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Algo huele a podrido en Dinamarca

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“Algo huele a podrido en Cataluña. La patria está muerta”, grita Guillem, el protagonista de L’hort de les oliveres (El huerto de los olivos), poco antes de suicidarse en la bañera, representando así la escena del bello retablo La muerte de Marat de David para, finalmente, morir en brazos de su madre en una suerte de pietà contemporánea. La obra teatral, firmada por el dramaturgo Narcís Comadira y dirigida por Xavier Albertí, puede verse en el Teatre Nacional de Catalunya (TNC) de Barcelona hasta mañana domingo y enfoca la decadencia de una familia burguesa, los Bofill. Pero situémonos en esta historia. Todo ocurre en una gran finca con doce hectáreas de olivos. Desde la casa, a lo lejos, se intuye el mar, en las afueras de la localidad de Riudejoncs de las Arenas, un lugar inventado pero que bien podría ser cualquier punto de la costa mediterránea. El disgregado clan familiar, formado por una madre con sus dos hijos (y sus respectivas parejas), se reúne en la noche del Jueves Santo para decidir qué hacer con el patrimonio heredado del padre. En la cena también están invitados el cura del pueblo, el notario y su hija, la criada y el poeta, alter ego del autor. Guillem se ve forzado a elegir entre conservar los olivos y la tierra que le dejó su padre o, presionado por su madre y su hermana, venderlos al mejor postor, en este caso unos inversores rusos que planean arrasar el huerto para convertirlo en un resort de lujo.

“El huerto y la casa son mi patria y la patria no se vende”, asevera el personaje dirigiéndose a su madre, interesada en deshacerse de la propiedad y, de paso, disponer de dinero en efectivo. El inicio de la trama de esta historia nos es, pues, tremendamente familiar. No sólo por el fantasma de Shakespeare que sobrevuela la frase que grita el protagonista antes de suicidarse, sino por la cultura del pelotazo que hoy sabemos que fue responsable de llenar la costa española de cemento, entre máquinas excavadoras y grúas, en pro del crecimiento de la economía y del PIB. Recalificaciones por doquier, inversiones inmobiliarias extranjeras, construcciones de segundas y terceras residencias, campos de golf en zonas de secano… “La novísima forma de corrupción es el urbanismo y la ordenación del territorio”: el valenciano Antonio Vercher, fiscal de sala del Tribunal Supremo, dio este titular en septiembre del 2003, en la conferencia inaugural del seminario Corrupción: causas, efectos y tratamiento jurídico, cuando nadie quería verle las orejas al lobo. Vercher apuntó, además, que parte de la burbuja inmobiliaria en la que vivía sumida España por aquel entonces se debía a la corrupción. Ningún político, informaron los medios, asistió a dicha conferencia.

“Tu país se ha muerto, vende lo poco que todavía queda y saca lo que puedas”, trata de convencer a Guillem el notario, quien no sólo está invitado a la cena, sino también a repartirse el pastel del negocio con los rusos. Esta idea de “sacar lo que puedas” de una propiedad, unas tierras, un paisaje, es la que ahora se ha trasladado a muchos despachos gubernamentales de la vieja Europa. Precisamente, el documental Europa en venta, dirigido por Andreas Pichler y producido por Point du Jour y GraffitiDoc con la coproducción de Arte France i Rai Cinema, que hace unos meses emitió el programa 60 minuts de TV3, indaga sobre ese hecho: con la crisis económica como pretexto, algunos gobiernos europeos, endeudados, han buscado nuevas fuentes de ingresos vendiendo y, por lo tanto, privatizando parte del patrimonio público y de sus espacios naturales. Restos del muro de Berlín, bosques en Irlanda, islas en Grecia, la gestión del Parque Güell o del Coliseo romano, yacimientos arqueológicos… “Todo es vendible”, se dice en el documental para cuestionar el modo en que los gobiernos se deshacen de bienes que en realidad (nos) pertenecen a todos. A partir de ahí, surgen los interrogantes: ¿Quién decide el valor y el precio del patrimonio? ¿Quién es el mejor comprador? ¿El sector privado es más eficiente gestionando estas propiedades? Son las mismas preguntas que planean sobre el escenario donde se representa la pieza escrita por Comadira. “Todos se han hecho ricos con el hedor y la suciedad del país”, se lamenta nuestro shakesperiano protagonista. “Déjate de patrias y de nostalgias”, le espeta la madre.

Más allá del huerto y de la casa de L’hort de les oliveres, en esta obra con toques de tragedia, vodevil y opereta se interpela al espectador sobre el destino de la sociedad y la cultura europeas. Desde el inicio nos queda claro que en esta historia no sólo están en juego la suerte de unos cuantos olivos y unos millones de euros, sino todo aquello que el protagonista entiende que forma parte de la identidad y la cultura propia y la de su país. El título de esta pieza de metateatro remite a los textos fundacionales de la cultura occidental: por una parte, El huerto de los cerezos, de Chéjov; por otra, la narración de la Santa Cena y, por último, claro, Hamlet, cuyo título original, no lo olvidemos, es La tragedia de Hamlet, príncipe de Dinamarca.

Situémonos de nuevo en territorio español pero retrocedamos unos años, aquellos del boom inmobiliario, cuando se decía que el ladrillo era una inversión segura, un valor refugio, más conveniente que el propio oro: que nunca se iba a devaluar. En 2004, cuando todavía no éramos o no queríamos ser conscientes de la que se nos venía encima, el artista Daniel G. Andújar (Technologies To The People) presentó el proyecto La cultura del ladrillo, una instalación que ilustraba la corrupción urbanística en la zona de la Vega Baja del Segura (Alicante) mediante grabaciones distorsionadas que reproducían casos de chantaje a políticos locales y fotografías del territorio afectado. La pieza se exhibió en la muestra Tour-ismos. La derrota de la disensión de la Fundación Antoni Tàpies (coincidiendo con el controvertido Forum de las Culturas), y en su descripción G. Andújar decía: “Los intereses turísticos de ayuntamientos, promotoras, técnicos y del propio ciudadano han llevado a construir, en la cada vez más ancha franja costera, una acción depredadora cuyas consecuencias no parecen importarle a nadie. Un verdadero muro se extiende ya imparable hacia el interior desde la costa mediterránea. Hay pueblos del interior que están perdiendo su configuración y las características de su entorno; el urbanismo también está siendo bastante agresivo en la segunda fila de playa. Esta actividad turística ha supuesto y supone un impacto ambiental definido y constatado, pero también una transformación y un cambio fundamental del contexto social, político, económico y cultural”.

El 2007 se recuerda como el año del fin de la burbuja inmobiliaria y del declive de la economía. No hace falta entrar en detalles: crisis, desaceleración, recortes, quitas, desahucios, rescate, reforma laboral… El despertar del sueño del cemento. Desde entonces, los inmuebles cayeron, en algunos casos, más de un 50%, debido a la cantidad de viviendas que había en stock y a la falta de compradores. Ese clásico incombustible del sistema capitalista: había más oferta que demanda. De hecho, los encargados del repunte de ventas en la costa son inversores extranjeros. Primero llegaron los alemanes y los ingleses, y ya con la bajada de precios se han animado también los nórdicos, escandinavos y rusos. En la reciente Feria del Salón Inmobiliario Internacional de Madrid (SIMA), que se celebró entre el 7 y el 10 de mayo, dicen que se evidenció un cambio de rumbo. Se ofertaban más de 10.000 viviendas, la mayoría en la costa Mediterránea. Los organizadores aseguraron que el sector se estaba recuperando.

Efectivamente, la prensa especializada en noticias económicas anuncia que, superada la etapa de depreciación de los pisos, vuelve a ser un buen momento para invertir en vivienda, sobre todo en la costa. Menudo déjà vu. Hace unos cuantos años que los rusos han desembarcado con fuerza en el litoral valenciano y catalán. Lo suyo es la segunda residencia de lujo: viviendas que superan casi siempre el millón de euros. El año pasado, un 10% de las compraventas que se realizaron en Cataluña fue con capital ruso, principalmente en la provincia de Barcelona; y un 13,2% en la Comunidad Valenciana, donde destaca Alicante. Muchos de estos compradores se beneficiaron del proyecto de mercantilización del permiso de residencia, conocido como golden visa e impulsado por el gobierno español en 2013, que ofrece el visado a cambio de la adquisición de un inmueble valorado en más de medio millón de euros. Hasta finales del año pasado, 530 extranjeros ricos —ciudadanos rusos, chinos y árabes principalmente— han obtenido la residencia en España comprando viviendas de lujo. Pero el gobierno se plantea, ahora, suavizar los requisitos administrativos para llegar a la anhelada cifra de los 2.000 previstos. Vuelve a sonar la fanfarria del Bienvenido Mister Marshall, pero esta vez a ritmo de polca. El dinero de quienquiera que lo tenga —conseguido, además, de la forma que sea, pues ante lo lícito, o no, de su procedencia toca cerrar los ojos— ya está aquí para pagar lo que haga falta. Qué más da que sean huertos de cerezos, olivos o naranjos. Los nuevos compradores buscan sol y playa. Se oyen de nuevo los cantos de sirena sobre el valor del ladrillo, pero el hedor de aquellos años del pelotazo —“en el imperio de la corrupción”, tomando la expresión del texto de Comadira— todavía persiste.

 
Fotografías de May/Zircus para el TNC.