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May Paredes

La niña que viajó al fin de la noche
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Fotografías de Ricardo Rubio

I

Yo era una niña revoloteando en una selva humana disparatada. Tenía doce años cuando pisé el Rock-Ola por primera vez, merodeaba con mi emoción de niña en un paisaje prohibido para las chicas de mi edad. No hubo excesivo drama por ello en mi casa, seguramente porque mis padres, que habían vivido los años negros del franquismo, deseaban para sus hijos otros aires de libertad. Salía con mi hermana, que tenía un año más que yo, y nos vestíamos y maquillábamos como estrellas de la noche. Mi madre nos daba dinero para el taxi de ida y el de vuelta, porque quería que fuéramos en taxi. Hombre, es verdad que a mi padre le costaba un poco más esa situación. El ambiente tremendo en que nos movíamos y, por supuesto, nuestras pintas: yo llevaba un día el pelo rubio, otro día de color rosa, otro, azul. Y al día siguiente tenía que ir al colegio con esos peinados tan estrafalarios. A mi padre se le atragantaba un poco el asunto, pero tampoco se sublevaba. Mi madre era más tolerante a pesar de haberse criado en un ambiente muy católico, de disciplina dura. Pero bueno, la mujer siempre fue brava, se casó embarazada de mi hermana, lo que se dice “de penalti”, y mi madre no quería que nosotras viviéramos la represión que ella había sufrido durante toda su vida, lo único que nos exigía era que no dejáramos de estudiar. Ella había estudiado Magisterio y trabajaba como enfermera, y no era esteticién, como llegó a escribir Juan Carlos de Laiglesia en un libro de esos de la Movida que publicó. Decía que éramos hijas de una esteticién, pues no, que quede claro. Pobre, si no sabía ni darse colorete.

De todas formas teníamos broncas en casa, claro, porque muchas veces nos pasábamos del horario establecido. Lo bueno era que aguantábamos la noche sin beber nada de alcohol; bueno, algún Jeromín, que era la marca de las botellitas de champán del Rock-Ola, caía de vez en cuando. Y a mi lado, ese continuo trajín de sexo, drogas y rock and roll. Yo era una niña que jugaba en un mundo de adultos. No me chocaba nada porque yo no había vivido la represión ni esa época oscura de años atrás. A mí me cuadraba perfectamente ese mundo feliz por el que paseaba. El Rock-Ola lo conocí a gracias a Ana Curra, porque mi madre, un verano, se puso firmes con nosotras y nos mandó a El Escorial, donde vivía Ana. Y fue mucho peor el remedio, porque ahí había un rollo serrano de primera. El pincha de una de las discotecas a las que íbamos era el hermano de Ana y nos hicimos muy amigas. Así que después de ese “castigo” veraniego seguimos nuestra relación en Madrid. Y nunca dejamos de estudiar, éramos buenas de día, sacando buenas notas en el instituto Beatriz Galindo, y mejores de de noche, puntuando también lo suyo. Así que entre mis pintas espectaculares y mi manera de mirar, comportarme y hablar, me iba abriendo camino, y por supuesto no le decía a nadie que tenía trece años.

Borja Casani me publicó un cuento en la revista La Luna, fue mi primera colaboración. Era un relato que hablaba de rastafaris, una historia muy surrealista; un pueblo, que podía ser cualquier pueblo de España, en el que se instalan unos rastafaris, que a mí me parecían unos perroflautas, o algo similar, porque yo tenía un mundo muy ideal, eran unos melendis de la vida a los que había que destruir y morían enterrados en cal viva y todo eso. Borja fue un valiente al publicar aquella majadería, cuando me acuerdo de ello me entra la risa. Luego repetí en la misma revista con otro cuento que se llamaba La oveja asesina: una oveja que, harta de ver cómo los lugareños se cargaban a las ovejas, decidió vengarse y hacerse carnívora y comerse a la gente del pueblo. Luego también publiqué otro, que tuvo mucho éxito, acerca de un niño al que habían amputado las piernas y los brazos al nacer para venderlos a un superviviente de aquel accidente de avión de Los Andes. El niño, el pequeño Ventosa, nació en un entorno muy infeliz; sus padres, que eran toxicómanos, cerraron un trato con ese superviviente del avión que era aficionado a comer carne humana. Y cuando a los padres se les acaba el dinero que habían recibido, entregaron a la criatura a un circo donde lo usan como niño bala. Entonces el niño se enamora de la trapecista Lulubel, que es muy guapa, pero ella es la amante del domador Olaf, el bello Olaf, así que más sufrimiento para el pobre chaval. Poco después llegó al circo un prestigioso científico, el doctor Doolittle, y se lo lleva a Estados Unidos a hacer experimentos con él y le crean unas piernas y unos brazos artificiales para que el chaval pudiera tener autonomía y moverse. Por allí andaba una enfermera llamada Elisabeth, que estaba fascinada por él y convencida de que Ventosa le amaba, pero el chico conoce a una chica en un parque de Nueva York y cuando le va a dar el primer beso, Elisabeth, ciega de celos, le controla con los mandos y le redirige a la casa-clínica donde vivían. El pequeño Ventosa no resiste más y muere de pena. En fin, al paso de los años mis argumentos literarios se fueron puliendo y alcanzaron otro calibre.

II

Llamaba mucho la atención y siempre tenía una corte a mi alrededor, más que corte, un corrillo de pelotas. En fin, que tenía muchos fans y llegaron a decir de mí que era la musa de la Movida, hay que ver, siempre me pareció muy curioso ser la musa de un ente, no de un ser en concreto. Incluso me pidieron que presentara un acto surrealista en el Rock-Ola junto a Santiago Auserón y algunos otros que estaban tan alucinados como yo. Fue como un acto de puertas abiertas al mundo, entraba la gente y nos veía como si fuéramos frikis extraños, otras especies humanas. Nos entraban los chicos, rockeros famosillos de la época, no sé, y nos decían a mi hermana y a mí que les dábamos mucho morbo, y mi hermana apostillaba: lo que no da morbo es un estorbo. En fin. Pero las chicas que me rodeaban solían ser muy malas y se portaban fatal conmigo. Me utilizaban para sus oscuros intereses y luego me abandonaban como a un trapo. A mí me hacían creer que me querían y yo me lo creía, me lo creía siempre porque era muy cándida, pero al final me di cuenta de que todo era una farsa. A través de las mujeres también he descubierto la maldad, porque las hay malísimas del todo.

Había muchas fiestas casi todas las noches y todas tenían su historia. Cuando vino Andy Warhol a Madrid, en enero de 1983, montaron una fiesta en casa del galerista Fernando Vijande y me invitaron. A mí me daba un poco igual que estuviera Warhol o que no, ésa es la verdad. Mi aspecto era bastante espectacular, pero yo no era consciente de ello, me inspiraba en las malas de Walt Disney y en una serie que se llamaba Enrique VIII y sus mujeres, en la que el tipo llevaba anillos en todos sus dedos, y yo copiaba esas cosas. Mi imaginería no venía del punk precisamente, bueno, algo de ello siempre caía, pero yo lo llevaba todo a mi mundo particular porque, a fin de cuentas, ¡yo era una niña!, y todo era como un juego. Con ocho años era casi una especialista en cine clásico, me encantaba Theda Bara, la primera vampiresa de la historia del cine, tenía mucha influencia del Hollywood maravilloso de Griffith, Cecil B. DeMille, Gloria Swanson y todas las superdivas fantásticas como Marlene Dietrich o Paulette Goddard, y me basaba mucho en ese mundo de femme fatale, era todo un juego. Yo no me tomaba casi nada en serio, los días iban pasando y yo con ellos. En fin, creo que fue Pito Cubillas, un manager de bandas históricas de Madrid, quien me coló en esa fiesta de Warhol. Claro, la idea de todos ellos era enseñarle a Warhol lo más moderno de Madrid, no ibas a llevarle a la señora Encarna, y ahí estaba yo y otras figuras del momento. El caso es que yo me sentí como un mono de feria, estaba claro que me habían llevado por mis pintas, nada más, a nadie le interesaba lo que pudiera contar o sentir, nada, todo eran posturas. Me sentí utilizada. Hablé un ratito con Warhol, que parecía encantado, y le dije que me quería ir de allí, y también le dije que llevábamos una peluca muy parecida, lo que le resultó muy divertido. Pero el hombre estaba rodeado de petardas, de mariconas, de buscadores de no se sabía qué, yo sentí bastante vergüenza ajena porque había ríos de baba por todos lados. Y yo puedo asegurar que no estaba deslumbrada por Warhol, eso no significaba que no respetase su trabajo, pero no iba a caer rendida a sus pies.

Sin venir a cuento ni causa justificada, mis primeras salidas y mis primeros amigos eran gays, maricones. Pedro Almodóvar, Miguel Ángel Arenas ‘Capi’, Fabio McNamara, Pablo Pérez-Mínguez, al que siempre quise mucho, no sé, íbamos a un bar de ambiente que se llamaba Ras, en Chueca. Y Pedro estaba siempre conmigo y me invitaba a participar en cortometrajes suyos y esas cosas. El juego seguía y yo no tenía ninguna pretensión. Ufff, nunca me ha gustado hablar de eso de la Movida porque siempre he tenido claro que le faltaba algo, para mí, esencial: ternura, le faltaba mucha ternura y humanidad. Había muy poca gente que reuniera esos valores, y Pablo Pérez-Mínguez era uno de ellos, un tipo con mucha clase humana de la que carecía la mayoría de los que pululaban por ahí, Pedro Almodóvar, el primero. El caso es que el tema del mundo gay cada vez me aburría más y no me hice homófoba de milagro, porque eran muy malas, de verdad. Al ver cómo se relacionaban entre ellos vi la peor cara del mundo, fue un gran sopapo. Había mucha mezquindad y mentira, mucha falsedad e hipocresía. Eran una manada de lobacas. Vi cómo caía gente noble como Fabio McNamara y cómo fue utilizado para mayor gloria de Almodóvar. Las mejores frases, las mejores películas y lo más divertido que se pueda recordar de Pedro Almodóvar eran majaderías que se le ocurrían a Fabio por las noches. A partir del momento en que Pedro se desprende de Fabio es cuando comienza a ponerse intenso y nos damos cuenta de que no tenía, y no tiene, nada que contar. Y como eso lo he vivido yo muy de cerca, lo puedo decir.

III

Quizá por esos tiempos fue cuando ya empecé a darme cuenta de que carecía de la capacidad de sorpresa, igual que el que no tiene melanina, o el que no mueve la pierna cuando el médico golpea su rodilla con un martillito, pues yo dejé de tener capacidad de sorpresa, quizá nunca llegué a tenerla. Yo veía que mucha gente se quedaba atónita, con la boca abierta ante ciertas cosas, no sé, se horrorizaba, a mí no me pasó eso. ¡Pero si hasta montaron un grupo de música para mí: May La Piel! Ésa fue una etapa muy divertida, actuábamos en garitos de Madrid con Fleco Conde y Carlos Burguete, ellos se ocupaban de la música y yo de escribir las letras y de cantarlas, y teníamos nuestra corte de seguidores. Pero hay algo que siempre he acabado echando en falta, sobre todo según avanza el tiempo: no haber vivido el tiempo de la niñez. Es una sensación extraña, pero no deja de latir dentro de mí. A lo mejor estoy equivocada e hice lo correcto, pero creo que no. Es una duda que tengo ahí y no acaba de despejarse. Nunca sabré si hubiera sido mejor para mí haber vivido a los 12 y 13 años con gente de mi edad, al menos un par de años. Si no hubiera sido tan bicho raro… Pero lo que sí tengo claro es que el pasado no me pesa y lo tengo muy presente en mi presente, y me hace ser mejor.

Abandoné ese mundo gay para siempre y me pasé al planeta hetero y, gracias a Dios, apareció en mi vida Jorge Berlanga y me rescató de todo eso. Como él solía decir: yo te crié a mis pechos. La noche que conocí a Jorge me dijo que había encontrado a su Lolita. Bueno, Jorge era muy fetichista y se moría por mis pies y me pintaba las uñas y bebía en mis zapatos de tacón, alguna vez tuve que darle un capón, o una bofetada, pero bueno, así es la vida de las lolitas, y se entregó a cuidarme de forma exagerada. Cuando yo tenía un capricho se lo pedía, una hamburguesa, una coca-cola, lo que fuera, o dinero para un taxi, era una protección malsana la que teníamos y que se prolongó hasta el final, hasta su muerte. Jorge fue otra de las sensaciones más tiernas que viví en aquella época. La verdad, éramos una pareja imposible, él con su traje de Pierre Cardin y zapatos marrones y todo eso, y yo, como siempre, pero fue inolvidable. Me decía, vámonos a Sevilla, y nos íbamos a Sevilla, era mi paladín y nunca fue mi novio. Le recuerdo con un cariño infinito, ojalá estuviera sentado ahora a mi lado jugando al pimiento verde, como tantas veces. No tengo dudas de que fue él quien me descubrió la ternura. ¿Alguien puede entrar en un Vips a lo tonto a las tres de la madrugada y pedir un té con leche y una ración de bígaros? Yo lo hacía y Jorge me lo traía encantado a la mesa.

Entre todo ese alboroto, con Jorge por el medio, se cruzaba el aroma de los chicos y flirteos más o menos serios, y muchos de fotonovela. El caso es que en un viaje a Londres para estudiar inglés conocí al bajista de un grupo que se llamaba The Lords of the New Church, me acuerdo del nombre del grupo, del nombre del chico no, y luego vinieron a tocar a Madrid, al Rock-Ola, y bueno, estuvimos hablando durante un tiempo, el bajista y yo, y ahí lo dejo. Yo siempre había estado enamorada de Ian Curtis, de Joy Division; nunca he sido mitómana, pero Curtis fue siempre mi referente desde niña, pero me duró muy poco el idilio platónico porque el chico murió muy pronto, en 1980, o sea cuando yo tenía once años. Ocurría que, por alguna razón, sin ser la mujer más guapa del mundo, siempre tenía mucho tirón con los hombres hasta que, pasado el tiempo, me emparejé en serio y dejé de ligar. Pero antes de ese novio de mi vida se cruzó en mi camino una superestrella del rock, culebrón underground algo paranormal, en plan Cuarto milenio. El caso es que estaba en una fiesta en París, ya pasaba de los veinticinco, sola y aburrida como una ostra, y aparecieron dos seguratas y me dijeron que Jon Bon Jovi quería hablar conmigo. Y yo no tenía ni idea de quién era ese señor, no le conocía de nada. En mi mundo no se escuchaba ese tipo de música. Y yo me negué a levantarme de mi sitio, que venga él, les dije a los forzudos. Entonces apareció el Bon Jovi y no podía entender que no me fascinara por su figura. Hablaba sin parar y yo solo quería que se largara. Al final le dije que, si quería, al día siguiente yo le podía enseñar un museo. Y se presentó por la mañana en mi hotel y el tío había ordenado cerrar una zona del Louvre para nosotros. Vaya, me dije, sin inmutarme en exceso como era mi costumbre, pasta debe de tener. Lo que le reproché es que no hubiera ido un poco más allá para que me dejaran fumar dentro del museo. Luego fuimos a comer y yo tenía el vuelo de regreso a Madrid por la tarde, y uno de sus secretarios me llevó en coche al aeropuerto. Poco después me llamó por teléfono y me dijo que me enviaba un avión para que nos viéramos en una ciudad de Europa, qué cosas. Yo me dejé llevar, carpe diem, no había rollo sentimental ni nada de nada, y eso que era una mujer libre, acababa de terminar una relación y no sentía que engañaba a nadie. La fascinación, en este caso, venía por su parte. Fue un episodio festivo y fui muy interesada. Solamente quería viajar y darme un homenaje de lujazo hasta que me hartara del todo. Era un delirio, en un gran hotel de Montecarlo le pedí al maître el diario As, por pedir algo raro, ¡y me lo trajo! A los tres cuartos de hora, sí, pero lo trajo, y yo le dije al maître: ¡estás tardando! Y no me faltó el As ningún día de los que estuve allí alojada. Jon era bastante pelmazo con el rollo del culto al cuerpo, nada de alcohol y todo eso, mientras que yo estaba pendiente de que Alejandro Talavante confirmara la alternativa en Las Ventas, así que había que escapar enseguida de esa viñeta. Y, como se suele decir, quedamos tan amigos.

IV

La mierda fue cuando caí al vacío, desesperada por culpa de un desamor. Ese mal rollo me generó una tremenda inseguridad. Me empezó a doler el alma y tuve que buscar una medicina para el alma. La utilicé, me llegué a calmar, me hizo más fuerte y logró que volviera a reconocerme. Tuvo sus efectos secundarios, claro, pero también fui capaz de salir de eso y volví a la May original. Fueron dos años oscuros hasta que llegó la catarsis, me di cuenta de que no podía seguir en ese mundo destructivo porque amaba la vida. Me miré al espejo y volví a saber que la chica que me gustaba era la May primigenia, la May inocente, la ingeniosa, la simpática, la ocurrente, y la salvé. Sin dramas ni heroísmos, como los toreros que no se miran la herida tras ser corneados. Sentí que había estado muy rápida porque estuve en el último de los límites para meter la pata hasta el final. ¡Me echaba tanto de menos! Mi mundo vuelve a ser del tamaño que quiero que sea. Me quedó claro que la belleza, la fama en Madrid, ser la musa de la Movida no me aportó mejor fortuna, por el contrario, no me fue muy bien. Ahora estoy enamorada de mi primer amor de mis noches de niña en el Rock-Ola, y me siento verdaderamente feliz. Y con este soneto de Lope que me sabe a dry martini me quiero despedir.

Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;

no hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;

huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor suave,
olvidar el provecho, amar el daño;

creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor, quien lo probó lo sabe.

*

A May Paredes (Madrid, 1969) la llamaron musa de La Movida. Es escritora y articulista, con estudios en Filología Hispánica e Inglesa. Conduce, junto a Maria Maier, el programa de EEM Radio Almas perplejas. Madridista y dotada con oído absoluto.

 

La polaroid y el cartel de la Fotofiesta en el Instituto Cervantes de Beirut han sido cedidas por May Paredes.