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El chamán y el capital
No tenemos necesidad de otros mundos. Lo que necesitamos son espejos. No sabemos qué hacer con otros mundos. Un solo mundo, nuestro mundo, nos basta. Pero no nos gusta cómo es.
Solaris
Hace algunos años hice un recorrido a pie que duró varios días, en la Amazonía. Selva adentro. Anduvimos hasta llegar a una comunidad Huaorani. Caminar durante 8 o 10 horas por la selva es muy incómodo. Hay humedad, mosquitos, lodo y un ruido ensordecedor. Durante la travesía me perdí una vez, abandoné mi ropa limpia, me deshice del agua potable que llevaba conmigo y caí dos veces cuesta abajo. Mientras me quitaba las hormigas pegadas al sudor de la espalda, no podía evitar pensar por qué una a veces elige tomar ciertos caminos y no otros. Sobre todo aquellos que no tienen retorno y no son cómodos. Nunca tuve una respuesta.
Encontrar árboles de oritos (platanitos dulces) y el agua mansa era el único alivio. Todavía puedo recordar los ríos en los que se podía nadar sin temor a los caimanes o a ser arrastrada por la corriente. La sensación de introducir los dedos de los pies repletos de llagas y después el cuerpo desnudo en el agua dulce y mineral me producía una alegría irreconocible y difícil de experimentar fuera de allí.
Al llegar a la comunidad, conocimos poco a poco a sus habitantes; entre ellos, al chamán. Era un anciano con el que era difícil comunicarse, no sólo por el idioma. ¡Reía todo el tiempo! Y casi todo le parecía una broma; exactamente igual que a mi sobrino de 3 años. Parecía imposible imaginar que ese anciano era el guardián de secretos y conocimientos milenarios. Un día nos invitó a caminar. Desde luego, no se trataba de un paseo que se daba con el fin de hacer ejercicio. En la selva el organismo es un elemento más que actúa en coordinación con el tiempo, los animales, la noche o el día. Caminamos porque queríamos encontrar a su hijo, que había salido a pescar.
El hombre, de no gran estatura y cuerpo ligero, iba primero. No llevaba zapatos y sus pasos parecían diminutos brincos. A veces parecía que no tocaba el suelo. Al principio intercambiamos unas palabras. Sin embargo, en algún momento el hombre calló y las tres personas que íbamos con él, casi por inercia, también. Al observarlo podías ver que él también observaba, aunque lo hacía con una atención que no conocíamos. De vez en cuando se detenía y recogía un insecto, unas hojas, piedras. Otras veces, en cambio, miraba hacia las copas de los árboles y hacía sonidos. Un mono o un papagayo le respondían. Intercambian un lenguaje que nosotros no entendíamos. Luego el hombre continuaba con su caminata. Un par de veces, cuando algún animal emitía un sonido, él reía. Exactamente igual que lo hacía cuando se dirigía a nosotros. Su trato con ellos y con nosotros era el mismo; no había ninguna diferencia.
Después de varias horas en silencio, noté que mi cansancio había disminuido y que el sonido que otras veces me parecía ensordecedor, formaba parte de mi entorno; o más bien dicho, que yo era una mínima pieza de ese inmenso y salvaje universo. Las hormigas, los ciempiés, las serpientes y los inmensos árboles, todos habitábamos un mundo en el que los humanos no somos el centro. Algo inexplicable había ocurrido. La caminata por la selva se había convertido en un acto sagrado. Un ritual que las comunidades han cultivado durante siglos con el fin de entrar en contacto con otras dimensiones y realidades, de una misma y del mundo.
Los días siguientes mantuve largas conversaciones con el hijo del chamán, un joven aprendiz que era el futuro jefe del grupo. Me contó que de vez en cuando su padre solía tomar ayahuasca con el fin de introducirse en la selva. No comía ni bebía. Recolectaba objetos y entraba en conexión con animales sagrados, como el jaguar, con el objetivo de aumentar el entendimiento y en consecuencia, el poder. Se toma ayahuasca y se camina por la selva con el fin de verse mejor a uno mismo. La comprensión. También para pedir favores o protección contra los demonios y los hombres blancos. Y por supuesto, como una forma de resistencia pues se trata de un ritual de un alto valor simbólico cuyo fin es precautelar una conexión entre los mundos, sin la cual no es posible sobrevivir.
Lo sagrado es el corazón de las comunidades que viven en la selva. No es casual, en este sentido, que hace algunos años hayan empezado a desaparecer los chamanes de las comunidades en Latinoamérica. Las madereras y las empresas petroleras enriquecen a unos pocos y son el principio –o el final quizás- de una inmensa cadena que termina, aquí y ahora quizás, cuando disfrutamos de un humeante café. Y luego vuelve a empezar. Las multinacionales, además, cuentan con la complicidad de los gobernantes o, más bien dicho, los gobiernos sirven a las multinacionales. Pensar lo contrario; esto es, que nos gobiernan los gobernantes, seduce y calma el desasosiego porque al menos sabemos cómo son sus rostros. De hecho, si se observa bien, se puede notar que la avaricia es como un insecto que se introduce en los cuerpos: sus miradas son esquivas, las comisuras de los labios adquieren formas curiosas, casi vampirescas y el olor. Ay, el olor. Pura naftalina perfumada.
En la película Cosmopolis (Cronenberg, 2012) vemos a un joven éxitoso -que es casualmente el mismo actor de Crepúsculo (Hardwicke, 2008)-. Se traslada en una limusina muy bella; perfectamente blindada e insonorisada. El joven, que puede ser un profesor de la universidad, un periodista, un artista, un cirujano o un diputado, recorre la ciudad con el fin de cortarse el pelo. En algún momento de la película se señala lo siguiente: “El futuro es siempre una totalidad, una igualdad absoluta. Allí todos seremos altos, fuertes, felices. Por eso fracasa el futuro. Siempre fracasa. Nunca podrá ser ese lugar cruelmente feliz en que aspiramos a convertirlo”. La avaricia es un monstruo que no sólo devora espíritus; también se lleva adelante ríos, plantas, niñas, comunidades, cuerpos. Y también devora el futuro.
En un mundo en el que la presencia de los grupos amazónicos es un problema para el capitalismo, es imprescindible apagar el origen de su fuerza. Y cuando hablo de apagar, me refiero a perseguir y asesinar. Las empresas madereras y petroleras y los gobiernos que les abren sus puertas son los responsables directos de la desaparición de los líderes indígenas y los chamanes a quienes se persigue y se elimina. Lo sagrado es profundamente contra-cultural. Cuestiona los órdenes pues concibe el mundo de un modo en el que los seres humanos no somos el centro. Si el joven vampiro es capaz de adivinar su herida, caería encegecuido. Como los vampiros al sol o como un ángel. Mirar la herida es un acto sagrado y lo sagrado se vincula con una comprensión espiritual y poética de la vida humana. Sobre los poetas, alguien, también en Cosmopolis dice: "Lo suyo no es más que amar el mundo y recorrerlo en un verso“.
Amar el mundo. Nada más que eso.
La imagen de portada es la página 47 del Códice Mendoza de México-Tenochtitlan, preservado en la Biblioteca Bodleiana de la Universidad de Oxford. © Bodleian Libraries, Oxford, 2012.
El chamán y el capital
No tenemos necesidad de otros mundos. Lo que necesitamos son espejos. No sabemos qué hacer con otros mundos. Un solo mundo, nuestro mundo, nos basta. Pero no nos gusta cómo es.
Solaris
Hace algunos años hice un recorrido a pie que duró varios días, en la Amazonía. Selva adentro. Anduvimos hasta llegar a una comunidad Huaorani. Caminar durante 8 o 10 horas por la selva es muy incómodo. Hay humedad, mosquitos, lodo y un ruido ensordecedor. Durante la travesía me perdí una vez, abandoné mi ropa limpia, me deshice del agua potable que llevaba conmigo y caí dos veces cuesta abajo. Mientras me quitaba las hormigas pegadas al sudor de la espalda, no podía evitar pensar por qué una a veces elige tomar ciertos caminos y no otros. Sobre todo aquellos que no tienen retorno y no son cómodos. Nunca tuve una respuesta.
Encontrar árboles de oritos (platanitos dulces) y el agua mansa era el único alivio. Todavía puedo recordar los ríos en los que se podía nadar sin temor a los caimanes o a ser arrastrada por la corriente. La sensación de introducir los dedos de los pies repletos de llagas y después el cuerpo desnudo en el agua dulce y mineral me producía una alegría irreconocible y difícil de experimentar fuera de allí.
Al llegar a la comunidad, conocimos poco a poco a sus habitantes; entre ellos, al chamán. Era un anciano con el que era difícil comunicarse, no sólo por el idioma. ¡Reía todo el tiempo! Y casi todo le parecía una broma; exactamente igual que a mi sobrino de 3 años. Parecía imposible imaginar que ese anciano era el guardián de secretos y conocimientos milenarios. Un día nos invitó a caminar. Desde luego, no se trataba de un paseo que se daba con el fin de hacer ejercicio. En la selva el organismo es un elemento más que actúa en coordinación con el tiempo, los animales, la noche o el día. Caminamos porque queríamos encontrar a su hijo, que había salido a pescar.
El hombre, de no gran estatura y cuerpo ligero, iba primero. No llevaba zapatos y sus pasos parecían diminutos brincos. A veces parecía que no tocaba el suelo. Al principio intercambiamos unas palabras. Sin embargo, en algún momento el hombre calló y las tres personas que íbamos con él, casi por inercia, también. Al observarlo podías ver que él también observaba, aunque lo hacía con una atención que no conocíamos. De vez en cuando se detenía y recogía un insecto, unas hojas, piedras. Otras veces, en cambio, miraba hacia las copas de los árboles y hacía sonidos. Un mono o un papagayo le respondían. Intercambian un lenguaje que nosotros no entendíamos. Luego el hombre continuaba con su caminata. Un par de veces, cuando algún animal emitía un sonido, él reía. Exactamente igual que lo hacía cuando se dirigía a nosotros. Su trato con ellos y con nosotros era el mismo; no había ninguna diferencia.
Después de varias horas en silencio, noté que mi cansancio había disminuido y que el sonido que otras veces me parecía ensordecedor, formaba parte de mi entorno; o más bien dicho, que yo era una mínima pieza de ese inmenso y salvaje universo. Las hormigas, los ciempiés, las serpientes y los inmensos árboles, todos habitábamos un mundo en el que los humanos no somos el centro. Algo inexplicable había ocurrido. La caminata por la selva se había convertido en un acto sagrado. Un ritual que las comunidades han cultivado durante siglos con el fin de entrar en contacto con otras dimensiones y realidades, de una misma y del mundo.
Los días siguientes mantuve largas conversaciones con el hijo del chamán, un joven aprendiz que era el futuro jefe del grupo. Me contó que de vez en cuando su padre solía tomar ayahuasca con el fin de introducirse en la selva. No comía ni bebía. Recolectaba objetos y entraba en conexión con animales sagrados, como el jaguar, con el objetivo de aumentar el entendimiento y en consecuencia, el poder. Se toma ayahuasca y se camina por la selva con el fin de verse mejor a uno mismo. La comprensión. También para pedir favores o protección contra los demonios y los hombres blancos. Y por supuesto, como una forma de resistencia pues se trata de un ritual de un alto valor simbólico cuyo fin es precautelar una conexión entre los mundos, sin la cual no es posible sobrevivir.
Lo sagrado es el corazón de las comunidades que viven en la selva. No es casual, en este sentido, que hace algunos años hayan empezado a desaparecer los chamanes de las comunidades en Latinoamérica. Las madereras y las empresas petroleras enriquecen a unos pocos y son el principio –o el final quizás- de una inmensa cadena que termina, aquí y ahora quizás, cuando disfrutamos de un humeante café. Y luego vuelve a empezar. Las multinacionales, además, cuentan con la complicidad de los gobernantes o, más bien dicho, los gobiernos sirven a las multinacionales. Pensar lo contrario; esto es, que nos gobiernan los gobernantes, seduce y calma el desasosiego porque al menos sabemos cómo son sus rostros. De hecho, si se observa bien, se puede notar que la avaricia es como un insecto que se introduce en los cuerpos: sus miradas son esquivas, las comisuras de los labios adquieren formas curiosas, casi vampirescas y el olor. Ay, el olor. Pura naftalina perfumada.
En la película Cosmopolis (Cronenberg, 2012) vemos a un joven éxitoso -que es casualmente el mismo actor de Crepúsculo (Hardwicke, 2008)-. Se traslada en una limusina muy bella; perfectamente blindada e insonorisada. El joven, que puede ser un profesor de la universidad, un periodista, un artista, un cirujano o un diputado, recorre la ciudad con el fin de cortarse el pelo. En algún momento de la película se señala lo siguiente: “El futuro es siempre una totalidad, una igualdad absoluta. Allí todos seremos altos, fuertes, felices. Por eso fracasa el futuro. Siempre fracasa. Nunca podrá ser ese lugar cruelmente feliz en que aspiramos a convertirlo”. La avaricia es un monstruo que no sólo devora espíritus; también se lleva adelante ríos, plantas, niñas, comunidades, cuerpos. Y también devora el futuro.
En un mundo en el que la presencia de los grupos amazónicos es un problema para el capitalismo, es imprescindible apagar el origen de su fuerza. Y cuando hablo de apagar, me refiero a perseguir y asesinar. Las empresas madereras y petroleras y los gobiernos que les abren sus puertas son los responsables directos de la desaparición de los líderes indígenas y los chamanes a quienes se persigue y se elimina. Lo sagrado es profundamente contra-cultural. Cuestiona los órdenes pues concibe el mundo de un modo en el que los seres humanos no somos el centro. Si el joven vampiro es capaz de adivinar su herida, caería encegecuido. Como los vampiros al sol o como un ángel. Mirar la herida es un acto sagrado y lo sagrado se vincula con una comprensión espiritual y poética de la vida humana. Sobre los poetas, alguien, también en Cosmopolis dice: "Lo suyo no es más que amar el mundo y recorrerlo en un verso“.
Amar el mundo. Nada más que eso.
La imagen de portada es la página 47 del Códice Mendoza de México-Tenochtitlan, preservado en la Biblioteca Bodleiana de la Universidad de Oxford. © Bodleian Libraries, Oxford, 2012.