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Javier Timermans

Mordiscos de sol y de sombra en ‘La Luna de Madrid’
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Fotografías de Ricardo Rubio

I

Hacer la revista La Luna no estaba previsto, ni mucho menos entraba en nuestros planes. Éramos un grupo de amigos del colegio Maravillas de Madrid; allí estábamos Borja Casani, Juan Ramón Martínez, El Largo, Javi Pato, Toño Rodríguez, Juan Carlos de Laiglesia, José Tono Martínez, yo y algunos más, y ninguno tenía muchas ganas de seguir estudiando ni, por supuesto, de trabajar. Bueno, creo que el único que trabajaba era Borja, en la Fiat, porque Juan Ramón era un funcionario sui generis. Se le hacía de día en los bares y llegaba a su casa, se duchaba, se cambiaba de ropa y se iba a su despacho, y allí se encerraba con llave para dormir la mona. Así que, no sé, nos propusimos montar algo, pero no teníamos las ideas claras, como siempre. Había un viejo bar, el Labra, en la Gran Vía de Madrid, enfrente de Chicote, un sitio estupendo, clásico, con clase, las maderas eran de caoba de Cuba, la barra de una pieza, lámparas de bronce. También tenía un sótano donde se jugaba mucha pasta en timbas clandestinas. En fin, resulta que el Labra estaba cerrado porque acababa de morir el tipo que lo tenía alquilado. Y se nos ocurrió la idea de montarlo nosotros porque era una época, 1981 en Madrid, en que la gente salía mucho y los bares eran un buen negocio. Nos pusimos en contacto con la viuda para negociar el asunto, pero después de varios intentos la cosa no llegó a cuajar.

Así que nada, a otra historia. No sé cómo perpetramos el rodaje de una película en Super-8 que se llamó El gran salvaje, que era Juan Ramón, nuestro futuro “gerente”, claro, y nunca la terminamos. Recuerdo que el primer día de rodaje le largué a Borja un libro que había comprado en el Vips con instrucciones para hacer cine y esas cosas. Íbamos a rodar por Boadilla del Monte en un sitio que nos dejaron los padres de Lola Moriarty, la mujer de Borja, pero la cosa acabó en nada. En fin, fue entonces cuando a Borja se le ocurrió montar una revista, una especie de Village Voice que reflejara lo que se estaba moviendo en Madrid en ese momento y con artículos de fondo, entrevistas y demás cosas centradas en Madrid. Y nos pusimos a ello en un piso que teníamos en la calle Fuencarral, el sitio donde se elaboró el número cero de la revista a la que le pusimos el nombre de La Luna de Madrid; bueno, creo que el título se le ocurrió a Borja. Aquello era una corrala y teníamos fritos a los vecinos, que se estaban siempre quejando porque había un trajín de gente muy extraña y vociferante, y lo mismo se escuchaban goras a Eta que vivas a Cristo Rey, y cosas peores.

Y empezaron a desfilar por ahí personajes aspirantes al estrellato que no tenían aún presencia en los medios convencionales. En ese momento el mundo de la cultura estaba todavía en manos de los colguetas, los hippies, seudohippies, barbudos, los cantautores y pintores tipo Escuela de Madrid, o El Paso, Millares, Saura, Canogar y gente politizada y todo eso que, siendo muy respetables, en ese momento no nos interesaban gran cosa. Lo que recogemos nosotros es otro aire y un personal con otros mensajes, menos sacudidos por el tardofranquismo y los ramalazos políticos de la Transición. Uno de los primeros que se presentaron por La Luna fue Pedro Almodóvar, junto a Fanny McNamara, y creó una sección que se llamó Patty Diphusa. Almodóvar vino recomendado por Luisa Martínez, una chica —la auténtica chica Almodóvar— que se dedicaba a la publicidad y tenía relación con Rosy de Palma en Mallorca y con todos sus colegas que luego formaron el grupo Peor Imposible, en el que estaba Fernando Estrella —Estrellita de Utrera—. Desde el principio a Almodóvar se le vio muy inteligente, con buena pluma, escribía muy bien, y era muy trepa también, con una capacidad de darse autobombo bestial. Luego ya vimos cómo evolucionó, ya se le veía venir. Él mismo se hacía su propia publicidad y las críticas de sus películas también las redactaba él y las firmaba con su propio nombre, con dos “cohones”. Y luego empezó a aparecer gente que hacía cómics en ese momento, que escribían en no se sabe qué revistas; en fin, uno iba trayendo a otro y así se fue calentando el cotarro. Era una época en la que la gente se mezclaba más, la noche funcionaba y no había guetos, ni de escritores, ni de pintores, ni de músicos, ni de gays, ni bisexuales, ni trisexuales, ni castos, ni nada. Estaban todos revueltos.

II

Así que ya estaba la revista en marcha. El director tenía que ser Borja, entre otras cosas porque es el que tuvo la idea, y decidimos hacer una sociedad que se llamaba Permanyare S. L. y cada uno aportó una cantidad de pasta para sacar el número cero. La finalidad tampoco estaba muy clara, pero sí es verdad que no queríamos hacernos ricos porque éramos una generación que no pensaba en el dinero; eso del dinero fue cosa posterior, de los llamados yuppies. Teníamos ganas de hacer algo, eso sí, porque estábamos acostumbrados a pensar que en España todo era una bazofia, que no había ninguna creatividad y el asunto del franquismo nos había llevado a ser un país castrado desde el punto de vista intelectual y artístico y lo que había quedado al final de todo era la cultura de los colguetas esos, los cantautores berreando y tal que, por otra parte, eran los que mejor vivían contra Franco; cuando muere el general se quedan a dos velas, sin enemigo contra el que berrear. Así que éramos un grupo idealista, diletante también, pero con la intención de lanzar otro mensaje más excitante y apoyando siempre a los nuestros, a los artistas que nos gustaban.

Y después del número cero había que seguir adelante, por lo que decidimos organizar un fiestorro para financiar la cosa. Era otoño de 1983 y nos fijamos en una antigua sala de fiestas que estaba, y está, junto al río Manzanares, al pie del Puente de Segovia, y que en tiempos se llamó La Riviera, después La Fiesta y ahora La Riviera otra vez. Así que quedamos con el capo del local, menudo tipo, un mafiosi de cuidado, con oscuros vínculos en altas esferas, en fin, y le propusimos la idea: alquilar la sala para una fiesta que tendría como plato fuerte el “Primer concurso de striptease amateur”; estaba totalmente prohibida la participación de profesionales. La negociación con el capo tuvo su miga y en un momento, deliberadamente, dejó asomar una pistola que llevaba bajo la chaqueta porque nos pedía 800.000 pesetas y nos estaba insinuando muy claro que si no le pagábamos a lo mejor alguien podría matar a alguien. Para la promoción imprimimos unos carteles que nosotros mismos íbamos colocando por todos los bares y calles de Madrid.

El equipo entero de La Luna se volcó en la organización de la fiesta y un cuarto hora antes de que se abrieran las puertas y empezara todo no había ni dios por ningún sitio. Estábamos acojonados y el de la pistola empezaba a carraspear sotto voce. Pero no se veía ni un alma en el local. Las actuaciones corrían a cargo de los grupos Los Monaguillosh y La Mode, con Fernando El Zurdo. El caso es que al ratito aquello fue un desmadre, yo no sé de donde salió el personal, pero aquello se nos fue de las manos y hubo que llamar a la Policía Municipal para que organizara aquello con vallas o lo que fuese. Al final se quedó mucha gente en la calle, se montó un buen pollo. Luis García Berlanga, que era miembro del jurado, no pudo llegar a su sitio y tuve que trasladarle, casi como a un paquete, al lugar donde se encontraba el cañón de luz, enfrente del escenario. Había un jurado florido, aparte de Berlanga creo que estaban Francisco Umbral, Vicente Molina Foix, Luis Antonio de Villena y no recuerdo quién más. Así que hubo que cerrar las puertas ante las airadas protestas de la gente que se quedó fuera y el éxito fue tremendo. El gran concurso lo ganó un gay que, bueno, tenía su estilo el hombre, y finalista quedó la bella Marisa, cantante del grupo Piter Pank y actriz en varias películas de Almodóvar. En fin, salvamos el cuello, una vez más, pagamos al capo y sacamos el suficiente dinero para seguir con La Luna y publicar el número 1.

III

Nos instalamos en un local de la calle Villalar, a espaldas de la Puerta de Alcalá, que era de unas chicas que tenían una galería de arte y que se hicieron socias de La Luna; una de ellas se llamaba Begoña Sabio. Y salió el número 1, que era exclusivamente para Madrid, y desde el minuto uno empezaron a llamar desde muchos lugares de España diciendo que querían esa revista. Ni idea cómo se enteraron, pero el caso es que causó un revuelo de cuidado. En la portada del número venía reflejado el tema central: “La posmodernidad”, joder, casi nada. Un tema que ya habían lanzado algunos semiólogos no mucho tiempo atrás y del que Lyotard, en 1979, se ocupó en el libro La condición posmoderna, o Baudrillard, Vattimo, Habermas, etc. Pero el tratamiento que le dio La Luna traspasó fronteras y dimos el cante durante mucho tiempo con la cosa de la posmodernidad. El caso es que ahí estábamos, con una revista entre manos que iba teniendo muchos seguidores sin nosotros proponérnoslo. Íbamos a la redacción cuando nos daba la gana, no teníamos ninguna función concreta, ahí no había ni horario ni calendario. Hombre, sí, nos reuníamos para hacer un estadillo, una escaleta, a ver, ¿cuántas páginas tenemos?, vale, ¿y qué portada hacemos? Teníamos muchos artistas a mano, Ouka Leele, Montxo Algora, José Luis Tirado, Ceesepe, El Hortelano, Javier Utray, Alberto García-Alix, etc. Y entre los artículos recibidos escogíamos los de cada número o encargábamos a alguien alguno especial. Era un aluvión porque había mucha gente desperdigada que estaba deseando hacer cosas y participar de algo distinto.

La cosa estaba en marcha y la pasta la sacábamos de la venta de los ejemplares. Teníamos una tirada aproximada de unos 30.000 ejemplares, pero casi no teníamos ingresos por publicidad, porque las marcas no acababan de fiarse del todo. Lo que sí estaba cada vez más claro es que a la gente le gustaba el producto y La Luna se fue convirtiendo, en vida, en una revista casi de culto. Es verdad que había un problema con la distribución. Caímos en manos de desarrapados y distribuidores fraudulentos. Cuando años después la revista se cerró definitivamente… La estafa de los distribuidores, que se quedaron con el dinero de cinco o seis números de la revista, fue una de las causas de la muerte de La Luna. Pero bueno, el éxito fue algo totalmente inesperado, porque no esperábamos tener ni éxito ni no-éxito. Ocurrió que, de alguna forma, La Luna se convirtió en un aglutinador de todo lo que estaba sucediendo en el mundillo de las artes y la cultura que en esos primeros años de 1980 no tenían presencia en los medios convencionales. Una especie de contracorriente underground que luego se llamó Movida y todo eso. Es más, en los despachos de los popes de la cultura oficial La Luna les llegó a sentar mal porque les dejábamos en ridículo, fuera de juego.

Y mientras tanto nosotros, a lo nuestro, se trataba de pasarlo bien y husmear qué fiesta había ese día, qué concierto o qué sarao. Porque ahí la gente, los colaboradores, cobraban muy poco y nosotros, nada, cero, ni un duro. Lo cierto es que sobrevivíamos gracias a la sopa boba de las familias y demás. Juan Ramón, que era el gerente, ponía un día de pago y todos los colaboradores hacían una especie de cola, Almodóvar entre ellos. Llegaba Juan Ramón y les decía, a ver, ¿qué has escrito tú? Y el tío medía por palmos lo que había escrito cada uno, con grandes protestas de aquellos cuyo artículo se había publicado con un tipo de letra más pequeño que el resto; era la monda. Pero a todos les interesaba publicar porque les daba la visibilidad que no tenían. Y la prueba está en que muchos de ellos, con el paso del tiempo, pasaron a mejor vida, o sea, a vivir mejor. Está claro que el momento más libre de la reciente historia de España fue el momento final de la UCD y la primera época del PSOE, tras su gran victoria en 1982; luego ya llegaron los “poseedores de la verdad” y se empezaron a pervertir las cosas. Era una época gloriosa en la que no había mucho control en general. Ahora mismo se pueden repasar los números antiguos de La Luna y mucho de los escritos aquellos serían de querella o de cárcel vistos con el objetivo actual.

IV

Y llegó un momento en que Borja Casani, no sé, reclamó un punto más de profesionalidad, porque nosotros al fin y al cabo no éramos profesionales de nada. Y luego también la gente nueva que apareció, que no estaba en el grupo inicial, es posible que le influyera algo, porque venían con la intención de hacer carrera, de aumentar su prestigio, digamos, porque eran conscientes de que aquello era una bomba. Era espectacular, ibas en nombre de La Luna a cualquier sitio y se te abrían las puertas de una forma alucinante; eso en Madrid, porque fuera, en provincias, todo lo que rodeaba a la revista se había convertido en un mito, como si fueras de la Factory de Warhol, una especie de Lou-Reeds de chichinabo. Pero a mí nunca me interesó el prevalimiento, la sacralización de la que hablaba Marcel Duchamp, la figura de lo sagrado. Es verdad que también te llevabas decepciones porque llegabas a sitios de España muy duros a hablar de la posmodernidad cuando ahí no conocían ni siquiera la modernidad.

Así que empezaron a aflorar las arritmias en el equipo y Borja empezó a amenazar con dimitir como director. En Diario 16, el poeta ya fallecido José-Miguel Ullán le hizo una entrevista a Borja y éste, al referirse a los rivales que tenía dentro de La Luna, les calificó de colección de insólitos y cenutrios y no sé qué más. Supongo que yo estaba incluido en ese grupo. Y le dijimos: estamos de acuerdo con lo de cenutrios, ¡pero reclamamos explicaciones en cuanto a lo de insólitos! Bueno, fue una pena porque a partir de ahí se fue agrandando la brecha. Había un sector que apoyaba a Borja, que tenía mucho de esnob, trepistas artístico-sociales, y fue el sector que más enredó para que las cosas se rompieran porque nosotros —los Don Nadie— les molestábamos bastante.

Borja iba estando a disgusto con la deriva que a su parecer estaba sufriendo La Luna y todo el trasiego que había por allí. Empezó a amenazar con que iba a dimitir y todo eso. Y nosotros le dijimos que muy bien, que dimitiera. Entonces se montó el escándalo. Hubo una reunión crucial en la cual se dividió la revista en dos bandos: unos —no todos— iban un poco de divinos y esnobs, y otros, entre los que me encontraba yo, más de dipsómanos, noctívagos y maleantes, porque a mí lo de currar, currar, nunca me ha emocionado en exceso ni ha sido una vocación. Entonces le dijimos a Borja que dimitiera y ya está. Hubo otra reunión, delirante como todas, en las que ya estaba bien diferenciado el bando rival de Casani, encabezado por José Tono Martínez, que estaba claro que quería pillar la dirección de La Luna. Y Juan Ramón se puso al lado de su hermano Tono porque se sentía maltratado por Borja. En una de esas trifulcas, Juan Ramón le dijo a Borja que, hombre, no había que ponerse así porque todos somos amigos, y Borja le replicó en seco: ¡yo no tengo amigos! Y aquello fue decisivo. Hubo otra exclamación histórica, casi mítica, de Borja, en otra de esas reuniones que causó un impacto general: ¡Cada perro que se lama su cipote! Hombre, esa frase tan de trazo grueso saliendo de la boca de Borja… pues que no pegaba mucho y retumbó hasta los más profundos y plateados cimientos de La Luna. La tropa se desmoralizó lo suyo, no se lo esperaron, fue como un disparo a bocajarro. Aún tiemblo al recordar lo del cipote ése, joder. Ahí sí que todos tuvimos claro que esa etapa había tocado techo. Y eso que yo fui a casa de Borja el día anterior a la reunión decisiva en la que se votó para sacarle del cargo con el fin de decirle que se replanteara la situación y que siguiera al mando. Fue doloroso porque nosotros éramos un grupo inicial que, en el fondo, nos conocíamos del colegio y del barrio, y la gente que empezó a integrarse desde fuera empezó a provocar distorsiones.

Se celebró una reunión en la nueva sede de la revista, un chalet de la calle Carbonero y Sol, junto a la calle Cartagena, y uno de los que andaban por ahí, de cuyo nombre —sin su permiso— no me quiero acordar, se desmarcó diciendo que quería encargarse del tema económico y como no tenía ni puta idea de administración ni de economía la noche anterior se pilló un Tratado de Economía y se comió un ácido. Al día siguiente apareció en la reunión con un pizarrón trazando rayas para un lado y para otro como un loco, hablando de flujos de entrada y de salida y no sé que más delirios ante el absoluto estupor general, claro. Y José Luis Tirado, que era el diseñador, se levantó y le pegó un manotazo al pizarrón aquel, se lo arrancó al otro de las manos, al “entripado”, y dijo a voz en grito que ya no podía más y que esa mierda de pizarra se la quedaba como prueba de la infamia que se estaba sufriendo. Lógicamente el candidato a administrador fue debidamente despachado. El caso es que hubo una votación y por mayoría salió elegido director de La Luna José Tono Martínez.

V

Y ya nada fue igual, entre otras cosas porque muchos de los artistas que habían participado en la primera fase ya habían alcanzado cierta fama e iban apareciendo en los grandes medios del país. Y luego estaba el problema de la financiación que, por otra parte, siempre estuvo ahí, porque La Luna nunca fue rentable. Pero la revista ya no tenía el mismo aroma y, además, mi relación con Borja se enfrió durante un tiempo porque, claro, yo pertenecía al bando rebelde, a los supuestos insurrectos, pero yo siempre entendí que no era nada personal.

Al final de este viaje, después de Tono, la farsa de la entrada en el accionariado de Ramón Tamames y algo más, me largué a Luxemburgo unos meses, a la casa de una hermana, porque si me quedaba en Madrid seguro que habría palmado de tanta traca. Y al volver a la capital me reencontré con La Luna y me quedé con ganas de ejercer de verdad como director porque nunca tuve la oportunidad de hacer la revista que yo sentía. Pero fue un desastre porque me vi forzado a hacer concesiones a la canalla que quedaba por ahí y a publicar portadas de Miguel Bosé, de Hugo Sánchez y otras más miserables. Me encontré con una revista totalmente quebrada y con una deuda descomunal, superior a los 30 millones de pesetas de aquella época de mediados de los 80. Además, el espíritu inicial ya había muerto y los que empezaron con nosotros ya eran famosos y publicaban en El País y otros medios al uso.

En fin, tendría que haber dicho adiós para siempre, pero pensé que yo era el único que podía aguantar la caída definitiva de La Luna de Madrid, entre otras cosas porque yo no tenía ni aspiraba a ningún prestigio y no me importaba comerme ese marrón porque no tenía intención de hacer carrera de folclórica. En fin, que ese fracaso no iba a lastrar mi vida. El puntillazo fue cuando en Balmoral se me acercó Salvador Clotas, aquel pope del PSOE, para proponerme un trato letal con el fin de meterse en la revista. Y yo me veía ya como un monigote del PSOE, y por ahí ya no. El caso es que se acabó la música y esas luces de luna se apagaron para siempre. Cada uno de los que estuvimos por ahí lleva grabado en la piel su mordisco de sol y de sombra. Pero la historia no estuvo tan mal, digo yo.

*

Javier Timermans (Madrid, 1953) es abogado especializado en derecho nobiliario. Marqués de Villapuente, fue el tercer y último director de la revista La Luna de Madrid, hasta su cierre definitivo en 1988.

 

En la segunda foto, de izquierda a derecha, aparecen José Tono Martínez, Borja Casani, Toño Rodríguez y Javier Timermans, en una presentación de La Luna en Almería.