Últimas palabras de un condenado a muerte
A primera hora de la mañana del lunes 17 de enero de 1977, un pelotón de fusilamiento formado por cinco policías municipales se desplaza hasta una fábrica de conservas de Utah. Este extraño escenario, reconvertido en casa de los horrores, es el lugar elegido para la ejecución del asesino Gary Gilmore. Los anónimos ejecutores permanecen ocultos detrás de una cortina en la que destacan unos pequeños agujeros a través de los cuales disparar.
Gilmore, con gesto tranquilo, se sienta al fondo, en una silla provista de correas tras la que se han colocado varios sacos de arena y un viejo colchón con los que amortiguar los disparos. Un hombre lee la sentencia; luego le pregunta si tiene algo que decir: “¡Hagámoslo!” (“Let´s do it!”), responde Gilmore, que se inclina a ambos lados para intentar ver los rostros de sus verdugos. Todo sucede en muy poco tiempo. Con una calculada teatralidad (el ritual que celebra toda muerte o todo nacimiento), un capellán pronuncia en latín unas breves oraciones. Es la última vez que Gilmore puede contemplar el mundo. Tiene 37 años, la mitad los ha pasado encerrado. Varias decenas de personas, en medio de una tensión insoportable, presencian la escena. De pronto, cae sobre sus ojos un fatal telón negro cuando el verdugo le coloca una capucha y una pequeña diana de tela que fija con ayuda de unos alfileres a la altura de su corazón.
Gilmore, siendo casi un niño y fascinado con la vida de los grandes bandidos, comenzó a soñar con organizar su pequeña banda. Poco después, en sus primeros y torpes intentos por hacerse con un arma, acabó por ser detenido y enviado a un duro correccional de menores situado en Woodburn, Oregón. Quince meses más tarde, tras sufrir todo tipo de vejaciones que endurecieron su carácter, conoció muchos más detalles sobre la vida del hampa, de los atracadores y los matones; nada más salir, fue nuevamente detenido. Hasta su muerte, nunca pasó más de ocho meses en libertad.
Los tiempos de la adolescencia se esfumaban. En 1962 atracó una tienda, por lo que fue juzgado y condenado a quince meses de prisión, durante los que desarrolló sus propios trucos de supervivencia. Era una cárcel dura y despiadada, una trituradora de hombres, así que se inventó una pavorosa historia, según la cual había matado a un hombre asestándole un sinfín de puñaladas, lo que le valió la imagen de tipo duro. Y consiguió sobrevivir. Las cárceles de Estados Unidos eran, en la mayoría de los casos, centros de castigo brutales y Gilmore, no dispuesto a ceder, fue víctima de una política criminal de drogas que pretendía reducir la conflictividad entre los muros: fue forzado a tomar grandes dosis de Prolixin, un potente sedante utilizado de forma generalizada en numerosas prisiones. El castigo era metódico. Tras participar en un motín, fue sometido a sesiones del mencionado fármaco dos veces a la semana durante cuatro meses, lo que le provocó unos efectos físicos devastadores.
Poco a poco, a pesar de no haber terminado sus estudios, comenzó a interesarse por el arte y a devorar todo tipo de libros. Al salir de prisión continuó esta fascinación, pero al mismo tiempo seguía dando palos y soñando con ser un legendario atracador. En 1972 regresó a prisión para cumplir una condena de nueve años, de los que cumplió cuatro. El tiempo pasó lentamente, hasta que en abril de 1976, gracias a la insistencia de varios familiares, obtuvo su libertad. Al salir, su ciudad había cambiado, pero en realidad era todo el país el que había cambiado. Incluso él: vestía ropa de los sesenta y se sentía desubicado. Varios familiares suyos le consiguieron contactos y algún trabajo temporal, con lo que intentó normalizar su vida (conoció a una mujer y comenzó a hacer lo que se supone que todo el mundo hace…). Sin embargo, robaba cualquier cosa. Lo hacía de forma mecánica y compulsiva. En una ocasión, apareció con unos esquís.
Todo se precipitó un día en que, empuñando una Browning automática, se dirigió hasta una gasolinera cercana. Tras robarle veinticinco dólares a su único empleado y sin motivo alguno, lo asesinó fríamente en los servicios. Unos días más tarde, también acabó con la vida del encargado de un motel, su segunda y última víctima. Tampoco existió motivo alguno. A las pocas horas fue detenido.
Durante su juicio, el fiscal solicitó la pena de muerte, asegurando que Gilmore seguiría matando y que no podía ser puesto en libertad. El jurado, por unanimidad, acordó la medida y, seguidamente, el juez le ofreció la posibilidad de elegir cómo deseaba morir: debía elegir entre ser ahorcado o ejecutado por un pelotón de fusilamiento. Gilmore, aparentemente tranquilo, escogió la segunda opción.
El caso generó una enorme expectación; hacía una década que no se ejecutaba a nadie y su caso reactivó el debate sobre la pena de muerte. La espera hasta su ejecución fue sin duda un castigo añadido: “He pasado entre rejas dieciocho años de mi vida y no quiero seguir en este agujero veinte más. Prefiero morir”, confesó. A pesar de que sus abogados habían apelado, Gilmore contrató a un nuevo abogado, que era además escritor. Su objetivo era retirar el recurso y ser ejecutado cuanto antes. Al mismo tiempo, escribiría su historia. No estaba solo; varias asociaciones de defensa de los derechos civiles presionaron en favor de Gilmore, intentando que se le conmutase la pena, a pesar de que este no era su deseo. Mientras tanto, se había convertido en una figura famosa y Playboy, entre otras revistas, publicó en portada una entrevista suya. El escritor más rápido y que mejor lo hiciera alcanzaría el Olimpo. Ese Olimpo estaba reservado para Norman Mailer, que tardó poco más de un año en terminar su famoso libro La canción del verdugo, que narra la historia de Gilmore, y con el que recibió el Premio Pulitzer en 1980.
Ahora estamos en los instantes siguientes al fusilamiento de un hombre condenado a muerte que eligió la forma en que moriría y que, pese a todas las previsiones, luchó por precipitar ese final. Estamos ante la fábrica de conservas convertida en patio de ejecución, la capucha negra, el parche de tela a la altura del pecho. El artista Monte Cazazza, al frente del colectivo COUM Transmissions/Throbbing Gristle —inauguradores del fenómeno punk antes de que nadie escuchase esa palabra gracias a su performance Prostitution—, inmortalizó el escándalo mediante una genuina estafa artística. Cazazza, aprovechando la falta de imágenes del momento decisivo, envió varias fotografías suyas simulando ser Gilmore y en las que aparecía encapuchado y sentado en la silla. La grandiosidad de la instantánea (la muerte mecanizada y la brutalidad del sistema en plena orgía) hizo que un periódico de Hong Kong las diera por buenas y publicase. Es el ojo obsesivo, la realidad que tiene que ser expresada en imágenes para mostrarse aún más real. Cazazza triunfó y fue uno de los primeros que supo ver el fenómeno que provocó su caso: un desfigurado Gilmore había dejado de ser una persona para convertirse en un personaje. Podía ser juzgado mediante criterios estéticos. Gilmore era arte.
Hace años conocí a una italiana que había asesinado a su casero. Había llegado a Madrid buscando una vida mejor, pero a los pocos meses entró en una sórdida espiral; sin trabajo ni esperanzas, vivía su particular infierno. Durante ese descenso, algo salió mal. Una noche, al llegar al destartalado piso que compartía, se inició una violenta discusión con su casero, que alquilaba el piso por horas a los yonquis. La discusión, motivada por una pequeña deuda económica, derivó en insultos y amenazas. El casero, perdiendo los estribos, esgrimió un cuchillo de cocina y, segundos más tarde, se lanzó a por ella. Pudo esquivarlo, pero cuando el cuchillo cayó al suelo, ella lo cogió y acabó clavándoselo en el pecho. La herida era pequeña, casi minúscula. No había sangre, tan sólo un pinchazo. El hombre, sorprendido, salió del piso sujetándose la herida. Cuando ya estaba en la calle y después de andar unos pocos pasos, se desplomó. Agonizante y esperando la llegada del Samur, le confesó a un policía quién había sido la autora de la herida: “La italiana, ha sido la italiana”, logró balbucear, tras lo cual falleció.
Esa frase resultó determinante para que fuese condenada. Estos son los últimos instantes en la vida de una persona. Todo el mundo cree que aquello que decimos antes de morir tiene el peso de una sentencia definitiva; no puede existir un plan para causar daño o perjudicar a alguien por lo que decimos. En primer lugar porque es casi imposible planearlo y, en segundo lugar, porque posiblemente no estaremos para presenciar el efecto causado. Por tanto, esa frase era cierta y no admitía duda alguna. Gilmore, por su parte, eligió un “¡Hagámoslo!”, que no suena heroico sino cansino y pesado; deseaba desaparecer, acabar, bajar el telón.
Hoy contemplamos ese atrezo macabro de la fábrica de conservas donde acabaron con Gilmore y lo vemos como parte de un ritual casi artístico, algo parecido a lo que hicieron varios artistas de la escena punk y avantgarde norteamericana; en una de las portadas de Search & Destroy, el legendario fanzine de San Francisco editado por V/Vale, una performance punk mostraba un hombre convertido en diana. Alguien apuntaba a una diana pintada sobre su torso desnudo: Gary Gilmore en clave punk. No fue el único ejemplo de que el arte es capaz de canalizar maravillosamente la monstruosidad de su tiempo. Gilmore, días antes de su ejecución, había pedido que sus córneas fueran donadas a quien las necesitase y, horas más tarde de su ejecución, fueron trasplantadas con éxito. Desde Inglaterra, la banda punk The Adverts, impresionados por esta historia, compuso una canción titulada Gary Gilmore’s eyes que fantaseaba con una persona que había recibido los ojos del ajusticiado, como si fuese el argumento de una mala película de terror en la que los ojos terminan poseyendo a su portador y el odio homicida volvía a cobrar vida.
Las ideas viajan en el tiempo, portando su estilo y lenguaje. La famosa última frase de Gilmore se convirtió en un mensaje potente y devastador, quedando en el inconsciente colectivo. Finalizaban los años setenta (una década de transición en busca de un escenario nuevo tras el final del posromanticismo sesentayochista y la crisis económica), y los ochenta dieron lugar al yuppie, al héroe urbano, al emprendedor. “Nada es imposible” podía ser el mayor eslogan de la época, o al menos el más bello y, por supuesto, también el más falso de todos. Pero funcionaba, y “¡Hagámoslo!” pasó a ser la frase de los ochenta, o una de ellas. Por supuesto, habían pasado un buen puñado de años y el público no evocaba la tétrica silla con las correas ni el viejo colchón a modo de amortiguador. La frase, usurpada de su contexto original (lo que tenía de tedioso en boca de Gilmore), se volvió agresiva y aventurera. Pura poesía, la demostración de que la vieja idea anarquista era terriblemente cierta: todo acto de destrucción es también un acto de creación. Nike tomó la frase para su campaña “Just Do it”, fechada en 1988 y obra de la agencia de publicidad Wieden & Kennedy, y “Let's Do It!” se convirtió entonces en “Just Do It” (“Sólo hazlo”).
La historia de Nike, fascinada por las posibilidades del crimen, permaneció soterrada y casi oculta, quizá por la incomodidad de defender esa herencia sin salir dañada, ofreciendo la imagen de que cualquier cosa es posible para la publicidad y que el capitalismo, con su carga pragmática y aséptica, funciona mejor desde los extremos. En Art & Copy (2009), un documental de Doug Pray, Dan Wieden, uno de los cofundadores de la agencia, reconoció y dio por válida su conexión con Gilmore.
Wieden podía hablar libremente e incluso alardear de aquella “gamberrada”. A finales de los ochenta, la frase seguía impactando pero ya no era tan reconocible. La marca definía su época con unas zapatillas deportivas capaces de vencer cualquier obstáculo y alcanzar cualquier meta. El eslogan fue impreso en vallas publicitarias, ropa y todo tipo de fetiches promocionales. Más aún: Nike contrató a un ejército de grafiteros que inundaron Nueva York de grafitis con el famoso eslogan, como si no hubiera sido creada por ningún publicista ni en ninguna oficina, sino surgida desde el asfalto. América hablando. Una autenticidad a prueba de balas. La marca convertida en carne de su carne.
Servando Rocha
Servando Rocha (Santa Cruz de La Palma, 1974), editor en La Felguera Editores y escritor, participa desde hace veinte años en distintas expresiones radicales relativas a la creación artística y el activismo político. Su última obra es Nada es verdad, todo está permitido. El día que Kurt Cobain conoció a William Burroughs (Alpha Decay, 2014).