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Cuando una manzana madura y cae
Hace varias semanas, el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) ratificó como accidente laboral el suicidio de un empleado de una caja de ahorros cuatro días después de que se le abriera un expediente disciplinario. Según el artículo publicado por El País al respecto, “el fallo concluye que existió un ‘nexo causal entre la acción suicida y las circunstancias acaecidas en la relación laboral’, ya que no se acreditaron ‘otros factores personales ajenos a su ámbito laboral’ que pudieran haberle empujado a tomar la fatídica decisión”. No es la primera vez. En 2014, el TSJC hizo lo mismo con el suicidio de un agente rural después de que se produjeran varios incendios en el Pirineo estando de guardia. Por lo que cabe concluir que dicho Tribunal Superior de Justicia es una institución torpemente convencida de que correlación implica causalidad y, aun indirectamente, de que los suicidios se podrían haber evitado.
La noticia me pilló en plena lectura del artículo de John Tooby en el performativo Este libro le hará más inteligente, editado por John Brockman (Paidós). Estas palabras de Tooby: “En Guerra y paz, Tolstói se plantea la siguiente pregunta: ‘Cuando una manzana madura y cae, ¿qué precipita su caída? ¿El hecho de ser atraída por la Tierra, de que su péndulo se atrofie, de que se haya desecado al sol, de haberse incrementado su peso, de que la zarandee el viento…?’”. Cualquier científico moderno podría ampliar al infinito, sin apenas esfuerzo, este listado de Tolstói. No obstante, los seres humanos hemos evolucionado como usuarios de herramientas al albur de la improvisación cognitiva que dependen de la identificación de acciones que desembocan en una recompensa inmediata. Por consiguiente, nuestras mentes han evolucionado para presentarse las situaciones de un modo que resalte el elemento de nexo causal que podemos manipular para alumbrar un resultado deseado. Aquellos elementos de la situación que permanecen estables y que nos es imposible cambiar (como la gravedad o la naturaleza humana) quedaron y aún suelen quedar excluidos de nuestra representación de las causas.
De manera similar, factores variables del nexo como el influjo del viento, esto es, factores que no podemos controlar pero que permiten anticipar un resultado (la caída de la manzana), nos parecieron igualmente útiles como representaciones causales, como elementos capaces de predisponernos a explotar las oportunidades o de evitar el peligro. Por consiguiente, la realidad del nexo causal es ignorada en el plano cognitivo en favor de la imagen de las causas singulares, que se alza con la primacía. Pese a resultar útil para un recolector, este mecanismo empobrece nuestra comprensión científica y hace que resulten ridículos los debates (ya sean elitistas, científicos o públicos) que mantenemos acerca de las “causas” del cáncer, de la guerra, de la violencia, las de los trastornos mentales, de la infidelidad, del desempleo, del clima, de la pobreza, etcétera.
John Tooby es un psicólogo muy importante. En 1992, junto a Leda Cosmides, fundó las bases de la psicología evolutiva, una disciplina que aboga por el machihembrado de herencia y ambiente, convencida de que los genes también están diseñados para extraer la experiencia del mundo. Y su artículo describe con honda exactitud por qué las explicaciones culturales de la conducta se siguen imponiendo. Frente a un grupo de genes, pongamos, un expediente disciplinario siempre resulta algo mucho más tangible. Pero ¿cómo sustraerse al jugueteo de predecir una conducta y adelantarse?
Llevo varios años leyendo noticias sobre el suicidio. Es sabido que los periódicos sólo tratan el asunto cuando media alguien famoso o, como apuntan tan vagamente, responden a un hecho social de interés general. No debe alcanzarles con que, sin ir más lejos, en España el suicidio suponga más muertos (3.870 en 2013) que la “violencia doméstica” (53 el mismo año), los accidentes de tráfico (1.128) o la siniestralidad laboral (447), incluso sumándolos. Pero en los últimos tiempos se aprecia una notable deriva. Hasta hace algunos años, me atrevería a decir, los dos suicidios que menciono en el primer párrafo hubiesen permanecido en el más estricto silencio, como expedientes que se llenan de polvo en algún archivo policial. De un tiempo a esta parte, en cambio, el suicidio recorre el peligroso trayecto que va del tabú al homicidio. ¡Como si en el caso del suicidio la búsqueda de culpables no supusiera una amarga redundancia! Basta repasar cómo trataron los medios el caso de aquella enfermera que se suicidó tras una broma radiofónica, el de la concejal que se arrojó al vacío mientras la comitiva judicial subía las escaleras durante un desahucio o el más reciente del niño que escribió una carta en la que repudiaba el colegio, para hacerse una idea de los mecanismos por los que la muerte autoinfligida está consiguiendo el deshielo.
La acción, dice Tooby aludiendo a los sesgos en la atribución de causas, siempre nos parece peor que la omisión. Ciertamente. De ahí, por ejemplo, que los locutores de la famosa broma tuvieran que salir a disculparse tras el estallido mediático y que la imagen de la comitiva subiendo las escaleras posea una mayor carga dramática que el caso del agente rural. O sea que desde ese punto de vista se entiende la lógica de un tribunal, que incapaz de catalogarlos como homicidio se detuvo in the middle of the road.
Pero un juez que tipifica un suicidio como los anteriores como accidente laboral no es juez. Es un recolector que considera el suicidio como una ecuación e ignora el triste y pedagógico criterio del forense de Nueva York cuando, tras los atentados del 11-S, tipificó todas las muertes como homicidios. Incluidas las de las personas que, viéndose atrapadas en las plantas más altas de las Torres Gemelas, prefirieron arrojarse al vacío. ¿Por qué? Pues porque esas personas, a diferencia de los ejemplos anteriores, sólo estaban cambiando de sitio su lápida.
Cuando una manzana madura y cae
Hace varias semanas, el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) ratificó como accidente laboral el suicidio de un empleado de una caja de ahorros cuatro días después de que se le abriera un expediente disciplinario. Según el artículo publicado por El País al respecto, “el fallo concluye que existió un ‘nexo causal entre la acción suicida y las circunstancias acaecidas en la relación laboral’, ya que no se acreditaron ‘otros factores personales ajenos a su ámbito laboral’ que pudieran haberle empujado a tomar la fatídica decisión”. No es la primera vez. En 2014, el TSJC hizo lo mismo con el suicidio de un agente rural después de que se produjeran varios incendios en el Pirineo estando de guardia. Por lo que cabe concluir que dicho Tribunal Superior de Justicia es una institución torpemente convencida de que correlación implica causalidad y, aun indirectamente, de que los suicidios se podrían haber evitado.
La noticia me pilló en plena lectura del artículo de John Tooby en el performativo Este libro le hará más inteligente, editado por John Brockman (Paidós). Estas palabras de Tooby: “En Guerra y paz, Tolstói se plantea la siguiente pregunta: ‘Cuando una manzana madura y cae, ¿qué precipita su caída? ¿El hecho de ser atraída por la Tierra, de que su péndulo se atrofie, de que se haya desecado al sol, de haberse incrementado su peso, de que la zarandee el viento…?’”. Cualquier científico moderno podría ampliar al infinito, sin apenas esfuerzo, este listado de Tolstói. No obstante, los seres humanos hemos evolucionado como usuarios de herramientas al albur de la improvisación cognitiva que dependen de la identificación de acciones que desembocan en una recompensa inmediata. Por consiguiente, nuestras mentes han evolucionado para presentarse las situaciones de un modo que resalte el elemento de nexo causal que podemos manipular para alumbrar un resultado deseado. Aquellos elementos de la situación que permanecen estables y que nos es imposible cambiar (como la gravedad o la naturaleza humana) quedaron y aún suelen quedar excluidos de nuestra representación de las causas.
De manera similar, factores variables del nexo como el influjo del viento, esto es, factores que no podemos controlar pero que permiten anticipar un resultado (la caída de la manzana), nos parecieron igualmente útiles como representaciones causales, como elementos capaces de predisponernos a explotar las oportunidades o de evitar el peligro. Por consiguiente, la realidad del nexo causal es ignorada en el plano cognitivo en favor de la imagen de las causas singulares, que se alza con la primacía. Pese a resultar útil para un recolector, este mecanismo empobrece nuestra comprensión científica y hace que resulten ridículos los debates (ya sean elitistas, científicos o públicos) que mantenemos acerca de las “causas” del cáncer, de la guerra, de la violencia, las de los trastornos mentales, de la infidelidad, del desempleo, del clima, de la pobreza, etcétera.
John Tooby es un psicólogo muy importante. En 1992, junto a Leda Cosmides, fundó las bases de la psicología evolutiva, una disciplina que aboga por el machihembrado de herencia y ambiente, convencida de que los genes también están diseñados para extraer la experiencia del mundo. Y su artículo describe con honda exactitud por qué las explicaciones culturales de la conducta se siguen imponiendo. Frente a un grupo de genes, pongamos, un expediente disciplinario siempre resulta algo mucho más tangible. Pero ¿cómo sustraerse al jugueteo de predecir una conducta y adelantarse?
Llevo varios años leyendo noticias sobre el suicidio. Es sabido que los periódicos sólo tratan el asunto cuando media alguien famoso o, como apuntan tan vagamente, responden a un hecho social de interés general. No debe alcanzarles con que, sin ir más lejos, en España el suicidio suponga más muertos (3.870 en 2013) que la “violencia doméstica” (53 el mismo año), los accidentes de tráfico (1.128) o la siniestralidad laboral (447), incluso sumándolos. Pero en los últimos tiempos se aprecia una notable deriva. Hasta hace algunos años, me atrevería a decir, los dos suicidios que menciono en el primer párrafo hubiesen permanecido en el más estricto silencio, como expedientes que se llenan de polvo en algún archivo policial. De un tiempo a esta parte, en cambio, el suicidio recorre el peligroso trayecto que va del tabú al homicidio. ¡Como si en el caso del suicidio la búsqueda de culpables no supusiera una amarga redundancia! Basta repasar cómo trataron los medios el caso de aquella enfermera que se suicidó tras una broma radiofónica, el de la concejal que se arrojó al vacío mientras la comitiva judicial subía las escaleras durante un desahucio o el más reciente del niño que escribió una carta en la que repudiaba el colegio, para hacerse una idea de los mecanismos por los que la muerte autoinfligida está consiguiendo el deshielo.
La acción, dice Tooby aludiendo a los sesgos en la atribución de causas, siempre nos parece peor que la omisión. Ciertamente. De ahí, por ejemplo, que los locutores de la famosa broma tuvieran que salir a disculparse tras el estallido mediático y que la imagen de la comitiva subiendo las escaleras posea una mayor carga dramática que el caso del agente rural. O sea que desde ese punto de vista se entiende la lógica de un tribunal, que incapaz de catalogarlos como homicidio se detuvo in the middle of the road.
Pero un juez que tipifica un suicidio como los anteriores como accidente laboral no es juez. Es un recolector que considera el suicidio como una ecuación e ignora el triste y pedagógico criterio del forense de Nueva York cuando, tras los atentados del 11-S, tipificó todas las muertes como homicidios. Incluidas las de las personas que, viéndose atrapadas en las plantas más altas de las Torres Gemelas, prefirieron arrojarse al vacío. ¿Por qué? Pues porque esas personas, a diferencia de los ejemplos anteriores, sólo estaban cambiando de sitio su lápida.