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Mariano Torrubia

Historias desde el más allá de un cartujo fino
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Con el pintor Mariano Torrubia, Germán Pose inicia LA MALA FAMA, una serie de entrevistas-río con personas clave en la historia cultural española contemporánea, presentadas como narraciones en primera persona.

Fotografías de Ricardo Rubio

I

Si no fuera por mis perrillas, Minnie y La Maña, ya me habría quitado de en medio, lo digo de verdad. Pero que conste que por morirme no me va a dar.

Me trajeron a Marqués de Vadillo con cuatro años pero seguía yendo al colegio de la calle Santa Isabel, junto a los cines Doré y el mercado de Antón Martín. Luego, en San Isidro, la Colegiata, yo hice el COU, con dieciséis años. Lo hice tan pronto porque cumplía los años el 27 de mayo, un año antes que casi todo el mundo. Me apunté porque hubo un curso piloto de COU experimental, la primera vez que se hacía COU, y yo me apunté porque tenía muy buenas notas, tenía todo dieces en el colegio. Y me apunté y elegí Matemáticas, Física e Historia del Arte. Que eso ahora sería impensable. Si vas por ciencias, vas por ciencias, y si no, por el otro lado. A los catorce años tienes que tener claro cosas que nadie las va a lograr tener claras en su puta vida. Ciencias o Letras, eso es un atraso. Yo siempre he dicho que el Pitágoras se definía él mismo como poeta, no como matemático, y sí, todo filosofía, pero ahora se empiezan a enterar.

Así que yo, todos los días, con cinco años, me iba en el tranvía desde Marqués de Vadillo al barrio de Atocha… Me daba la vieja el billete de ida y vuelta, y luego la abuela, que se vino con nosotros al Vadillo, me daba también el dinero para el billete. Y yo tan contento. Me subía por la parte de atrás, donde estaba el cobrador, como subido en una tarima con la máquina de despachar billetes al lado. Yo era el chinorri, y un poco el juguete de todos los que subían al tranvía… porque yo lo que alcanzaba a ver siempre eran las braguetas de los viajeros, a ver, si era un enano. Entonces el cobrador me cogía y me llevaba a su sitio y cuando vendía los billetes me decía, chico, dale aquí, y yo le daba y salía el papel del billete. Pero nunca me cobraba a mí, así que el viaje me salía redondo. Me llevaba los dos reales de la ida de la vieja más los dos reales de la vuelta, y luego mi abuela también me daba para el billete, y el cobrador no me cobraba, era la hostia.

Joder, y luego estábamos ahí, en el Puente de Toledo, por el barrio de la Quinta del Sordo, donde pintaba el Goya sus pinturas negras. La Edad de Oro de las pinturas desde Altamira para mí es el tío Paco, el Goya, el antes y el después. Yo creo que soy algo así como el nieto de Goya, lo juro. Como la Edad de Oro del toreo con Belmonte, el flamenco con Camarón, en el jazz Miles Davis, Coltrane o el pájaro Parker. Porque ahora, ¿dónde está el duende? La Beyoncé ésa, no me vas a decir que lo tiene por mucho culo que tenga. Oyes cualquier cosa de la Billie Holiday y te pone los pelos de punta; estas tías de ahora, ¿qué voz tienen? Yo a la Madonna no la he entendido en mi puta vida… Y ahí estábamos en la calle. Te subías a un árbol, ahí, en General Ricardos, yo me llegué a mear una vez en la barbilla. Jugábamos a ver quién llegaba más lejos meando, y las abuelas: ¡¿Qué hacéis ahí, guarros?! Y venía el tranvía y le poníamos bolos de pedernal en los raíles y el tranvía bajaba dando botes, ¡clon, clon, clon!, una barbaridad. Una vez se cayó un tranvía que pasaba por el Puente de Toledo al río Manzanares, pero ahí nosotros no intervenimos, eh?, y hubo un montón de muertos… Y yo iba en el tranvía que iba detrás del accidentado. Que me libré por los pelos.

Pero bueno, estábamos todo el día en la calle y jugábamos a todo. En el descansillo de la casa jugábamos a los toros, nos juntábamos con un montón de cartones y nos los atábamos con unas cinchas y con una espada que teníamos hacíamos todas las suertes. Y un día el Manolo, mi vecino, entró a matar con tanta saña que atravesó los cartones y me pegó en todo lo alto, ¡que cabrón, el Manolo! Y luego las dreas, peleas a pedradas, salíamos del cole, ¡drea, drea! Y había dos bandos y nos liábamos a pedradas unos contra otros, y llegabas a casa echando sangre por la cabeza y encima te la cargabas con tus viejos. Yo qué sé… Ahí jugabas con todo, al balón, bueno, el balón, hacíamos un balón con las primeras botellas de plástico que hicieron, las rellenábamos de papeles y a jugar, así éramos de virgueros. Yo he estado hasta los 55 años jugando al fútbol sala en primera división. Había que ser muy fino con esas botellas, pisabas el pitorro, subía la botella y, ¡zumba!, una volea magistral. Porque balón, lo que se dice balón, no tenías, y cuando lo tenías, si no te lo pillaba el tranvía o un coche, salías agradecido. Allí en el Campo del Moro era la hostia, tenías que regatear a los del equipo contrario y luego, también, a los árboles, porque en mitad del campo habría veinte o treinta árboles. Así que tenías que contar con los rivales y con los árboles, que, ojo, también te ayudaban a veces, porque hacíamos paredes con ellos. Y cuando estábamos en casa jugábamos en casa, en el pasillo; una vez que vino el viejo un poco a destiempo nos pilló jugando en casa con un balón de esos de reglamento antiguos que pesaría 18 kilos, joder, vamos, el más burro de los que jugaban con ese balón no llegaba al centro del campo desde su portería, y ahora, claro, con los balones que juegan ahora ya podrán. Cuando jugaba en el Betis San Isidro, que estaba en Tercera División, cuando aún no había Segunda B ni hostias, eso era una división estelar, nos costaba la pasta jugar. Ahora aún algunos cobran en esas divisiones, pero nosotros soltábamos la pasta, no mucha, y el que pudiera, claro. Pero jugaba cuatro partidos o más al día porque me molaba. Con el Betis San Isidro, y luego al fútbol sala con el Torrejón y lo que nos echaran.

II

Pero bueno, estaba haciendo el COU ese experimental en el San Isidro y se cayó el techo y habilitaron un espacio en lo que es ahora el Reina Sofía, que eso era fantasmagórico, eso era la hostia, aquellas salas enormes, y las clases estaban arriba y hasta que llegabas era todo un mundo. Y allí nos pusieron a hacer el COU, y de profesores tenía al Íllora ése, que tenía más de setenta años y era amiguete del Valle Inclán y me contaba unas historias que yo flipaba. El de Física era el Iriarte, que era otro genio pero estaba como una regadera. Acabé el COU con todo dieces, menos un seis en Matemáticas Especiales, pero es que nos tirábamos toda la clase jugando al fútbol y me gritaba desde la ventana del aula el catedrático de la materia: ¡Torrubia, suba a clase inmediatamente! Y yo le decía: ¡Espere profe, que marquemos otro gol! Y así íbamos.

Para entrar en la Facultad de Arquitectura había númerus clausus, pero yo ingresé sin problemas porque tenía unas notazas en general. Uno de los cerebros internacionales de la Arquitectura era el profesor Bidaurren. Yo gané un premio muy importante el segundo año de Arquitectura, la única alegría que le he dado al viejo, creo. Se presentaban todas las escuelas de arquitectura de Europa y de Estados Unidos, había que hacer un proyecto y un colega y yo nos pusimos manos a la obra y planteamos una Catedral por todo el morro, un pedazo de virguería, yo mismo me quedé flipado… Por cierto, no me devolvieron ninguno de esos trabajos, qué hijos de puta, los carboncillos que hacía no me los devolvían nunca, sé que a todo el mundo se los devolvían, pero a mí, no. Los míos siempre se extraviaban. Es que eran muy buenos y, claro, seguro que los vendían por ahí los muy cabrones. Yo dibujaba muy bien y había gente que para lograr pasar la prueba de ingreso en Bellas Artes me daba 5.000 pesetas por hacerle el dibujo. Me parecía una tontada, joder, si querías estudiar Bellas Artes tenías que ir antes a una Academia de Dibujo para que te enseñaran a dibujar, que es lo que deberían hacer en Bellas Artes, pero nada. En fin, el caso es que había la cátedra de Proyectos 1, de Bidaurren, y la de Proyectos 2, que estaba a cargo de Ricardo Bofill, y los dos me cogieron a mí de niño bonito. Porque, la verdad, es que flipaban, me daban seis pilares y les sacaba una réplica de la Catedral de Chartres. Les montaba unos buenos pollos porque yo sabía dibujo técnico y el artístico, y eso no era normal. Porque en Arquitectura estaban un poco colgados, había que saber álgebra, física, no sé qué más. Por allí estaba Muñagorri, que era el jefe de todo, el Castán, que era catedrático de Física y coronel del Ejército. Entraba en clase y nos teníamos que poner de pie y viva España y la madre que los parió.

En ese tiempo yo había tonteado con la Carmela, la hermana de Salvador Puig Antich, la conocí en Barcelona y estuvimos juntos una pequeña temporada y luego no la volví a ver. Así que corría el mes de abril, y yo llevaba todo el curso aprobado, y me entero de que han ejecutado a Puig Antich; además, debió ser horrible porque el verdugo tuvo que repetir el garrotazo vil porque el chaval no había cascado a la primera, ¡qué inútiles cabrones! Entonces decidimos hacer boicot a los terceros parciales de Arquitectura. Y llega el primer examen y me toca el Castán, el coronel, y tras plantear las cuestiones cojo mi folio en blanco, me levanto y se lo entrego. No veas la cara que me puso el tío. Yo ya tenía mi cartel con el Bidaurren y el Boffill, porque estaban enfrentados a Castán y los franquistas. Eran dos bandos muy señalados, y era bien sabido que yo era el niño bonito de los modernos. En clase éramos unos 60 y habíamos quedado en que no hacía nadie el examen. Pues bien, le doy a Castán el papel en blanco con la ficha y el carnet y me dice: ¿A dónde va usted? Y yo me hago el longui y le digo que nada, que no tenía preparado el examen y no lo hacía. ¡Que no se lo ha preparado! ¡El próximo que se levante se va a acordar de mí!, decía el ogro. ¡Hostias, que no se levantó ni uno! ¡Nada, y se anularon todas las huelgas y todos los putos boicots! Así que el único que se comió el marrón fui yo. Bajé corriendo las escaleras y el Castán detrás de mí, y le gritaba al sargento de bedeles: ¡agarre al señor Torrubia! Y a mí me iban a coger los cojones… Y el Castán abandona la clase como un loco, y dentro del aula todos los perillanes siguen con el examen, ¡y se ponen todos a copiar!, ¡y aprobaron todos esos inútiles! Y yo me quedé colgado porque entonces con una sola asignatura pendiente no podías pasar al siguiente curso.

Y salgo pitando a la calle y justo pasa el autobús, el F aquél, me subo, estoy pagando al cobrador y siento un palmotazo por detrás. ¡Era el puto Castán! ¡Que le he dicho a usted que vuelva a clase! Y yo le solté la mano de mi espalda con tan mala suerte que cayó hacia atrás y se torció el tobillo y ya se lío parda. Me acusaron de agresión a un catedrático y yo qué sé que más cosas. En fin, me expedientaron y si no es por el Bofill estoy todavía chupando talego. Bidaurren y Bofill dieron la cara por mí, eso es verdad. Bofill me dijo que hiciera lo mismo que hizo él, porque Bofill no es arquitecto, él hizo Sociología Urbanística, y me dijo que me daba una beca para Suiza. Y es cuando me meto en Políticas a estudiar eso de la Sociología Urbanística, que para mí era una María. Yo iba a clase con una copa de fino La Ina y el peta o el cigarro en la mano, eso es verdad. Y luego el vermú a las doce me lo tomaba con los profes. Y allí estaba el gran Carlos Moya, que tenía una teoría muy luminosa; decía: el primer partido que salga en la democracia se tiene que quedar toda la puta vida, ya les controlaremos. Esto de que cada cuatro años cambien, no, eso es un atraso y un error. Porque durante la primera legislatura van a empezar a trincar y a colocar a todos sus amiguetes, se van a hacer un patrimonio, y ya en la siguiente legislatura se supone que empezarán a pensar en el resto de la gente… Pero si los cambian, ¿qué pasa? Pues que los que vengan harán lo mismo, trincar y colocar a sus colegas, y así podemos estar toda la vida, que es lo que ha pasado. Eso de Políticas era la monda, estaba el Monedero ése y la infanta Cristina, joder, una tía que de lustre tenía muy poco. En fin, que no me veía ahí cinco años haciendo el paria. Yo creía en la Fisiocracia, que era anterior a Adam Smith. La fisiocracia tenía arte, pero luego llega la Revolución Industrial y lo jode todo. Eso consistía en que antes los abueletes iban al tran, tran, controlando su natalidad como buenamente podían y, de repente, en el siglo diecinueve esclavizaron a todo quisque. Lo de Inglaterra era siniestro. En Manchester trabajaban en las minas y en las fábricas dieciocho horas y dormían unas cinco horas y, hala, otra vez al puto tajo. La Revolución Industrial fue la más dolorosa esclavitud que ha visto el mundo. Se morían dos generaciones de currantes que no veían el sol en su vida. La fisiocracia hablaba de que había que ir en sintonía con la naturaleza, y se primaba el ocio y la cultura. Y ahora nos hemos quedado sin ocio, ni cultura, ni naturaleza. El caso es que eso de Políticas era una tontada, estaba de moda el conductismo y no sé qué bobadas más. Había que leerse al Marcuse, que era un pedazo de plasta, es que no había dios que le entendiera, ¡si no se entendía ni él! Los mismos profesores no entendían las tontadas que decían sus colegas. Memorizaban y memorizaban, pero no entendían nada e interpretaban menos. No había luces por ningún sitio.

III

Menos mal que teníamos el Rastro y allí vendíamos lo que podíamos. Charly (Ceesepe), Pepito (El Hortelano), Ouka Leele, Alberto García-Alix… vendíamos lo que podíamos: Playboys, tebeos, casetes, absenta y la hostia, todo lo que me gusta es ilegal, es inmoral o engorda. Las mañanas del domingo eran flipantes, con el Poch (Derribos Arias) allí en la plaza de Vara del Rey, en el bar asturianín aquél, que nos zampábamos unas fabes que no veas. Y nos invitaba el dueño, el abuelete. Nos decía: vosotros venid cuando se vaya todo el mundo. Y cuando se iba la peña, allí caíamos. También estaba el Alejo Alberdi, luego me los llevé a tocar a Molina de Aragón, por ahí tengo la hoja de papel con el repertorio que hicieron. Y allí en el Paseo Imperial, al lado de la fábrica de la Mahou y del campo del Atleti, se pilló un piso mi hermano, el Indio, y allí nos metimos toda la cuadrilla. Uno de los primeros, el Manolo, uno de los tipos más inteligentes que he conocido en mi vida; luego, el Fellini, que hacía Filosofía, y así uno detrás de otro, y después Ceesepe y el Hortelano con la Bárbara (Ouka Leele). Había un rollo muy mezclado, hasta un suizo había. Una noche el suizo se volvió loco y se puso a dar hachazos por toda la casa, ¡la que estaba liando! Entonces el Manolo y yo nos fuimos a por él y le quitamos el hacha y le dimos una somanta de hostias. Y resulta que estaba el Pepito en su habitación temblando, y la Bárbara al lado, el Ceesepe en la suya, y todos acojonados. Y el Manolo y yo hostiando al gilipollas del hacha. A Bárbara la trajimos al piso después de encontrarla en la Plaza Mayor ensayando experiencias nuevas de una milloneti… Qué bueno, no las voy a contar. Hay que ver, experiencias nuevas, para haberse matado. Y venía también el Mariscal y uno de Formentera. Pues muy bien, porque yo me iba luego a Formentera y me tiraba unos cuantos meses. Porque ya me había pirado de la facultad ésa de Políticas, que estaban todos tarados. Si tenía de profesor hasta al Verstrynge, con eso te lo digo todo, menudo gilipollas. Era neonazi, de extrema izquierda y no sé cuantas bobadas más. Lo cierto es que era el que más cobraba y casi nunca aparecía por allí.

Pues bueno, yo hacía miniaturas con el Fernando en el Paseo Imperial, cosas pequeñas en papeles y otros materiales y las vendíamos a tiendas como Marihuana, del Rastro; al Corte Inglés llegamos a vender miniaturas en madera, molinillos de café, nos buscábamos la vida, pero no pillábamos un duro. Y si lo pillábamos lo fundíamos enseguida. El Pepito se tiraba haciendo un comic dos meses, hacía puntitos, pum, pum, puntito, puntito, puntito, puntito, canuto, puntito, puntito, puntito, canuto, cerveza, puntito, puntito… Y el Charly igual, con el Slober ése, el cuartelillo que le daba. Y luego te daban 500 calas, que no se estiraban casi nada: para unas cervezas, unas patatas fritas, media de Fino y una piedra de costo. Joder, teníamos un gato, el Canelo, que era la hostia, veía la piedra, la lamía y siempre se llevaba un pedacito. Y uno de los días a vueltas con las patatas fritas y las cervezas y el fino La Ina y tal, todos ahí buscando la piedra de costo y nada, que no aparecía por ningún lado. Y todos mosqueados, ¿quién se la ha guardado?, ¡no me jodáis!, bromas las justas porque era una piedra gorda. Entonces vemos al gato en el pasillo, a Canelo, y está el gato, brrrrr, brrrrr, dando vueltas como un loco, y ya les dije yo: no busquéis la piedra que se la ha comido el gato, ya está. El puto Canelo se había zampado un pedazo de piedra de hachís de ese doble cero que te pillabas un globo que no veas. Se tiró dos días por el pasillo ¡pero a media altura, eh! A media altura, sin tocar el suelo. Cogía la curva de los rincones y todo, brrrrr, brrrrr, brrrrr, y el Charly abrió una vez la puerta de su habitación, que se abría hacia fuera, y el gato se dio con todos los morros en la puerta, brrrrr, al suelo, y luego volvía a pillar el vuelo el Canelo, qué gato más simpático, y vaya pedo que se agarró.

IV

Al Barceló lo conocí en Barcelona, allí me fui porque me invitó el Bofill. Fuimos a La Floresta, que era la polla, decían que era la ciudad sin ley, pero era un sitio cojonudo. En aquellos años, no sé, no se había muerto Franco todavía, estaban todos los hippies por ahí, y los de la Gauche Divine y todo eso, y los arquitectos todos de punta en blanco y de diseño. Y unas casas con buen olor y muy limpias, que en Madrid no éramos así, aunque el Mariscal no se lo ha pasado nunca mejor que en el Paseo Imperial, en Madrid, pero aquello de Barcelona era muy fino. En La Floresta estaban todos muy puestos, allí manejaban, y nosotros veníamos de Madrid, así en plan duro a visitar al personal. Había unos que acababan de venir de la India, había dos chavalas con sus niños que venían de Goa o no sé. Y habían traído un hachís indio y nos dijeron que nos hiciéramos un canuto y el que venía conmigo, ni corto ni perezoso, se hace un dos papeles y empezamos a fumar, y joder, las chicas tan tranquilas y serenas y sus zagales tan tranquilos y nosotros, los duros de Madrid, nos agarramos un pedo descomunal, yo me salí fuera como pude, disimulando, blanco como la cal, y el colega de los dos papeles lo veo con la cabeza hacia atrás, semiinconsciente, y las tronquis tan tranquilas, hablando de sus cosas y nosotros muriéndonos del globo. ¡Joder con Barcelona! ¡Es que hasta follabas, de verdad, eso era Europa porque Madrid era muy duro! Allí estaban todas las editoriales, el Star, El Víbora, el Berenguer. A mí me molaba el Gilbert Shelton, el de los Freak Brothers, me gustaba más que el Robert Crumb. Y cuando salió la película en La Edad de Oro, no sé, La dama y el vagabundo o la de Bombita, cogimos el Ceesepe y yo el Simca 1200 y nos fuimos para Angulema, donde la Feria del Cómic, y en la frontera nos pararon los guripas. Salgan ustedes del coche, nos dicen, y salimos, y es que nos habían reconocido. El gilipollas del madero había estado viendo La Edad de Oro, ya ves, y dice, a ver, ¿qué lleváis? Y empezamos a sacar los cuadros. El Charly llevaba más de veinte dibujos. Joder, que nos tuvieron toda la noche: a ver, formato, 20 x 40, motivo, técnica, y yo: técnica mixta, mixta, ¡joder!, el coñazo que nos dieron.

V

Formentera, a principios de 1970, era una isla casi desierta. Allí me planté, en La Mola, en lo alto de la isla. Teníamos una casa payesa y apareció un tipo que tocaba la guitarra que no veas, pero yo no sabía quién era, y me dice uno que era el Jimmy Page, ya ves, el de los Led Zeppelin. La Mola es un sitio acojonante. Llegas desde el puerto de La Sabina y a unos 15 kilómetros subes un pedazo de puerto tremendo y te pones ahí, en La Mola, y después, unos acantilados de cojones. Y bajabas por ahí, como podías, y había unas calas que flipabas, aunque yo no he sido nunca de playa, eso de la sal y demás me da un poco de grima. Y eso que el agua del mar de Formentera es la hostia, pero prefiero bañarme poco. Y, entre medias de todo, estábamos con los canutos y los tripis y todo eso, y por las noches siempre había jam sessions. La verdad es que estábamos muy zumbados, había un pozo que estaba por dentro de una bóveda de ladrillo que tendría unos 400 años, y de ahí sacábamos agua. Y a mí me dio por bajarme con una silla de terraza y allí nos apalancábamos, aunque te mojaras los pies. Y ahí bajábamos todas las noches a fumar canutos y a ponernos de tripis con la guitarra y a hacer jam sessions. Y una de esas veces aparece el Jimmy Page ése. Joder, tocaba el tío que flipabas lo bien que tocaba. Y dice uno que era el Jimmy Page, el de Led Zeppelin, cuando estaban en todo lo alto, rock stars, pero allí que se bajó el tío con nosotros. Y no sé de quién sería amigo, siempre pasaba lo mismo en Formentera o en Estambul o en el Paseo Imperial, siempre aparecía alguien que nadie sabía de quién era colega, y así pasaba lo que pasaba. Aparecía un australiano, una judía, una calorra, yo qué sé. Y el Page se dejaba una pasta en el pueblo, no te creas, en un bar de San Francisco Javier se dejó unas 50.000 pesetas de la época. Luego desapareció y no le volvimos a ver, igual que el Manolo y yo, que no desaparecimos para siempre de milagro. Bajamos en bici, de noche, el puerto de La Mola porque el gilipollas se picó conmigo, me adelantó y se comió tres árboles y se abrió la cabeza y se despellejó medio cuerpo. Si ya le decía yo que no había que bajar para nada, pero no había manera de convencer a nadie.

VI

Ya con la Movida ésa se hicieron famosos algunos de los del piso, Charly, Pepito, el Alix. Dos de las vecinas eran lumis, eran más majas que la hostia. El Pepito y el Charly alucinaban. En ese piso no pasaban más cosas porque Dios no quería, pero había mucha gente que metía la gamba y nos dejaban con el culo al aire. El caso es que cuando algunos de estos aparecían por casa o por los bares del centro siempre había movidas, pero si coincidías con el Poch, o con Iñaki, el de Glutamato, no pasaba nada. Cuando aparecía el grupo de pijos, las muñequitas de Famosa, entonces empezaba a oler a chamusquina.

Yo he tenido suerte de ser de barrio, si no, hubiera sido yonki y habría cascado de cualquier gilipollez de ésas. Pero he sido más de botellín de cerveza, porque el cubata ya se ponía en una cifra; de pelotazos he sido poco, quitando el carajillo y algún whisky suelto que otro. A mí la aguja siempre me ha dado mucha grima, que a mi lado se arreaban cada rayajos de caballo que, joder, vaya ruina. Si era bueno, chungo, y si era malo, más chungo aun. Y luego estaban las pastillas, que tampoco me han hecho mucha gracia, algún tripi que otro, pero eso también te dejaba trastocado. Llegó el Mariscal de Ámsterdam con unos micropuntos y trajo cinco, y éramos siete, y claro, los micropuntos no se podían trocear. Entonces se nos ocurrió hacer un té y metimos los cinco micropuntos dentro, había que ser gilipollas. Y claro, los primeros tragos, a quienes les tocaran, pues muy bien, pero los tripis esos se iban al fondo por la gravedad, a ver, y, claro, no se disolvían. Y el último trago me tocó a mí, y bueno, que me zampé todos los tripis, así, de un tirón. El caso es que me tiré tres días sentado en el tejado de la casa del Paseo Imperial solo y sin decir nada. Y me preguntaban: ¿pero qué haces ahí?, y yo no podía ni abrir la boca, ni hacer un gesto. Allí estaba colgado como un gorrión con las piernas cruzadas, y no salía de ahí, ni para adentro ni para fuera, ni comía, ni bebía, ni nada. Y se hacía de noche, y luego de día, y yo seguía allí, en el mismo sitio sin moverme. Menudo pasote, tres días y no sé cuántas noches, por lo menos no me dio como al Canelo, a volar a media altura.

Desde Marqués de Vadillo nos íbamos al Canódromo, al barrio de los Cármenes, a Cañorroto, siete montados en una Derbi a las carreras de los galgos. ¡Siete en una Derbi!, que para eso hay que tener arte y maña, unos encima de otros y campo a través, que bajábamos por el Parque de San Isidro entre las piedras y los árboles, para habernos matado, lógicamente. Pero era gente hábil. Eso, los pijos del Pentagrama y el Rock-Ola no lo han vivido. En el barrio había caballos y rifábamos gorrinos en Navidad. Un abuelo criaba los gorrinos en el parque y nadie quería que le tocara, lo que faltaba, llegar a casa con un gorrino para que la vieja acabara de flipar. Le comprábamos la papeleta pero le decíamos que se quedara el cochino, a ver.

VII

El barrio, Marqués de Vadillo, ahora está acabado, se fueron muchos colegas, cerraron nuestros bares y murió el Ramón, el Gallinejas. Le pillaron con la asturianina, con la gorda, le dio un infarto enganchado a ella. ¡Había que verlos! Vaya dos moles. Yo le decía, tronco, para follar, ¿qué haces?, ¿tienes una polea o algo? El Ramón, con un barrigón de ballena, y la asturianina, lo mismo o más. Y él, así, medio tartamudeando: Mari-aaaaa-no—no-digas—tonterías que—te voy-a—meter. Entonces le dio un infarto enganchado con la tronqui. Y los tuvieron que sacar por el balcón porque en el ascensor no cabían. Eso fue un espectáculo, ¡menuda mudanza! Pero el tipo tenía gracia. Por Casa Pedro, en General Ricardos, junto al Vadillo, paraba a menudo cuando dejaba de hacer gallinejas. Por allí aparecían de vez en cuando el Mariscal y Ceesepe, y por el Recreo del Puente, el bar del tío Pepe. Joder, cuando entraba alguien directo al tigre, al wáter, decía Pepe: ¡Tronco, que se ha metido al tigre! Es que ese tigre era para verlo, de esos que no tenían taza de retrete y una cisterna a medio gas. ¡Y como olía! Y Pepe, el dueño del bar, decía: éste no sale del tigre. Si es que era inhumano. Pero en el bar había un billar en condiciones, un billar español, y todos afinábamos. El Pepe era un genio del billar, se hacía tacadas de sesenta carambolas o más. Se aprendían muchas cosas de lustre. Y se comían unos caracoles de primera. Y luego íbamos a los toros, que el Charly no tenía ni puta idea de toros y no sé si se llegó a enterar de algo. Bueno, nadie se ha enterado.

Y luego íbamos al Chenel, ahí a la calle de Atocha. Una noche aparecí por allí con el Bischofberger y el Leo Castelli, casi nadie en el mundillo ése del arte, los mayores galeristas de la época. Los recogí en el Palace en el Renault 9 y dejaron allí al Barceló y nos fuimos al Chenel. Me decía el Bischofberger, ¿usted pinta?, ya ves. A mí no me caían muy bien, pero yo no sé qué les conté que les caí en gracia. El Barceló les hacía mucho la pelota pero se vinieron conmigo a jugar al billar al Chenel. No habían montado en un coche tan pequeño en su puta vida, pero bueno, el Chenel estaba cerca, y allí se pagaron un par de pelotazos. Cada vez que veo el cuadro del torerito de Ronda me acuerdo del Bartrina con Malevaje cantando en el Chenel. El tío descolgó el cuadro y se lo puso al lado en el escenario todo el concierto. Y a mí me dio tal subidón que al final de la noche me animé y le dije al Bartrina que nos íbamos a Lisboa en el coche. Y se apuntó, pero al ratito me dijo que le dejara en Aluche. Pues bueno, ahí le dejé. Y yo rumbo a Lisboa, y a la altura de Móstoles ya me estaba arrepintiendo, pero, bueno, dije, ¡qué hostias! Si hay que ir a Lisboa se va. Y llegué a Lisboa, es la ciudad más bonita. Yo siempre digo: España, capital Lisboa. Así que me tomé un par de birras y me di la vuelta al Foro.

VIII

Cada uno de mis cuadros tiene una historia, empiezo uno pero no sé cómo voy a terminar. Los miro mucho, me preguntan por mi estilo, y yo qué sé. Es la hostia, tiene mucho curro. Y no hay referencias de ninguna época. Ni abstracto, ni surrealista, ni figuración, ni nada. ¡Carnestolendas! El dibujo siempre me ha gustado, la escultura menos. Siempre me han dicho que mis cuadros tienen volumen, que podrían alcanzar la tercera dimensión, sí, no te jode, si con una o dos ya me vuelvo tarumba, con la tercera dimensión no te quiero ni contar. Yo a mis cuadros no paro de verles fallos y los retoco, algunos de ellos tienen más de cuarenta años. Cuando me pongo a pintar no se puede meter la pata porque te la cargas. Hay mucho trazo fino que hay que cuidar. Yo pinto con lápices Faber Castell de carboncillo 2B, 2H, yo qué sé. Y a pulso, nada de difuminar ni mariconerías. Mi viejo me decía que no entendía lo que pintaba pero se le veía mucho lustre. Yo creo que al Goya, si lo viera, le molaría. Es algo especial, lo que yo hago ni es de moda ni es decoración. Pinto de dentro a fuera. No soy de los del pegotón ésos. Yo tengo claro que dentro de 200 años se hablará de ello, como se habla de De Chirico. De Picasso no, que me parece un asqueroso, pero De Chirico, algo de Dalí, Modigliani y Goya, sí, y no muchos más. A estos del arte del pegotón no los entiendo. Joder, pegotones de pintura por aquí y pegotones por allá. Son como los Stones o el Springsteen, tocando siempre lo mismo.

Hombre, el arte mejora con el tiempo, y yo sigo retocando cuadros que he pintado hace cuarenta años. Ahora tengo el oficio, pero no tanta frescura. Y creo que el Bruce Springsteen debe estar hasta la polla de tocar el Born in the USA, que a estas alturas ya debe ser el 18 de USA. Y todos mis cuadros están controlados, menos tres. Los cuadros que he vendido los tiene gente que tengo cerca. Me decía mi vieja que cuando soltaba un cuadro me tiraba dos meses que no había quien me aguantara, son mis niños. 

IX

Ahora me he venido al Pobo de Dueñas, a la casa de mi vieja. Cuando murió hace cinco años me vine aquí. Hago vida de cartujo total. Y me como una lata de sardinas y un poco de fruta y unas cervezas y ya está. Y con los pocos que hay en el pueblo me entiendo lo justo. Los inviernos son duros, pero dentro de casa está chupado. Además, no tengo teléfono fijo y no me están llamando pesados vendiéndote gilipolleces todo el día. Aquí estoy perfectamente, con mis dos perrillas, Minnie y La Maña, los gatillos y los pajarillos, que ahora acaban de criar. Los gorriones me siguen y todo cuando les saco comida. Bueno, les doy el pienso de las perrillas, se lo machaco un poco para que se lo puedan comer y tan contentos. Lo que pasa es que a los gatos les gustan los gorriones y hay que tener cuidado para que no se monte un lío. Hay que estar al loro por si viene el gato, en fin, que se entretiene uno. Y lo digo en serio, si no fuera por mis perrillas ya me habría quitado de en medio. Pero que conste que por morirme no me va a dar. Vivir con otra distancia, eso sí.

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N. B. Mariano López Torrubia (Madrid, 1955), pintor fuera de todos los géneros que fantasea con la idea de ser nieto de Francisco de Goya, -su nieto también se llamaba Mariano-. Estudió Arquitectura y Ciencias Políticas en la Universidad Complutense de Madrid. Guía urbano, referente y protector, a su pesar, de un buen puñado de artistas afamados que se cobijaron en su sombra. Dejó Madrid y se retiró al Pobo de Dueñas (noreste de Guadalajara).

 

Las reproducciones de la obra de Mariano Torrubia son cortesía del pintor.