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Blues del Eurokid
Sabían quiénes éramos porque nuestra apariencia era menos premeditada que la de nuestros congéneres nativos. Me refiero a antes de que abriéramos la boca, claro, porque entonces resultaba muy fácil identificarnos. Aunque nosotros aún fuéramos insensibles a la compleja clasificación de estratos y sustratos sociales según el modo de hablar a la que ellos sí estaban sujetos. El sistema de clases continúa vigente en la sociedad británica y su principal determinante es la lengua. El acento con el que alguien habla no sólo indica su procedencia geográfica, también señala su clase social.
Pero estoy hablando de los noventa, en Londres, en una facultad de Bellas Artes, cuando a los europeos se nos contemplaba con ese interés afable que despierta lo moderadamente exótico. Hablar con acento extranjero era tener la carta del joker, un permiso para funcionar en ‘modo oyente’ (sin juicios ni exámenes), o como diría un buen británico, la mejor manera de comerse el pastel y, al mismo tiempo, guardarlo para más tarde.
Representábamos una novedad tolerable. Además, los estudiantes de la Unión Europea no éramos como aquellos niños ricos de ultramar con padres en Japón o en New Hampshire que habían pagado un pastizal por la matrícula en una universidad europea.
No ser ricos nos hermanaba con los británicos y, aunque a los escandinavos pudientes se les viera un poco el plumero, lo que les distanciaba económicamente de sus anfitriones, quedaba compensado por un alto nivel de inglés.
Griegos, españoles, franceses o noruegos. En la sala de fumadores de la cafetería, el espacio más frecuentado de la universidad, nos comunicábamos mejor o peor, pero todos compartíamos un claro cometido. Pasarlo bien, pasarlo lo mejor posible, juntos y revueltos.
Más tarde, fue una amiga de padres portugueses pero nacida en el Reino Unido quien me explicó las sutilezas del término ‘euro-kid’, una expresión que le había oído emplear alguna vez para referirse a nosotros, los estudiantes europeos.
Sería absurdo atribuirle a una anécdota universitaria la categoría de ‘germen del antieuropeísmo’ (ni siquiera creo que el uso de la expresión, levemente despectiva, fuera extensivo), pero esa distancia ya estaba allí, antes de las migraciones masivas de jóvenes comunitarios. Y también es curioso que ya englobara a todas las nacionalidades continentales de la UE. Creíamos que molábamos, pero en realidad nuestros gustos musicales, nuestros cortes de pelo y nuestros armarios estaban un poco desfasados.
Aquellos afables y sumamente educados compañeros británicos ya contemplaban la otra orilla del Canal de la Mancha con cierto engreimiento, con un complejo de superioridad tan innato en ellos que lo ejercitaban de modo absolutamente desapasionado.
Así que, quizás, las apreciaciones más ofensivas que van arrojando los defensores del Brexit no deberían haberme sorprendido tanto. Pero su crescendo altamente inflamable me ha pillado desprevenida, pulverizando la noción de que vivo en una sociedad tolerante, moderada y progresista.
El hecho de que personajes como Nigel Farage se hayan convertido en interlocutores aceptables y frecuenten en los platós de televisión ya es motivo de alarma. Su personaje carece de esa contención un poco frígida que siempre he admirado tanto, que hace que los ingleses sean capaces de defender cualquier punto de vista con absoluta dignidad por irracional que pueda parecer.
De pronto, oigo que mi presencia en este país se ha convertido en una amenaza para su prosperidad, una carga inasumible para los que han nacido aquí (aunque hayan pagado muchos menos impuestos). La verborrea tóxica contra la inmigración europea ni siquiera se molesta en disimular un claro tinte xenófobo y se puede saborear a gusto, viendo la tele con una taza de PG tips.
Recuerdo a un estudiante de la uni que no hablaba con nadie. Apenas se relacionaba y no hizo un solo amigo durante los tres años del grado. Ni siquiera sabíamos cómo se llamaba y al fin, en la fiesta de graduación, nos decidimos a hablar con él y preguntarle de dónde era: “Soy rumano, vengo de Transilvania”, nos contestó perfectamente serio. Tenía intención de regresar a los Cárpatos inmediatamente. Iba a ahorrarse una desilusión lenta… Una de esas decepciones crudas, de efecto retardado.
Fotografía de la © BritishSpanish Society.
Blues del Eurokid
Sabían quiénes éramos porque nuestra apariencia era menos premeditada que la de nuestros congéneres nativos. Me refiero a antes de que abriéramos la boca, claro, porque entonces resultaba muy fácil identificarnos. Aunque nosotros aún fuéramos insensibles a la compleja clasificación de estratos y sustratos sociales según el modo de hablar a la que ellos sí estaban sujetos. El sistema de clases continúa vigente en la sociedad británica y su principal determinante es la lengua. El acento con el que alguien habla no sólo indica su procedencia geográfica, también señala su clase social.
Pero estoy hablando de los noventa, en Londres, en una facultad de Bellas Artes, cuando a los europeos se nos contemplaba con ese interés afable que despierta lo moderadamente exótico. Hablar con acento extranjero era tener la carta del joker, un permiso para funcionar en ‘modo oyente’ (sin juicios ni exámenes), o como diría un buen británico, la mejor manera de comerse el pastel y, al mismo tiempo, guardarlo para más tarde.
Representábamos una novedad tolerable. Además, los estudiantes de la Unión Europea no éramos como aquellos niños ricos de ultramar con padres en Japón o en New Hampshire que habían pagado un pastizal por la matrícula en una universidad europea.
No ser ricos nos hermanaba con los británicos y, aunque a los escandinavos pudientes se les viera un poco el plumero, lo que les distanciaba económicamente de sus anfitriones, quedaba compensado por un alto nivel de inglés.
Griegos, españoles, franceses o noruegos. En la sala de fumadores de la cafetería, el espacio más frecuentado de la universidad, nos comunicábamos mejor o peor, pero todos compartíamos un claro cometido. Pasarlo bien, pasarlo lo mejor posible, juntos y revueltos.
Más tarde, fue una amiga de padres portugueses pero nacida en el Reino Unido quien me explicó las sutilezas del término ‘euro-kid’, una expresión que le había oído emplear alguna vez para referirse a nosotros, los estudiantes europeos.
Sería absurdo atribuirle a una anécdota universitaria la categoría de ‘germen del antieuropeísmo’ (ni siquiera creo que el uso de la expresión, levemente despectiva, fuera extensivo), pero esa distancia ya estaba allí, antes de las migraciones masivas de jóvenes comunitarios. Y también es curioso que ya englobara a todas las nacionalidades continentales de la UE. Creíamos que molábamos, pero en realidad nuestros gustos musicales, nuestros cortes de pelo y nuestros armarios estaban un poco desfasados.
Aquellos afables y sumamente educados compañeros británicos ya contemplaban la otra orilla del Canal de la Mancha con cierto engreimiento, con un complejo de superioridad tan innato en ellos que lo ejercitaban de modo absolutamente desapasionado.
Así que, quizás, las apreciaciones más ofensivas que van arrojando los defensores del Brexit no deberían haberme sorprendido tanto. Pero su crescendo altamente inflamable me ha pillado desprevenida, pulverizando la noción de que vivo en una sociedad tolerante, moderada y progresista.
El hecho de que personajes como Nigel Farage se hayan convertido en interlocutores aceptables y frecuenten en los platós de televisión ya es motivo de alarma. Su personaje carece de esa contención un poco frígida que siempre he admirado tanto, que hace que los ingleses sean capaces de defender cualquier punto de vista con absoluta dignidad por irracional que pueda parecer.
De pronto, oigo que mi presencia en este país se ha convertido en una amenaza para su prosperidad, una carga inasumible para los que han nacido aquí (aunque hayan pagado muchos menos impuestos). La verborrea tóxica contra la inmigración europea ni siquiera se molesta en disimular un claro tinte xenófobo y se puede saborear a gusto, viendo la tele con una taza de PG tips.
Recuerdo a un estudiante de la uni que no hablaba con nadie. Apenas se relacionaba y no hizo un solo amigo durante los tres años del grado. Ni siquiera sabíamos cómo se llamaba y al fin, en la fiesta de graduación, nos decidimos a hablar con él y preguntarle de dónde era: “Soy rumano, vengo de Transilvania”, nos contestó perfectamente serio. Tenía intención de regresar a los Cárpatos inmediatamente. Iba a ahorrarse una desilusión lenta… Una de esas decepciones crudas, de efecto retardado.
Fotografía de la © BritishSpanish Society.