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Apuntes sobre unos restos

Una lectura de ‘Glas’, de Jacques Derrida
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“¿Qué resta del saber absoluto? […] Resta por saber —lo que no se ha podido pensar: lo detallado de un golpe.” Declaración de intenciones con que Derrida cierra el prólogo de Glas, Clamor, quizás el texto más difícil de una obra de por sí difícil. Glas es la condensación de los aires del París de fines de los sesenta y principios de los setenta (estructuralismo, psicoanálisis al compás de La Nueva Izquierda neo o pos-marxista, y también Oulipo, el Nouveau Roman). No en vano su negación del formato académico y la afinidad con los procedimientos literarios vanguardistas. Pero Glas es, ante todo, la consecuencia de lo expuesto en De la gramatología. Y en particular en el capítulo El fin del libro y el comienzo de la escritura, donde ésta aparece como un conjunto aleatorio de elementos fonéticos, ideográficos, pictográficos; lo cual revela su carácter propiamente impuro. Una impureza que la volvería inmune ante toda pretensión de reducirla a un objeto dado, disecable. Esto salta a la vista al operar la distinción, como lo hace Derrida, entre la “escritura fonética” (el logos, la palabra ordenada según la línea) y la “archi-escritura” (el significante). Es justamente esta última la que escapa a la fijación, se multiplica, no tiene principio ni fin. Más allá de toda identidad u origen, incapaces de acuñarla, lo propio de la escritura es auto-crearse, re-crearse —despliegue que confina a una reinvención continua de las estructuras, del sentido—. Encorsetar un texto en un significado es obviar los sedimentos en pugna en todo signo —la multiplicidad de orígenes en su configuración, las proyecciones en germen en cada una de sus inscripciones—.

Es esa premisa, la de la inestabilidad intrínseca de la escritura, el resorte que impulsa Glas. Su composición (dos columnas que se extienden a lo largo de casi 300 páginas, la de la izquierda dedicada a Hegel, la de la derecha a Genet) pone en reflejo, ¿en colisión?, a la filosofía y a la literatura, mediante la indagación de la obra de ambos autores —o, mejor dicho, de fragmentos dispersos, menores, como por ejemplo la religión de la flores (Fenomenología del espíritu) y el culto del falo (Curso de estética) en Hegel, o bien la flor, como símbolo, en Genet—. Pero el desdoblamiento produce aquí un texto que no corresponde a la literatura ni a la filosofía. ¿Qué es Glas? ¿Exégesis filosófica, ensayo literario? Ni lo uno ni lo otro. Más bien un estilo —sí, de eso se trata, de estilo— que apuesta por agotar sus posibilidades en la escatología —en su doble sentido: ese fin del arte, de la filosofía o de la historia o de…, siempre al asomo en Hegel y sus epígonos; ese regodeo con las excreciones en Genet—. Nada azarosas las figuras que funcionan de rampa de lanzamiento a este despliegue estilístico. Hegel, en la majestuosidad misma de su empeño, signa el fin de las sumas filosóficas (de Platón, pasando por la escolástica, a la crítica kantiana) en las que cada elemento de la realidad, y de la irrealidad, tiene su pieza designada: un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar. Bien puede esgrimirse que Hegel da a luz a la última filosofía total —y hasta totalitaria, por esa voluntad de dar cuenta de la realidad en todos sus resquicios—. Por eso mismo Derrida se detiene en aquello que en la obra de Hegel se resiste a verse subsumido por el saber absoluto, aquello que en la dialéctica falla, se atora, termina de piedra en el engranaje —véase el caso del pueblo judío que, según el alemán, quedaba fuera de la marcha del Espíritu, reacio a la dialéctica, destinado al aislamiento; Derrida ve más bien en este desprecio el horror que causa en Hegel, la imposibilidad de domesticarlo, la estructura de la castración, simbolizada por el judaísmo—. Genet, por su parte, es quien da la última vuelta, le rompe las costuras, a ese linaje de la novela moderna que va de Madame Bovary a La náusea. ¿Cómo hacer del cuerpo una eficaz máquina de producción?, la cuestión obsesiona al Capital desde el inicio. Así va precisándose la higiene como dispositivo de control, de amoldamiento continuo de los cuerpos. Genet saca a relucir la fascinación latente en el ansia de asepsia de la burguesía: mierda, esperma, sangre. Paradójicamente, en este proceso de “civilización de los hábitos y costumbres” propio de la modernidad, la suma del artificio —la moral que es todo un arte y el arte que es toda una moral— termina fundida en su opuesto, la concreción del cuerpo.

Lecturas pues de un texto que pretende no encasillarse en ninguna, sino que busca (y postula) una pluralidad indeterminada de sentidos. Y en esa fuga perpetua pareciera que la arqueología de una filosofía, de una literatura, fuese apenas un pretexto para el dejarse ir en el acto mismo de escribir. Escritura que no diría sino su propia encarnación, y justificada con sólo existir: ni mayúsculas al principio ni punto (al) final, porque el orden se antoja como resultado aleatorio. Lo que la mueve está en otra parte: en el derroche de signos, en el juego de entrelazamientos, de compases y desfases, de estallidos y reconfiguraciones. Y es eso lo que queda, lo que resta. Una prosodia que se impone al sentido.

Sin embargo, el perseguir la materialidad del lenguaje, su erupción continua, aquello a lo que no da cabida una escritura convencional, tiene su precio: la elaboración de un texto autista. Y, pese a los fuegos de carnaval que promete, hace dudar de la pertinencia de la apuesta. ¿Acaso es Glas algo más que un fetichismo de las formas? ¿No confina este idiolecto al idiotismo? La etimología de idiota apunta a aquel que encalla en su propio mundo. El éxtasis del idiota es puro onanismo. Glas no se libra de esa sospecha. Aún así, “esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético” (Borges). Es la ambición de una obra lo que la redime del fracaso.

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Clamor / Glas,
de Jaques Derrida. Coordinación de la traducción del francés: Cristina de Peretti y Luis Ferrero Carracedo. La Oficina, Madrid, 2015, 291 páginas.