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Black Mirror o la rendición de la socialdemocracia

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La premiada serie inglesa Black Mirror, de Charlie Brooker, se nos aparece como una sagaz y terriblemente cercana crítica a los excesos de la sociedad tecnológica y de consumo actual. No en vano un grupo de rap de gran éxito como los Chikos del Maíz tituló un reciente disco Trap Mirror en honor a esta serie que trata sobre los efectos secundarios de las nuevas tecnologías.

Ya lo advertía Isaac Asimov al criticar la obra de Orwell: toda producción distópica de calidad no trata solamente de imaginarse o describir una sociedad futura con un toque pesimista. Es justamente a través de dicha descripción y narrativa que el autor debe hacer una feroz y rigurosa crítica de los problemas de la sociedad en la que escribe. En este sentido, uno de los capítulos más famosos de Black Mirror no sólo cumple a la perfección esta regla de Asimov, sino que propone una lectura político-histórica singular. El capítulo 15 millones de méritos trata, entre muchos otros temas, sobre la lucha entre la opresión capitalista y la resistencia de los trabajadores; concretamente sobre el pacto socialdemócrata o la rendición política que supuso su acomodo en el sistema capitalista que decía combatir.

Esta no es una lectura estrictamente original: el excéntrico filósofo esloveno Slavoj Žižek planteó esta misma cuestión histórica con el caso de Matrix. En The Matrix o las dos Caras de la Perversión, el autor pone a Neo en el papel de la clase trabajadora, y al agente Smith como el fascismo histórico creado por Matrix, quien resultaría ser la máquina de control/coerción del sistema capitalista. La trilogía acaba con un pacto histórico entre Neo, el Oráculo y el Arquitecto (creador de Matrix) por el cual se sigue conservando Matrix pero con ciertas reformas aperturistas. La película de los hermanos Wachowski es más un resumen del siglo XX que la película de ciencia ficción con saltos kilométricos y efectos especiales por la que a veces pasa.

15 millones de méritos transcurre en un futuro no tan lejano donde se nos muestran tres clases –en este caso también clases sociales– de personas. Por un lado, la masa de trabajadores cuya única actividad y función social es pedalear en bicicletas estáticas durante el día. Este grupo social protagonista, encuentra en los diferentes canales –híbridos entre aplicaciones informáticas, televisión y YouTube– una manera de escaparse de la tremenda alienación que padecen con su trabajo aeróbico. Estos canales, cuya función es la de control social de la población, son controlados por un grupo de tres estrellas televisivas –la clase dominante– completamente apartadas del resto de personas. El canal principal es uno del estilo de America’s Got Talent u Operación Triunfo. Cualquiera puede comprar un billete para participar con un coste monetario altísimo, por lo que se convierte en el único objetivo vital posible para la gente, más allá de la bici. Por último, el tercer grupo son los outsiders, una infraclase apartada del sistema. Son tachados de gordinflones y su función es recoger los desperdicios de la clase intermedia –pero trabajadora, al fin y al cabo– así como servir de blanco del odio e impotencia de los insiders. Siendo de origen británico, esta serie hace una clara referencia al proceso de demonización de la clase trabajadora precaria y outsider que se ha vuelto un pilar ideológico fundamental desde el thatcherismo en el Reino Unido.

El trabajo es tratado en este capítulo desde una óptica original y con referencias a la actualidad. Por un lado, se hace una inteligente mención a la tendencia actual del New Management de empresas modernas estilo Google a fusionar ocio y trabajo (para en realidad nunca salir de la esfera productiva). Más que una estrategia de “mejora laboral” para que el trabajo sea menos duro, parece una destrucción de la frontera entre el ocio y el trabajo, de una conquista del espacio del primero por el segundo. Tal y como apunta Baudrillard, ya no hay por qué desconectarse del trabajo: el ocio ya no se construye en contraposición al trabajo, deja de ser no-trabajo que nos libera cuando se acaba el tiempo del trabajo. Por otro lado, se perfecciona la creciente mitificación vacía del cuerpo en las sociedades occidentales materializado en la dictadura del gimnasio. Trabajo y ejercicio, mano de obra y cuerpo, fábrica y gimnasio, se funden en un solo cometido productivo. Además, a esta brillante fusión se le suma un toque bastante actual sobre el modelo productivo. El trabajo, base de esta sociedad, es estrictamente ecológico, ya que emplea –de una manera demasiado parecida a la rueda del hámster– la fuerza de los humanos para generar energía.

Nos encontramos por lo tanto en una sociedad extremadamente jerarquizada y opresiva. Gracias al panóptico que representan tanto las pantallas en las habitaciones individuales como la red de sistemas de ocio omnipresentes, no existe realmente una vigilancia o control coercitivo de tipo policial, y a la vez éste existe de manera perfeccionada. El control ideológico lo es todo, no hay necesidad de control coercitivo tradicional-policial. No obstante, sin el individualismo imperante el edificio ideológico de la sociedad descrita quedaría algo inestable. La búsqueda del dictado thatcherista –no hay clases sociales, sólo individuos– la encontramos en el billete del éxito, en esa posibilidad ínfima de participar y ganar en el programa tipo Operación Triunfo con millones de avatares de personas reales como público.

Otro elemento importante de este mundo distópico es sin duda el dinero, llamado de manera paradigmática “méritos”. Se trata de un sistema de créditos virtuales similar a los de cualquier juego de ordenador o a los propios bitcoins. En esta hiperfetichización de lo virtual también se produce una hiperfetichización del dinero: la existencia gira en torno a los “méritos”. Ambos elementos están entrelazados. De esta manera, recogiendo a Marx y Simmel, el valor de cambio lo es todo y el valor de uso se reduce a la nada, ya que no existe la utilidad. La única racionalidad es la instrumental. No hay valor intrínseco en las cosas para satisfacer necesidades si no es a través del intercambio por un precio.  

Es en este contexto donde el personaje principal, el joven de clase trabajadora/ciclista Bingham, se enamora de otra joven llamada Aby, a la que regala un billete de ida hacia el éxito y la trascendencia. Ella aprovecha este momento excepcional pensando que va a ser seleccionada como cantante, pero los planes de los jueces-clase dominante son bien diferentes: se le plantea la disyuntiva entre la bici o el canal erótico. Narcotizada y forzada por la presión de la masa-audiencia se separa de su vida anterior y se prostituye (léase esto en sentido amplio) a cambio de una promoción social. En consecuencia, Bingham, que había depositado 15 millones de méritos y toda su ilusión en ello, decide recorrer el mismo camino meritocrático y pedalear hasta volver a comprar otro billete para –pensamos nosotros– volver a verla. Esta cuestión, la necesidad de explicar una situación histórica, un gran acontecimiento o un modelo de sociedad (en resumen, algo Histórico que trasciende de lo humano) a través de algo tan banal y cercano como es una historia (en minúscula) de amor, es algo que apunta también Zizek en Arte, Ideología y Capitalismo. En sus propias palabras, se trata de una “reelaboración desde las coordenadas de un drama familiar (relación de pareja) de un conflicto que enfrenta grandes fuerzas sociales”, de una edulcoración de toda esta información para fomentar la comprensión y empatía en el público (pensemos en Titanic).

Volviendo a la narrativa del capítulo, en un ataque de ira al ver a Aby en el canal erótico, Bingham destroza la pantalla de su cuarto y consigue un fragmento de cristal que utilizará como arma en el momento de su prueba en el concurso. Delante del público –la totalidad de la sociedad– y de los propios jueces, Bingham se para en seco, blande el cristal afilado y se produce un momento de genialidad del guión. En vez de tomar un rehén o abalanzarse sobre los jueces para acabar así con la personificación de la opresión del sistema, en vez de atajar el problema de raíz y crear un “momento revolucionario” de incertidumbre, en vez de apuntar al enemigo, apunta a su cuello y amenaza con quitarse la vida. Educados en la soledad e individualismo más absoluto, los habitantes de esta sociedad son incapaces de concebir a los demás individuos como algo más que unos avatares o personajes televisivos. Además, la elección de mutilarse en vez de atacar aporta un toque oportunamente psicoanalítico, similar a lo que en Los condenados de la Tierra describe Franz Fannon sobre el extraño comportamiento del ser colonizado. En vez de dirigir su odio hacia el colono, las primeras manifestaciones violentas son entre tribus, entre ellos mismos. Tras siglos de colonialismo y esclavismo donde se sacralizaba la imagen del colono y se apartaba tajantemente del sujeto colonizado (la esencia básica del apartheid), el sujeto oprimido no concibe la profanación de la vida del colono, hasta que necesariamente todo lo sólido se desvanece en el aire.

En ese momento, el personaje principal aprovecha esta fisura en el sistema para denunciarlo, criticarlo y mostrar la cruda realidad a una audiencia expectante. Su proclama incendiaria enumera todos los mecanismos de control y de opresión y señala directamente a los jueces –la clase dominante– como los caudillos de este sistema. Por primera vez, se oye un discurso natural y sincero, alejado de la mediatización y de la showificación. Por primera vez, se oye el discurso de esta clase en los medios oficiales. Los jueces responden en un primer momento con un silencio cómplice, cual oficiales nazis en los juicios de Núremberg. Sin embargo, en un segundo momento se convierte en una confesión hipócrita en la que se aplaude la valentía y sinceridad de Bingham, se critica superficialmente el sistema imperante a la vez que se justifica y se hace una propuesta al sujeto que ha desvelado la crueldad y opresión. Este es otro instante del capítulo en el que el guionista hace gala de una sagacidad y originalidad asombrosas. El jurado propone al peligroso disidente un espacio en un canal (con el ascenso social y comodidades que ello implica) donde descargar su ira. Al fin y al cabo, es eso o la bici. Tratan de cooptar a la oposición, de descabezar una posible rebelión. Bingham, el personaje principal, sorprendentemente acepta y abandona el momento revolucionario, su discurso disidente, por un acomodo razonable en el sistema.

A lo largo del siglo XIX se fue instalando en Europa, a base de expoliación colonialista en el exterior y de éxodo rural forzado y acumulación primitiva en el interior, un sistema de producción capitalista donde se fetichiza por primera vez el poder del dinero y de las tecnologías. Lo explica bien Edward Palmer Thompson en Formación de la clase obrera en Inglaterra. Este sistema va separando a los seres humanos en dos clases bien diferenciadas: los propietarios y los desposeídos; los poseedores de los medios de producción y con acceso al aparato de control estatal e ideológico, y otros despojados de todo salvo de su fuerza de trabajo. Toda acción conlleva su reacción; la respuesta a la opresión, hacinamiento y enajenación de toda una clase, así como a la persecución de la disidencia, no tardó en llegar en manos de los primeros movimientos socialistas y socialdemócratas. Éstos fueron adquiriendo mucho poder, concienciando a las masas de la verdadera realidad capitalista y organizándolas para transformar el sistema en su interés –el interés mayoritario. Adquirieron tantísimo poder a través del movimiento obrero y de los sindicatos que produjeron, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, una serie de cambios de calado histórico como los sistemas electorales proporcionales, el sufragio “universal” (masculino, claro), los primeros brotes del sistema de bienestar…

En vísperas de la enésima (pero cualitativamente diferente) demostración de la destrucción capitalista se produce una oferta similar a la de 15 millones de méritos. Las élites proponen: los partidos socialdemócratas pueden presentarse a las elecciones, tener presencia parlamentaria y legalizarse. A cambio, deben rechazar cualquier acción revolucionaria o insurreccional, deben dejar de ser opositores y deben, en definitiva, dejar de lado cualquier intento de cambio del sistema aceptando las reglas de este. Nunca el dilema de Rosa Luxemburgo –Reforma o Revolución– estuvo tan claramente planteado. La deriva ideológica desde la II Internacional o las causas de esta rendición política pesan mucho en esta decisión, pero no tienen cabida en la brevedad de este artículo. Como Bingham, la socialdemocracia renunció a todo planteamiento revolucionario a cambio de un acomodo, de una cuota de poder en el sistema que no significara una oposición rupturista o una voluntad de transformación de éste. Posteriormente, tras el thatcherismo, renunció hasta de lo poco que la diferenciaba de los partidos tradicionales elitistas.

Actualmente se vuelve a hablar –aunque tímidamente– de reforma o ruptura de los sistemas de partidos, de las lógicas institucionales, de los sistemas políticos enteros, a la vez que el viejo concepto de socialdemocracia vuelve a saltar a la palestra. Conviene recordar, por lo tanto, esta lección histórica inteligentemente condensada en los cincuentaypico minutos que dura el capítulo. La cooptación de las élites opositoras (soberanistas, rupturistas, populistas, como se quieran llamar) por un sistema dado significa un acomodo únicamente para estas élites; significa que unos pocos se acomodan, pero el resto seguimos pedaleando. Cabe recordar las sabias palabras del periodista Owen Jones: “asciende con tu clase, no sobre ella”.

 

Las imágenes son fotogramas del capítulo de Black Mirror tratado en el artículo.