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Chichita convulsa

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Para Félix González

He debido de llegar al punto que me pregunto por el sentido de las cosas que siempre han estado ahí, o como si lo hubieran estado o como si, en cualquier caso, diese lo mismo, no hubiese importado ni parezca que vaya a importar nunca (que lo hayan estado, o no, y por qué). Me quedo mirando el televisor (el televisor está para eso): en la pantalla un videoclip musical (redundancia), y lo que de verdad redunda ante mis ojos –en mis ojos o en su extensión mental–, son unos culos, unas tetas, unos culos, unas tetas. Chichita convulsa, lo llamo yo.

Cuál es el objeto de la chichita convulsa, qué es lo que dice la chichita convulsa. Me siento como un bebé. No sé por qué me siento como un bebé.

El plano “salta” y un culo, el plano “salta” y tetas y trompetas.

No es este un tema acerca del cual se suela hablar en los suplementos culturales o en las columnas de opinión. Lo sé. Hay como un consenso. Quizá el consenso tácito, no explicitado, de no cuestionar lo que da dinero (a menos que cuestionarlo dé más dinero todavía). Si es industria, si funciona, si hay a quien le guste, si es del gusto de una mayoría o de la suficiente cantidad de gente como para ser negocio... En el videoclip, ellos también lucen abdominales, depilados pectorales, tatuados bíceps, y los sacuden. Chichita convulsa... Por supuesto que el tema musical, la letra, en combinación con las imágenes, arroja un vergonzoso (impropio de estos tiempos, se diría) mensaje machista, aunque no será eso lo que me ocupe. Para qué. Es tan obvio. Eso ya está.

Los tipos exhiben joyones de oro sobre el pecho, reloj de marca en la muñeca y peinado de diseño sobre la frente. Los coches que circulan por la pantalla son “lo último” de lo “más”. Y bailan, todos bailan. Y tetas, y culos con los tambores, y tetas en los agudos; apuntando ambos (tetas y agudos) hacia arriba. Menudos “castings” han debido de “echar” haciendo el vídeo clip, unos y otras.

Pero la chicha convulsa, hay que reconocerlo, no hace daño a nadie. Ellos y ellas se han metido ahí solitos, nadie los ha obligado. Tampoco parece que vaya a hacer daño a quien lo mira. A mí, desde luego, no. La chicha convulsa es hipnótica. Se hace mirar, mola. Desde Madonna, no hay cantante que no cante en braguitas. Al set de rodaje llegarán vestidas –alguna, seguro, hasta con jersey de cuello alto–, pero a la hora de trabajar, bikini, bragas, sujetador, corpiño, liguero, transparencias. Y chichita convulsa. Todo muy normal. Ellos también, casi. Y no importa, las cosas son así, y ya está. Por qué, porque así son las cosas, porque así se hacen las cosas. No hay cuestionamiento posible porque así es. “El sexo vende”, dice el más crítico, y se encoge de hombros. Para qué profundizar en algo que gusta, funciona, y, por lo demás, no parece atesorar mayor profundidad. No querrás convertirte en un aguafiestas, ¿no? No serás uno de esos viejunos que se escandalizan por cualquier cosa, o uno de esos gruñones que a todo le ven el fallo menos a sí mismos, pero luego no hacen nada, nada de nada. No serás el que se la coge con papel de fumar. No serás “feminista”. Si no te gusta, no lo veas. Nadie te obliga.

Ya, ya.

Pero me sigo sintiendo como un bebé. Ay.

¿Me sentiría como un bebé visionando los videoclips de los pioneros, Elvis Presley, The Beatles, ABBA, Queen, Mecano, Michael Jackson?

Semejante espectáculo de chicha convulsa (no sé a ustedes) no me excita. Recreo la vista y me acabo sintiendo como un bebé. Qué es lo que realmente me está diciendo este videoclip. Y por qué funciona, en verdad, más allá de que seamos todos unos salidos. ¿De verdad lo somos?

Si me fijo mucho me doy cuenta de que ellas están diciendo, todo el tiempo, con cada uno de sus vaivenes y caderazos, que a ellas se lo dan todo porque sí, porque ellas lo valen: porque su culo, porque sus tetas, porque sus labios y su forma distante de mirar. No hay nada de lo que deban preocuparse. Tienen éxito. Se encuentran en el videoclip. Eso va a ser así para siempre. Ellos, por su parte, tienen todo lo que pudieran desear: mujeres bonitas, coches espectaculares, un entorno de lujo... Y, lo mejor de todo es que, en efecto, también en su caso es porque ellos lo valen, porque sí, por molones y, aparente  o previsiblemente, nunca jamás dejará de ser así, porque siempre molarán y siempre se lo darán, todo. Mira cómo me muevo, mami, con estos pectorales nada se me puede resistir. Por eso su desdén “posturero”. Mira qué bíceps, mira qué tattoo, mira qué culo de tiarrón. Mira, mira, mira. Todo el mundo me mira. Y me lo dan. Y me lo dan. Siempre me lo dan. Lo que yo quiera.

En última instancia no parece que sea el sexo, la exhibición sensual o sexual, lo que realmente está vendiendo el artificio videoclipero. Es otra cosa.

Veamos:

El bebé (vuelvo al bebé) sale de su madre, toda una proeza de ambos, aunque el bebé no conoce más que la propia proeza, salir –desde lugar tan confortable– al vacío del mundo. Pero enseguida aparece una mano que lo lleva al pecho, qué está rico y lo consuela. Lechita calentita como llovida del cielo, sin que él (el bebito o la bebita) tenga que hacer nada. Enseguida se da cuenta: no tiene más que llorar un poco y aparece lo que necesite. La primera etapa de  la vida es el colmo del narcisismo. Todo se nos da porque sí. La más pura inmadurez sería eso, ese narcisismo de me lo dan porque yo lo valgo, según Freud. Y estos zagalotes y estas zagalotas de los videoclips están en eso.

En cuestión de madurez de las personas, el psicólogo estadounidense Lawrence Kohlberg (1927−1987), discípulo de Piaget, expuso lo que llamó “Etapas del desarrollo moral”. Grosso modo, las etapas serían tres. La primera  empieza allí donde hemos relatado y la denominó “etapa preconvencional”. La segunda, “etapa convencional”, es aquella en la que se encontraría la mayor parte de la humanidad, y muy pocos serían los que alcanzarían un estadio mayor de madurez moral, la “etapa postconvencional”. Se supone que deberíamos intentar ser –moralmente– cada vez más maduros, romper las ataduras de un pensamiento y unos gustos y unos hábitos convencionales, regidos por normas que nos llegan más o menos impuestas desde fuera, para acabar siendo (tras una etapa de rebeldía, de ruptura indispensable) completamente autónomos, capaces de tomar nosotros mismo nuestras propias decisiones morales, sin que nadie nos diga nada. Pero esto sucede en escasas ocasiones, y, muchas veces, es posible que alguien que se encuentre en una etapa de madurez, años después, se encuentre en una etapa anterior. ¿Como los zagalotes y las zagalotas que consumen estos videoclips? No resulta sencillo que muchas personas pasen decididamente a la etapa de mayor madurez porque puede requerir que se rebelen contra todo lo que les viene dado, dicho, ordenado, sugerido, impuesto desde fuera, lo trituren en la licuadora junto con el cadáver del padre y respiren aliviados, ahora sí, capaces de pensar por sí mismos, y generalmente la norma pesa y nos aplasta y sume en la mediocridad de lo convencional.

Estos tíos y estas tías con edad para encontrarse, como mínimo, en una “etapa convencional” de su madurez moral, parecen estar haciendo su pequeña revolución, liberación, demolición de las convenciones –mírame, soy sexi–, pero de un modo que no es tal, porque lo único que reivindican es que a ellos se lo dan porque lo valen, y, por lo tanto, más bien regresan, en regresión moral, a sus cunas y sonajeros. Mírame, soy procaz pero te gusto, mírame, mírame, mírame, me muestro arrogante pero te atraigo y me lo das. Dámelo, mami, dicen ellos. Dámelo, papi, dicen ellas. Algunas letras de las canciones y rapeos podrían atesorar un doble sentido involuntario (o subconsciente) cuando, refiriéndose a sus parejas, sin embargo, llaman ridículamente a “mami” y a “papi”.

Como expresión cultural dirigida a una masa de jóvenes, y consumida por esta, en competencia con otras expresiones culturales, en vez de contribuir a la maduración de las personas (que es lo que suele hacer la Cultura), en vez de ofrecerles herramientas para vislumbrar cómo ser cada vez menos convencionales, los sume en la convencionalidad narcisista de hoy, los retrotrae a la infancia, rebela y revela su inmadurez. Y así sucede con otras muchas  manifestaciones culturales que se dirigen a públicos masivos, que son negocio (y, por lo tanto, respetados y poco o nada cuestionados), como es el caso de ciertas películas de la cartelera, el bestsellerismo de fórmula comercial, la literatura de autoayuda o una gran proporción de los productos televisivos. Proselitismo de la inmadurez.

Conseguir ser la mejor expresión de uno mismo debiera, quizás, ser importante para nosotros, pero lo cool hoy es convertirnos en perfectos narcisos del montón, encantados de serlo, henchidos de convencionalidad y sin aspiración a nada más. El mercado es complaciente con los que no son excepcionales. Es propiedad de la expresión artística la de movernos el intelecto y las emociones para madurar. Sólo los hambrientos de excepcionalidad están dispuestos, normalmente, a consumir las expresiones artísticas, una minoría.

Una buena diferencia entre expresión artística y creatividad: la creatividad es algo muy corriente, podemos ser muy creativos sin salir de la convencionalidad. La creatividad (convencional) nos deja exactamente donde estábamos. Y la chichita convulsa, ya sabemos, es de chupete y babi.

 

Las imágenes están extraídas del vídeo de Work (feat. Drake) de Rihanna, reproducido al final.