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De vacaciones

Una ficción temporal de nuestra enajenación constante
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Estábamos muertos y podíamos respirar
Paul Celan

Estar de vacaciones o, en pequeña escala, iniciar un fin de semana, nos ofrece un reflejo de nosotros mismos y de nuestro presente, y es una interesante madeja por desentrañar.

Es sabido que hemos dividido nuestro tiempo, polarizándolo, en tiempo para el trabajo y tiempo libre, y es en ambos marcos donde desplegamos aquello que comúnmente denominamos ser máquinas, por un lado, y desconectar, por el otro. Con la primera expresión queremos explicitar esa voluntad de darlo todo, de poner en la parrilla del esfuerzo todo aquello que se precise para poder realizar un ideal de nosotros satisfactorio y paralelo al ideal social con el que nos identifiquemos (ser buenos trabajadores, padres, amigos o ser felices, estar satisfechos, realizados, etc.). Por otro lado, la segunda implica una compensación de la primera en la medida que una máquina humana necesita cierto tipo de descanso caracterizado por interrumpir de manera abrupta el flujo del movimiento fabril. Aunque ambas expresiones juegan tanto en el tiempo laboral como en el tiempo libre, desconectar es aquello que generalmente esperamos poder hacer realidad en este último y, especialmente, en el periodo vacacional. Este anhelo se despliega superficialmente como una voluntad de vivir una vida alejada de la normalidad laboral, pero esconde un trasfondo que refleja nuestra plena alienación.

Si nos centramos en cómo vivimos el periodo vacacional, al crear y creer en la previa división temporal trabajo-libertad, fraccionamos nuestra propia existencia en dos realidades de normas, actitudes, tempos o empeños dispares. Mediante esta fracción, proyectamos todos nuestros anhelos y esperanzas hacia ese marco temporal sin horarios donde todo aquello de lo que carecemos habitualmente se va a hacer realidad, ya que creemos que es este marco el que nos ofrece el margen de libertad necesario para poder realizar o hacer efectivo aquello por lo que tanto nos sacrificamos en el tiempo laboral. Sin embargo, ¿no está ya condicionado este espacio de libertad?, ¿es verdaderamente libre? Y, más aún, ¿es realmente un espacio?

Por poco que hagamos el ejercicio de ser francos con nosotros mismos, podemos testimoniar que son cuantiosas las ocasiones en las que imaginarnos en él o esperarlo nos ayuda a sostener y a mantener el tiempo para el trabajo, cada vez más amplio, dada la precarización que todos sufrimos, y, también, más enajenante, en la medida que el trabajo continúa siendo una venta de nuestra vida (capacidades y tiempo). Así pues, el tiempo libre nos permite compensar la dureza de una fracción dominante de nuestra vida. Además, más allá de la utilidad que nos ofrece como compensación real, el tiempo libre se convierte en una vía de escape, un ejercicio de imaginación y fantasía que nos facilita la evasión y el olvido de nosotros y nuestras circunstancias en la vorágine del tiempo laboral. Por tanto, el tiempo libre queda condicionado por cierta función resumida en la necesidad de compensar. Compensar el no-vivir laboral.

Fragmentar la existencia en dos dimensiones aparentemente opuestas nos permite dedicar los espacios que nos concede el codicioso tiempo laboral a aquellas facetas continuamente postergadas. Queda el tiempo libre, también, empaquetado hacia cierta finalidad o contenido.

Además, cuando llega el momento de realizar el tiempo para el ocio, nos demanda éste ciertos atributos para poder compensar la inversión en tiempo, esfuerzo y olvido de nosotros; intensidad, felicidad orgásmica, cantidad, abundancia, diversión, etc., son algunos de ellos. Este espacio de libertad queda encauzado también por el tono o la vibración. La intensidad de un polo caracteriza la intensidad del opuesto.

La propia dinámica que imprime la fragmentación de dos vidas y mundos, por último, organiza la forma de vivir este tiempo para el ocio. Esto es, sea cual sea su duración, o bien se nos abre como un espacio angustiante por el cúmulo de anhelos pendientes de realización y por la exigencia interna de querer sacar provecho de él, o bien, dada la intensidad y cansancio del no-vivir del tiempo laboral, se estrena como un tiempo para anularnos completamente en un no hacer muy cercano a la sensación de no ser, de querer desaparecer y desconectar de todo. Sea cual sea la opción, vivirlo desde estas premisas previas lo encajonan en un solo sentido y lo dotan de una única intención.

Finalmente, en esta ficción aparecen otras problemáticas derivadas de su propia estructura que es preciso tener en cuenta para comprender en profundidad cómo nos afecta. Mencionamos las más relevantes. Su finitud es un elemento que angustia y, como espada de Damocles, vertebra toda la vivencia; la absoluta ausencia de los parámetros que estructuraban la normalidad laboral permite la completa convivencia con el otro, haciendo más difícil soslayar los conflictos remanentes o haciendo necesaria la puesta en común de proyectos, espacios o tiempos desde el paradigma individualista; la abrupta ruptura entre ambos tiempos y su completa contraposición nos confrontan con la dimensión de nuestro deseo, sólo jugado desde la imaginación durante el resto del año, y atolondrado y abrumado cuando puede llegar a ser realizado; y el tiempo libre, si afinamos un poco más el análisis, es vivido con los parámetros que marca el tiempo laboral: eficacia, aprovechamiento, objetivos, beneficio, inversión, etc.

Generalmente pensamos que nuestro tiempo libre es aquel espacio que nos permite realizarnos. No obstante, desplegada brevemente la madeja que configura dicho tiempo, aparece un sujeto empujado a compensar y ligado a una ficción para producir y consumir experiencias de ocio que posibiliten la vivencia de desconectar o el olvido de sí. Por ello podemos afirmar que nosotros mismos producimos fabrilmente nuestra propia compensación. El tiempo de ocio convierte a la vida en la ficción de un parque de atracciones, de la misma manera que el tiempo para el trabajo la convierte en una fábrica. En el primer caso, como decíamos anteriormente, queda ligado a la necesidad de ser un tiempo para el olvido, ejecutado desde la intensidad y la compensación. El mundo se abre como un espacio temático desde el que exprimirlo y obtener placer de él. Ir de viaje ejemplifica, a menudo, dicha dinámica, ya que se estructura como una actividad que pretende alejarse de la normalidad anodina, convirtiendo el espacio visitado en un lugar del que extraer placer y entretenimiento, obviando la posibilidad de conocerlo desde su propia complejidad.

Es importante reconocer que las prácticas que ejecutamos en nuestro tiempo libre para olvidarnos de nuestro entorno, de nuestras preocupaciones y, en definitiva, de nosotros mismos, nos alejan aún más de su resolución, ya que descentran la problemática y escamotean nuestras aptitudes de emancipación y, aunque ofrecen marcos para un cierto descanso, nos encajonan más profundamente en un callejón sin salida.

Atender al ardid de la fragmentación misma y al reconocimiento de ser nosotros la manivela que lo hace posible nos puede facilitar el camino para horadar nuestra emancipación.

 

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