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Apuntes para una psiquiatría destructiva

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Ningún rastro, tras varias búsquedas, de Apuntes para una psiquiatría destructiva, un ensayo que Leopoldo María Panero amenaza con regalar a Sánchez Dragó en el transcurso de un accidentado Negro sobre blanco. Corría el año 1999, y el poeta novísimo llevaba a sus espaldas tres décadas de encierros en distintas instituciones mentales del país que consiguieron, al menos en un sentido performativo, volverle loco. Su caso, como el de muchos otros menos celebrados, resulta paradigmático para estudiar de qué forma la psiquiatría especula con la idea de enfermedad para liquidar al sujeto, es decir, para condenarlo a un encierro invisible por desviado. Sin embargo, “el loco yerra, pero no miente”, masculla Panero en una entrevista donde se mezclan idiomas, citas, clarividencias y sinsentidos. Su experiencia, seguramente narrativizada aunque nunca hipócrita, ilustra los puntos ciegos de un saber ejercido como violencia sistemática en tanto que policía no sólo de los gestos, sino de los pensamientos.

Durante mediados de los años sesenta se constituyó en España una red de médicos críticos con los principios fundamentales de la práctica psiquiátrica. La autoridad de las batas blancas y la neutralidad de la ciencia fue puesta en entredicho por este grupo de jóvenes profesionales que buscaba mejorar las condiciones de vida de los enfermos derribando muros y abriendo las puertas de los manicomios. Cercanos a postulados que negaban la existencia biológica de la enfermedad mental, practicaban una psiquiatría en y desde la comunidad, donde los pacientes serían finalmente asimilados por la población sana. De 1971 a 1975, este proceso, convertido ya en una revuelta contra el poder establecido, desemboca en una serie de huelgas de personal en diferentes hospitales del país que dieron paso, con la Transición, a un proceso regresivo donde el activismo político y los avances fueron transformados en purgas y desencanto. Antipsiquiatría, movimiento crítico y contra-institucional, reforma de la asistencia psiquiátrica... La historia de este fenómeno, que ni sus protagonistas coinciden en nombrar, supone un intento de investigar la dimensión social de la enfermedad, señalando cómo lo orgánico está socialmente producido por mecanismos como la familia, el sexo o el trabajo. Si bien estos movimientos transformadores no consiguieron cristalizar en verdaderos logros, como muchos otros sueños pre-democráticos, sus esperanzas siguen todavía en el aire. Frente a los fármacos y la medicalización masiva, ciertas voces procedentes de la nueva imaginación política propone volver a los cuidados, la escucha y el afecto como forma de subvertir la patologización que acecha el conjunto de la vida social.

Una génesis

Tras diversos intentos durante la Segunda República, sobre todo en Cataluña, donde la crítica de las instituciones y la visión psico-social se venía defendiendo desde la primera década del siglo XX, el exilio de personas como Tosquelles o Lopez i Mira —Jefe de los Servicios Psiquiátricos del Gobierno de la República— significó no sólo el retroceso de la asistencia, sino el triunfo de una visión académica y organicista alejada de la realidad de los internados españoles. A saber, una acervo de asilos decimonónicos, en manos de órdenes como San Juan de Dios, a caballo, pues, entre lo disciplinario y lo benéfico, que seguía funcionando en 1966 cuando se celebra en Madrid el Congreso Mundial de Psiquiatría. El encuentro pone en evidencia hasta qué punto la psiquiatría española vivía al margen del mundo institucional, encerrada en un circuito que sólo sabía de locos, locura y manicomios, es decir, al margen de cualquier intento de rehabilitación e, incluso, fuera de toda acción terapéutica. Y es que si bien la influencia eugenésica no se dejó sentir en la España de los años cuarenta gracias a la vena católica del régimen, como recuerda Guillermo Rendueles —uno de aquellos jóvenes psiquiatras—, la ortodoxia la marcaba la escuela de Antonio Vallejo-Nágera, alumno de Kraepelin, “partidario del psiquiatra como militar y responsable de la tortura a los brigadistas internacionales en el campo de San Pedro de Cerdeña, al final de la Guerra Civil”. 

Sin embargo, la situación de estas instituciones totales o invernaderos del yo —según Ervingn Goffman— va a cambiar paulatinamente a medida que los tecnócratas desplazan del poder a los viejos camisas azules. Con la llegada del Opus Dei y su Plan de Estabilización, a finales de los cincuenta, se inicia en España el periodo desarrollista. De la mano de la Ley de bases de la Seguridad Social, la psiquiatría pública adquiere un protagonismo hasta entonces desconocido. Y no sólo en los círculos médicos, que como consecuencia del abandono del modelo rural por el industrial tienen que afrontar como, “al mismo tiempo que la renta crece un 700% en quince años... los internamientos en instituciones mentales pasan de 89 por 100.000 habitantes en 1950 a 230 en 1971 [1]”; sino en los despachos de gerifaltes como Camilo Alonso Venga, Ministro de la Gobernación, quien en 1969 declara que “el mundo psiquiátrico ofrece tanto interés para los técnicos como para los gobernantes, ya que el aumento de las enfermedades mentales es proporcional al desarrollo de los países. España da cara a su desarrollo social y económico debe prepararse para hacer frente al incremento de las enfermedades mentales [2]”.

El cambio de paradigma, no obstante, se venía gestando desde hacía algunos años. José López-Muñiz llega a la Presidencia de la Diputación asturiana en 1957. Para entonces la adopción del capitalismo de Estado hace necesario una serie de reformas en campos como el urbanismo o las infraestructuras. En el campo de la psiquiatría, animados también por la búsqueda de prestigio personal, los políticos decretan el abandono de los asilos y de las políticas asistenciales de beneficencia, potenciando en su lugar una administración más profesional y racionalista. En 1966, se inaugura el Hospital General de Asturias. Laboratorio social de algunas de las grandes transformaciones económica-políticas del siglo XX, Asturias es también pionera en el cambio de modelo del manicomio al Hospital Psiquiátrico; aunque en realidad la población interna sigue siendo la misma: por un lado judiciales [presos], que habían entrado en un momento dado y nadie se acordaba del porqué, y por otro lado trabajadores industriales que, para finales de los sesenta, suponen el 70% de los ingresos en La Cadellada, como se conocía al Hospital Psiquiátrico de Oviedo.

Con todo, el apoyo directo del Ministerio de Gobernación permite a reformistas como López-Muñiz importar el modelo asistencial americano y canadiense, que ponen en marcha gracias a la contratación de un nuevo gerente, José Luis Montoya, uno de los gurús de la psiquiatría comunitaria, formado en Inglaterra. Su llegada a Oviedo junto con un nuevo equipo de médicos jóvenes también formados en el extranjero, significa la adopción de una psiquiatría moderna orientada, en primer lugar, a mejorar la vida diaria de los internos. De los 1000 que había en 1962,  ya como Hospital, La Cadellada baja a apenas unos 600 en tan sólo tres años, duplicándose a su vez el número de personal por paciente. Como señala Guillermo Rendueles, participe de la transformación de Oviedo, “se producen entonces cambios importantes. Se abren unos talleres enormes. Nacen unos servicios escalonados que incluyen una terapia artística, un club de enfermos, bailes... Se trata de abrir todas las puertas. Se contratan monitores y voluntarios. Es una labor creativa pero también muy tecnocrática. Empiezan a poder salir los enfermos por los alrededores y por los bares de cerca. Los médicos dan permisos. Y se empieza a visitar a las familias. La asistencia social también empieza a funcionar bien. Se da una política de altas encaminada a reducir a la población, aunque lentamente. Deja de haber portero. La gente entra y sale libremente [3]”. El hospital es, en esos momentos, el orgullo de la Diputación, su organización y funcionamiento son modélicos. Sus médicos son reclamados para participar en multitud de seminarios y publicaciones. El Régimen, como ya había hecho con otras vanguardias, utiliza esta brecha en la mediocridad dominante para demostrar cómo España ha roto con el totalitatismo, llegando incluso a producir un pequeño documental que forma parte de un No-Do de 1970, Psiquiatría social, dirigido por Horacio Valcárcel.

Una psiquiatría en y desde la comunidad

Como recuerda el psiquiatra Ramón García en su libro Historia de una ruptura, el otro núcleo que permitió la consolidación de una nueva cultura psiquiátrica lo encontramos en Barcelona a finales de los años sesenta. Entre la universidad, donde el propio García impartía una clase de psicología en la Facultad de Medicina, y varios círculos profesionales progresistas —que en verdad constituían células clandestinas operando para el anarquismo, el PC o el PSUC— se formó un grupo heterodoxo que desde el estudio de la legislación y la crítica de sus respectivas disciplinas, en general relacionadas con la educación y la salud, introdujeron en su práctica herramientas como el psicoanálisis, el marxismo, la crítica institucional o la antipsiquiatría. La dimensión teórica, de esta forma, cumplía su destino final: volverse práctica, gracias sobre todo al trabajo de los profesionales con distintas asociaciones de vecinos y grupos de base, así como con colegios, obreros, agrupaciones juveniles o de minusválidos.  Para 1968, el peso simbólico y material adquirido por estos círculos significó la necesidad de articular un espacio de reflexión y organización más estable, aunque igualmente vigilado por las autoridades que, por orden gubernativa, llegaron a prohibir algún que otro encuentro y debate. Por mediación del respetado José Jaén, la Academia de Ciencias Médicas vuelve a entrar en escena organizando una conferencia de Carlos Castilla del Pino, quien con Un estudio sobre la depresión había puesto en evidencia de qué manera la psiquiatría era, en realidad, una cuestión política. Sin embargo, si hay un momento que marca la máxima vitalidad de esta plataforma activa hasta 1975 fue la primera conferencia que imparte Franco Basaglia en España. Personaje fundamental para entender la deriva militante de la psiquiatría de los años setenta, el italiano ya había acogido a dos miembros del grupo de psiquiatras progresistas, Luis Torrent y Ana Seró, en el Hospital de Goritzia, llegando a contar con ellos durante algunas temporadas en su experiencia comunitaria y contra-instituacional del Hospital Trieste. Además de la conferencia, Basaglia mantiene un sinfín de reuniones informales con distintas personalidades de la lucha anti-franquista. De una de ellas surge un proyecto que vinculó a los profesionales españoles con diferentes proyectos y redes transnacionales de psiquiatras y sociólogos que, durante los primeros setenta, denunciaron la instrumentalización que el poder hace de las ciencias médicas.

El mapa de la vergüenza iba a convertirse en un libro colectivo que tenía como misión visibilizar la situación de la asistencia psiquiátrica en toda Europa, aunque de la propuesta original, gestada durante la visita de Basaglia en 1970, al final surgió una serie de encuentros en distintas ciudades europeas. A partir de un núcleo estable de unas personas, entre las que se encontraban nombres como Rober Castel, Tomkiewicz o el propio Basaglia, el grupo contaba además con la aportación de nombres como Pepe García o Valentín Corcés —cargos de responsabilidad durante los sucesivos gobiernos del PSOE—, Félix Guattari, Michael Foucault o David Cooper. A lo largo de sus años en activo, el grupo analizó diversas realidades psiquiátricas en relación con los modelos sociopolíticos que las sustentaban, llevando a cabo, también, un detallado estudio comparado de las legislaciones de diversos estados, siempre en clave crítica, incluso con las metodologías supuestamente más avanzadas, como era la psicoterapia institucional. Su logro principal, además de la producción de saber y la puesta en relación de personas, fue sin duda generar debate público en torno a la gestión de la salud mental, influyendo en un sinfín de publicaciones como el periódico francés Liberation o, también, en prensa underground  española como Ajoblanco, El Viejo topo o Enajenados, donde aparecieron dosieres espaciales e información continua sobre diversas experiencias antipsiquiátricas. Por no hablar de la cantidad de publicaciones que desde editoriales como Anagrama o Júcar vieron la luz a principios de los setenta.

Una nueva cultura psiquiátrica

Sobre esta base de nueva institucionalidad, en parte posible por el afán reformista de un franquismo temeroso de su futuro cercano, la antipsiquiatría —de acuerdo a la formula de David Cooper— “definía un conjunto de movimientos que, desde muy diversas perspectivas, intentaban dar una respuesta práctica a la violencia de la psiquiatría, al tiempo que cuestionan las bases teóricas sobre las que se fundamenta [4]”. Un trabajo de conceptualización que se desarrolla, principalmente, en la crítica de la vida dentro de las instituciones; aunque su objetivo, en realidad, no era otro que desbordarlas, tratando de poner fin a la reclusión por medio de la apertura de centros de día habilitados para tratar al enfermo en su entorno. La relación del paciente con el personal de la institución, por otra parte, sufre un vuelco: de la subalternidad que describen trabajos como Internados. Ensayos sobre la situación social de los enfermos mentales, de 1961, pasamos al empoderamiento a través de metodologías que inciden en la participación del paciente y la escucha atenta del personal médico. Se trata, en ese sentido, de potenciar lo relacional y lo inter-subjetivo. En Oviedo, por ejemplo, se llevaron a cabo muchas asambleas, donde “se abordaban los problemas de la vida diaria, de las relaciones interpersonales, de los tratamientos... Se llegaron, incluso, a tomar por votación decisiones referentes a un permiso o altas. Algunos problemas de la vida del hospital como comidas, limpieza o hábitat fueron asumidos por los pacientes, quienes a través de comisiones representativas iban a discutirlos con la Administración o, directamente, los exponían a la prensa [5]”. En otras experiencias, como las que se llevaron a cabo en las Clínicas de Ibiza de Madrid o en el Instituto de la Santa Cruz de Barcelona durante los primeros setenta, al mismo tiempo que se invita al interno a participar de la gestión de su vida, los familiares y la comunidad al completo eran integrados en el trabajo terapéutico.

Esta otra clínica, así, es reivindicada como un potencial dispositivo político que determinadas prácticas, posiciones y compromisos pueden utilizar. Algo que las autoridades y ciertos sectores mediáticos, a finales de los sesenta, empiezan a mirar con recelo. El XI Congreso de la Asociación Española de Neuropsiquiatría celebrado en Benalmádena, Málaga, en septiembre de 1971, marca el fin de la guerra subterránea y el laissez faire del poder en materia psiquiátrica. Los jóvenes críticos, comprometidos además con una lucha política cada vez menos clandestina, dan un paso al frente e intentan obligar a la asociación a subscribir una declaración muy crítica con la situación de la asistencia. Se trata de un ataque a la academia, para el cual se apoyan en su entonces presidente, el Doctor Valenciano, un antiguo republicano. Como apunta Ramón García, “finalmente se aprueba un documento que la Junta directiva remite a las autoridades políticas y sanitarias del Estado, a las revistas profesionales y a la prensa [6]”, desatando el pánico entre los técnicos y cargos políticos que habían permitido llevar a cabo experiencias transformadoras. La reacción está en camino, en forma de ola regresiva, lo que significará, primero, el despido de algunos responsables, como es el caso de Montoya, obligado a salir de Oviedo. Allí, “más que una represión ideológica, se dedican primero a recortar gastos limitando la vida de la institución. En ese proceso de provocaciones se producen conflictos. Por ejemplo: en el Hospital Psiquátrico de Asturias había un comité paritario para elegir a los nuevos residentes. Se valoraban currículos, se hacían entrevistas y se confeccionaba un listado de los nuevos residentes. Ante ese listado, el nuevo representante de la administración decide meter a dos personas, sabiendo que eso atentaba contra el funcionamiento que habíamos instaurado [7]”. Las huelgas se suceden, y la Administración, que había cedido anteriormente ante varias reclamaciones de corte laboral a causa de la solidaridad mostrada en general y por los MIR de otros hospitales de España en particular, esta vez no cede. Tras un encierro de meses, la policía finalmente intervine de manera violenta en una concentración de apoyo frente al Hospital, donde irrumpen para tapiar las puertas de la residencia donde vivían los MIR. Del equipo de Oviedo, a principios de 1973, sólo quedan dos personas.

A pesar de iniciativas progresistas como la Coordinadora Psiquátrica Nacional donde, a partir de 1971, en clandestinidad, se dan cita profesionales críticos, de ATS a psiquiatras, para debatir y tomar medidas conjuntas, el desmantelamiento general es decretado, estallando así conflictos por toda la geografía española. Entre 1972 y 1974, como consecuencia del ciclo transformador, las clínicas Ibiza de Madrid y el Instituto Mental de la Santa Cruz Barcelona viven un proceso de lucha similar al asturiano. Dada la proyección  de algunos de los integrantes de la plantilla de la Santa Cruz, el conflicto allí llega a tener eco en medios internacionales, así como un importante respaldo por parte de la Coordinadora y del grupo de psiquiatras progresistas o desde El mapa de la vergüenza, que sin embargo no pudo frenar el despido de veintiún profesionales, más tarde reincorporados después de una sentencia judicial a favor. En Madrid la situación se zanja también por medio de la intervención de las fuerzas del orden que, con el beneplácito de las autoridades médicas, finalmente irrumpen en las instalaciones para impedir una reunión de médicos y asistentes con familiares de enfermos. Se zanja, así, un ciclo de cambio protagonizado por profesionales como Enrique González Duro, co-fundador de la Coordinadora, donde se ensayan por primera vez en España métodos como el “hospital de día”. También podríamos citar, por ejemplo, del acoso administrativo y logístico que sufrieron las experiencias de Bétera o de Huelva, donde estaban, entonces, trabajando con la comunidad, al tiempo que probaban nuevas fórmulas clínicas para emancipar al enfermo. O, por último, Conxo, en Santiago, donde habían ido a parar profesionales como Montoya o Pepe García después de su accidentada aventura de Oviedo, que vive un proceso de desmantelamiento debido a su empeño por abrir las puertas del antiguo manicomio mientras potencian la participación de los internos en grupos de trabajo, teatro, fiestas y talleres. La dialéctica entre esperanza y frustración, con la que Ramón García analiza estos años conduce, al final, a una situación ya no de estancamiento, sino de regresión. De 1975 datan las duras imágenes que Carlos Osorio registra en La cerrada de mujeres del Hospital de Oviedo: metraje filmado para un documental sobre la locura en colaboración con el médico Tiburcio Angosto, que nunca llegaron a terminar,  y que parece llevarnos muy atrás en el tiempo, a la época de la Salpetriere. Es el año, también, en que la Coordinadora se autodisuelve consumida por diversas luchas por la hegemonía dentro de la izquierda. Y, finalmente, cuando se produce la huelga general de los MIR: conflicto que paraliza toda la capacidad de lucha de un sector, hasta entonces fundamental en el contagio de las nuevas prácticas, a través de la experiencia directa, por otros puntos del Estado como Albacete o Girona.

El ocaso de la esperanza

Poco tiene ya de subversivo decir que el sueño democrático de nuestros padres ha derivado en diversas pesadillas. Gracias a dispositivos críticos como la llamada Cultura de la Transición, de sobra conocemos la naturaleza y el proceso de gestación del acuerdo inmovilista que generó el actual desencanto con las instituciones. La historia de la psiquiatría a partir de 1975 constituye, en ese sentido, un relato ejemplar de cómo diversos elementos contra-hegemónicos, poco a poco, se van derechizando hasta ser absorbidos por el poder. Un fenómeno definido por Guillermo Rendueles con una frase genial por lo que tiene de sintética: de conspiradores a burócratas, título de un texto donde el psiquiatra gijonés analiza cómo el movimiento crítico fue absorbido por la maquinaria institucional del Partido Socialista. Sin embargo, a pesar de lecturas como la de Enrique González Duro, las conocidas bases programáticas para una política sanitaria en la salud mental del PSOE no significan tanto el intento de hacer tabula rasa con lo anterior, como el extravío de algunos métodos que, una vez más, se habían testado en el Hospital Psiquátrico de Asturias durante finales de los sesenta. Tal y como explica Pepe García, se trata de llevar hasta sus últimas consecuencias el lema más utópico de las antipsiquiatrías: derribar los muros y, finalmente, cerrar todos los manicomios, apostando, en cambio, por “una red asistencia extrahospitalaria por todo el territorio, que es dividido en sectores. Esto supone que, por primera vez, no sea necesario que todos los tratamientos y cuidados pasen por el hospital [8]”.

El plan, expuesto públicamente en marzo de 1977 durante la celebración de unas Jornadas sobre Alternativas a la Asistencia, partía de un mea culpa. Hasta ahora nos hemos equivocado, comenzaba su ponencia el entonces admirado protagonista de experiencias como Oviedo y Conxo, luego, ya fuera del PC, Consejero de Sanidad del gobierno socialista asturiano de principios de los noventa. El trabajo, en su opinión, no estaba dentro de las instituciones, sino en la calle, fuera del manicomio. Lo que, de acuerdo a Ramón García, “supone un anuncio de una nueva línea que venía a neutralizar las ideas y prácticas psiquiátricas en su vertiente más crítica y comprometida, ya que se olvidaba que nadie más que los antipsiquiatras salía a la calle, pero no para montar allí el chiringuito y quedar en él, sino para ir y volver del manicomio a la calle y de la calle al manicomio, dentro la dialéctica dentro y afuera... se trataba, pues, de una forma de poner orden: abajo todo lo que huela a espontaneidad, anarquía, asamblea, independencia, para a continuación imponer su orden [9]”.

Si bien a finales de la década de los setenta se completan nuevos proyectos de transformación asistencial, como es el caso de Hospital de Málaga, el manicomio de Miraflores en Sevilla, o el Servicio Psiquiátrico de la provincia de Jaen, para 1982 las relaciones de poder ya son otras. El movimiento crítico es acorralado por el círculo institucional de inspiración académica, o simplemente posibilista, que el PSOE va conformando alrededor de figuras como Valentín Corcés, miembro entonces del Área de la Salud de la Federal del PSOE, y hoy patrón de la Fundación Canis Majoris, dedicada a la asistencia con animales para la “plena integración social y la igualdad de oportunidades de las personas con discapacidad y/o riesgo de exclusión [10]”, desde su sede en el Paseo de Castellana. En cambio, profesionales independientes como González Duro, llamado a Jaén para ejecutar un plan de reforma diseñado por Montoya, es pronto destituido y purgado. Aunque, sin duda, la metáfora más clara de este cambio de orientación sea el caso del muro de Bétera [11], donde las autoridades de la Diputación de Valencia, pasando por encima de la opinión del personal del centro, cercaron el Hospital Psiquátrico con una valla de 2.600 metros que pretendía acabar con el problema de las fugas de internos, en un retorno a los asilos carcelarios defendidos por altas tapias.

Gracias al trabajo que desde finales de los sesenta llevaban realizando en grupos de psiquiatras y abogados, en 1983 se consigue una última victoria cuando se deroga el Decreto de 1931 que afectaba a legislación relacionada con salud mental, así como ciertos puntos del código civil referidos a la tutela. La fragilidad de los avances realizados hasta la fecha, sin embargo, facilita una rápida e incontestable vuelta al orden. Se arrasa con lo anterior por medio de una política celebrada como radicalmente nueva y un sistema de instituciones provinciales como el frustrado Instituto de Salud Mental de Madrid, pronto clonado en Andalucía sin mayor pretensión que promover la elaboración de estudios e informes, al mismo tiempo que articula una estructura clientelar de gratificaciones y castigos entre el partido en el poder y los profesionales. Como el propio Corcés reconoció en una ocasión frente a la cúpula asistencial andaluza: dentro del PSOE, todo, fuera nada. Es decir, mientras una serie de nombres asociados con el movimiento crítico son ninguneados públicamente y tienen serias dificultades para ejercer, otros entran dentro de la maquinaria de gobernanza socialista, dirigiendo hospitales y ocupando cargos de responsabilidad en distintos gobiernos. El ciclo se cierra en 1986, cuando Comisión para la Reforma Psiquiátrica convierte sus tribulaciones en la Ley General de Sanidad, después de deliberaciones a puerta cerrada entre una serie de personas seleccionadas a dedo y técnicos del propio ministerio. Entonces, del mismo modo que la prensa consiguió antes de la muerte de Franco convertir la psiquiatría en una cuestión pública, la ruptura estuvo apoyada por ciertos medios. El País, por ejemplo, a causa de la muerte de tres personas a manos de un diagnosticado de oligofrenia, publicó un editorial en 1985 que llevaba el título de “La locura como amenaza”. En él, además de otras llamadas al orden, se puede leer que, tras la ola de las antisipiquiatrías, “se ha salido de una etapa en la que los manicomios eran casas de terror y se practicaba una medicina punitiva, en la que el internamiento, en muchos casos, era injustificado, para entrar en otra en la que se abusa del concepto de libertad y respeto a la conciencia del otro [12]”.

Coda

Desde entonces, como un eco del giro neokrapeliniano que se impone en el mundo anglosajón a finales de los setenta, cuando gracias a la alianza entre farmacéuticas, compañías de seguros y conservadores se ha generalizado la visión determinista, biologicista y neurológica de la enfermedad mental, las políticas sanitarias del Estado español inciden en la cronicidad, olvidándose de factores económicos y sociales. Con el cierre durante los años noventa de muchos hospitales psiquiátricos de titularidad autonómica, las autoridades permiten, cuando no alientan, la proliferación de residencias privadas que funcionan a la manera de instituciones totales. Las altas masivas, apoyadas en la negación del manicomio en tanto que espacio productor de locura, han significado finalmente el abandono de muchos enfermos que, frente a la falta de medios de los hospitales generales y centros de días, cuando no pueden costearse una plaza fuera de la sanidad pública, quedan a cargo de sus familiares.

Por otra parte, la accesibilidad a neurolépticos y otros fármacos han construido una sociedad fuertemente medicada. Atados a camisas de fuerza químicas, con nuestra inestimable cooperación, una serie de tecnologías del yo moldean nuestra subjetividad a imagen y semejanza de los intereses bio-políticos que el poder dispone para nuestra vida. La esfera mediática, a su vez, ofrece una serie de modelos que produce y reproducen normalidad, aunque de manera sofisticada, sin necesidad de la violencia física que protagonizaba la etapa de la clínica anterior, es decir, en términos cada vez menos represivos. La representación de la locura, así como su relato en los medios generales, suele caer del lado de lo marginal. En paralelo, la lógica manicomial se proyecta en la supuesta libertad de nuestra vida cotidiana. En lugar de un sujeto encerrado o atado a una cama, la imagen del loco en la actualidad, igual de frágil e incomunicado, es la de un sujeto insertado en régimen farmaco-político: una vida social y personal donde la precariedad psíquica y laboral van de la mano.

En algún momento, como sucedió durante las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado, se hará necesaria una nueva crítica de las condiciones contemporáneas de producción de enfermedad mental, así como un análisis de los aparatos públicos y privados que se encargan hoy de su gestión. Para ello, una vez más, será fundamental la implicación del sector médico, que actualmente ha perdido parte del empuje transformador que una vez le caracterizó. Mientras, sin necesidad de volver constantemente a Foucault, voces como la de César Rendueles, hijo del psiquiatra, reclaman un retorno a ciertas metodologías y concepciones que confirmaron la identidad de las antipsiquiatrías. Algunas, como la responsabilidad de la parte sana sobre la parte enferma, la participación activa de los enfermos en su vida o la necesidad de cuestionar la cuestión científico-técnica y trabajar para la construcción de una nueva cultura en torno a la salud mental, han influido en su llamamiento a una ética de los cuidados y una práctica guiada por el afecto capaz, en última instancia, de socializar la patología que produce el último capitalismo. Sin perder de vista el sueño de una sociedad donde la locura fuese no sólo como una cuestión médica, a veces sería suficiente con aprehender políticamente de lo psicopatológico y disfrutar, un poco, de nuestros síntomas.

 

1. García, Pepe. El Basilisco: Psiquiatría y cambio social. Junio-diciembre 1979, pg 49-63. Oviedo
2. La Nueva España, 18 de agosto de 1968.

3. Entrevista con Guillermo Rendueles, febrero de 2016, Gijón.
4. El viejo topo, nº4, 1975
5. Entrevista con Guillermo Rendueles, febrero de 2016, Gijón.
6. García, Ramón. Historia de una ruptura. El ayer y el hoy de la psiquiatría española, pg 69. Virus, Barcelona, 1995.
7. Ibid.
8. Entrevista con Pepe García, marzo de 2016, Oviedo.
9. García, Ramón. Op cit, pg 82. Virus, Barcelona 1995.
10. http://www.canismajoris.es
11. http://elpais.com/diario/1981/12/12/sociedad/376959608_850215.html
12. http://elpais.com/diario/1985/06/29/opinion/488844002_850215.html

Fotos: pabellón de internas de La Cadellada, Oviedo. Carlos Osorio, 1975 (Cortesía de Herederos de Carlos Osorio).