Contenido
El ataque del presente al resto de los tiempos
Sobre ‘Equí y n’otru tiempo’ y ‘El nome de los árboles’
I
Ramón Lluís Bande ha ido construyendo en los márgenes del cine español, comenzando a hacerlo cuando todavía era más complicado que ahora el poder rodar desde la independencia absoluta, una filmografía alejada de la complacencia, desde una postura personal y política —que viene a ser lo mismo— y a partir de un trabajo cinematográfico abiertamente militante basado en la elaboración de un discurso propio y reflexionado. En 2003, con el mediometraje Extratexa, Bande retrataba al guerrillero comunista Manuel Alonso González, a quien también dedica su cortometraje Sangre (2010). En el mediometraje De la Fuente (2014) se centraba en la figura de Aída de la Fuente, mítica figura de la revolución asturiana de Octubre de 1934 asesinada por los fascistas, y en Paisano: un retrato colectivo (2005) llevaba a cabo un acercamiento a Horacio Fernández Inguanzo, ‘El Paisano’, a partir del cual creaba un relato más amplio. Todos estos trabajos, de diferente duración y variada metodología, funcionan de forma individual, pero en su conjunto, sumando a ellas Equí y n’otru tiempo y El nome de los árboles, podríamos decir que cada película es como una pieza de un todo coherente en su desarrollo, que se complementa y se amplía, enriqueciéndose con cada añadido.
Con sus dos últimas películas, Bande ha explorado un par de posibilidades que pueden operar por solitario pero que en su unión conforman un magnífico díptico, y que interesan por su propuesta individual como dispositivos cinematográficos a la vez que nos plantean cuestiones muy interesantes acerca de cómo no debería importar tanto el tema o argumento planteado como la forma que le da sentido. La tendencia a considerar una película “política” sólo por su contenido —en ocasiones una simple excusa discursiva cuando no panfletaria— conlleva olvidar la importancia del cómo se ha construido visualmente el discurso y, por tanto, deja de lado la relevante cuestión de que la forma es también parte del discurso que se pretende transmitir: la mirada, es decir, la posición que se adopta a la hora de transmitir unas ideas, de relatar unos hechos, de establecer, en definitiva, el correlato de unos acontecimientos, impone una serie de elecciones, ya sea en el plano documental o en el de la ficción. Y esa mirada hacia el mundo —sea en tiempo presente o pasado— es la que impone un posicionamiento político que no tiene que ver, en realidad, con siglas o con una ideología en particular.
En los últimos años hemos asistido a numerosos, o quizá no tan numerosos, relatos cinematográficos en el cine español que se han acercado a la Guerra Civil desde diferentes perspectivas, aunque en lo ideológico ha primado la mirada desde la izquierda, eso sí, desde una izquierda muy particular, consensuada y delimitada en sus contornos por, en muchos casos, conveniencia. Algunas propuestas eran mejores que otras pero, en general, el tono que ha imperado ha sido el de una mirada ideológicamente condicionada —lo cual puede ser lógico, teniendo en cuenta de dónde se venía y la necesidad de hablar, de relatar lo que había sido más o menos silenciado— que obviaba en buena medida la reflexión formal y daba pie a relatos uniformes e intencionadamente dirigidos a una suerte de épica de la víctima en aras de denunciar al victimario. Sin más. Quizá no fuera poco, pero sí ha terminado siendo insuficiente. Porque en la mayoría de los casos han acabado por ser simples recuentos de hechos desde cierta, o no tan cierta, manipulación emocional. Eso en algunos casos, porque en otros ha existido el oportunismo de, con la mejor intención, estar en el lugar rentable. Pero eso ha supuesto la normalización de un relato histórico condicionado por unos pactos que, en aras de la reconciliación, ha establecido de qué y, sobre todo, cómo se debía hablar.
Y aunque desde un lugar ideológico era posible el fácil posicionamiento ante tales propuestas, desde un bando u otro, o incluso desde ninguno, se planteaban serios problemas en su metodología de acercamiento. Formalmente convencionales, la tendencia ha sido hacia películas de corte bélico, de denuncia, explícita y necesaria, pero sin la profundidad que esa necesidad exige, y, sobre todo, apelando a emociones que servían en bandeja la empatía sentimental de gran parte del público; o bien películas, quizá las mejores, que jugaban con la metáfora o, en otro sentido, acercamientos documentales más alejados de los mecanismos de la ficción. Uno de los grandes problemas que aflige a gran parte de ese cine político reside en que su forma no permite al espectador construir una reflexión a partir de sus imágenes. El discurso estaba establecido a priori, y las expectativas se iban cumpliendo mientras unos mecanismos narrativos —e, insistimos, emocionales— se perfilaban con absoluta precisión para conseguir unos propósitos que no eran otros que la denuncia de algo completamente denunciable pero que, al final, daba la impresión de mero vehículo para la convalidación de posiciones ideológicas felizmente asentadas y consensuadas.
II
Como decíamos, tanto en Equí y n’otru tiempo como en El nome de los árboles, Bande lleva a cabo un doble trabajo complementario, dos piezas que funcionan independientemente pero que, vistas en conjunto, crean una dialéctica muy interesante. En Equí y n’otru tiempo, estructura la película en tres partes diferenciadas para restaurar la memoria de las víctimas del fascismo en Asturias entre los años 1937 y 1952, los fugaos. En la primera muestra las fotografías de Constantino Suárez, las cuales dan cuenta de los maquis en las montañas; en la tercera, sobre la pantalla en negro, suena la canción popular Benina Antuña. Y, en medio de estas dos partes, una segunda que ocupa el grueso del metraje y en la que, entre las fotografías, hay ciertas presencias —cuerpos representados, que pueden ser mostrados— y un canto que suena a fúnebre. Bande crea un recorrido por los nombres y los lugares de los caídos: rótulos explicativos sobre la pantalla en negro, con los datos necesarios, nos informan de quiénes murieron y dónde lo hicieron para, a continuación, mostrar ese lugar en la actualidad.
El paisaje como contenedor de la historia y la gestión que de él se lleva a cabo.
En El nome de los árboles, en cambio, la cámara sigue al propio Bande y a Vera Robert, productora de la película, durante la “investigación/rodaje” de la anterior: ambos entrevistan a hombres y mujeres que les facilitan las pistas para poder localizar esos escenarios y poder rodarlos. Se trata del contraplano (o del plano) de Equí y n’otru tiempo, su perfecto complemento, el relato del proceso de investigación que opera, por un lado, mostrando cómo el cineasta llega a esos lugares, pero que a su vez funciona como el registro del relato oral de quienes vivieron aquella época, de quienes han escuchado a sus vecinos o familiares las historias detrás de los asesinatos. Si en la primera recuperaba la memoria de los muertos a través de los espacios que acogieron su muerte, a modo de monumento cinematográfico, la segunda recoge su narración oral. No hay silencio en este caso, todo lo contrario: la palabra se impone, se recoge, se perpetúa para que no acabe olvidándose. Hombres y mujeres que hablan, mostrando en ocasiones la confusión de los datos —de la memoria—, intentando recordar —en ocasiones de manera entrecortada: persiste el dolor por el recuerdo—. Si en Equí y n’otru tiempo pasado y presente se conectaban mediante un paisaje que resiste al paso del tiempo, en El nome de los árboles es el presente el que habla del pasado, lo intenta recuperar, dar forma mediante la oralidad; a veces con claridad, otras mediante fragmentos de historias escuchadas y que se recuperan a duras penas.
III
Con este díptico cuyas dos piezas funcionan por separado, pero que en conjunto tiene una rotundidad asombrosa, Bande propone dos formas diferentes de crear un discurso político —e histórico, de recuperación de la memoria— sin condicionamientos institucionales u oficiales. Siguiendo de cerca propuestas como las de Straub-Huillet, Claude Lanzmann, James Benning o John Gianvito, Bande erige en Equí y n’otru tiempo un monumento cinematográfico: realiza una película cuya mera existencia es casi suficiente: recoge unos espacios para el recuerdo que, durante el casi minuto exacto en que muestra cada lugar, deja constancia de lo que allí sucedió. Paisajes que hoy en día no llaman la atención, en los que no hay una placa explicativa de lo que aconteció años atrás. Tras explicar brevemente lo sucedido allí, la cámara recoge/muestra/recupera ese espacio, y permite crear una dialéctica entre lo que hemos leído y lo que vemos, lo que sucedió y dónde lo hizo —aunque en tiempo presente—. Crea una dialéctica entre palabra e imagen, pasado y presente, que permite al espectador, durante el tiempo que transcurre el plano fijo, reflexionar sobre lo que está viendo y lo que acaba de leer sin la necesidad de intervenir más allá de la mínima exposición visual y textual.
En El nome de los árboles, en cambio, Bande y Robert llevan a cabo una película de urgencia, casi de rodaje de guerrilla, en la que llegan a un lugar, preguntan y recogen los testimonios sin que medie previamente acuerdo alguno sobre lo que se debe decir o el punto de vista de los relatos. De ahí la espontaneidad, incluso cierto sentido del humor, de los momentos en los que los entrevistados intentan indicar el lugar de los sucesos y los acontecimientos. Voces individuales que van creando un relato coral: el conjunto de narraciones amplían el campo de visión, muestran que cada asesinato obedecía a unas causas concretas cuya unión pone de relieve un plan casi premeditado de exterminar a todos esos fugaos que permanecían en los bosques.
En el lugar del cuerpo muerto se levanta una imagen y se pronuncian unas palabras.
Quizá, es lo mínimo que se pueda hacer para recuperar la memoria de unos nombres olvidados salvo por aquellos que siguen viviendo cerca de esos espacios —y, por tanto, conviviendo con ese paisaje que, desde su aparente inmovilidad y silencio, sigue hablando—. Como aquellos cineastas obsesionados por los muertos de la Shoah, Bande parte de una doble problemática, la espacial y la nominal, es decir: escenificar el lugar en el que se produjeron los asesinatos de los fugaos y nombrar a cada uno de los muertos. Una suerte de duelo, de necesidad de duelo, que va más allá de un simple recordatorio o denominación. Y el problema de la escenificación, quizá el más complicado, Bande lo resuelve con una doble mirada: crea un monumento que habla por sí mismo y recoge los relatos orales que dan cuenta de aquello que se sabe, aunque sea poco, sobre los sucesos. Porque tan relevante es recordar al individuo como introducirlo en un contexto, en una situación mucho más amplia.
IV
Si en Equí y n’otru tiempo el acto cinematográfico —y político— surge de una forma que expresa un vacío en la memoria al recuperar los espacios de los asesinatos, en El nome de los árboles el acto es recuperar los testimonios que, estando ahí, parecían silenciados. Algo tan sencillo, aunque a la vez tan complicado, que consiste en dar voz sin condicionar, en dejar que todos los entrevistados se expresen abiertamente. En Equí y n’otru tiempo hay un intento de ir más allá de la ficción y el documental para llegar a una idea de monumento cinematográfico; en El nome de los árboles, incluso a pesar de esa urgencia en la grabación, hay una construcción narrativa que lleva a que al final uno de los supervivientes pueda hablar. Más que una cuestión, o no sólo eso, emocional, persiste en este sentido el acto radical de que sea la memoria personal la que se exprese sin necesidad de ajustarse a unos parámetros ideológicos concretos.
Lejos de cualquier tipo de dramatismo, los testimonios de El nome de los árboles expresan un pasado, pero lo hacen desde el presente. Como en Equí y n’otru tiempo, en el que importaba el paisaje del hoy en su relación con el ayer, en El nome de los árboles Bande busca no tanto el reconstruir lo que sucedió como evidenciar cómo hoy en día todavía el recuerdo persiste, un recuerdo que, dada la edad de quienes todavía pueden hablar de ello desde el relato personal, puede acabar desapareciendo si no se recoge.
V
Mientras que gran parte de los acercamientos a la Guerra Civil han venido dados por un intento de situarse en el momento histórico para desarrollar el relato, Bande busca en sus dos películas un posible lenguaje cinematográfico que hable en presente del pasado, crea un debate en el ahora para hablar del ayer mediante una forma visual. La combinación de ambas películas despliega una doble estrategia formal que, aunque diferente en cada una de ellas, coincide en establecer un acercamiento cinematográfico a la actualidad para hablar no sólo del pasado, sino de cómo se ha gestionado su memoria, su recuerdo. De cómo se ha narrado desde la ficción, e incluso desde el documental; de cómo, se ha establecido un pretendido diálogo desde la comodidad ideológica y reflexiva que, incluso desde las buenas intenciones, no ha permitido un diálogo exento de condicionantes.
El ataque del presente al resto de los tiempos
I
Ramón Lluís Bande ha ido construyendo en los márgenes del cine español, comenzando a hacerlo cuando todavía era más complicado que ahora el poder rodar desde la independencia absoluta, una filmografía alejada de la complacencia, desde una postura personal y política —que viene a ser lo mismo— y a partir de un trabajo cinematográfico abiertamente militante basado en la elaboración de un discurso propio y reflexionado. En 2003, con el mediometraje Extratexa, Bande retrataba al guerrillero comunista Manuel Alonso González, a quien también dedica su cortometraje Sangre (2010). En el mediometraje De la Fuente (2014) se centraba en la figura de Aída de la Fuente, mítica figura de la revolución asturiana de Octubre de 1934 asesinada por los fascistas, y en Paisano: un retrato colectivo (2005) llevaba a cabo un acercamiento a Horacio Fernández Inguanzo, ‘El Paisano’, a partir del cual creaba un relato más amplio. Todos estos trabajos, de diferente duración y variada metodología, funcionan de forma individual, pero en su conjunto, sumando a ellas Equí y n’otru tiempo y El nome de los árboles, podríamos decir que cada película es como una pieza de un todo coherente en su desarrollo, que se complementa y se amplía, enriqueciéndose con cada añadido.
Con sus dos últimas películas, Bande ha explorado un par de posibilidades que pueden operar por solitario pero que en su unión conforman un magnífico díptico, y que interesan por su propuesta individual como dispositivos cinematográficos a la vez que nos plantean cuestiones muy interesantes acerca de cómo no debería importar tanto el tema o argumento planteado como la forma que le da sentido. La tendencia a considerar una película “política” sólo por su contenido —en ocasiones una simple excusa discursiva cuando no panfletaria— conlleva olvidar la importancia del cómo se ha construido visualmente el discurso y, por tanto, deja de lado la relevante cuestión de que la forma es también parte del discurso que se pretende transmitir: la mirada, es decir, la posición que se adopta a la hora de transmitir unas ideas, de relatar unos hechos, de establecer, en definitiva, el correlato de unos acontecimientos, impone una serie de elecciones, ya sea en el plano documental o en el de la ficción. Y esa mirada hacia el mundo —sea en tiempo presente o pasado— es la que impone un posicionamiento político que no tiene que ver, en realidad, con siglas o con una ideología en particular.
En los últimos años hemos asistido a numerosos, o quizá no tan numerosos, relatos cinematográficos en el cine español que se han acercado a la Guerra Civil desde diferentes perspectivas, aunque en lo ideológico ha primado la mirada desde la izquierda, eso sí, desde una izquierda muy particular, consensuada y delimitada en sus contornos por, en muchos casos, conveniencia. Algunas propuestas eran mejores que otras pero, en general, el tono que ha imperado ha sido el de una mirada ideológicamente condicionada —lo cual puede ser lógico, teniendo en cuenta de dónde se venía y la necesidad de hablar, de relatar lo que había sido más o menos silenciado— que obviaba en buena medida la reflexión formal y daba pie a relatos uniformes e intencionadamente dirigidos a una suerte de épica de la víctima en aras de denunciar al victimario. Sin más. Quizá no fuera poco, pero sí ha terminado siendo insuficiente. Porque en la mayoría de los casos han acabado por ser simples recuentos de hechos desde cierta, o no tan cierta, manipulación emocional. Eso en algunos casos, porque en otros ha existido el oportunismo de, con la mejor intención, estar en el lugar rentable. Pero eso ha supuesto la normalización de un relato histórico condicionado por unos pactos que, en aras de la reconciliación, ha establecido de qué y, sobre todo, cómo se debía hablar.
Y aunque desde un lugar ideológico era posible el fácil posicionamiento ante tales propuestas, desde un bando u otro, o incluso desde ninguno, se planteaban serios problemas en su metodología de acercamiento. Formalmente convencionales, la tendencia ha sido hacia películas de corte bélico, de denuncia, explícita y necesaria, pero sin la profundidad que esa necesidad exige, y, sobre todo, apelando a emociones que servían en bandeja la empatía sentimental de gran parte del público; o bien películas, quizá las mejores, que jugaban con la metáfora o, en otro sentido, acercamientos documentales más alejados de los mecanismos de la ficción. Uno de los grandes problemas que aflige a gran parte de ese cine político reside en que su forma no permite al espectador construir una reflexión a partir de sus imágenes. El discurso estaba establecido a priori, y las expectativas se iban cumpliendo mientras unos mecanismos narrativos —e, insistimos, emocionales— se perfilaban con absoluta precisión para conseguir unos propósitos que no eran otros que la denuncia de algo completamente denunciable pero que, al final, daba la impresión de mero vehículo para la convalidación de posiciones ideológicas felizmente asentadas y consensuadas.
II
Como decíamos, tanto en Equí y n’otru tiempo como en El nome de los árboles, Bande lleva a cabo un doble trabajo complementario, dos piezas que funcionan independientemente pero que, vistas en conjunto, crean una dialéctica muy interesante. En Equí y n’otru tiempo, estructura la película en tres partes diferenciadas para restaurar la memoria de las víctimas del fascismo en Asturias entre los años 1937 y 1952, los fugaos. En la primera muestra las fotografías de Constantino Suárez, las cuales dan cuenta de los maquis en las montañas; en la tercera, sobre la pantalla en negro, suena la canción popular Benina Antuña. Y, en medio de estas dos partes, una segunda que ocupa el grueso del metraje y en la que, entre las fotografías, hay ciertas presencias —cuerpos representados, que pueden ser mostrados— y un canto que suena a fúnebre. Bande crea un recorrido por los nombres y los lugares de los caídos: rótulos explicativos sobre la pantalla en negro, con los datos necesarios, nos informan de quiénes murieron y dónde lo hicieron para, a continuación, mostrar ese lugar en la actualidad.
El paisaje como contenedor de la historia y la gestión que de él se lleva a cabo.
En El nome de los árboles, en cambio, la cámara sigue al propio Bande y a Vera Robert, productora de la película, durante la “investigación/rodaje” de la anterior: ambos entrevistan a hombres y mujeres que les facilitan las pistas para poder localizar esos escenarios y poder rodarlos. Se trata del contraplano (o del plano) de Equí y n’otru tiempo, su perfecto complemento, el relato del proceso de investigación que opera, por un lado, mostrando cómo el cineasta llega a esos lugares, pero que a su vez funciona como el registro del relato oral de quienes vivieron aquella época, de quienes han escuchado a sus vecinos o familiares las historias detrás de los asesinatos. Si en la primera recuperaba la memoria de los muertos a través de los espacios que acogieron su muerte, a modo de monumento cinematográfico, la segunda recoge su narración oral. No hay silencio en este caso, todo lo contrario: la palabra se impone, se recoge, se perpetúa para que no acabe olvidándose. Hombres y mujeres que hablan, mostrando en ocasiones la confusión de los datos —de la memoria—, intentando recordar —en ocasiones de manera entrecortada: persiste el dolor por el recuerdo—. Si en Equí y n’otru tiempo pasado y presente se conectaban mediante un paisaje que resiste al paso del tiempo, en El nome de los árboles es el presente el que habla del pasado, lo intenta recuperar, dar forma mediante la oralidad; a veces con claridad, otras mediante fragmentos de historias escuchadas y que se recuperan a duras penas.
III
Con este díptico cuyas dos piezas funcionan por separado, pero que en conjunto tiene una rotundidad asombrosa, Bande propone dos formas diferentes de crear un discurso político —e histórico, de recuperación de la memoria— sin condicionamientos institucionales u oficiales. Siguiendo de cerca propuestas como las de Straub-Huillet, Claude Lanzmann, James Benning o John Gianvito, Bande erige en Equí y n’otru tiempo un monumento cinematográfico: realiza una película cuya mera existencia es casi suficiente: recoge unos espacios para el recuerdo que, durante el casi minuto exacto en que muestra cada lugar, deja constancia de lo que allí sucedió. Paisajes que hoy en día no llaman la atención, en los que no hay una placa explicativa de lo que aconteció años atrás. Tras explicar brevemente lo sucedido allí, la cámara recoge/muestra/recupera ese espacio, y permite crear una dialéctica entre lo que hemos leído y lo que vemos, lo que sucedió y dónde lo hizo —aunque en tiempo presente—. Crea una dialéctica entre palabra e imagen, pasado y presente, que permite al espectador, durante el tiempo que transcurre el plano fijo, reflexionar sobre lo que está viendo y lo que acaba de leer sin la necesidad de intervenir más allá de la mínima exposición visual y textual.
En El nome de los árboles, en cambio, Bande y Robert llevan a cabo una película de urgencia, casi de rodaje de guerrilla, en la que llegan a un lugar, preguntan y recogen los testimonios sin que medie previamente acuerdo alguno sobre lo que se debe decir o el punto de vista de los relatos. De ahí la espontaneidad, incluso cierto sentido del humor, de los momentos en los que los entrevistados intentan indicar el lugar de los sucesos y los acontecimientos. Voces individuales que van creando un relato coral: el conjunto de narraciones amplían el campo de visión, muestran que cada asesinato obedecía a unas causas concretas cuya unión pone de relieve un plan casi premeditado de exterminar a todos esos fugaos que permanecían en los bosques.
En el lugar del cuerpo muerto se levanta una imagen y se pronuncian unas palabras.
Quizá, es lo mínimo que se pueda hacer para recuperar la memoria de unos nombres olvidados salvo por aquellos que siguen viviendo cerca de esos espacios —y, por tanto, conviviendo con ese paisaje que, desde su aparente inmovilidad y silencio, sigue hablando—. Como aquellos cineastas obsesionados por los muertos de la Shoah, Bande parte de una doble problemática, la espacial y la nominal, es decir: escenificar el lugar en el que se produjeron los asesinatos de los fugaos y nombrar a cada uno de los muertos. Una suerte de duelo, de necesidad de duelo, que va más allá de un simple recordatorio o denominación. Y el problema de la escenificación, quizá el más complicado, Bande lo resuelve con una doble mirada: crea un monumento que habla por sí mismo y recoge los relatos orales que dan cuenta de aquello que se sabe, aunque sea poco, sobre los sucesos. Porque tan relevante es recordar al individuo como introducirlo en un contexto, en una situación mucho más amplia.
IV
Si en Equí y n’otru tiempo el acto cinematográfico —y político— surge de una forma que expresa un vacío en la memoria al recuperar los espacios de los asesinatos, en El nome de los árboles el acto es recuperar los testimonios que, estando ahí, parecían silenciados. Algo tan sencillo, aunque a la vez tan complicado, que consiste en dar voz sin condicionar, en dejar que todos los entrevistados se expresen abiertamente. En Equí y n’otru tiempo hay un intento de ir más allá de la ficción y el documental para llegar a una idea de monumento cinematográfico; en El nome de los árboles, incluso a pesar de esa urgencia en la grabación, hay una construcción narrativa que lleva a que al final uno de los supervivientes pueda hablar. Más que una cuestión, o no sólo eso, emocional, persiste en este sentido el acto radical de que sea la memoria personal la que se exprese sin necesidad de ajustarse a unos parámetros ideológicos concretos.
Lejos de cualquier tipo de dramatismo, los testimonios de El nome de los árboles expresan un pasado, pero lo hacen desde el presente. Como en Equí y n’otru tiempo, en el que importaba el paisaje del hoy en su relación con el ayer, en El nome de los árboles Bande busca no tanto el reconstruir lo que sucedió como evidenciar cómo hoy en día todavía el recuerdo persiste, un recuerdo que, dada la edad de quienes todavía pueden hablar de ello desde el relato personal, puede acabar desapareciendo si no se recoge.
V
Mientras que gran parte de los acercamientos a la Guerra Civil han venido dados por un intento de situarse en el momento histórico para desarrollar el relato, Bande busca en sus dos películas un posible lenguaje cinematográfico que hable en presente del pasado, crea un debate en el ahora para hablar del ayer mediante una forma visual. La combinación de ambas películas despliega una doble estrategia formal que, aunque diferente en cada una de ellas, coincide en establecer un acercamiento cinematográfico a la actualidad para hablar no sólo del pasado, sino de cómo se ha gestionado su memoria, su recuerdo. De cómo se ha narrado desde la ficción, e incluso desde el documental; de cómo, se ha establecido un pretendido diálogo desde la comodidad ideológica y reflexiva que, incluso desde las buenas intenciones, no ha permitido un diálogo exento de condicionantes.