joven científico y humanista descubre, después de muchos años de estudio, una revolucionaria teoría. Todo va bien hasta que su supuesto tutor le roba la fórmula de su hallazgo y la presenta a la comunidad científica como si fuese suya con la connivencia de su esposa, a la que ha convertido en su amante. Cuando el joven científico lo descubre y trata de protestar por la injusticia que se está cometiendo con él su protector le da una bofetada públicamente. Un monumental bofetón frente a todo el mundo. De pronto es como si el planeta completo se hubiese detenido, como si tuviera que reajustarse la mirada, el mismo ojo, a un mundo que ya no puede ser mirado como había sido hasta entonces. Y el protagonista, en el límite de su paroxismo, en vez de pelear y enfrentarse a su agresor y a su infiel esposa, contra todo pronóstico, se echa a reír a carcajadas.
En el comienzo de la risa –podría decirse– fue el espanto. Ni siquiera la sorpresa, el espanto. Más que un hallazgo se trata de una caída vertiginosa. Para nacer como payaso es necesario caer: caer de un mundo sólido y arraigado a un mundo inestable y sin leyes. Es como la eterna diatriba entre el payaso blanco y el payaso oscuro en el circo contemporáneo (el payaso maligno y organizador frente al payaso tontorrón y bienintencionado): la realidad es como el payaso blanco y serio, parece lógica y razonable, pero acaba siendo estúpida y ridícula. El payaso negro, el payaso ingenuo y sin malicia es al fin el que termina ganando porque el primero sigue atado a un mundo en el que existen las leyes, mientras que el segundo ya no lo está. El científico de la película de Sjöström ha sido hasta ese punto de su historia, un “adulto”, un payaso blanco, es decir una persona que –precisamente por su confianza en la racionalidad del mundo que le rodeaba– había perdido la facultad de reír ante lo cómico. La bofetada le ha llevado otro lugar, o mejor: le ha hecho nacer de nuevo a un mundo sin ley, a un mundo en el que sí existe lo cómico.
En sus memorias, el célebre director de cine y teatro ruso Serguéi Eisenstein relata una anécdota fabulosa donde queda explicada perfectamente esa diferencia: “Siendo niño vi a un prestidigitador. Era un fantasma fosforescente y siniestro que se movía por un escenario en penumbra. “¡Piensen en lo que desean ver –gritaba desde el escenario aquel Cagliostro de feria– y lo verán!” En aquel hombrecillo divertido, mago e ilusionista a su manera se podía “ver”. Se podía ver lo que uno quisiera”. Quien vive en la realidad evoca en lo fantasioso aquello que no existe: ése es el comienzo el ensueño para nosotros, pero el payaso, como el idiota o el loco, viven en un espacio distinto, por eso para ellos el ingreso en la fantasía no es “evocación” sino “invocación”, por eso el payaso ve literalmente (y nos hace ver a nosotros por apropiación) todo lo que él quiere, porque al pensarlo lo convoca, lo lleva del no ser al ser.
Hay algo en la actitud del payaso cuyo sueño es llevar a los hombres hasta ese lugar imposible: reír de la muerte. Mucho se ha hablado históricamente de la conciencia desesperanzada del payaso, tanto que casi se ha acabado convirtiendo en un cliché: quien ha dejado de creer en la vida quiere hacernos volver a creer en ella, quien ya sólo desea la muerte, desea que nuestra risa llegue, con arrogancia, hasta el extremo de abandonar la existencia con una carcajada. Y “de la misma forma que el payaso desearía hacernos reír de la muerte no parece improbable que el secreto deseo de todo payaso sea morir en escena” (Zambrano). La posibilidad de la muerte en escena es quizá el contenido mismo de la pasión del payaso. Y puede que no muera el payaso en realidad, pero desde luego utiliza todos los recursos que utilizaría en su propia muerte si se produjera: el dolor físico, el dolor moral, la indiferencia, y si no puede llorar accionará un falso mecanismo que le haga llorar a mares, del mismo modo que se llora a mares –y falsamente– con tanta frecuencia en las muertes reales. Las lágrimas del payaso serán más verdaderas en realidad que las verdaderas lágrimas porque las produce la voluntad y el deseo de provocar un efecto: el payaso ha entendido que las lágrimas son una convención como cualquier otra, una convención física que no corresponde a un dolor real, sino a la ausencia de la posibilidad de que el dolor real tenga un sentido. Si Dostoievski quiso convencernos de que sólo un idiota puede actuar moralmente en un mundo sin Dios, nuestra risa nos convence de que sólo un payaso puede llorar a mares en su propio sepelio. Y lo hará con dos ríos simétricos, con la boca abierta y caminando en círculos, pantera enjaulada, loco manifiesto ocupado por la compasión hacia sí mismo. El idiota de Dostoievski confundía la compasión con el amor: el payaso ha dado un paso más: nos la ha mostrado de tal forma que sólo podemos reír. Y al reírnos despiadadamente de su muerte nos estaremos riendo, inevitablemente, de la nuestra. Con lo que al fin el payaso se habrá salido con la suya.
De arriba abajo, el artículo está ilustrado con obras de August Natterer (Mis ojos en el momento de las apariciones), Alexander Lobanov, Chelo Amezcua (Los egipcios) y Alfredo Dos Santos.