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Conspiranoia para dormir
Como quien cuenta ovejas o ve la teletienda, yo, cuando no puedo dormir, veo conspiraciones. Videoblogs, se entiende; y además, los miro sin criterio: me da igual descubrir que la Tierra es hueca, quién mató a Lady Di o que unos extraterrestres con apariencia de reptil están entre nosotros y han colonizado los centros de poder. Los veo así, amontonados, porque padezco una curiosidad fenomenológica: me parece mucho menos interesante discernir si viven entre nosotros que la razón por la que miles de personas están convencidas de que sí.
Los «amigos del misterio» (como los llama Iker Jiménez) sostienen, en términos generales, que existe un poder en la sombra que controla nuestras vidas con fines, normalmente, poco nobles. Como ya dijo Aristóteles, «todos los hombres desean por naturaleza saber» y es lógico que quien llegue a ese convencimiento junte esfuerzos para descubrir la verdad. Si usted está en esta situación, el primer paso es sospechar: los conspiranoicos no creen en las coincidencias. Dicho de otro modo: si en 1776 se declaró la independencia de los Estados Unidos de América pero también, en Baviera, un profesor de derecho canónico llamado Adam Weishaupt fundó la sociedad de los Illuminati, estos hechos deben tener relación entre sí. Sin embargo, el 23 de abril de ese mismo año, Gluck estrenó en París su ópera Alceste, sin que nadie haya visto en esto ningún interés oculto. Se trata de entender que el sistema establecido es malvado, y le vemos las costuras cuando vamos en busca de relaciones malvadas. Este razonamiento es atroz para el que lo practica: por un lado, entender que la realidad está plagada de engaños debe ser muy desasosegante; por otro, la maraña de relaciones posibles es infinita.
Insisto en la importancia de convencerse de que el sistema es profundamente malvado, porque sin esta seguridad muchos razonamientos nos resultarán absurdos. La maldad no es ociosa, sino que va detrás de los más oscuros intereses. Por supuesto, para lograr este fin es necesario engañar a toda la humanidad; como haría un ilusionista, hacen aspavientos con una mano y distraen la atención de la otra, que es la que hace el truco. Así, cualquier aficionado a la conspiración sabe que hay una Historia oficial, una Ciencia oficial, una Medicina oficial, y cuantas disciplinas oficiales se quieran. Frente a ellas, existe una suerte de amalgama de saberes disidentes, cuya solvencia, en el fondo, se fundamenta en estar a la contra: si sus autores no tienen publicaciones en revistas relevantes es porque han sido silenciados; si son teorías absurdas es porque desafían al paradigma; si son inventos milagrosos pero que sin embargo no han llegado a fabricarse nunca es porque el poder quiere mantener el estado actual de las cosas.
No debe extrañarnos, por ejemplo, que todos los que han dicho haber estado en contacto con extraterrestres parezcan profundamente desequilibrados: el sistema los anula desacreditándolos. Pero cualquier investigador del misterio sabe que los fenómenos existen porque hay testigos, centenares de ellos, cuya credibilidad reside en la valentía que muestran al contar lo que han visto. Y aunque alguna de estas informaciones pueda ser falsa o simplemente equivocadas, siempre queda un pequeño reducto de casos inexplicables. Y este razonamiento vale tanto para los testimonios como para los fenómenos. Quizás la mayoría de los círculos de las cosechas sean explicables, pero sabemos de cinco que están blindados contra todo escepticismo. Círculos circulares como los falsos, y en las cosechas, como los otros, pero sin embargo auténticos, no como los otros miles.
Las competencias del misterio son muy variadas. Todos conocemos los temas clásicos: los ovnis, el monstruo del lago Ness, los templarios, la llegada del hombre a la Luna, la vida extraterrestre, el asesinato de JFK, las sociedades secretas… También hay temas que han pasado de moda, por ejemplo, ya nadie habla de los jesuitas. Lo interesante es que casi cualquier tema puede ser colocado bajo este prisma: ¿son las vacunas un ingenio maligno de las farmacéuticas? ¿Qué buscan en realidad las sondas de la NASA? ¿Estamos siendo fumigados desde el aire? Un análisis al uso de estos u otros interrogantes nos daría una respuesta bastante rápida, porque solemos pensar que la explicación más sencilla suele ser la verdadera. Pero la navaja de Occam es un razonamiento simplón. Veamos un ejemplo: sobre el asunto de los chemtrails (las supuestas estelas químicas que dejan a propósito los aviones con fines poco claros) alguien no instruido diría que están a demasiada altura como para actuar sobre las nubes; que es estúpido fumigar así, porque de una acción tan general no se libran ni los mismos fumigadores, ni sus familias, etc.; y que haría falta un complot mundial de todas las aerolíneas comerciales y de todo su personal, además de la aviación militar, con los supuestos ideólogos del asunto para llevarlo a cabo. Pero eso es lo que el sistema quiere que creas. Un conspiranoico entenderá en primer lugar que si los aviones dejan rastro, por algo será; avivada la sospecha, ¿qué impide conjeturar que son las farmacéuticas las que nos provocan dolencias para que luego compremos sus píldoras? Sabemos que las farmacéuticas son malvadas, e incluso podrían trabajar con otros entes infames, como la CIA. ¿Por qué no? Ellos no quieren que lo pienses, quieren que te parezca absurdo. Vigilar conspiraciones es, como ven, agotador.
Aunque los conspiranoicos han despertado de la modorra complaciente que emana el sistema, se ven obligados a convivir con quienes aún viven en el error. Incluso tienen que tolerar que otros, tontos útiles o simplemente agentes del sistema, se dediquen a desinformar. Este es un punto capital, porque para el conspiranoico todo aquel que no participa de su batalla está, por maldad o por ingenuidad, adscrito a la causa del sistema. De este modo, un conspiranoico sólo dejará de serlo si se le amontonan las contradicciones, porque es imposible convencerlo retóricamente, porque tú eres el enemigo.
Y difícilmente se verán superados por sus contradicciones, porque no dejan de ser personajes quijotescos. Cuando el famoso hidalgo acabó aplastado contra un molino que resultó no ser un gigante no recogió los bártulos y se volvió a su hacienda, sino que dedujo que un mago los había convertido de una cosa en la otra para que creyesen que se había vuelto loco. La locura de Don Quijote, como la paranoia de los amigos del misterio, se salva a sí misma. Traigo a colación dos ejemplos fantásticos. El primero: cuando Ratzinger renunció al pontificado, los entendidos en san Malaquías se lanzaron en tromba a afirmar que el tal «Pedro el romano» no podía ser otro que el pérfido Tarcisio Pedro Bertone. Yo, que no soy aficionado a las intrigas vaticanas, descubrí entonces que el cardenal Bertone era, en efecto, el hombre más indicado para disolver a la Iglesia. Resultó que el cónclave, como se sabe, eligió papa a un argentino que en vez de Pedro se llama Jorge Mario. No hubo retractaciones, claro, sino que rápidamente encontraron cómo pedrorromanizar a Bergoglio: los mismos que decían que aquél iba a hacer saltar por los aires todo de pura mezquindad, ahora dicen de éste lo de la primavera eclesiástica. Las profecías son muy versátiles. El segundo ejemplo es más breve: muchos de ustedes estarán al tanto de que hay serias dudas sobre si llegamos a la Luna en 1969, dudas sostenidas con ahínco por gente que afirma con mucha convicción que vivimos plagados de extraterrestres de incógnito y que la NASA tiene flotillas espaciales ocultas.
Sin duda, la vida de cualquier convencido de estas cuestiones es más apasionante que la mía y que la suya: su mundo es más ancho. Por eso yo veo sus vídeos, porque me paso el día juntando letras delante de un ordenador. Supongo que exponer a mi subconsciente adormilado a esto me pasará factura: quizás, como el señor que miraba el estanque de los ajolotes, algún día miraré desde dentro.
Conspiranoia para dormir
Como quien cuenta ovejas o ve la teletienda, yo, cuando no puedo dormir, veo conspiraciones. Videoblogs, se entiende; y además, los miro sin criterio: me da igual descubrir que la Tierra es hueca, quién mató a Lady Di o que unos extraterrestres con apariencia de reptil están entre nosotros y han colonizado los centros de poder. Los veo así, amontonados, porque padezco una curiosidad fenomenológica: me parece mucho menos interesante discernir si viven entre nosotros que la razón por la que miles de personas están convencidas de que sí.
Los «amigos del misterio» (como los llama Iker Jiménez) sostienen, en términos generales, que existe un poder en la sombra que controla nuestras vidas con fines, normalmente, poco nobles. Como ya dijo Aristóteles, «todos los hombres desean por naturaleza saber» y es lógico que quien llegue a ese convencimiento junte esfuerzos para descubrir la verdad. Si usted está en esta situación, el primer paso es sospechar: los conspiranoicos no creen en las coincidencias. Dicho de otro modo: si en 1776 se declaró la independencia de los Estados Unidos de América pero también, en Baviera, un profesor de derecho canónico llamado Adam Weishaupt fundó la sociedad de los Illuminati, estos hechos deben tener relación entre sí. Sin embargo, el 23 de abril de ese mismo año, Gluck estrenó en París su ópera Alceste, sin que nadie haya visto en esto ningún interés oculto. Se trata de entender que el sistema establecido es malvado, y le vemos las costuras cuando vamos en busca de relaciones malvadas. Este razonamiento es atroz para el que lo practica: por un lado, entender que la realidad está plagada de engaños debe ser muy desasosegante; por otro, la maraña de relaciones posibles es infinita.
Insisto en la importancia de convencerse de que el sistema es profundamente malvado, porque sin esta seguridad muchos razonamientos nos resultarán absurdos. La maldad no es ociosa, sino que va detrás de los más oscuros intereses. Por supuesto, para lograr este fin es necesario engañar a toda la humanidad; como haría un ilusionista, hacen aspavientos con una mano y distraen la atención de la otra, que es la que hace el truco. Así, cualquier aficionado a la conspiración sabe que hay una Historia oficial, una Ciencia oficial, una Medicina oficial, y cuantas disciplinas oficiales se quieran. Frente a ellas, existe una suerte de amalgama de saberes disidentes, cuya solvencia, en el fondo, se fundamenta en estar a la contra: si sus autores no tienen publicaciones en revistas relevantes es porque han sido silenciados; si son teorías absurdas es porque desafían al paradigma; si son inventos milagrosos pero que sin embargo no han llegado a fabricarse nunca es porque el poder quiere mantener el estado actual de las cosas.
No debe extrañarnos, por ejemplo, que todos los que han dicho haber estado en contacto con extraterrestres parezcan profundamente desequilibrados: el sistema los anula desacreditándolos. Pero cualquier investigador del misterio sabe que los fenómenos existen porque hay testigos, centenares de ellos, cuya credibilidad reside en la valentía que muestran al contar lo que han visto. Y aunque alguna de estas informaciones pueda ser falsa o simplemente equivocadas, siempre queda un pequeño reducto de casos inexplicables. Y este razonamiento vale tanto para los testimonios como para los fenómenos. Quizás la mayoría de los círculos de las cosechas sean explicables, pero sabemos de cinco que están blindados contra todo escepticismo. Círculos circulares como los falsos, y en las cosechas, como los otros, pero sin embargo auténticos, no como los otros miles.
Las competencias del misterio son muy variadas. Todos conocemos los temas clásicos: los ovnis, el monstruo del lago Ness, los templarios, la llegada del hombre a la Luna, la vida extraterrestre, el asesinato de JFK, las sociedades secretas… También hay temas que han pasado de moda, por ejemplo, ya nadie habla de los jesuitas. Lo interesante es que casi cualquier tema puede ser colocado bajo este prisma: ¿son las vacunas un ingenio maligno de las farmacéuticas? ¿Qué buscan en realidad las sondas de la NASA? ¿Estamos siendo fumigados desde el aire? Un análisis al uso de estos u otros interrogantes nos daría una respuesta bastante rápida, porque solemos pensar que la explicación más sencilla suele ser la verdadera. Pero la navaja de Occam es un razonamiento simplón. Veamos un ejemplo: sobre el asunto de los chemtrails (las supuestas estelas químicas que dejan a propósito los aviones con fines poco claros) alguien no instruido diría que están a demasiada altura como para actuar sobre las nubes; que es estúpido fumigar así, porque de una acción tan general no se libran ni los mismos fumigadores, ni sus familias, etc.; y que haría falta un complot mundial de todas las aerolíneas comerciales y de todo su personal, además de la aviación militar, con los supuestos ideólogos del asunto para llevarlo a cabo. Pero eso es lo que el sistema quiere que creas. Un conspiranoico entenderá en primer lugar que si los aviones dejan rastro, por algo será; avivada la sospecha, ¿qué impide conjeturar que son las farmacéuticas las que nos provocan dolencias para que luego compremos sus píldoras? Sabemos que las farmacéuticas son malvadas, e incluso podrían trabajar con otros entes infames, como la CIA. ¿Por qué no? Ellos no quieren que lo pienses, quieren que te parezca absurdo. Vigilar conspiraciones es, como ven, agotador.
Aunque los conspiranoicos han despertado de la modorra complaciente que emana el sistema, se ven obligados a convivir con quienes aún viven en el error. Incluso tienen que tolerar que otros, tontos útiles o simplemente agentes del sistema, se dediquen a desinformar. Este es un punto capital, porque para el conspiranoico todo aquel que no participa de su batalla está, por maldad o por ingenuidad, adscrito a la causa del sistema. De este modo, un conspiranoico sólo dejará de serlo si se le amontonan las contradicciones, porque es imposible convencerlo retóricamente, porque tú eres el enemigo.
Y difícilmente se verán superados por sus contradicciones, porque no dejan de ser personajes quijotescos. Cuando el famoso hidalgo acabó aplastado contra un molino que resultó no ser un gigante no recogió los bártulos y se volvió a su hacienda, sino que dedujo que un mago los había convertido de una cosa en la otra para que creyesen que se había vuelto loco. La locura de Don Quijote, como la paranoia de los amigos del misterio, se salva a sí misma. Traigo a colación dos ejemplos fantásticos. El primero: cuando Ratzinger renunció al pontificado, los entendidos en san Malaquías se lanzaron en tromba a afirmar que el tal «Pedro el romano» no podía ser otro que el pérfido Tarcisio Pedro Bertone. Yo, que no soy aficionado a las intrigas vaticanas, descubrí entonces que el cardenal Bertone era, en efecto, el hombre más indicado para disolver a la Iglesia. Resultó que el cónclave, como se sabe, eligió papa a un argentino que en vez de Pedro se llama Jorge Mario. No hubo retractaciones, claro, sino que rápidamente encontraron cómo pedrorromanizar a Bergoglio: los mismos que decían que aquél iba a hacer saltar por los aires todo de pura mezquindad, ahora dicen de éste lo de la primavera eclesiástica. Las profecías son muy versátiles. El segundo ejemplo es más breve: muchos de ustedes estarán al tanto de que hay serias dudas sobre si llegamos a la Luna en 1969, dudas sostenidas con ahínco por gente que afirma con mucha convicción que vivimos plagados de extraterrestres de incógnito y que la NASA tiene flotillas espaciales ocultas.
Sin duda, la vida de cualquier convencido de estas cuestiones es más apasionante que la mía y que la suya: su mundo es más ancho. Por eso yo veo sus vídeos, porque me paso el día juntando letras delante de un ordenador. Supongo que exponer a mi subconsciente adormilado a esto me pasará factura: quizás, como el señor que miraba el estanque de los ajolotes, algún día miraré desde dentro.