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El enigma de Arriaga
“Il est impossible d´imaginer rien de plus original, de plus élégant, de plus purement écrit que ces quatuors.”
François-Joseph Fétis
“Poca materia biográfica pueden suministrar veinte años de existencia, aunque esta sea tan rica en vida interior como la de Juan Crisóstomo de Arriaga”
Padre Donostia
Apostaría mis generosas estanterías de vinilos a que si ahora mismo hiciéramos una encuesta por las calles de Euskadi preguntando quién fue Arriaga, apenas un 5% sería capaz de darnos un par de datos sobre el personaje. Los encuestados en Bilbao contestarían que “el del teatro”. Efectivamente, el teatro bilbaíno por antonomasia está dedicado a la memoria de Juan Crisóstomo Arriaga, el artista vasco más relevante de todos los tiempos junto a Unamuno, Baroja, Oteiza, Chillida y Zuloaga. De los últimos, muchos sabrían decir al menos algo. Del primero, apenas nada. Yo, lo reconozco, tampoco, hasta que un buen día cayó en mis manos el fabuloso libro de Ramón Rodamilans En busca de Arriaga, editado por la Editorial Mínima en el año 2000.
La vida del “Mozart español”, como le dicen, sigue resultando un rompecabezas a medio resolver, propio de un programa de misterio al más puro estilo Iker Jiménez. Aún siendo Arriaga reconocido como una de las mayores promesas musicales de su época (principios del XIX), su biografía sigue siendo un encadenamiento de conjeturas imposible de hilvanar, más de doscientos años después de su repentina muerte.
A partir de la labor titánica de Rodamiláns a lo largo de varios años, revisando archivos, objetos, cartas… sobre el compositor vasco, pretendo esbozar un tímido retrato de lo que fue, o pudo haber sido, la historia de Arriaga en sus escasos diecinueve años de vida. Para ello empezaré por el final, por la chispa inesperada que saltó años después de su fallecimiento y que consiguió que su obra, siendo él un personaje ignorado hasta entonces, se empezara a interpretar en los salones musicales más prestigiosos de España.
Finales del siglo XIX. Arriaga había muerto hacía ya medio siglo en la ciudad de París y su escasa obra musical había obtenido una repercusión, digamos, nula. Un buen día cae en manos de Emiliano de Arriaga, sobrino nieto del compositor, un artículo escrito por el famoso musicólogo belga François-Joseph Fétis, en el que hace un elogioso reconocimiento del joven vasco. Emiliano, de inmediato, abre los polvorientos baúles que mandaron desde París con las escasas pertenencias que quedaron de su tío abuelo. Allí están las particellas de su sinfonía en Re menor, la obertura de la ópera Los esclavos felices y los tres cuartetos de cuerda. Pronto se desata en Bilbao y en Madrid una fiebre por la obra de Arriaga que, aunque breve en el tiempo, resulta clave para impulsar su legado.
Como apuntaba más arriba, Juan Crisóstomo de Arriaga, más conocido como Juanito, nace en la bilbaína calle Somera un veintisiete de enero de 1806, misma fecha en la que, cincuenta años antes, vio la luz en Salzburgo su tocayo Juan Crisóstomo Wolfgang Amadeus Mozart. La época es nefasta musicalmente para España. Las sinfonías de Beethoven y las primeras obras del romanticismo cruzan los pirineos con cuentagotas. Seguimos anclados en un casticismo popular ajeno a la revolución musical que se empieza a vivir a escasos kilómetros.
La educación musical de Juanito se estima muy tempranera, y a sus doce años fecha ya su opus 1, un noneto para dos violines, viola, contrabajo, flauta, dos clarinetes y dos trompas. Con sólo trece compone una ópera sobre el libreto de Luciano Comella Los esclavos felices. Su talento y ambición consiguen que la ópera se estrene, supuestamente, en un desaparecido teatro de la capital vizcaína en 1820, con un éxito atronador. Digo supuestamente porque algunos datos de la época resultan algo confusos, y por otra parte cuesta creer que un niño de provincias, como lo era Juan Crisóstomo, fuera capaz de poner en pie algo tan costoso y complejo como una ópera. Entramos, de nuevo, en el terreno de las conjeturas.
Fuera o no representada la ópera de Arriaga, el destino quiso que tras su muerte, la partitura quedara olvidada en los baúles familiares. Para cuando Emiliano los abrió, la partitura ya había sido devorada por los ratones y la humedad. Nunca sabremos cómo sonaba aquella música. Lo que sí sobrevivió a la catástrofe fue la obertura de la ópera. Una exquisitez musical en toda regla, impropia de un niño de tan solo trece años. Con una estructura tipo sonata y varios tiempos bien diferenciados, algunos de ellos de claro estilo rossiniano, Arriaga demuestra ya una gran capacidad compositiva y un dominio del contrapunto que no hace sino aumentar nuestra curiosidad por el resto de la obra.
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Otro rocambolesco golpe del destino, esta vez a nuestro favor, permitió rescatar hace años su opus 20, una obertura para orquesta. La vieja partitura apareció entre el papel viejo para envolver en la confitería de quien fuera director de la Sociedad Coral de Bilbao, Aureliano del Valle. Un milagro en toda regla.
Nada se conoce del joven Arriaga como persona, de su carácter, costumbres o vida sentimental. Aunque han sido muchos quienes han jugado a las hipótesis con este tema, lo cierto es que no tenemos ni un solo dato al cual aferrarnos. Su vida personal sigue siendo un desierto enigmático. Igualmente tampoco podremos escuchar nunca otras muchas obras, unas quince se calculan, que compuso durante esta época, más de infancia que de juventud.
Lo que sí resulta una evidencia es el talento desbordante y la precocidad del joven Juanito. La familia, consciente de ello, no duda en promocionar a su hijo a toda costa. Consiguen ponerse en contacto con Francesco Maria Vaccari, músico italiano, responsable de las actividades musicales de la Casa Real bajo el reinado de Fernando VII. El italiano no duda en reconocer de inmediato la calidad de la obra de Arriaga. Finalmente, y aunque la intención de la familia es mandarlo a estudiar a Roma, en septiembre de 1821, con tan solo 16 años, Juanito parte rumbo a París. Deja Bilbao para nunca volver.
París es el epicentro de la vida musical europea en aquellas fechas. Una imponente ciudad de más de 700.000 habitantes, moderna y cosmopolita, pero también peligrosa, con unas altísimas cotas de robos y crímenes. Una vez más, poco o nada sabemos de las primeras andanzas de Arriaga por la capital francesa, de si conoce o no el idioma galo, o en qué lugar se hospeda a su llegada.
Hay constancia de que el veintinueve de noviembre solicita su ingreso en el conservatorio parisino, la École Royale de Musique et Déclamation. Allí es presentado por el famosísimo cantante sevillano Manuel García y por don Justo Machado y Salcedo, Cónsul y Agente General de España en París. No hay constancia sin embargo de que Arriaga haga ninguna audición para su admisión, aunque sí sabemos que pide únicamente ser admitido en las clases de armonía y contrapunto, que por entonces dirigía el belga François-Joseph Fétis.
Es el propio Fétis quien dice que “Arriaga había recibido de la naturaleza dos facultades que raramente se encuentran reunidas en un mismo artista: el don de la invención y la más completa aptitud para vencer todas las dificultades de la ciencia. Nada prueba mejor esta capacidad que una fuga a ocho voces que él escribió sobre las palabras del Credo Et vitam venturi. Era tal la perfección de esta obra, que Cherubini, tan buen juez en esta materia, no vaciló en calificarla una obra maestra”. Por supuesto, esta fuga nunca llegó a nuestras manos.
El uno de abril de 1822 el prestigioso compositor Luigi Cherubini comienza a dirigir el conservatorio. De ideas conservadoras, alejadas de las corrientes renovadoras que ya empezaban a circular por Alemania, su espíritu, en las antípodas del revolucionario Berlioz, resulta decisivo en la educación de Arriaga. De ahí que haya quien dice que los tres cuartetos de cuerda “resultan deliciosamente anacrónicos”.
En verano de 1823, sólo año y medio después de llegar a París, y siendo el alumno más joven de su clase, Juanito gana el premio anual del Conservatorio y seguidamente es nombrado “repetiteur” de las clases de Contrapunto y Fuga. Algo así como responsable de la clase durante todo el curso. Más tarde, con diecisiete años, es elegido profesor auxiliar de la clase de contrapunto. Sus avances son meteóricos.
Muchas son las personalidades que pasan por París aquellos años, y muchas las conjeturas que nos rondan sobre los posibles encuentros entre Arriaga y otros artistas. Resulta especialmente tentador imaginar un posible encuentro con Rossini. El de Pésaro, con apenas treinta y un años, ya tiene en su currículum treinta y cuatro óperas. Ni los Beatles en su mayor apogeo podrían echarle un pulso a la fama y el fervor desatado por su obra en la primera mitad del XIX. Precisamente el tenor predilecto de Rossini es Manuel García, a su vez buen amigo de Arriaga. Esto nos hace jugar con la imaginación y soñar con un hipotético encuentro entre ambos. Con Mendelssohn puede haber, años más tarde, otro encuentro en similares condiciones.
1824 es un año decisivo en la obra de Arriaga. Publica sus tres famosos cuartetos de cuerda, formato considerado la piedra angular para cualquier compositor de música de cámara. Esta vez Juanito entra definitivamente por la puerta grande de la historia de la música española. Desconocemos, eso sí, quién pudo sufragar los gastos de la edición de estas partituras.
Musicalmente hablando, la influencia de Haydn, Rossini y Mozart son más que evidentes, pero por encima de todo destaca, además de una perfección formal incontestable, una originalidad y una imaginación desbordantes. Ningún dato fiable nos dice si estas obras se llegan a interpretar en algún salón parisino. La prensa musical de la época no recoge la más mínima mención a estos cuartetos.
La Sinfonía en Re Menor es, junto a los cuartetos, su culmen artístico. Y podemos afirmar que mientras en Europa Haydn, Mozart, Beethoven, Berlioz, Schubert, Bruckner, Frank, Tchaikovsky, Dvořák o Mahler alcanzan las más altas cotas de la música sinfónica, en España solamente el joven Arriaga, desde su soledad parisina, es capaz de componer una sinfonía a la altura de los grandes. Es triste reconocerlo, pero durante casi dos siglos España no ha pintado absolutamente nada en el terreno de la música sinfónica.
Para esta obra, Arriaga recurre a una orquestación similar a la que Beethoven había utilizado en su primera, séptima y octava sinfonías: dos flautas, dos oboes, dos clarinetes, dos fagotes, dos trompas, dos trompetas, percusión y el conjunto de cuerda. Dividida en cuatro movimientos, aquí el compositor vasco asume una influencia más austriaca que italiana.
Como decía en el arranque, las partituras completas de la sinfonía aparecieron décadas después de su muerte en aquellos baúles familiares. Estaban algo mutiladas, faltaban ciento setenta compases del primer movimiento y treinta del cuarto. Tras un trabajo de revisión, su estreno tuvo lugar finalmente en París en el año 1994, nada menos que en el Théâtre des Champs-Elysées, con Jordi Savall al frente de la orquesta El Concierto de las Naciones.
Aunque no figura como arrendatario del inmueble en aquellas fechas, sabemos que Arriaga pasa sus últimos días en el número 314 de la rue Saint Honoré. Muy cerca, en la iglesia de Saint Roch, Berlioz estrena en julio de 1825 su Messe Solennelle. ¿Acudiría Arriaga a tal insigne acontecimiento? Es más que probable, pero de cualquier manera las ideas musicales del francés nunca llegaron a reflejarse en la obra de compositor vasco, ya que éste moriría sólo seis meses después.
Una supuesta afección de pecho (o una tuberculosis pulmonar) le ataca de una manera tan fulminante que ya no tiene sentido una intervención médica. Así, un dieciséis de enero de 1826, con apenas 19 años de edad, muere en su solitaria habitación parisina quien está destinado a ser uno de los grandes de su generación. El músico español más importante hasta el momento ve segada su vida en un momento clave.
¿Cómo hubiera evolucionado su estilo de no haber muerto de manera tan repentina? ¿Habría sucumbido a las nuevas ideas y maneras románticas? Las preguntas son infinitas y las respuestas, escasas. Sólo nos queda disfrutar de una música bellísima, intensa y equilibrada a partes iguales, que ha conseguido figurar ya en todas las enciclopedias musicales del mundo.
A modo de apéndice, y como remate a tan truncada vida, apuntar que finalmente el ayuntamiento de Bilbao decidió montar en 1959 un pequeño “Museo Arriaga” con los escasos objetos que se conservaban, en el primer piso de la Biblioteca Municipal. De nuevo, el macabro destino quiso jugarle una mala pasada a la memoria de Juanito. La famosa riada que destrozó Bilbao en 1983, asoló la biblioteca y todos los objetos volvieron a unos baúles que actualmente guarda a buen recaudo el consistorio vasco.
Sirva este artículo como homenaje a Ramón Rodamilans, fallecido recientemente. Los aficionados a la música le estaremos eternamente agradecidos por su desinteresada y costosísima labor para recuperar la figura de Arriaga y posteriormente la del compositor Andrés Isasi. Su recuerdo sigue muy presente entre los que tuvimos la suerte de conocerle y disfrutar de su vastísimo conocimiento musical.
En portada: Puesta de sol en un paisaje nevado (Cuno Amiet,1950). La obertura de Los esclavos felices está interpretada por la orquesta Il Fondamento, dirigida por Paul Dombrecht.
El enigma de Arriaga
“Il est impossible d´imaginer rien de plus original, de plus élégant, de plus purement écrit que ces quatuors.”
François-Joseph Fétis
“Poca materia biográfica pueden suministrar veinte años de existencia, aunque esta sea tan rica en vida interior como la de Juan Crisóstomo de Arriaga”
Padre Donostia
Apostaría mis generosas estanterías de vinilos a que si ahora mismo hiciéramos una encuesta por las calles de Euskadi preguntando quién fue Arriaga, apenas un 5% sería capaz de darnos un par de datos sobre el personaje. Los encuestados en Bilbao contestarían que “el del teatro”. Efectivamente, el teatro bilbaíno por antonomasia está dedicado a la memoria de Juan Crisóstomo Arriaga, el artista vasco más relevante de todos los tiempos junto a Unamuno, Baroja, Oteiza, Chillida y Zuloaga. De los últimos, muchos sabrían decir al menos algo. Del primero, apenas nada. Yo, lo reconozco, tampoco, hasta que un buen día cayó en mis manos el fabuloso libro de Ramón Rodamilans En busca de Arriaga, editado por la Editorial Mínima en el año 2000.
La vida del “Mozart español”, como le dicen, sigue resultando un rompecabezas a medio resolver, propio de un programa de misterio al más puro estilo Iker Jiménez. Aún siendo Arriaga reconocido como una de las mayores promesas musicales de su época (principios del XIX), su biografía sigue siendo un encadenamiento de conjeturas imposible de hilvanar, más de doscientos años después de su repentina muerte.
A partir de la labor titánica de Rodamiláns a lo largo de varios años, revisando archivos, objetos, cartas… sobre el compositor vasco, pretendo esbozar un tímido retrato de lo que fue, o pudo haber sido, la historia de Arriaga en sus escasos diecinueve años de vida. Para ello empezaré por el final, por la chispa inesperada que saltó años después de su fallecimiento y que consiguió que su obra, siendo él un personaje ignorado hasta entonces, se empezara a interpretar en los salones musicales más prestigiosos de España.
Finales del siglo XIX. Arriaga había muerto hacía ya medio siglo en la ciudad de París y su escasa obra musical había obtenido una repercusión, digamos, nula. Un buen día cae en manos de Emiliano de Arriaga, sobrino nieto del compositor, un artículo escrito por el famoso musicólogo belga François-Joseph Fétis, en el que hace un elogioso reconocimiento del joven vasco. Emiliano, de inmediato, abre los polvorientos baúles que mandaron desde París con las escasas pertenencias que quedaron de su tío abuelo. Allí están las particellas de su sinfonía en Re menor, la obertura de la ópera Los esclavos felices y los tres cuartetos de cuerda. Pronto se desata en Bilbao y en Madrid una fiebre por la obra de Arriaga que, aunque breve en el tiempo, resulta clave para impulsar su legado.
Como apuntaba más arriba, Juan Crisóstomo de Arriaga, más conocido como Juanito, nace en la bilbaína calle Somera un veintisiete de enero de 1806, misma fecha en la que, cincuenta años antes, vio la luz en Salzburgo su tocayo Juan Crisóstomo Wolfgang Amadeus Mozart. La época es nefasta musicalmente para España. Las sinfonías de Beethoven y las primeras obras del romanticismo cruzan los pirineos con cuentagotas. Seguimos anclados en un casticismo popular ajeno a la revolución musical que se empieza a vivir a escasos kilómetros.
La educación musical de Juanito se estima muy tempranera, y a sus doce años fecha ya su opus 1, un noneto para dos violines, viola, contrabajo, flauta, dos clarinetes y dos trompas. Con sólo trece compone una ópera sobre el libreto de Luciano Comella Los esclavos felices. Su talento y ambición consiguen que la ópera se estrene, supuestamente, en un desaparecido teatro de la capital vizcaína en 1820, con un éxito atronador. Digo supuestamente porque algunos datos de la época resultan algo confusos, y por otra parte cuesta creer que un niño de provincias, como lo era Juan Crisóstomo, fuera capaz de poner en pie algo tan costoso y complejo como una ópera. Entramos, de nuevo, en el terreno de las conjeturas.
Fuera o no representada la ópera de Arriaga, el destino quiso que tras su muerte, la partitura quedara olvidada en los baúles familiares. Para cuando Emiliano los abrió, la partitura ya había sido devorada por los ratones y la humedad. Nunca sabremos cómo sonaba aquella música. Lo que sí sobrevivió a la catástrofe fue la obertura de la ópera. Una exquisitez musical en toda regla, impropia de un niño de tan solo trece años. Con una estructura tipo sonata y varios tiempos bien diferenciados, algunos de ellos de claro estilo rossiniano, Arriaga demuestra ya una gran capacidad compositiva y un dominio del contrapunto que no hace sino aumentar nuestra curiosidad por el resto de la obra.
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Otro rocambolesco golpe del destino, esta vez a nuestro favor, permitió rescatar hace años su opus 20, una obertura para orquesta. La vieja partitura apareció entre el papel viejo para envolver en la confitería de quien fuera director de la Sociedad Coral de Bilbao, Aureliano del Valle. Un milagro en toda regla.
Nada se conoce del joven Arriaga como persona, de su carácter, costumbres o vida sentimental. Aunque han sido muchos quienes han jugado a las hipótesis con este tema, lo cierto es que no tenemos ni un solo dato al cual aferrarnos. Su vida personal sigue siendo un desierto enigmático. Igualmente tampoco podremos escuchar nunca otras muchas obras, unas quince se calculan, que compuso durante esta época, más de infancia que de juventud.
Lo que sí resulta una evidencia es el talento desbordante y la precocidad del joven Juanito. La familia, consciente de ello, no duda en promocionar a su hijo a toda costa. Consiguen ponerse en contacto con Francesco Maria Vaccari, músico italiano, responsable de las actividades musicales de la Casa Real bajo el reinado de Fernando VII. El italiano no duda en reconocer de inmediato la calidad de la obra de Arriaga. Finalmente, y aunque la intención de la familia es mandarlo a estudiar a Roma, en septiembre de 1821, con tan solo 16 años, Juanito parte rumbo a París. Deja Bilbao para nunca volver.
París es el epicentro de la vida musical europea en aquellas fechas. Una imponente ciudad de más de 700.000 habitantes, moderna y cosmopolita, pero también peligrosa, con unas altísimas cotas de robos y crímenes. Una vez más, poco o nada sabemos de las primeras andanzas de Arriaga por la capital francesa, de si conoce o no el idioma galo, o en qué lugar se hospeda a su llegada.
Hay constancia de que el veintinueve de noviembre solicita su ingreso en el conservatorio parisino, la École Royale de Musique et Déclamation. Allí es presentado por el famosísimo cantante sevillano Manuel García y por don Justo Machado y Salcedo, Cónsul y Agente General de España en París. No hay constancia sin embargo de que Arriaga haga ninguna audición para su admisión, aunque sí sabemos que pide únicamente ser admitido en las clases de armonía y contrapunto, que por entonces dirigía el belga François-Joseph Fétis.
Es el propio Fétis quien dice que “Arriaga había recibido de la naturaleza dos facultades que raramente se encuentran reunidas en un mismo artista: el don de la invención y la más completa aptitud para vencer todas las dificultades de la ciencia. Nada prueba mejor esta capacidad que una fuga a ocho voces que él escribió sobre las palabras del Credo Et vitam venturi. Era tal la perfección de esta obra, que Cherubini, tan buen juez en esta materia, no vaciló en calificarla una obra maestra”. Por supuesto, esta fuga nunca llegó a nuestras manos.
El uno de abril de 1822 el prestigioso compositor Luigi Cherubini comienza a dirigir el conservatorio. De ideas conservadoras, alejadas de las corrientes renovadoras que ya empezaban a circular por Alemania, su espíritu, en las antípodas del revolucionario Berlioz, resulta decisivo en la educación de Arriaga. De ahí que haya quien dice que los tres cuartetos de cuerda “resultan deliciosamente anacrónicos”.
En verano de 1823, sólo año y medio después de llegar a París, y siendo el alumno más joven de su clase, Juanito gana el premio anual del Conservatorio y seguidamente es nombrado “repetiteur” de las clases de Contrapunto y Fuga. Algo así como responsable de la clase durante todo el curso. Más tarde, con diecisiete años, es elegido profesor auxiliar de la clase de contrapunto. Sus avances son meteóricos.
Muchas son las personalidades que pasan por París aquellos años, y muchas las conjeturas que nos rondan sobre los posibles encuentros entre Arriaga y otros artistas. Resulta especialmente tentador imaginar un posible encuentro con Rossini. El de Pésaro, con apenas treinta y un años, ya tiene en su currículum treinta y cuatro óperas. Ni los Beatles en su mayor apogeo podrían echarle un pulso a la fama y el fervor desatado por su obra en la primera mitad del XIX. Precisamente el tenor predilecto de Rossini es Manuel García, a su vez buen amigo de Arriaga. Esto nos hace jugar con la imaginación y soñar con un hipotético encuentro entre ambos. Con Mendelssohn puede haber, años más tarde, otro encuentro en similares condiciones.
1824 es un año decisivo en la obra de Arriaga. Publica sus tres famosos cuartetos de cuerda, formato considerado la piedra angular para cualquier compositor de música de cámara. Esta vez Juanito entra definitivamente por la puerta grande de la historia de la música española. Desconocemos, eso sí, quién pudo sufragar los gastos de la edición de estas partituras.
Musicalmente hablando, la influencia de Haydn, Rossini y Mozart son más que evidentes, pero por encima de todo destaca, además de una perfección formal incontestable, una originalidad y una imaginación desbordantes. Ningún dato fiable nos dice si estas obras se llegan a interpretar en algún salón parisino. La prensa musical de la época no recoge la más mínima mención a estos cuartetos.
La Sinfonía en Re Menor es, junto a los cuartetos, su culmen artístico. Y podemos afirmar que mientras en Europa Haydn, Mozart, Beethoven, Berlioz, Schubert, Bruckner, Frank, Tchaikovsky, Dvořák o Mahler alcanzan las más altas cotas de la música sinfónica, en España solamente el joven Arriaga, desde su soledad parisina, es capaz de componer una sinfonía a la altura de los grandes. Es triste reconocerlo, pero durante casi dos siglos España no ha pintado absolutamente nada en el terreno de la música sinfónica.
Para esta obra, Arriaga recurre a una orquestación similar a la que Beethoven había utilizado en su primera, séptima y octava sinfonías: dos flautas, dos oboes, dos clarinetes, dos fagotes, dos trompas, dos trompetas, percusión y el conjunto de cuerda. Dividida en cuatro movimientos, aquí el compositor vasco asume una influencia más austriaca que italiana.
Como decía en el arranque, las partituras completas de la sinfonía aparecieron décadas después de su muerte en aquellos baúles familiares. Estaban algo mutiladas, faltaban ciento setenta compases del primer movimiento y treinta del cuarto. Tras un trabajo de revisión, su estreno tuvo lugar finalmente en París en el año 1994, nada menos que en el Théâtre des Champs-Elysées, con Jordi Savall al frente de la orquesta El Concierto de las Naciones.
Aunque no figura como arrendatario del inmueble en aquellas fechas, sabemos que Arriaga pasa sus últimos días en el número 314 de la rue Saint Honoré. Muy cerca, en la iglesia de Saint Roch, Berlioz estrena en julio de 1825 su Messe Solennelle. ¿Acudiría Arriaga a tal insigne acontecimiento? Es más que probable, pero de cualquier manera las ideas musicales del francés nunca llegaron a reflejarse en la obra de compositor vasco, ya que éste moriría sólo seis meses después.
Una supuesta afección de pecho (o una tuberculosis pulmonar) le ataca de una manera tan fulminante que ya no tiene sentido una intervención médica. Así, un dieciséis de enero de 1826, con apenas 19 años de edad, muere en su solitaria habitación parisina quien está destinado a ser uno de los grandes de su generación. El músico español más importante hasta el momento ve segada su vida en un momento clave.
¿Cómo hubiera evolucionado su estilo de no haber muerto de manera tan repentina? ¿Habría sucumbido a las nuevas ideas y maneras románticas? Las preguntas son infinitas y las respuestas, escasas. Sólo nos queda disfrutar de una música bellísima, intensa y equilibrada a partes iguales, que ha conseguido figurar ya en todas las enciclopedias musicales del mundo.
A modo de apéndice, y como remate a tan truncada vida, apuntar que finalmente el ayuntamiento de Bilbao decidió montar en 1959 un pequeño “Museo Arriaga” con los escasos objetos que se conservaban, en el primer piso de la Biblioteca Municipal. De nuevo, el macabro destino quiso jugarle una mala pasada a la memoria de Juanito. La famosa riada que destrozó Bilbao en 1983, asoló la biblioteca y todos los objetos volvieron a unos baúles que actualmente guarda a buen recaudo el consistorio vasco.
Sirva este artículo como homenaje a Ramón Rodamilans, fallecido recientemente. Los aficionados a la música le estaremos eternamente agradecidos por su desinteresada y costosísima labor para recuperar la figura de Arriaga y posteriormente la del compositor Andrés Isasi. Su recuerdo sigue muy presente entre los que tuvimos la suerte de conocerle y disfrutar de su vastísimo conocimiento musical.
En portada: Puesta de sol en un paisaje nevado (Cuno Amiet,1950). La obertura de Los esclavos felices está interpretada por la orquesta Il Fondamento, dirigida por Paul Dombrecht.