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Enrique de Castro

La movida de un cura fetén, entre plomo, puñales y heroína
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Fotografías de Ricardo Rubio

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Llegué a fumar dando misa, sí, fue en los años 80, un día, al poco tiempo de iniciar la misa en la parroquia de Entrevías. Habíamos colocado la mesa del altar en medio de la iglesia y los bancos en círculo; ya hacía la misa vestido de paisano, sin hábitos y esas cosas. Estábamos en plena homilía participada, o sea que ahí no hablaba sólo el cura, sino que hablaba todo el que quisiera, y entraron cuatro chavales jóvenes y se sentaron y encendieron unos cigarrillos. Una mujer que estaba a mi lado me hizo unas señas advirtiéndome de que esos chicos estaban fumando. Y yo no sé por qué lo hice, el caso es que eché mano a mi paquete de tabaco, saqué un cigarro y lo encendí. Al poquito casi todo el mundo se puso a fumar, claro. La misa continuó y al final, sin hacer ruido, esos chavales se largaron. Creo que hice lo mejor porque si les digo que no se podía fumar en misa se habrían ido molestos, o qué sé yo, el caso es que a partir de ese día en mis misas se fumaba. Y no sólo cigarrillos, también andaban por ahí los de los porros, que se liaban uno tras otro durante la celebración. No pasaba nada, creo que fue una forma de normalizar algo que nunca se debió condenar, así pasó lo que pasó.

Al principio, los oficios se llamaban las misas del Señor, las cenas de Jesús, muy al principio, hasta que todo se sacralizó y el sacerdocio se implantó en la Iglesia, un desastre. Porque el sacerdocio es anticristiano, o, mejor dicho, Jesús es antisacerdocio. Jesús no fundó ninguna secta religiosa, él era judío y presentó un Dios distinto al que presentaban los judíos. Jesús decía que Dios no era un exterminador y le llamaba papá, y creó un movimiento antisacerdotal y anti-templo. Jesús echó a los mercaderes del templo, eso ya olía a negocio sucio, y Jesús no estaba por la labor. Así hemos llegado al actual Vaticano con toda su siniestra estructura. Todo el argumento de Jesús empezó a corromperse en el siglo IV de esta era, con el emperador Constantino, jefe del Imperio, jefe de la Iglesia y jefe de todo, hasta ahora. El cristianismo se hizo fuerte y ya fue imparable.

Mi padre era oficial de aviación del ejército franquista, años después llegó a ser teniente general, y yo quería ser cura. Estudié Teología en la Universidad de Comillas y al ordenarme como sacerdote elegí venir a Vallecas, a Palomeras. Me lo sugirió una amiga monja. Era el año 1972 y un cura buscaba compañero en una parroquia de Vallecas y allí me presenté. “Creo que buscas compañero”, le dije. “Pues sí.” “Bien, si te valgo, aquí me tienes.” Me observó de arriba abajo, yo llegaba de niño pijo todavía, por mi imagen y mi manera de vestir. Y me aceptó, y me cambió para siempre. Año 1972, Vallecas, ufff, venía del esplendor de mi casa, de Comillas, de un mundo de comodidades, y me planté aquí y me crucé con un paisaje fabuloso. Era un barrio que sudaba, se sentía la sangre, había lucha y había energía para cambiar las cosas. La sombra negra del franquismo no tenía razón de ser en ese lugar. Por allí pululaban todos los clandestinos de la oposición al régimen, había curas que militaban en la ORT, en el PCE y en otras formaciones de izquierda. Dentro de la iglesia había una auténtica lucha por las libertades y una justicia social. En las parroquias se inició el verdadero frente antifranquista, ilusión y esperanza por cambiar las cosas. En ese momento, 1973, se empezó a crear el movimiento ciudadano por el problema de la vivienda y en nuestras parroquias, no en todas, se hacían reuniones clandestinas de todo tipo. Aquí no había rojos de pastel, eran obreros militantes con un sentido puro de la justicia y del bien social. Gente de buen corazón que sufrió su castigo de forma anónima; las glorias de la reconquista de las supuestas libertades se las llevaron otros.

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La mierda de la heroína también empezó en Vallecas y en otros barrios limítrofes de Madrid, como Orcasitas y Villaverde. Años más tarde, en 1979, a Malasaña llegaba el punk y las modas musicales de Inglaterra y Estados Unidos, cosas de unos cuantos, pero aún no había azotado la heroína. Aquí, en Vallecas, se fumaba marihuana y hachís, hasta que todo cambió. Un día un camello decidió ofrecer una cosa nueva, que era la heroína, y les decía a los chicos que no tenía “maría”, pero que tenía una cosa que les iba a poner mucho mejor. Lo que se llamó Movida madrileña aún no tenía muchas referencias de esto, la conexión ocurrió después. En un principio, la venta de la heroína en Vallecas era a nivel privado, de casa en casa, pequeños camellos que distribuían. En esa casa, en el cuarto A, en esa otra, en el sótano… Eso era un trajín y acudía gente de todas las clases, con cochazos y motos caras. El vecindario se alarmaba ante tanto trasiego y la policía no hacía ni caso. Bueno, no mucho tiempo después descubrimos que la policía formaba parte del negocio. Los jóvenes del barrio se iban desplomando y en 1982 ya estábamos denunciando todo eso. La heroína se cebó en lo que nosotros llamábamos “chavales luchadores tempranos”, chicos que se estaban buscando la vida con 11 o 12 años porque había que llevar algo a casa y el caballo les aniquiló. La heroína fue destruyendo a una población muy especial, acabó con jóvenes luchadores, a los que anuló. Al menos durante cuatro o cinco años la heroína reinó sobre Vallecas.

Esos chavales se buscaban la vida para subsistir y apoyar en casa; desde el momento en que entró el caballo esos chicos sólo pensaban en buscarse la vida para seguir comprando caballo. Y se hicieron delincuentes, y si cometían un atraco del que sacaban un millón de pesetas, a los tres días ya no tenían ni un pavo. Todos ellos emprendieron una carrera a lo loco, destructiva. Era un gran negocio y el gran capital de la droga buscaba vendedores, y es en el momento en que detectaron que el beneficio estaba en grandes núcleos de vendedores cuando entraron los gitanos en acción. Entonces, me acerqué a los gitanos para sondear la situación y uno de ellos me pidió una furgoneta para vender fruta. Se la conseguí, pero el jefe del clan venía a mí a quejarse de que la policía le quitaba siempre todo el género; hasta me dijo que le habían quitado la romana, la báscula con la que pesaba la mercancía. Así que ante esta situación empezaron a vender heroína y, poco a poco, todos sus hijos fueron cayendo enganchados al caballo, hasta que empezaron a morir.

En Vallecas se moría la gente por la heroína y nadie del gobierno hacía nada. Siempre tuve claro que era una forma que tenía el gobierno para controlar la población y criminalizarla. Tenían vía libre para entrar en las casas, violar los domicilios sin órdenes judiciales ni nada, y la gente les dejaba entrar por pura ignorancia. La policía controlaba a la población, a sus confidentes y todo el negocio que movía el caballo. El tejemaneje de la policía en este asunto era total; mientras, en el Rock-Ola y en el Madrid en que bullía la modernidad, el personal bailaba más bien ajeno a la realidad que sacudía su territorio más cercano. Luego, muchos de esos modernos fueron también víctimas de la cosa. En Vallecas, los chicos frecuentaban el club Ebe, una especie de Rock-Ola suburbial donde los Scorpions marcaban más paquete que The Jam o Elvis Costello. Y si en Malasaña en 1982 no se tenía consciencia de la Movida, en Vallecas mucho menos.

Las denuncias en comisaría de todo lo que ocurría en Vallecas eran estériles, las denuncias a los juzgados tampoco prosperaban porque creían más a la policía que a nosotros. Y no denunciamos sólo asuntos de droga, estábamos denunciando torturas y muertes por parte de la policía. Al paso de los años sin ningún fruto, todas esas denuncias las presentamos al Congreso de los Diputados con el fin de que los políticos entraran a saco en la mierda en la que estábamos envueltos. El caso es que el Congreso nos contestó cuatro años después diciéndonos que no era asunto suyo y que lo habían pasado a Joaquín Leguina, el entonces presidente de la comunidad de Madrid. Y ahí acabó todo.

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Pero volviendo a los primeros años 80, yo estaba en la parroquia de San Pablo, Vallecas, en el Alto del Arenal, junto al instituto Tirso de Molina, y los chicos venían a buscarme. Eran muchachos que habían estado conmigo años atrás en la primera parroquia que estuve, donde no hacíamos catequesis ni misas de niños, pero organizábamos trabajos en común, viajes y campamentos. Uno de ellos me habló de un par de amigos suyos que estaban durmiendo en la calle, uno de ellos con hepatitis. Y los metí a dormir en la parroquia pero, al poco tiempo, aparecieron por allí chutas y todo eso. Una mañana apareció un chaval corriendo en pijama y descalzo, que acababa de pegar un tiro de escopeta a su padre en un pie. Bueno, al parecer el padre había intentado agredirle con un hacha y el chico respondió de esa manera. El caso es que aquello acabó en un juicio de faltas, pero yo tuve que arrojar la escopeta al río. Pero estos casos se iban repitiendo y la gente en la parroquia se empezaba a inquietar. Algún cura también puso reparos, y como los chicos seguían acudiendo a buscarme, decidí largarme de esa parroquia y alquilé una casa y fui abriendo la puerta a quien llamaba.

El primero que vino a mi casa tenía 17 años y su hermano, 13. Otro, con 15, que venía de un psiquiátrico, y después también llegaron algunas chicas. Fue cuando creamos la Asamblea de las Madres, porque venían las madres a escondidas y con vergüenza, porque esa situación era nueva para ellas. No sabían nada del problema de las drogas y no podían entender que sus hijos se hubieran convertido en drogadictos, ladrones o atracadores. Hacíamos reuniones e intenté calmarles a todas intentando sacudirles la mierda de la culpa.

Una noche, a la una de la madrugada, llegó un chico a mi casa diciéndome que acababa de matar a no sé quién a tiros. Yo, acostumbrado a esos sucesos, sólo le pregunté cómo le había matado y dónde y esas cosas. Me dijo que en el club Ebe, y allí me planté a indagar sobre el asunto. Y por allí no me dieron razón de nada, por lo que ya tenía claro que el chaval se había inventado la historia, una especie de psicosis esquizoide o paranoica de las que tanto abundaban por entonces. Durante mucho tiempo hubo un desfile similar, cada uno con su película, por lo general, dramática.

Los chicos entraban y salían de la cárcel como si tal cosa. El problema es que muchos de ellos eran condenados a los seis o siete años de haber cometido el delito, y ahí nos volvimos a rebelar, porque muchos de ellos ya habían salido adelante, habían dejado la heroína y habían encontrado un trabajo. Hubo una pelea con el Ministerio de Justicia y con el de Interior, pero no nos hicieron caso. Entonces hicimos público nuestro compromiso con esos chavales, desvelamos que vivían con nosotros, en mi casa y algunas más, y decidimos que tres personas firmáramos un manifiesto: Enrique Martínez Reguera, Pilar Luna Jiménez de Parga y yo. Firmamos confesando que escondíamos a cinco chavales, todos ellos perseguidos por la justicia y con condenas pendientes. El caso es que la cosa resultó bien porque no quisieron meterse con nosotros para nada, en eso eran listos, ¡bah!, para qué armar follón. Y eso que el asunto tuvo mucha repercusión en los medios porque salió en la 1 de TVE y después en otros periódicos y radios.

Una tarde se presentó en mi casa un chaval que venía de Mérida con un cuelgue de caballo potente. Me preguntó si yo era don Enrique y me dijo que le enviaba un cura que yo conocía de Mérida, un tipo bastante peculiar que solía dormir en el metro, en fin. El chico me dijo que ese cura amigo le había dicho que yo escondía a determinada gente. Y yo le pregunté de qué se tenía que esconder, y él me dijo que estaba condenado a once años de cárcel por la Audiencia de Badajoz, dos penas de cuatro años y una de tres. Ufff, entonces yo le dije que se podía quedar en casa y le di varias instrucciones: si llega la policía hay una buhardilla con salida a un tejado por el que tendrás que darte el piro. O también: tengo una salida en el salón que da al sótano con una compuerta que conduce a las alcantarillas de la calle. Pero de todas formas le insistí en que con el pedo que llevaba no podíamos hacer nada porque en cualquier momento tendría que salir de casa a buscarse una dosis. Lo reconoció y me dijo que la cosa estaba mal y que le ayudara a huir de España. Pues nada, me puse en contacto con un inolvidable compañero jesuita que estaba en Toulouse, le expliqué la situación y me dijo que se lo enviara en un tren. A la semana siguiente me interesé por él y mi amigo jesuita me dijo que todo iba bien y que el chaval se entretenía en el jardín limpiando la maleza. Cada cierto tiempo preguntaba por él y todo parecía ir bien. A los dos años apareció mi amigo en Madrid y al preguntarle por el chaval me dijo, asombrado, ¡calla, que se ha metido de novicio en la Compañía y le han enviado a Nicaragua!

Vaya con la vida, tuve que interesarme por el chaval ese, condenado a once años, que se había hecho jesuita. Hablé con Nicaragua y me informaron de que estaba cuidando de los chavales que se habían enredado en las Maras, en las bandas de narcos y sicarios de la zona. No insistí más hasta que al cabo de seis años me llamó y se entregó de lleno. Me agradeció todo lo que habíamos hecho por él y me reconoció lo mucho que había cambiado su vida, pero me confesó que eso de los jesuitas no era para él, que era muy feliz pero no quería seguir, para luego confesarme que era homosexual. Cuando acabó le dije que ni se le ocurriera abandonar la Compañía de Jesús porque estaba perseguido y tenía pendiente una condena de once años de cárcel. Llamé al director espiritual de Nicaragua y a todos los jesuitas que se me ocurrieron, incluido el provincial de España, para pedirles que no dejaran salir al chico de la Compañía hasta gestionar un indulto o un perdón o algo parecido. Me puse en contacto con el presidente de la Audiencia de Badajoz y le comenté que seguramente no sabía que tenía a un jesuita condenado a once años. Le expliqué la situación y el tío me dijo que de inmediato solicitara un indulto, que él lo iba a tramitar personalmente al Consejo de Ministros. Dicho y hecho, el chaval fue indultado y regresó a Mérida.

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Esa historia salió bien de milagro. Pero en la época en que ese chaval se presentó colgado de caballo en mi casa, la calle era un infierno y Vallecas estaba en llamas. Y después de la gran victoria de los socialistas en 1982, varios años después, las torturas en las comisarías eran idénticas a las de las peores épocas del franquismo. Todos lo sabían, José María Mohedano, Pablo Castellano, el mismo Tomás de la Quadra-Salcedo, que luego fue ministro de Justicia. Nosotros denunciábamos torturas por activa y por pasiva, y muertes también, incluida la de El Nani, Santiago Corella, cuyo cuerpo aún no se ha encontrado; nadie hacía caso, y el ministro del Interior, José Barrionuevo, mucho menos. En 1984, un policía se cargó a uno de mis chavales, se llamaba Miguel. Un policía que amparaba la venta de droga en un pub del pueblo de Vallecas salió a perseguir a un grupo de chavales con el coche. Después de arrollar a Miguel, éste se quedó debajo del coche malherido y el resto salió corriendo. El policía salió del coche, sacó su pistola y les disparó sin alcanzarles; entonces se acercó a Miguel. El chico, desde el suelo, les gritó a todos que no tuvieran miedo porque las balas eran de fogueo, y el policía dijo, de fogueo, ¿sí?, y le pegó un tiro a bocajarro, y allí quedó muerto el chaval. Al juez le pedí que hiciera una reconstrucción de los hechos y la hizo, y al final condenaron al policía a ocho años de cárcel. Eso no era lo habitual, que condenaran a un policía, pero así ocurrió. No sé las noches que me he pasado en comisaría, los partes médicos falsificados por las torturas; les hacían “la mesa”, que consistía en atar las piernas de los detenidos sobre una mesa con el cuerpo colgando hacia atrás. Les metían la cabeza en una bañera llena de agua, la bolsa de plástico en la cabeza, les quemaban con cigarrillos, les daban corrientes eléctricas en los genitales, les hacían todo tipo de barbaridades.

Por mi casa pasaban chavales que estaban implicados en un sinfín de atracos y, algunos, en muertes. Se llegaron a reunir hasta catorce chavales a la vez en mi casa, cada uno con su propio historial delictivo, y algunos de ellos eran chicas muy guerreras. En el barrio había mucho pánico, el Pozo del Tío Raimundo se enrejó entero, todas las ventanas de las casas tenían rejas. Había mucho miedo, pero había que saber gestionarlo. A mí me intentaron agredir varias veces. En mi antigua casa de Entrevías entró un chico con su hermano, un chico al que no hacía mucho tiempo había sacado de la cárcel, y cerraron la puerta por dentro. Yo estaba con un par de chavales y a uno de ellos le pusieron un cuchillo en el cuello. Yo me puse en medio y le pregunté al navajero qué estaba haciendo, y me dijo que eso no iba conmigo. ¿Cómo que no va conmigo si está ocurriendo en mi casa? Entonces se volvió hacia mí y acercó el cuchillo a mi cuello. Mira, Enrique, me dijo, fuera bromas y danos pasta, y yo le dije que no le daba ni un duro y si quería que me clavara el cuchillo. Entonces me salió decirle que si yo me dejaba intimidar por él y le daba dinero toda la seguridad que él tenía por mí la habría perdido para siempre y ya no le iba a servir para nada. Y los chicos que había en mi casa tampoco iban a tener seguridad en mí, y todos los chicos que se pasaban por la parroquia, que por entonces eran miles, tampoco. Ya nadie volvería a confiar en mí ni en todos los que estábamos apoyándoles. Así que le dije que me pinchara si quería, que la muerte no me importaba aunque el dolor sí, pero eso era cuestión de un cuarto de hora, el tiempo que iba a tardar en morir. Entonces bajó el cuchillo y al día siguiente se llevó una soberana paliza por parte del resto de chavales. Yo les regañé, pero esos chicos me dijeron que yo había actuado muy bien, aunque ellos también tenían que cumplir su propia ley. En fin, que se quedó con la paliza, no hubo denuncia por mi parte y ese chico siguió con nosotros y nunca volvió a molestarme.

La verdad es que te ponían a prueba, pero no te podías dejar intimidar porque estabas perdido. Una noche, serían las doce y media o así, llegué a casa muy cansado. En esos días había mucha tensión en la casa, estaba la cosa revuelta. Yo me eché en un colchón que estaba en el suelo, rendido, mientras uno de los chavales bravuconeaba en la sala con un cuchillo en la mano. Les mandé a todos a dormir, pero el del cuchillo agarró una pistola y me acercó el cañón a la cabeza. ¿Disparo?, me preguntó, y yo con el cuerpo roto, venga hombre, ¿qué haces?, vete a dormir. Y el chico cambió el tono y me dijo que quería seguir siendo mi amigo y me pidió que le acompañara a arrojar la pistola al río. Joder, no era la primera vez que yo tiraba un arma al Manzanares, escopetas, puñales, pistolas, en fin. El caso es que todos los que estábamos en casa juntos nos montamos en un coche y nos fuimos a tirar la pistola al río. Lo hicimos y todos otra vez al coche, volvimos a casa con música de vals, todos cantando y medio bailando, estábamos contentos. Todo era un pulso, a ver hasta dónde aguantabas, a ver si eras capaz de aguantarles.

A pesar de todo, nunca me desanimé porque fui comprobando que los chavales iban aceptando que debían cambiar de situación, y el mayor obstáculo era la heroína, claro. Porque el caballo seguía corriendo sin parar; hombre, había chicos que en seis meses eran capaces de dejarlo, pero a otros les costaba muchísimo más, si lo conseguían. El chico de la pistola tardó varios años, dejó la heroína a los 24, se casó, no tuvo hijos porque tenía sida, vivió con sus hermanos y su familia, y acabó muriendo a los 47 años con el hígado hecho trizas.

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En mi casa no había normas, hablábamos mucho, claro, pero no había normas estrictas como hora de levantarse, aunque sí había una hora para comer y otra para cenar con el fin de estar juntos. Bueno, sí, había algunas cosas fundamentales, yo les decía que el enemigo no entraba en casa, y el enemigo era la policía, la droga, tampoco, y los marrones, menos: o sea, los objetos que pudieran robar por ahí. La casa debía ser un santuario para su seguridad y para su tranquilidad. Lo que más les ayudó a esos chicos, militantes de su propia causa, es que empezaron a luchar por otros compañeros. O sea, si había torturas, si había cárceles, si había abusos, injusticias, no sé, ellos salían a luchar contra ese tipo de prácticas infames. Junto a las madres que sufrían toda esa mierda montaron buenas movidas, rodearon prisiones denunciando los malos tratos que ocurrían en su interior; de Madrid y de otras provincias, ellos venían y luchábamos todos juntos, incluso colaboraron en lo de Traperos de Emaús, voluntarios que recogían todo tipo de enseres a domicilio para gente necesitada. Cada vez había más camaradería y solidaridad, y lo llegaron a entender totalmente. Y también entendieron que el concepto de la fe era una cuestión humana, había que tener fe en uno mismo y en el otro, en la lucha, en la vida, porque de esa forma se superaban mejor los miedos.

Entre todo ese trajín emocional, con toda la modernidad que se estaba colando por el centro de Madrid, aires frescos de música, arte y demás movidas, descubrí que era mucho más difícil que dejara el caballo un chico de estos modernos, o de la alta sociedad, que cualquiera de los que estaban conmigo en Vallecas. Algunos de esos jóvenes más acomodados también desfilaron por aquí, dos o tres nietos de ministros, gente de la nobleza, artistas, no sé…, mejor sin nombres. Me reía porque alguno de ellos decía que él no era un ladrón como los chicos que estaban conmigo, ¡hay que ver! Luego se les caían los palos del sombrajo porque normalmente eran chavales que no duraban mucho tiempo en mi casa, porque siempre tenían algo en lo que apoyarse; los de Vallecas no tenían otra cosa, no tenían alternativa, no tenían familia que les arropara. Sus familias estaban rotas y solíamos decir que eran hijos de mucha madre y poco padre, el padre casi no existía en sus vidas. Y, al final, a esos chicos de familia bien tampoco les funcionaba el asunto de estar tan arropados y no tardaban en caer como moscas.

Y luego estaban estas películas sobre delincuentes juveniles como Perros callejeros, Yo, El Vaquilla o El pico que rodaron José Antonio de la Loma y Eloy de la Iglesia a finales de los 70 y comienzos de los 80. Yo estaba muy enfadado con José Antonio de la Loma porque no me gustaba el tratamiento que había dado a esas historias. En el caso de El Vaquilla, por ejemplo, se equivocó mucho porque estaba dando protagonismo a un chaval por su deterioro y su destrucción, me parecía innoble y dañino para los propios chavales. Lo dije en público y al poco tiempo recibí una carta de El Vaquilla, al que yo no conocía personalmente, escrita desde la prisión donde estaba encerrado, y me decía que había oído lo que había dicho sobre él y que yo era el único que sin conocerle le conocía mejor, y terminaba diciéndome que le habría gustado ser uno de los chavales que vivían en mi casa. Intenté ir a verle en varias ocasiones pero no lo conseguí, después ya me enteré que había fallecido. Años más tarde sí hubo una película más sincera y fiel a esta vida de los suburbios, Barrio, de Fernando León de Aranoa, y de la de Carlos Saura, Deprisa, deprisa, lo único que me gustó fue el título, deprisa, deprisa, porque así era la historia; lo demás, ¡bah!

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Haciendo ahora un repaso mental me doy cuenta de que de todos esos chavales de los años 80 que vivían en mi casa ya no queda casi ninguno vivo. Los que no murieron de sobredosis empezaron a caer a partir de los cuarenta por culpa de enfermedades como la hepatitis. Y el caso es que la heroína no era la principal causa de todos esos estragos, sino la forma de tomarla, el baile de jeringuillas de una vena a otra, las malditas adulteraciones y esas sobredosis que, por lo general, no eran tales, sino lo que se llamaba “la venganza del camello”, que consistía en vender las dosis más puras de lo habitual a alguien con el que quería ajustar cuentas. El yonki se metía la misma cantidad que cuando estaba cortada, bastante cantidad, y, al ser más pura, caía como un saco. Era un crimen sin posibilidad de control.

Ahora ya el paisaje en Vallecas y en otros barrios periféricos es otro, hay otra cultura de vida y el asunto de la droga se ha socializado más, aunque sigue teniendo valor en el mercado. Creo que lo que hicimos estuvo bien, fue una gran experiencia colectiva que aún seguimos llevando a la práctica, aunque con otro ritmo. Yo ya me jubilé, dejé la parroquia de San Carlos Borromeo y en mi casa sigo alojando a quien lo necesita, pero es otra cosa. Como yo, hubo mucha gente que hizo lo mismo. Y en torno a esa parroquia se ha creado una especie de microsociedad en la que participan profesionales, empresarios, jueces y fiscales, y gente de la llamada alta sociedad, también. Algunas de estas personas, muy renombradas, al llegar preguntaban qué podían hacer por los demás, y daban pena, porque al final se percataban de que éramos nosotros los que estábamos haciendo algo por todos ellos. Se daban cuenta de que entre todo ese grupo les estaban descubriendo la vida real, estaban aprendiendo algo que nunca habían vivido, como si hubieran cruzado uno de esos espejos de fantasía.

Y llegados a este punto sigo viviendo sin ningún miedo a morir porque, para mí, la muerte se ha convertido en un deseo desde hace tiempo. El deseo es el descanso, y la muerte, sin duda, es el descanso. Lo que hay más allá no lo sé, pero, aunque no halláramos nada, el hecho de descansar después de tanto viaje no está nada mal. Porque estoy algo agotado y me sobran más esperanzas que fuerzas.

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Enrique de Castro nació en Madrid, en 1943. Hijo de un oficial de la Aviación que combatió en las filas nacionales durante la Guerra Civil y que, años más tarde, ascendería a teniente general, Enrique estudió en el Colegio del Pilar de Madrid y se licenció en Teología en La Universidad de Comillas. En 1972 se ordenó sacerdote y eligió Vallecas como destino. Allí colaboró con los movimientos sociales y obreros y, al inicio de los años 80, cuando Vallecas fue azotada por la delincuencia y la heroína, se ocupó directamente del cuidado de miles de jóvenes con problemas con las drogas y la justicia. Sus ideas en contra de la Iglesia católica y el Vaticano le acarrearon muchos problemas con la jerarquía eclesiástica, de los que por lo general salió airoso. Ha publicado los libros Dios es ateo, ¿Hay que colgarlos? y La fe y la estafa, todos en la Editorial Popular.

Las fotos de archivo han sido cedidas por Enrique de Castro. En orden de aparición:

Jovencísimo, celebrando una misa, cuando aún lo hacía con hábitos de sacerdote.

En una manifestación por el asesinato de Miguel, uno de “sus chavales” en Vallecas, al que un policía había disparado a bocajarro.