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Ciencias caníbales
A la memoria de Ángel González
Poco importa lo que Yve-Alain Bois haya dicho. La mejor revista del siglo XX fue francesa y se llamó Documents.
La dirigió Georges Bataille y algunos la consideran una obra maestra del periodismo cultural. Claro que lo de periodismo cultural le encaja mal porque, sin duda, Documents fue mucho más. Nacida en 1929 por obra de algunos disidentes del surrealismo bretoniano, la publicación gozó de una heterodoxa radicalidad todavía difícil de juzgar conservando hasta nuestros días el sabor del acontecimiento fatal.
Lo más llamativo es su coherencia. Las derivas sobre Picasso, el arte sumerio, el jazz americano, los dibujos de Masson, las costumbres de las Salomon, los girasoles de Van Gogh, los gánsteres de Chicago…, ¿cómo diablos se puede hablar de cosas tan distintas y conseguir esa contundencia y esa sensación?
Algunos repiten que no fue para tanto y que, por momentos, Documents se pareció a los algo anteriores Cahiers d’art. Otros la juzgan más atentos llamando la atención sobre su manera de trastocar el orden de publicaciones como la Gazette des beaux-arts. En parte, todo esto es cierto. Sin embargo, una cosa son los objetivos y otra los efectos. El que esté acostumbrado a hojear revistas sabrá que las hay de muchos tipos pero que pocas logran una sensación de conjunto que abarque sus formas y su contenido. Las revistas vanguardistas compartieron grandes lemas pero muchas se limitaron a perseguir esa conjunción sin conseguirlo. Al contrario, el efecto de Documents deslumbra y, a mi juicio, tiene centro.
Tratando de alcanzar tal éxito, a menudo los jefes de redacción hacen de hombre orquesta ocupándose hasta de los bocadillos de las viñetas. No en vano, aunque en Documents irían apareciendo textos de prometedores talentos (Leiris, Queneau, Limbour), de jóvenes etnógrafos (Rivet, Griaule, Schaeffner) o de consagrados maestros (Carl Einstein o Hans Reichenbach), la presencia de Bataille resultaría esencial. Pero, puesto que uno de los objetivos de la publicación consistió en cuestionar las taxonomías establecidas, el resultado produce el mismo impacto que algunas piezas de Xenakis. A pesar de ocuparse hasta de Ingres o Duke Ellington y a pesar de arriesgarse, ninguna página de Documents desentona, porque la sensibilidad de fondo, los contenidos generales y la parte gráfica siempre serán los mismos.
Entre los contenidos generales y más allá del arte, destacan las temáticas del azar, el caos, lo monstruoso, la herida y, sobrevolándolas, la muerte. La muerte aflora de mil formas: las fotos de cadáveres en las calles de Chicago, los cultos con cráneos de poblados africanos, el matadero de París…, todo se vuelve una excusa para enfrentarnos sin demoras a la gran alteridad. Así, como lo primario y lo informe. Al respecto, la falta de jerarquías en la parte gráfica, la decisión evidente de magnificar lo vulgar y equipararlo a lo canónico (a las grandes obras de la Historia del Arte) mediante fotos enormes de feos dedos y cosas semejantes en riguroso primer plano (de Boiffard, de Lotar…), o reproducciones de imágenes aberrantes de libros como las Nouvelles tables anatomiques (1675). Y, por lo que se refiere a la sensibilidad de fondo: la gran ruptura que supuso el surrealismo, el placer de la sorpresa que despierta lo anacrónico e inconexo, el valor de esos descoyuntados diccionarios plagados de hallazgos…
MATEMÁTICA DE LO PODRIDO
Así es como Documents adquirió finalmente consistencia: adoptando una caosmovisión tremenda que no ha dejado de desorientar a los artistas y a los pensadores de nuestro tiempo. De hecho, cuando me refiero a su caosmovisión pienso en esos nihilismos (Zapffe) que repiten sin parar el terrible mensaje luciferino: que, frente al énfasis habitual en las grandes verdades, en el fondo, nada tiene sentido.
A día de hoy incluso el sistema de navegación de mi coche parece compartirlo, pues el otro día cerca de una rotonda me espetó: «Al llegar a la rotonda gire, gire, gire…, como si no hubiese un mañana». Pero en mayo de 1929 pocos apostaban por el mismo. Frente al habitual integrismo del sentido, la revista Documents publicó un artículo, «Crisis de la causalidad», que ayudó a cambiar las cosas. Lo firmaba el físico y filósofo alemán Hans Reichenbach y, en el mismo, se empezaba aceptando el clásico determinismo científico de Laplace para, a continuación, introducir los hallazgos de Heisenberg y la Física subatómica. Su conclusión resultaba desconcertante para la ciencia tradicional porque venía a defender que el grado de variabilidad en el nivel de las partículas era tal que incluso el observador cambiaba lo observado y que, en este sentido, el científico del futuro sólo podría apostar por el cálculo de probabilidades.
Lo que Reichenbach sugería era que la Física futura estaría obligada a aceptar, no lo indeterminado, pero sí lo indeterminable. Por supuesto, los surrealistas aplicaron la idea a todas las escalas. Si cada micro-acontecimiento resultaba impredecible y las normas debían sustituirse por las probabilidades, el viejo Jarry llevaba razón y la ciencia de las leyes debía ceder su lugar a la ciencia de las excepciones. A Duchamp y a Breton les fascinaba el ideario de ese tipo bajito (Jarry) que andaba en bicicleta por París con una enorme pistola. De ahí que no nos extrañe que también los surrealistas más jóvenes repitiesen las mismas chorradas algunos años más tarde. Al respecto, un habitual de Documents, Michel Leiris, sostendría que «no hay más ciencia que la de lo particular».
Aunque no fuese del todo correcta, la lectura que extrajeron de las tesis de Heisenberg fue que al mundo subatómico que a todo subyace no cabía buscarle norma. Quizás por eso el sol, que con su fuego representa el retorno de todas las cosas a su estado atómico, pasará a ser para Bataille lo podrido. No cabe duda que su luz siempre deslumbra. Sin embargo, en la poesía y en la ciencia clásicas suele remitir a la «elevación del espíritu» y a la «serenidad matemática». En cambio, el director de Documents nos recuerda que si lo miramos fijamente podemos rozar la locura al tiempo que percibimos lo poco que razona. En ese momento,
«ya no es la producción la que aparece sino el desecho, es decir la combustión, muy bien expresada, psicológicamente, por el horror que se desprende de una lámpara de arco en incandescencia […]. Del mismo modo que el sol precedente —el que no se mira— es perfectamente bello, el que se mira puede ser considerado como horriblemente feo» (Documents, 1930: 3).
Primera lección del nihilismo de Documents: que al tiempo que con la cuántica dejamos la senda de los Eternos Sentidos, pensamos el viejo sol de los matemáticos como nuevo infierno de lo podrido.
MÁS TERATOLOGÍA Y MENOS UTILITARISMO
Una idea parecida emerge de los artículos de la revista referidos a la Biología. En ellos, no sólo nos encontramos con el mensaje del darwinismo invertido —con esa extraña fe en lo regresivo expresada mediante imágenes que se demoran en los animales y en nuestro brutal parecido—, sino con todo un discurso sobre lo orgánico que ya no tiene nada que ver, ni con Spencer, ni con el utilitarismo. Porque el darwinismo teñido de utilitarismo solía insistir en dos cosas. La primera, que cada órgano posee una función clara y que todo en los cuerpos vivos tiene sentido. Y, segunda, que cada especie actual es fruto de la selección natural y, por tanto, la mejor y la más apta dentro de su nicho ecológico. Al contrario, el nihilismo batailleano mostrará de mil maneras que lo propio de la vida no es ni ascender a lo perfecto de la Idea, ni acertar constantemente con lo mejor y lo más apto.
De hecho, en la vida hay dos elementos fundamentales que todo lo alteran: uno, la producción incesante y hasta loca de bacterias, carnes y malezas, y, dos, esa inesperada multiplicación de contingencia que surge de la absurda mezcla de todas ellas.
Sobre la producción incesante de vida, Bataille escribirá un artículo fundamental (Documents, 1930: 3). En él se opondrá a los resultados sugeridos por las investigaciones del eugenista Galton, primo de Darwin, según los cuales bajo la forma de los individuos aislados siempre parece esconderse un canon. En el fondo, apunta Bataille, cada espécimen es una desviación de la norma, un descenso a lo informe y al cuerpo sin órganos. Siguiendo a Geoffroy de Saint-Hilaire, lo que el pornógrafo sugerirá suena parecido a lo que poco antes planteó el biólogo W. Bateson: que lejos de lo gradual y lo estandarizado la evolución de las especies se debe al nacimiento fatal de más de una monstruosidad. Así pues, el engendro como motor de eventos y la Teratología como ciencia del cambio.
Por otro lado, para el tema de la contingencia no cabe duda que Bataille debió tener muy presente a su amado Nietzsche. Da lo mismo cuál fuese el origen de un órgano corporal, recordaba el alemán en La genealogía de la moral (II, 12), pues probablemente lo que quede de él ya no tenga nada que ver con el uso que ahora el cuerpo le da. La secuencia de las nuevas utilidades de los órganos que mutan casi se sucede al azar, al igual que la secuencia de las pequeñas y casuales causas que intervienen en su aparición o desaparición. Lo mismo puede decir se la aparición y desaparición de especies. Pongamos un ejemplo: si la clave de la evolución sólo fuese la selección, el demonio de Tasmania no estaría ahora abocado a la extinción porque, comparando su organismo con el de otras especies, se trata del animal mejor dotado en la isla para ocupar su nicho. Problema: entra en escena cierta mutación degenerativa o cierto nuevo virus y todo lo demás pasa a un segundo plano. De hecho, a día de hoy, si no fuese por los científicos, la Tierra se quedaría sin demonios de Tasmania. En este sentido, resulta hasta ridículo describir la evolución exclusivamente en términos de progreso y selección.
Como digo, Bataille fue un gran lector de Nietzsche, al que acabará dedicando un libro. Por eso desde joven pudo concebir ese bajo-materialismo de la no-identidad presentado en Documents ante el escandalizado público. A partir de él, lo infinito ya no será claridad solar y perfección funcional, sino sucio barro e hibridación fatal; el cosmos no será cosmos o precisión universal, sino puro caosmos y multiverso visceral; y el inquieto animal, no cuerpo orgánico o máquina eficaz, sino puro amasijo de vísceras sangrientas e impulso violento lanzado sin pensar. Mientras, a lo humano y lo divino sólo les quedará bajar, hasta el punto de que en el apartado «Animales salvajes» incluido en el artículo «Metamorfosis», Bataille sostendrá que «en cada hombre hay un animal encerrado» y que de ahí viene la obsesión por la metamorfosis como retorno a esos estados. Pero, además, dirigirá su evolucionismo hacia los derroteros del azar constatados por el propio Darwin. Esos saltos carentes de sentido que se dan con cada monstruoso nacimiento constituyen la segunda lección del nihilismo, pues describen el movimiento por excelencia de lo Informe, movimiento en el que hasta el cuerpo humano acaba perdiendo su canon para recordar al simple escupitajo o a las contorsiones de un pululante gusano (Documents, 1929: 6; 1930: 1 y 2).
UNA HISTORIA A-CAUSAL
Por otro lado, en las páginas de Documents también serán frecuentes las manifestaciones contra la aplicación excesiva de la causalidad a la Historia. Ni que decir tiene que los argumentos diferirán mucho de los liberales. Según estos, a las acciones humanas no convenía aplicarles los principios deterministas porque en último término los humanos adultos no somos inducidos sino que siempre decidimos. Frente a los liberales, los redactores de Documents no lo tenían tan claro. En principio, la mezcla del determinismo social de Marx y del determinismo biológico de Darwin y Freud los alejaba de ese idealismo según el cual cada humano da forma a su propio destino. Pero, por otro lado, estaban Nietzsche, Heisenberg, las vanguardias y la Revolución rusa. De hecho, al conocer de cerca las batallas emprendidas por Picasso, Picabia o Breton y al quedarse fascinados con la fuerza leninista, los autores de Documents caerán en la cuenta del enorme poder de la contingencia y la destrucción.
A veces lo que ocurre sólo tiene como causa un muy puntual y regresivo rapto de violencia. Por ejemplo, Carl Einstein dedica un artículo de Documents (1929: 2) al artista André Masson planteando que su obra es anacrónica y «a-causal», que no cabe estudiarla siguiendo ninguna determinación perceptiva o cultural, sino como arte no mimético y fuerza equiparable a todo eso totémico que funde lo humano y lo animal. Por otro lado, será Bataille el que en una reseña hable del arte rupestre para concluir que es un error ver en él un frenesí hacia la mímesis y la representación, pues en la mayor parte de los casos se trata de marcar terreno y de pura destrucción. Como en los juegos de niños, lo que rompo lo rompo simplemente porque puedo (Documents, 1930: 2).
Pero, en otras ocasiones, lo que pasa ni siquiera tiene que ver con la violencia. Vivimos en un mundo inmundo porque en él prácticamente todo puede o no puede ser, y de esto nos hablan algunos artículos de arte de Documents. El mismo Carl Einstein dedica uno a explicar cuan desfasados resultan a la altura de 1930 los famosos collages, sin dejar por ello de mostrar el papel corrosivo que habían jugado años atrás. Al fin y al cabo, Picasso, Max Ernst y compañía los habían utilizado para liberar el arte de toda determinación, dotando a simples papiers collés del «rôle destructeur des acides» (Documents, 1930: 4). Mientras, el bajo-materialismo de Bataille nos informará de lo mismo pero pasando del arte a la vida. En nuestro mundo todo es inmundo y nada, salvo la nada, tiene verdadero sentido. De ahí que el sentido sólo se alcance en las proximidades del sinsentido (al respecto, véase la conclusión de su estudio Sobre Nietzsche).
Por supuesto, esas ideas no habrían tenido demasiada importancia entre historiadores si no hubiesen trascendido el ámbito de la crítica de vanguardia. Pero algunos lectores futuros (Foucault, Deleuze) y algunos torpes encuentros con un extranjero perdido, cambiaron el rumbo de los acontecimientos. Todo debió empezar en la primavera de 1937. Cierto día, Marcel Duchamp se encontró en un café de París con Walter Benjamin. Benjamin, que acababa de escribir La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1936), se quedó fascinado con la maletita que le enseñó el autor del Gran vidrio, porque, para su sorpresa, contenía reproducciones en miniatura de todas sus obras. Entre ellas, se encontraba una ciertamente misteriosa, los Trois stoppages étalon en pequeño. Como le gustaba recordar a Duchamp, sólo se trataba de tres muestras de azar en conserva: hilos blancos lanzados sobre superficies negras fijados en sus diferentes y siempre impredecibles gestos. Por lo demás, el encuentro de Benjamin con Duchamp no habría trascendido si, al tiempo, el tristísimo alemán no hubiese entrado en contacto con un ya curtido Georges Bataille.
Este lo introdujo en los seminarios de su Collège de Sociologie (1937-1939), seminarios que debieron desempeñar un papel no lateral en el cambio de orientación de la concepción de la Historia que el propio Benjamin defenderá. Hasta este momento, Benjamin se había vinculado al materialismo de la Escuela de Frankfurt. Sin embargo, el proyecto que reorientará ahora en la Biblioteca Nacional de París en compañía de Caillois y Bataille —que, dicho sea de paso, era bibliotecario— desbordará los límites de la sociología de Frankfurt. Como es sabido, Benjamin ya había sido de los primeros en celebrar la aparición del surrealismo en Alemania considerándolo «la última instantánea de la inteligencia europea». En todo caso, lo de París ahora será definitivo. Aunque había empezado a darle forma hacia 1927, fue en esos años, entre 1937 y 1939, cuando trabajó con mayor ahínco en el Libro de los pasajes, siendo Georges Bataille el último depositario del mismo. Y, aunque otro de los miembros del Collège —Pierre Klossowski— llegase a afirmar que Benjamin los escuchaba con tanta curiosidad como consternación, no debe extrañarnos que Adorno acabase glosando el proyecto de Benjamin en los siguientes términos:
«La intención de Benjamin fue renunciar a toda interpretación manifiesta dejando surgir los significados únicamente mediante el montaje chocante del material. La filosofía no sólo debía recoger el surrealismo, sino ser surrealista ella misma. Entendía literalmente la frase de ‘dirección única’ de que las citas de sus trabajos eran como ladrones en el camino, que saltan de pronto y le arrancan al lector sus convicciones».
Las introducciones al uso del Passagenwerk suelen omitir la lectura radical de esta afirmación, limitándose a afirmar que lo que el último Benjamin pretendió fue —en palabras del propio autor— descubrir en el «pequeño momento singular el cristal del acontecer total». Sin embargo, no es esa la sensación que a uno le embarga cuando relee sin cesar sus desbordantes y por momentos inconexos fragmentos. «Renunciar a toda interpretación manifiesta dejando surgir los significados únicamente mediante el montaje chocante», había sido el objetivo de Max Ernst luego recogido por Bataille en Documents. Y el peligro de descender a ese grado de materialidad radicaba en no poder volver a ascender al ámbito de las clasificaciones y los sentidos manejables que al materialismo histórico le interesaba plantear.
LA BELLEZA EN EL ERROR
Pero lo más evidente y comentado de Documents será su propuesta de inversión de valores estéticos. Aflorará en numerosos artículos pero se incurriría en un error si se pensase que, como en la mayoría de las revistas vanguardistas, ésta se redujo a apostar por lo nuevo atacando lo viejo sin más. De hecho, por momentos Documents recordará a las publicaciones de Historia del Arte de la época, y la diferencia estribará en las interpretaciones y las mezclas.
Para empezar, es de notar que Bataille apueste por lo primitivo y lo bárbaro frente a lo clásico, así como la cantidad de páginas sobre piezas arqueológicas no canónicas que endosará. Por ejemplo, llama la atención que los torpes caballos monstruosos acuñados en las monedas de la periferia romana ganen protagonismo frente a los siempre perfectos corceles de la capital o del Ática. Y la razón de la elección es que el escritor ensalza los monstruosos animales forjados por los más torpes herreros, recordando que el cambio es lo propio de la Historia del Arte y que también la evolución animal es «simple sucesión de metamorfosis confusas» con frecuencia sin ápice de progreso (Documents, 1929: 1).
El empleo en Documents del montaje y de las fotografías desproporcionadas e irritantes también ha llamado la atención de propios y extraños. Didi-Huberman ha apuntado que con ellos se intentó «romper la regularidad de unas formas que, de otro modo, se perderían en la aburrida e inconexa politesse de cualquier Gazette des beaux-arts». Desde luego, hay momentos al hojear el resultado en que las secciones desconciertan. Por ejemplo, será frecuente que, en los micro-diccionarios descoyuntados que aparecen en varios números, los autores dejen volar su imaginación al azar. Pero lo más curioso es que el editor, lejos de limitar esas pequeñas locuras con ciertas dosis de concreción, las exalte con fotografías de jirafas, lagartos o dromedarios sin ton ni son. A eso cabe añadir monos vestidos de mujer y, sobre todo, papadas, extremidades sucias o deformes cuellos; todo como si Bataille compartiese con Leiris la idea de que «il n’y a de beauté que dans l’erreur».
Por fin, los artículos de surrealismo etnográfico romperán definitivamente el canon. Lo lograrán mediante una apuesta doble. En primer lugar, llama la atención la cantidad de páginas que Documents dedica a los pueblos y culturas africanos, americanos u oceánicos. Como ya dije, resultaría incorrecto pensar que al apostarse por esos contenidos la revista perdió unidad porque, de hecho, siempre se trataba de acercarse a lo exótico y lo periférico para extraer de ello un mensaje universal —con frecuencia relativo a la muerte—. En segundo lugar, tampoco deja de resultar sorprendente el modo en que ese surrealismo antropológico se deleita con las impurezas culturales y con los sincretismos perturbadores, pudiéndose descubrir en estas páginas lo postcolonial avant la lettre. No se trata sólo de que con frecuencia nos encontremos imágenes de Ingres cerca de otras de Miró y próximas a unas terceras sobre el Joujou [vudú]; de hecho, Marcel Griaule ridiculizará los supuestos estéticos del historiador del arte y el etnógrafo convencionales por dudar de la pureza del tambor baoulé en el que la figura tallada sostiene un rifle occidental (Documents, 1930: 1).
LA CARA DE LA BESTIA
Leer este tipo de cosas sabiendo que se escribieron hacia 1930 resulta, como poco, fascinante porque, a decir verdad, hace todavía dos días que el que firma oía cómo se discutía si la fotografía de algunas regiones periféricas de nuestra península debía abarcar aquello que, estando incorporado a la vida cotidiana, no encaja con la imagen tradicional. Como ya he dicho, tanta frescura pone de manifiesto que Documents fue una revista importante. En general, Bataille nos enseñó la senda que nos devuelve al caos y en la que perdemos toda identidad, la senda a ese nuevo nihilismo que hoy la Ciencia se ha acostumbrado a frecuentar. Quizás lo logró porque influyó en Benjamin, en Sartre y en Foucault que, a su vez, influyeron en Deleuze y en Didi-Huberman. O, quizás no, porque sobre todo nos explicó que, eso que acabo de hacer —trazar una ordenada línea de influencias que nos permite reducir lo nuevo a lo viejo—, es sencillamente un fraude.
Que, aunque cambie de nombre, el nihilismo todavía desempeña un papel en nuestro tiempo, lo ponen de manifiesto tres noticias: una referida a la Física, otra a la Biología y una última al Arte. El caso es que en Física algunos teóricos actuales piensan que, probablemente, sólo en nuestra parte de la galaxia se dan esas «constantes generales» que hacen posible la formación de la materia a gran escala, la ordenación de sistemas solares y la aparición de la vida. De hecho, van tan lejos que afirman que tales constantes son básicamente el fruto aleatorio de una explosión benéfica en un pequeño rincón de un gran caosmos letal en el que por norma no existe nada porque, a falta de condiciones, nunca nada puede arraigar. Por si cupiese duda de las ideas que se empiezan a agolpar, citemos las palabras del profesor Arkani-Hamed. A su juicio, «nos hemos limitado a seguir la teoría allá donde nos llevaba, y nos ha conducido al borde del precipicio. Y ahora debemos decidir qué hacemos. Y hay gente que ha decidido saltar. Y yo creo que los que hemos decidido hacerlo podremos ver por primera vez la verdadera cara de la bestia».
Por otro lado, en Biología, uno de los nombres más influyentes de los últimos cuarenta años, Stephen Jay Gould, igual que Bataille, reconoció en Nietzsche al gran maestro predecesor por haber adelantado lo que él mismo defendió, a saber, que en la evolución es probable que la contingencia y la alocada producción sean más importantes que la función, la selección y el avance hacia la perfección. De hecho, a juicio de Gould, incluso la aparición de nuestra especie podría deberse a la extraña suma de algunos estúpidos accidentes.
Por fin, tengo para mí que el mérito de Didi-Huberman también consiste en haber observado la Historia del Arte a la luz del nihilismo. Para lograrlo comenzó su carrera leyendo compulsivamente a Bataille. Sólo tras ello y tras dedicarle La ressemblance informe, pergeñó una teoría que consistirá en afirmar que los artistas no producen lo que producen siguiendo una línea causal. Sólo recogen sin parar y saltan sin demasiados límites hacia delante y hacia atrás. Esa es la diferencia entre el álbum y el Atlas, que en el primero el historiador conecta las obras e indica las causas y en el segundo el espíritu artístico sólo acumula, siempre desordena y no responde a nada. Por eso en sus resultados, el artista contemporáneo procede como Benjamin, que con muchos fragmentos dispersos y ciertos chocantes encuentros renuncia a las interpretaciones cerradas abriendo los significados.
Aunque apoyándose en otros datos, Bataille ya manejaba parecidos argumentos. No en vano, lo paradójico de Documents fue que logró darse un sentido ayudando a defender que no hay leyes absolutas y que nada salvo el sinsentido tiene verdadero sentido. Como a Stevenson, a Bataille le gustaba pensar en los ojos como «caramelos para caníbales». Y, quizás, cabría denominar ciencias caníbales a aquellas que parten de premisas capaces de acabar con los que las definen. Ahora bien, el sendero de la inmolación es solamente una de las opciones que el nihilismo ofreció. Una vez diluidas las leyes y los grandes sentidos, emerge un caosmos en el que resulta fácil hundirse. Pero lo cierto es que, ya sobrepuestos al embargo del abismo, entre lo viscoso también pueden vislumbrarse algunos senderos pálidos siempre inexplorados y sin duda efímeros.
Imágenes de arriba abajo: Geoffroy de Saint-Hilaire, Philosophie anatomique, 1818; Éli Lotar, de la serie Aux abattoirs de la Villette, 1929. © Centre Pompidou; portadas de los números 1 y 3 de Documents; Jacques-André Boiffard, Renée Jacobi, 1930, foto publicada en el número 8 de Documents. © Centre Pompidou; página gráfica del artículo «Figure humaine» de Bataille en Documents; «dibujo automático» de André Masson; y DNI de Georges Bataille.
Ciencias caníbales
A la memoria de Ángel González
Poco importa lo que Yve-Alain Bois haya dicho. La mejor revista del siglo XX fue francesa y se llamó Documents.
La dirigió Georges Bataille y algunos la consideran una obra maestra del periodismo cultural. Claro que lo de periodismo cultural le encaja mal porque, sin duda, Documents fue mucho más. Nacida en 1929 por obra de algunos disidentes del surrealismo bretoniano, la publicación gozó de una heterodoxa radicalidad todavía difícil de juzgar conservando hasta nuestros días el sabor del acontecimiento fatal.
Lo más llamativo es su coherencia. Las derivas sobre Picasso, el arte sumerio, el jazz americano, los dibujos de Masson, las costumbres de las Salomon, los girasoles de Van Gogh, los gánsteres de Chicago…, ¿cómo diablos se puede hablar de cosas tan distintas y conseguir esa contundencia y esa sensación?
Algunos repiten que no fue para tanto y que, por momentos, Documents se pareció a los algo anteriores Cahiers d’art. Otros la juzgan más atentos llamando la atención sobre su manera de trastocar el orden de publicaciones como la Gazette des beaux-arts. En parte, todo esto es cierto. Sin embargo, una cosa son los objetivos y otra los efectos. El que esté acostumbrado a hojear revistas sabrá que las hay de muchos tipos pero que pocas logran una sensación de conjunto que abarque sus formas y su contenido. Las revistas vanguardistas compartieron grandes lemas pero muchas se limitaron a perseguir esa conjunción sin conseguirlo. Al contrario, el efecto de Documents deslumbra y, a mi juicio, tiene centro.
Tratando de alcanzar tal éxito, a menudo los jefes de redacción hacen de hombre orquesta ocupándose hasta de los bocadillos de las viñetas. No en vano, aunque en Documents irían apareciendo textos de prometedores talentos (Leiris, Queneau, Limbour), de jóvenes etnógrafos (Rivet, Griaule, Schaeffner) o de consagrados maestros (Carl Einstein o Hans Reichenbach), la presencia de Bataille resultaría esencial. Pero, puesto que uno de los objetivos de la publicación consistió en cuestionar las taxonomías establecidas, el resultado produce el mismo impacto que algunas piezas de Xenakis. A pesar de ocuparse hasta de Ingres o Duke Ellington y a pesar de arriesgarse, ninguna página de Documents desentona, porque la sensibilidad de fondo, los contenidos generales y la parte gráfica siempre serán los mismos.
Entre los contenidos generales y más allá del arte, destacan las temáticas del azar, el caos, lo monstruoso, la herida y, sobrevolándolas, la muerte. La muerte aflora de mil formas: las fotos de cadáveres en las calles de Chicago, los cultos con cráneos de poblados africanos, el matadero de París…, todo se vuelve una excusa para enfrentarnos sin demoras a la gran alteridad. Así, como lo primario y lo informe. Al respecto, la falta de jerarquías en la parte gráfica, la decisión evidente de magnificar lo vulgar y equipararlo a lo canónico (a las grandes obras de la Historia del Arte) mediante fotos enormes de feos dedos y cosas semejantes en riguroso primer plano (de Boiffard, de Lotar…), o reproducciones de imágenes aberrantes de libros como las Nouvelles tables anatomiques (1675). Y, por lo que se refiere a la sensibilidad de fondo: la gran ruptura que supuso el surrealismo, el placer de la sorpresa que despierta lo anacrónico e inconexo, el valor de esos descoyuntados diccionarios plagados de hallazgos…
MATEMÁTICA DE LO PODRIDO
Así es como Documents adquirió finalmente consistencia: adoptando una caosmovisión tremenda que no ha dejado de desorientar a los artistas y a los pensadores de nuestro tiempo. De hecho, cuando me refiero a su caosmovisión pienso en esos nihilismos (Zapffe) que repiten sin parar el terrible mensaje luciferino: que, frente al énfasis habitual en las grandes verdades, en el fondo, nada tiene sentido.
A día de hoy incluso el sistema de navegación de mi coche parece compartirlo, pues el otro día cerca de una rotonda me espetó: «Al llegar a la rotonda gire, gire, gire…, como si no hubiese un mañana». Pero en mayo de 1929 pocos apostaban por el mismo. Frente al habitual integrismo del sentido, la revista Documents publicó un artículo, «Crisis de la causalidad», que ayudó a cambiar las cosas. Lo firmaba el físico y filósofo alemán Hans Reichenbach y, en el mismo, se empezaba aceptando el clásico determinismo científico de Laplace para, a continuación, introducir los hallazgos de Heisenberg y la Física subatómica. Su conclusión resultaba desconcertante para la ciencia tradicional porque venía a defender que el grado de variabilidad en el nivel de las partículas era tal que incluso el observador cambiaba lo observado y que, en este sentido, el científico del futuro sólo podría apostar por el cálculo de probabilidades.
Lo que Reichenbach sugería era que la Física futura estaría obligada a aceptar, no lo indeterminado, pero sí lo indeterminable. Por supuesto, los surrealistas aplicaron la idea a todas las escalas. Si cada micro-acontecimiento resultaba impredecible y las normas debían sustituirse por las probabilidades, el viejo Jarry llevaba razón y la ciencia de las leyes debía ceder su lugar a la ciencia de las excepciones. A Duchamp y a Breton les fascinaba el ideario de ese tipo bajito (Jarry) que andaba en bicicleta por París con una enorme pistola. De ahí que no nos extrañe que también los surrealistas más jóvenes repitiesen las mismas chorradas algunos años más tarde. Al respecto, un habitual de Documents, Michel Leiris, sostendría que «no hay más ciencia que la de lo particular».
Aunque no fuese del todo correcta, la lectura que extrajeron de las tesis de Heisenberg fue que al mundo subatómico que a todo subyace no cabía buscarle norma. Quizás por eso el sol, que con su fuego representa el retorno de todas las cosas a su estado atómico, pasará a ser para Bataille lo podrido. No cabe duda que su luz siempre deslumbra. Sin embargo, en la poesía y en la ciencia clásicas suele remitir a la «elevación del espíritu» y a la «serenidad matemática». En cambio, el director de Documents nos recuerda que si lo miramos fijamente podemos rozar la locura al tiempo que percibimos lo poco que razona. En ese momento,
«ya no es la producción la que aparece sino el desecho, es decir la combustión, muy bien expresada, psicológicamente, por el horror que se desprende de una lámpara de arco en incandescencia […]. Del mismo modo que el sol precedente —el que no se mira— es perfectamente bello, el que se mira puede ser considerado como horriblemente feo» (Documents, 1930: 3).
Primera lección del nihilismo de Documents: que al tiempo que con la cuántica dejamos la senda de los Eternos Sentidos, pensamos el viejo sol de los matemáticos como nuevo infierno de lo podrido.
MÁS TERATOLOGÍA Y MENOS UTILITARISMO
Una idea parecida emerge de los artículos de la revista referidos a la Biología. En ellos, no sólo nos encontramos con el mensaje del darwinismo invertido —con esa extraña fe en lo regresivo expresada mediante imágenes que se demoran en los animales y en nuestro brutal parecido—, sino con todo un discurso sobre lo orgánico que ya no tiene nada que ver, ni con Spencer, ni con el utilitarismo. Porque el darwinismo teñido de utilitarismo solía insistir en dos cosas. La primera, que cada órgano posee una función clara y que todo en los cuerpos vivos tiene sentido. Y, segunda, que cada especie actual es fruto de la selección natural y, por tanto, la mejor y la más apta dentro de su nicho ecológico. Al contrario, el nihilismo batailleano mostrará de mil maneras que lo propio de la vida no es ni ascender a lo perfecto de la Idea, ni acertar constantemente con lo mejor y lo más apto.
De hecho, en la vida hay dos elementos fundamentales que todo lo alteran: uno, la producción incesante y hasta loca de bacterias, carnes y malezas, y, dos, esa inesperada multiplicación de contingencia que surge de la absurda mezcla de todas ellas.
Sobre la producción incesante de vida, Bataille escribirá un artículo fundamental (Documents, 1930: 3). En él se opondrá a los resultados sugeridos por las investigaciones del eugenista Galton, primo de Darwin, según los cuales bajo la forma de los individuos aislados siempre parece esconderse un canon. En el fondo, apunta Bataille, cada espécimen es una desviación de la norma, un descenso a lo informe y al cuerpo sin órganos. Siguiendo a Geoffroy de Saint-Hilaire, lo que el pornógrafo sugerirá suena parecido a lo que poco antes planteó el biólogo W. Bateson: que lejos de lo gradual y lo estandarizado la evolución de las especies se debe al nacimiento fatal de más de una monstruosidad. Así pues, el engendro como motor de eventos y la Teratología como ciencia del cambio.
Por otro lado, para el tema de la contingencia no cabe duda que Bataille debió tener muy presente a su amado Nietzsche. Da lo mismo cuál fuese el origen de un órgano corporal, recordaba el alemán en La genealogía de la moral (II, 12), pues probablemente lo que quede de él ya no tenga nada que ver con el uso que ahora el cuerpo le da. La secuencia de las nuevas utilidades de los órganos que mutan casi se sucede al azar, al igual que la secuencia de las pequeñas y casuales causas que intervienen en su aparición o desaparición. Lo mismo puede decir se la aparición y desaparición de especies. Pongamos un ejemplo: si la clave de la evolución sólo fuese la selección, el demonio de Tasmania no estaría ahora abocado a la extinción porque, comparando su organismo con el de otras especies, se trata del animal mejor dotado en la isla para ocupar su nicho. Problema: entra en escena cierta mutación degenerativa o cierto nuevo virus y todo lo demás pasa a un segundo plano. De hecho, a día de hoy, si no fuese por los científicos, la Tierra se quedaría sin demonios de Tasmania. En este sentido, resulta hasta ridículo describir la evolución exclusivamente en términos de progreso y selección.
Como digo, Bataille fue un gran lector de Nietzsche, al que acabará dedicando un libro. Por eso desde joven pudo concebir ese bajo-materialismo de la no-identidad presentado en Documents ante el escandalizado público. A partir de él, lo infinito ya no será claridad solar y perfección funcional, sino sucio barro e hibridación fatal; el cosmos no será cosmos o precisión universal, sino puro caosmos y multiverso visceral; y el inquieto animal, no cuerpo orgánico o máquina eficaz, sino puro amasijo de vísceras sangrientas e impulso violento lanzado sin pensar. Mientras, a lo humano y lo divino sólo les quedará bajar, hasta el punto de que en el apartado «Animales salvajes» incluido en el artículo «Metamorfosis», Bataille sostendrá que «en cada hombre hay un animal encerrado» y que de ahí viene la obsesión por la metamorfosis como retorno a esos estados. Pero, además, dirigirá su evolucionismo hacia los derroteros del azar constatados por el propio Darwin. Esos saltos carentes de sentido que se dan con cada monstruoso nacimiento constituyen la segunda lección del nihilismo, pues describen el movimiento por excelencia de lo Informe, movimiento en el que hasta el cuerpo humano acaba perdiendo su canon para recordar al simple escupitajo o a las contorsiones de un pululante gusano (Documents, 1929: 6; 1930: 1 y 2).
UNA HISTORIA A-CAUSAL
Por otro lado, en las páginas de Documents también serán frecuentes las manifestaciones contra la aplicación excesiva de la causalidad a la Historia. Ni que decir tiene que los argumentos diferirán mucho de los liberales. Según estos, a las acciones humanas no convenía aplicarles los principios deterministas porque en último término los humanos adultos no somos inducidos sino que siempre decidimos. Frente a los liberales, los redactores de Documents no lo tenían tan claro. En principio, la mezcla del determinismo social de Marx y del determinismo biológico de Darwin y Freud los alejaba de ese idealismo según el cual cada humano da forma a su propio destino. Pero, por otro lado, estaban Nietzsche, Heisenberg, las vanguardias y la Revolución rusa. De hecho, al conocer de cerca las batallas emprendidas por Picasso, Picabia o Breton y al quedarse fascinados con la fuerza leninista, los autores de Documents caerán en la cuenta del enorme poder de la contingencia y la destrucción.
A veces lo que ocurre sólo tiene como causa un muy puntual y regresivo rapto de violencia. Por ejemplo, Carl Einstein dedica un artículo de Documents (1929: 2) al artista André Masson planteando que su obra es anacrónica y «a-causal», que no cabe estudiarla siguiendo ninguna determinación perceptiva o cultural, sino como arte no mimético y fuerza equiparable a todo eso totémico que funde lo humano y lo animal. Por otro lado, será Bataille el que en una reseña hable del arte rupestre para concluir que es un error ver en él un frenesí hacia la mímesis y la representación, pues en la mayor parte de los casos se trata de marcar terreno y de pura destrucción. Como en los juegos de niños, lo que rompo lo rompo simplemente porque puedo (Documents, 1930: 2).
Pero, en otras ocasiones, lo que pasa ni siquiera tiene que ver con la violencia. Vivimos en un mundo inmundo porque en él prácticamente todo puede o no puede ser, y de esto nos hablan algunos artículos de arte de Documents. El mismo Carl Einstein dedica uno a explicar cuan desfasados resultan a la altura de 1930 los famosos collages, sin dejar por ello de mostrar el papel corrosivo que habían jugado años atrás. Al fin y al cabo, Picasso, Max Ernst y compañía los habían utilizado para liberar el arte de toda determinación, dotando a simples papiers collés del «rôle destructeur des acides» (Documents, 1930: 4). Mientras, el bajo-materialismo de Bataille nos informará de lo mismo pero pasando del arte a la vida. En nuestro mundo todo es inmundo y nada, salvo la nada, tiene verdadero sentido. De ahí que el sentido sólo se alcance en las proximidades del sinsentido (al respecto, véase la conclusión de su estudio Sobre Nietzsche).
Por supuesto, esas ideas no habrían tenido demasiada importancia entre historiadores si no hubiesen trascendido el ámbito de la crítica de vanguardia. Pero algunos lectores futuros (Foucault, Deleuze) y algunos torpes encuentros con un extranjero perdido, cambiaron el rumbo de los acontecimientos. Todo debió empezar en la primavera de 1937. Cierto día, Marcel Duchamp se encontró en un café de París con Walter Benjamin. Benjamin, que acababa de escribir La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1936), se quedó fascinado con la maletita que le enseñó el autor del Gran vidrio, porque, para su sorpresa, contenía reproducciones en miniatura de todas sus obras. Entre ellas, se encontraba una ciertamente misteriosa, los Trois stoppages étalon en pequeño. Como le gustaba recordar a Duchamp, sólo se trataba de tres muestras de azar en conserva: hilos blancos lanzados sobre superficies negras fijados en sus diferentes y siempre impredecibles gestos. Por lo demás, el encuentro de Benjamin con Duchamp no habría trascendido si, al tiempo, el tristísimo alemán no hubiese entrado en contacto con un ya curtido Georges Bataille.
Este lo introdujo en los seminarios de su Collège de Sociologie (1937-1939), seminarios que debieron desempeñar un papel no lateral en el cambio de orientación de la concepción de la Historia que el propio Benjamin defenderá. Hasta este momento, Benjamin se había vinculado al materialismo de la Escuela de Frankfurt. Sin embargo, el proyecto que reorientará ahora en la Biblioteca Nacional de París en compañía de Caillois y Bataille —que, dicho sea de paso, era bibliotecario— desbordará los límites de la sociología de Frankfurt. Como es sabido, Benjamin ya había sido de los primeros en celebrar la aparición del surrealismo en Alemania considerándolo «la última instantánea de la inteligencia europea». En todo caso, lo de París ahora será definitivo. Aunque había empezado a darle forma hacia 1927, fue en esos años, entre 1937 y 1939, cuando trabajó con mayor ahínco en el Libro de los pasajes, siendo Georges Bataille el último depositario del mismo. Y, aunque otro de los miembros del Collège —Pierre Klossowski— llegase a afirmar que Benjamin los escuchaba con tanta curiosidad como consternación, no debe extrañarnos que Adorno acabase glosando el proyecto de Benjamin en los siguientes términos:
«La intención de Benjamin fue renunciar a toda interpretación manifiesta dejando surgir los significados únicamente mediante el montaje chocante del material. La filosofía no sólo debía recoger el surrealismo, sino ser surrealista ella misma. Entendía literalmente la frase de ‘dirección única’ de que las citas de sus trabajos eran como ladrones en el camino, que saltan de pronto y le arrancan al lector sus convicciones».
Las introducciones al uso del Passagenwerk suelen omitir la lectura radical de esta afirmación, limitándose a afirmar que lo que el último Benjamin pretendió fue —en palabras del propio autor— descubrir en el «pequeño momento singular el cristal del acontecer total». Sin embargo, no es esa la sensación que a uno le embarga cuando relee sin cesar sus desbordantes y por momentos inconexos fragmentos. «Renunciar a toda interpretación manifiesta dejando surgir los significados únicamente mediante el montaje chocante», había sido el objetivo de Max Ernst luego recogido por Bataille en Documents. Y el peligro de descender a ese grado de materialidad radicaba en no poder volver a ascender al ámbito de las clasificaciones y los sentidos manejables que al materialismo histórico le interesaba plantear.
LA BELLEZA EN EL ERROR
Pero lo más evidente y comentado de Documents será su propuesta de inversión de valores estéticos. Aflorará en numerosos artículos pero se incurriría en un error si se pensase que, como en la mayoría de las revistas vanguardistas, ésta se redujo a apostar por lo nuevo atacando lo viejo sin más. De hecho, por momentos Documents recordará a las publicaciones de Historia del Arte de la época, y la diferencia estribará en las interpretaciones y las mezclas.
Para empezar, es de notar que Bataille apueste por lo primitivo y lo bárbaro frente a lo clásico, así como la cantidad de páginas sobre piezas arqueológicas no canónicas que endosará. Por ejemplo, llama la atención que los torpes caballos monstruosos acuñados en las monedas de la periferia romana ganen protagonismo frente a los siempre perfectos corceles de la capital o del Ática. Y la razón de la elección es que el escritor ensalza los monstruosos animales forjados por los más torpes herreros, recordando que el cambio es lo propio de la Historia del Arte y que también la evolución animal es «simple sucesión de metamorfosis confusas» con frecuencia sin ápice de progreso (Documents, 1929: 1).
El empleo en Documents del montaje y de las fotografías desproporcionadas e irritantes también ha llamado la atención de propios y extraños. Didi-Huberman ha apuntado que con ellos se intentó «romper la regularidad de unas formas que, de otro modo, se perderían en la aburrida e inconexa politesse de cualquier Gazette des beaux-arts». Desde luego, hay momentos al hojear el resultado en que las secciones desconciertan. Por ejemplo, será frecuente que, en los micro-diccionarios descoyuntados que aparecen en varios números, los autores dejen volar su imaginación al azar. Pero lo más curioso es que el editor, lejos de limitar esas pequeñas locuras con ciertas dosis de concreción, las exalte con fotografías de jirafas, lagartos o dromedarios sin ton ni son. A eso cabe añadir monos vestidos de mujer y, sobre todo, papadas, extremidades sucias o deformes cuellos; todo como si Bataille compartiese con Leiris la idea de que «il n’y a de beauté que dans l’erreur».
Por fin, los artículos de surrealismo etnográfico romperán definitivamente el canon. Lo lograrán mediante una apuesta doble. En primer lugar, llama la atención la cantidad de páginas que Documents dedica a los pueblos y culturas africanos, americanos u oceánicos. Como ya dije, resultaría incorrecto pensar que al apostarse por esos contenidos la revista perdió unidad porque, de hecho, siempre se trataba de acercarse a lo exótico y lo periférico para extraer de ello un mensaje universal —con frecuencia relativo a la muerte—. En segundo lugar, tampoco deja de resultar sorprendente el modo en que ese surrealismo antropológico se deleita con las impurezas culturales y con los sincretismos perturbadores, pudiéndose descubrir en estas páginas lo postcolonial avant la lettre. No se trata sólo de que con frecuencia nos encontremos imágenes de Ingres cerca de otras de Miró y próximas a unas terceras sobre el Joujou [vudú]; de hecho, Marcel Griaule ridiculizará los supuestos estéticos del historiador del arte y el etnógrafo convencionales por dudar de la pureza del tambor baoulé en el que la figura tallada sostiene un rifle occidental (Documents, 1930: 1).
LA CARA DE LA BESTIA
Leer este tipo de cosas sabiendo que se escribieron hacia 1930 resulta, como poco, fascinante porque, a decir verdad, hace todavía dos días que el que firma oía cómo se discutía si la fotografía de algunas regiones periféricas de nuestra península debía abarcar aquello que, estando incorporado a la vida cotidiana, no encaja con la imagen tradicional. Como ya he dicho, tanta frescura pone de manifiesto que Documents fue una revista importante. En general, Bataille nos enseñó la senda que nos devuelve al caos y en la que perdemos toda identidad, la senda a ese nuevo nihilismo que hoy la Ciencia se ha acostumbrado a frecuentar. Quizás lo logró porque influyó en Benjamin, en Sartre y en Foucault que, a su vez, influyeron en Deleuze y en Didi-Huberman. O, quizás no, porque sobre todo nos explicó que, eso que acabo de hacer —trazar una ordenada línea de influencias que nos permite reducir lo nuevo a lo viejo—, es sencillamente un fraude.
Que, aunque cambie de nombre, el nihilismo todavía desempeña un papel en nuestro tiempo, lo ponen de manifiesto tres noticias: una referida a la Física, otra a la Biología y una última al Arte. El caso es que en Física algunos teóricos actuales piensan que, probablemente, sólo en nuestra parte de la galaxia se dan esas «constantes generales» que hacen posible la formación de la materia a gran escala, la ordenación de sistemas solares y la aparición de la vida. De hecho, van tan lejos que afirman que tales constantes son básicamente el fruto aleatorio de una explosión benéfica en un pequeño rincón de un gran caosmos letal en el que por norma no existe nada porque, a falta de condiciones, nunca nada puede arraigar. Por si cupiese duda de las ideas que se empiezan a agolpar, citemos las palabras del profesor Arkani-Hamed. A su juicio, «nos hemos limitado a seguir la teoría allá donde nos llevaba, y nos ha conducido al borde del precipicio. Y ahora debemos decidir qué hacemos. Y hay gente que ha decidido saltar. Y yo creo que los que hemos decidido hacerlo podremos ver por primera vez la verdadera cara de la bestia».
Por otro lado, en Biología, uno de los nombres más influyentes de los últimos cuarenta años, Stephen Jay Gould, igual que Bataille, reconoció en Nietzsche al gran maestro predecesor por haber adelantado lo que él mismo defendió, a saber, que en la evolución es probable que la contingencia y la alocada producción sean más importantes que la función, la selección y el avance hacia la perfección. De hecho, a juicio de Gould, incluso la aparición de nuestra especie podría deberse a la extraña suma de algunos estúpidos accidentes.
Por fin, tengo para mí que el mérito de Didi-Huberman también consiste en haber observado la Historia del Arte a la luz del nihilismo. Para lograrlo comenzó su carrera leyendo compulsivamente a Bataille. Sólo tras ello y tras dedicarle La ressemblance informe, pergeñó una teoría que consistirá en afirmar que los artistas no producen lo que producen siguiendo una línea causal. Sólo recogen sin parar y saltan sin demasiados límites hacia delante y hacia atrás. Esa es la diferencia entre el álbum y el Atlas, que en el primero el historiador conecta las obras e indica las causas y en el segundo el espíritu artístico sólo acumula, siempre desordena y no responde a nada. Por eso en sus resultados, el artista contemporáneo procede como Benjamin, que con muchos fragmentos dispersos y ciertos chocantes encuentros renuncia a las interpretaciones cerradas abriendo los significados.
Aunque apoyándose en otros datos, Bataille ya manejaba parecidos argumentos. No en vano, lo paradójico de Documents fue que logró darse un sentido ayudando a defender que no hay leyes absolutas y que nada salvo el sinsentido tiene verdadero sentido. Como a Stevenson, a Bataille le gustaba pensar en los ojos como «caramelos para caníbales». Y, quizás, cabría denominar ciencias caníbales a aquellas que parten de premisas capaces de acabar con los que las definen. Ahora bien, el sendero de la inmolación es solamente una de las opciones que el nihilismo ofreció. Una vez diluidas las leyes y los grandes sentidos, emerge un caosmos en el que resulta fácil hundirse. Pero lo cierto es que, ya sobrepuestos al embargo del abismo, entre lo viscoso también pueden vislumbrarse algunos senderos pálidos siempre inexplorados y sin duda efímeros.
Imágenes de arriba abajo: Geoffroy de Saint-Hilaire, Philosophie anatomique, 1818; Éli Lotar, de la serie Aux abattoirs de la Villette, 1929. © Centre Pompidou; portadas de los números 1 y 3 de Documents; Jacques-André Boiffard, Renée Jacobi, 1930, foto publicada en el número 8 de Documents. © Centre Pompidou; página gráfica del artículo «Figure humaine» de Bataille en Documents; «dibujo automático» de André Masson; y DNI de Georges Bataille.