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Carlos Harry

Que siete vidas tiene un gato y seis vidas ya he quemado
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Fotografías de Ricardo Rubio

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Yo podría haber estudiado en el colegio Caldeiro, un buen colegio de curas, de los Terciarios Capuchinos, tenía beca y todo, pero mi padre, que era un socialista muy militante y bragado en la clandestinidad, se negó porque no quería saber nada de sotanas y esas cosas, así que me matriculó en el colegio público Felipe II en el barrio de La Ventilla, al norte de Madrid. El cielo y el infierno, nunca mejor dicho. Mis compañeros y amigos de ese colegio no tenían nombre, tenían alias. Con 10 años, en el recreo, en vez de jugar al fútbol nos entreteníamos haciendo “puentes” a los coches; bueno, había un tipo que nos enseñaba a hacerlo. Con 13 años ya me atracó un compañero del colegio puesto de heroína. De hecho, de nuestra clase de octavo, éramos cuarenta y sobrevivimos muy pocos a la EGB. Ése era, por encima, el ambiente del colegio. Yo me libré del tema del caballo y de los porros, porque era un rollo que no me iba, ni siquiera fumar. En ese tiempo no se llevaba lo de fumar chinos y esas cosas, era la chuta pura y listo. De eso nos libramos algunos, aunque nos tocaba sufrir el puto pedo de los otros. Mis amigos y yo, Quique y David, éramos muy deportistas; fútbol, baloncesto, artes marciales y escalada.

Y en el barrio, igual. Una mañana al volver a casa me encontré toda la calle tomada por los GEO, y es que venían a por un vecino que trabajaba en Telefónica porque era uno de los jefes de los Grapo. Bueno, la policía estaba cada dos por tres por ahí. La farmacia del barrio la tenían machacada a atracos, y casi todas las tiendas. Empezabas a aprender pronto; en el recreo del colegio, si no te dabas de hostias no comías. Mi madre me preparaba un buen bocadillo, pero eso había que defenderlo. En mi colegio estaba el hermano de El Jaro, El Fitipaldi, que era hermano del Gasolina de Fuencarral, el Negro, los Ariza, el Calao, etc., y luego salían en las películas esas de Navajeros o Colegas haciendo de delincuentes, vamos, que bordaban el papel. En fin, gente especial, lo único bueno eran los profesores, eran cojonudos. Así que aprendí a sobrevivir entre toda esa mierda, a manejarme a su lado, aunque yo era de otra pasta porque mi padre no era gilipollas y me daba buenas orientaciones.

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El primer contacto que tuve con la música fue gracias a un vecino, Manolo Iglesias, que era el batería de Tequila. Yo tendría once años y en vez de salir de clase y enredarme con otras cosas me iba al sótano de Manolo a ver ensayar a los Tequila, que luego salían en la tele, en el programa Aplauso. Bueno, a mí el rollo de la música ya me pilló desde los cuatro o cinco años con un viejo tocadiscos “Cosmo” que tenía mi tía en casa de mis abuelos y los discos que traía mi padre del extranjero, me tiraba las horas muertas escuchando a los Beatles, a Bob Dylan, Neil Young, Palito Ortega, Los Brincos, Mike Rivers (Miguel Ríos), yo qué sé. En fin, que tenía una formación musical bastante apañada, y me dio por ahí. Una compañera mía, Carmen Sangrador Andreu, era la prima de Javi Andreu, el del grupo La Frontera, que estaban empezando. Fui a verlos y me hice amigo de ellos. Y mientras tanto, seguía vendiendo sellos en la Plaza Mayor, era todo un negocio, empecé con el rollo de los sellos a los siete años y sacaba una pasta. Mi padre me enseñó casi todo del mercado filatélico.

Eso de los sellos no era ninguna tontería, en mi familia siempre hubo tradición filatélica y mi abuelo tenía una colección imperial. Mi padre me traía los sellos de Tabacalera los viernes, él era el director de Auditoría interna de la compañía, era minusválido, uno de los primeros minusválidos que se sacó el carné de conducir en España; aun así, con 17 años, ya tenía un Dodge 3700, que le regalaron en Kelvinator, donde bobinaba dinamos para sacarse unas pelas. Entonces, yo limpiaba los sellos que me daba, los secaba, los clasificaba y el domingo me iba a la Plaza Mayor a venderlos. Con ocho años me sacaba unas 2.500 pesetas, o 3.000, una pasta. Una parte se la entregaba a mi madre y el resto me lo quedaba yo. Y con ese dinero compraba sellos nuevos que faltaban en la colección de mi abuelo que se remontaba al año 1900, una colección increíble; y me lo gastaba con mis amigos en ir a museos, o al cine Condado los domingos por la tarde, a sesión doble, y también me lo pulía en discos. Así que estuve vendiendo sellos hasta los 18 años o así. El caso es que era la época de la post Movida y ya iba teniendo la cabeza en otro sitio, y llevaba tiempo por el ambiente musical de Madrid, y me pegué a esos músicos y luego conocí a muchos más que poco después serían muy famosos. También muchos artistas, pintores, diseñadores, escritores; había un canalleo fino, original y sin cortapisas.

Malasaña, El Rastro, la Cava Baja, estos sitios se fueron convirtiendo en mi lugar de residencia y, también, en mis sitios de trabajo. Empecé a currar con Lucio, Anita Matías y Javier Benavente en El Martillo de Lucifer. Javi y Ana, junto a Alberto García-Alix , Ambite, etc., también tenían el bar La Mala Fama y por ahí pululaba siempre que podía. Solía pinchar Cochran y Antonio Bartrina, aunque en muchas ocasiones me puse a los platos de aquella bendita casa. También hacía algunas cosas en el Ya’sta y al poco tiempo, año 1988/89, creo, cogí con otro amigo el Warhol, donde pinchaban mucho after punk, pero yo me empeñé en que sonara rock y pop inglés y español; fue una triunfada, tanto que los locales de la zona funcionaban muchos con las sesiones que grabábamos y estuvimos más de año y medio batiendo récord de caja. Después me metí en el Nairobi, con los hermanos Morillas, que era uno de los sitios más divertidos de Madrid, aparte de La Mala Fama. Pero no me quiero perder. Con Benavente y Anita íbamos de La Mala Fama a la tienda del Martillo de Lucifer, donde yo hacía de todo. Vendía, ayudaba con la ropa de cuero y empezaron con el negocio de los tatuajes. Fuimos los primeros que trajimos a un tatuador a Madrid, que se llamaba Mao Pérez y tuvo siempre mucho nombre, junto a su mujer Cathy: Mao & Cathy. Mao era muy bueno, el primer tatuaje que me hizo es el Pegaso que tengo en el brazo. Mao venía los miércoles y trabajaba con el Chino en Rota el resto de la semana, los dos tatuaban para la VI Flota americana, y llegaban el miércoles a las ocho de la mañana y no paraban hasta la medianoche. Ahí se sacaba una buena pasta. Al poco tiempo Mao alquiló un espacio a pocos metros de El Martillo y se puso por su cuenta, buscó a más tatuadores, El Rata, El Francés, El Lobo y no sé a quién más, y con los años, trabajo y esfuerzo, se hizo con su mercado hasta abrir más tiendas en Madrid, Barcelona y en Ibiza, y tener su propia línea de maquinas de tatuajes.

La gente que se empezó a tatuar al principio era, sobre todo, músicos, artistas y amigos; pero pronto se puso de moda y, claro, muchos se equivocaban, porque un tatuaje es muy serio, debe ser para siempre, y estos de la moda se arrepentían al poco tiempo y han sido los que han dado mucho cuartel a los que quitaban los tatuajes con láser o decapación química. Yo no me pienso quitar ningún tatuaje, de hecho, me voy a hacer más; ahora tengo veintiuno en todo el cuerpo, pero el siguiente está al caer. Ya tengo calentado a mi tatuador, que es Juan Pablo Navas Rosco.

La primera gente que se empezó a tatuar en Madrid sí tenía una cultura del tatuaje, porque eran del ambiente de la música y cercanos a revistas como El Canto de la Tripulación, de Alberto Alix, que publicó un número especial fantástico sobre la historia del tatuaje. El Canto era una revista revolucionaria, con un formato así, tipo sábana, y unas creaciones acojonantes; por ahí han pasado escritores, diseñadores, dibujantes y pintores de mucho lustre, y eso que no había mucho dinero, pero había una energía acojonante, y ahora esa revista ya es una leyenda. Y es cuando se empezaron a ver motos Harley-Davidson, Norton, BSA, Ducati, Sanglas, Guzzi, ¡joder!, se traían las piezas de cualquier manera, como podíamos, no había un puto distribuidor, sobre todo de Harley, nadie vendía nada, ni siquiera las botas. Bajábamos a Almansa, a Sendra, unas botas cojonudas, de piel de serpiente, labradas, de tacón cubano, ¡buah! Mis primeras botas de moto fueron unas Sendra de punta cuadrada y, cuando se destrozaron, un amigo me las pidió para exponerlas en su local, y ahí creo que se quedaron.

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Había mucho pintón de pastel, es verdad, pero no pasaba nada. Se respiraba un aire en Madrid muy saludable, sobre todo por la noche. Estaba la ciudad llena de bares, los Bajos de Aurrerá, el King Creole, Brujas, el Agapo, el Star, Rock Club, El Cuatro Rosas, Malandro, No Name, Cutre Inglés, Santa Fe, el Yas’ta. ¡Joder, el Yas’ta! Yo he llegado a vivir una semana dentro del Yas’ta casi sin salir para nada a la calle. Allí casi hacíamos vida; bueno, de hecho, allí estuvimos unos días con Iggy Pop, ¡la Iguana! Eso fue la hostia, ¡el secuestro consentido de Iggy Pop! Iggy dio un concierto en la sala Aire y, al final, no sé cómo, se vino conmigo y con mi gran amigo el fotógrafo Domingo J. Casas, que tiene la mejor colección de fotografías del mundo de la música de este país, y eso, no sé, íbamos más que dicharacheros y a bordo de un Astra blanco, un coche legendario, ¡la leyenda! Domingo iba servido y se puso detrás, conducía yo e Iggy Pop estaba a mi lado con una botella de Jack Daniel’s. El caso es que de la sala Aire íbamos al Yas’ta y, cosas de la vida, terminamos en Prado del Rey, en un control de la Guardia Civil. Se acercó uno de los guardias, nos saludó y yo apenas podía pronunciar palabra. Domingo se descojonaba e Iggy, agitando la botella, no paraba de gritar: “More whisky, more whisky!”. El guardia se fijó en él y se quedó pasmado: “¡Éste es la Iguana! ¡No me jodas!”, gritaba con la voz rota el agente sin dar crédito. “¿Eres Iggy Pop?” E Iggy: “¡Yes, I’m Iggy Pop, more whisky!” El tío era un fan de Iggy Pop, menos mal, y ahí vi el cielo abierto. Le pedí a Domingo, hablando con la boca torcida, que me dejara fotos de Iggy y le pregunté al guardia cómo se llamaba él y toda su familia, y le puse a Iggy a firmar todas las fotos que teníamos: “¡Firma, Iggy, firma! ¡Si firmas, bebes!”. Iggy firmaba sin rechistar ante el guardia civil, que estaba alucinando. “¿Pero estáis bien?”, preguntaba el agente. “Bueno, ejem, sí, heeemos beeebiiido un poooooco, pero estaaaaamos bien.” Así que el guardia se quedó todas las fotos dedicadas y nos dijo que aligeráramos y nos marcháramos echando hostias: “¡Al Ya’sta se va por allí!”. Y nos piramos y allí dejamos al hombre totalmente perplejo. Y llegamos al Yas’ta.

Nada más entrar nos metimos en el camerino porque aquello era como una familia, estaba Mani, el de Toreros Muertos, Carlos Díaz, Julián Infante, Javier Andreu, Lou Garx, Ángel Altolaguirre, Manolo UVI, Anita Bonome, Jorge El Pirata, Guille Martín, Rafa Rodríguez, Toni Marmota, Oli…, yo qué sé, imagino que los de siempre. El caso es que metimos a Iggy en el camerino y le dimos de beber y de todo, y siempre había una groupie por ahí dispuesta a hacer un favor. Eso era un trajín, la gente entraba, salía; nosotros, ni movernos. De vez en cuando nos traían algo de comida china y alguna otra cosa, pero, vamos, todo se llevaba a base de alcohol y extras. Y así pasaban las horas y los días. Y el Iggy a lo suyo, servido de todo. Hasta que a alguien de la promotora de Iggy se le ocurrió localizar a Domingo y le preguntó: “Oye, perdona, ¿no sabrás tú donde está Iggy Pop?”. Y Domingo: “Sí, aquí está con nosotros”. Iggy estaba encantado, no le faltaba de nada de lo que a él le gustaba. Y el promotor se puso serio y nos dijo que lo devolviéramos porque estaban a punto de denunciar su desaparición a la policía. Y Domingo le decía que no era cosa nuestra, que se había apalancado ahí y no se quería pirar. Al final, aparecieron los hombres de negro y se lo llevaron, aunque tuvieron que aguantar el cabreo que se agarró Iggy porque el tío quería seguir allí.

4

Mucha noche, golferío y canalleo, y durmiendo lo justo, afectan lo suyo, así que al acabar COU me fui a Zaragoza a hacer la mili en busca de otros aires, pero no había manera. Coincidí con un amigo de Madrid y el primer día que salimos del cuartel conocimos La Estación del Silencio, un bar donde pinchaba Enrique Bunbury y algunos de los camareros eran del grupo Héroes del Silencio, y cuando acababan el curro bajaban al sótano del local a ensayar. Por ahí, por casa, tengo la primera cinta de casete que sacaron firmada por ellos, una puta reliquia. Al lado estaba La Casa del Bandido, ambos del cantante de Niños del Brasil, y muy cerca el Más Birras, un bar rockero con Maurizio Aznar al frente. También estaba la sala Metro, había buenos conciertos y una noche me planté a ver a los Lords of The New Church; yo iba por ahí como por mi casa, ni pagaba ni nada. Me dejaban vía libre. Y las retretas del cuartel las pasaba cuando me daba por ahí. Bueno, digamos que era cabo primero furriel y tenía ciertos privilegios. Tenía mi propio cuarto con un colchón Pikolin de 1,35 m y otras ventajas, mi taquilla de jamones, la de las bebidas, en fin, pero para eso me lo curraba haciendo favores a los oficiales de guardia y a compañeros. Pero lo de la mili, mejor dejarlo; lo pasé bien, la aproveché y además me tiré casi un año yendo y viniendo en el coche de un compañero, un Chevrolet Camaro del 74, precioso. Así que al licenciarme volví a Madrid y allí estaba mi madre esperándome en Chamartín con un curro de encargado de bebidas en un gran centro comercial de esos, si es que no había manera de alejarse de las tentaciones. Además, fue bajarme del tren medio perjudicado, con dos de Vallecas hinchaos a porros, otros tres compañeros, Pepe Risi y Johnny Cifuentes, los Burning (en ese viaje nocturno les conocí), y el conductor del tren, que era mi amigo Jesús, un punky de toda la vida. Mi madre, al verme en ese estado y con ese grupo, me dijo que si tenía güevos volviera solo a casa. Así que nada, estuve dos horas perdido en el mall del Centro Norte sólo para conseguir cruzar la Castellana hasta mi casa.

Algunos viernes o sábados salía del curro con botellas de grandes reservas de whisky para los colegas y nos íbamos de cachondeo a ritmo de 15 años. Pero la cosa no duró mucho porque trabajaba muchas horas por poca pasta. Así que me fui de allí y me coloqué en una agencia de viajes que también organizaba conciertos, y no fue mala época, hasta la primera guerra de Irak, que se fue el sector al carajo.

Yo vivía en la casa de mi madre, pero, a la vez, tenía otras cuatro casas por Madrid, en la calle de Toledo, y tres en Malasaña, casas de amigas donde tenía mi ropa limpia y por las que iba pululando de vez en cuando, repartiendo cariño, y me cambiaba. Y, siempre, en el ambiente de La Mala Fama y de las motos y el rock and roll; en aquella época iba por allí gente del Motor Club Centuriones Madrid, unos clásicos.

Los Centuriones de Barcelona aparecieron en la tercera concentración de Aldeanos y, joder, era la primera vez que veía a un tío con un fusil M-16 subido a una moto, y moteros con machetes al cinto; además trajeron un Rottweiler, que atacó a Ana Matías, la mujer de Benavente, y se montó un pollo de la hostia. Esa noche, yendo de Aldeanos a La Mala Fama, pude ver a uno de Valencia, al que llamaban El Loco, hacer un caballito de 200 metros atravesando con una Dyna Glide, con la horquilla lanzada. La policía municipal hasta le aplaudió.

Esa noche pretendieron entrar en La Mala Fama y el portero, Carlos El Botas, exlegionario, y uno de los mejores sparrings de boxeo de España, en un pis pas noqueó a seis tíos en la puerta, y eso después de que le abrieran la cabeza con una jarra de cerámica; le tuvieron que dar 36 puntos. Y cuando se espabilaron de la paliza se marcharon al Martillo de Lucifer y nos robaron el cartel original; lo que no sabían los pollos es que ese cartel tenía una derivación en los tornillos y debieron pasarlas putas porque cada vez que tocabas un tornillo de esos te electrocutabas. Ese cartel se lo llevaron a su club de Barcelona y los GEO lo recuperaron cuando entraron a por ellos dando tiros y los detuvieron a todos, y ahí es cuando se desmantelaron los Centuriones de Barcelona por primera vez; al tiempo la policía hizo otra operación similar y ya fue el fin de Los Centuriones, se retiraron todos los chalecos que les identificaban y se perdieron por ahí. Pero de esta gente que conformaba los capítulos de Centuriones en España nació Hell Angels Spain, con el tiempo.

5

En casi todos los bares solía liarse alguna, tarde o temprano; de todas formas, el que era listo y no se quería meter en problemas no los encontraba. No era difícil escaquearse de los malos rollos porque, eso es verdad, todos los bares de Madrid eran muy divertidos y se escuchaba una música cojonuda. Cuando llegué al Nairobi de encargado, un antiguo bar de putas, que estaba muy cerca del Martillo de Lucifer, flipé porque pocas veces había visto yo que un sitio como ése, que no tenía más de 50 metros cuadrados, diera el juego que daba. Por ahí pasaba todo el mundo, del cine, la música, la moda, y se ponía música funky, algo que también me desencajaba un poco, pero uno acaba haciéndose a todo. Eran los 50 metros mejor aprovechados del mundo. Tenían una tarjeta de socio que era un mapa de África y, al abrirla, se convertía en un cocodrilo, y era perfecta. El diseño, junto al logo, fue obra de Guzmán García Bueno. La barra tendría poco más de seis metros y era un diorama que habían diseñado las Diabéticas Aceleradas, que fueron las que decoraron el local. Si había que cerrar a las tres de la madrugada, se cerraba, no pasaba nada, echábamos el cierre y nos quedábamos dentro y salíamos a los tres o cuatro días. Por ahí se paseaban palmito gente como las Costus, Almodóvar, Manuel Piña, Massiel, Antonio Villatoro, Tino Casal, Antonio Alvarado, Fabio McNamara y un largo etc. A McNamara le tuve que sacar de allí un día a empujones, porque no se le ocurrió otra cosa que ponerse a fumar chinos en el baño; sólo de sacarle, me puse malísimo. Y hombre, joder, eso era mucho cante, pero el garito merecía la pena. Por allí estuve dos o tres años y luego me volví a meter en el rollo de la producción musical.

Bueno, producción musical, yo lo que hacía era llevarme al huerto a los verdaderos productores. Los sacaba a cenar, les conseguía de todo, en fin, lo que hiciera falta con tal de conseguir un buen contrato, así eran las cosas. Me mezclaba con todos los músicos y con todos me llevaba de puta madre, sobre todo recuerdo a Guille Martín, que tocó con muchos grupos, a Diego Vasallo, a Antonio Flores, que era un genio y con él estuve más de una vez en la casa de su madre Lola Flores, en El Lerele. Terminábamos en El Lerele mangándole botellas de Chivas al Pescaílla. Una noche, un mes antes de la muerte de Antonio, estábamos en la cocina y se nos presentó Carmen, que era como, no sé, la mujer de confianza de la familia, y preguntó: “¿Y estos quiénes son, y tal?”. Y entonces apareció Lola Flores y puso calma y temple a la situación. Esa tía sentía bien, sabía estar. Así que, entre sentimientos buenos, acabamos en el famoso Mercedes blanco bajando al centro comercial de La Moraleja para comprar whisky para la casa porque El Pescaílla estaba hasta los cojones de que le levantaran las botellas y nos amenazó seriamente; creo que, textualmente, estas fueron sus palabras: “Como volváis a levantar una botella de aquí sus rajo el cuello a tos”. Estaba claro. Así que compramos el whisky y volvimos al Lerele, y Lola, con su bata de guatiné, de fiesta con nosotros, y todo esto, a las diez de la mañana. Lola era una tía cojonuda que consentía a todo el mundo y, además, era buena como ella sola. Le daba lo mismo quién fueras, flamenco, gitano o rockero, o qué sé yo; hombre, los gitanitos le tiraban algo más, pero quien más le tiraba, de verdad, era su hijo, y el tipo que cuidara a su hijo para ella era lo más, uno más de la familia. Era su última época.

Pero demasiada noche, tralla y curro empezaban a dejar secuelas indeseables en el cuerpo y la cabeza, así que decidí dejarlo todo, salir de Madrid y pirarme a la Costa Brava, a la playa de Aro, con mi padre; ya no podía más, estaba en las últimas. Hablé con él y le dije, mira papá, que me va a dar algo, estoy trabajando mucho, sí, pero, además, todas las noches de marcha y todo eso, joder, que estoy hecho polvo y como siga así acabo como Las Grecas. Así que me recogió y al llegar me puse a llevar el pub de unos amigos escoceses, apliqué ciertos criterios madrileños de cultura de bar, cartas de bebidas, cócteles, chupitos… y les puse el bar patas arriba todas las noches. Y luego esa gilipollez de echarle el chupito al tío o a la tía directamente en la boca, o lleno de humo, o yo qué sé, eso les encantaba a los guiris, y cobrabas a 500 pelas el chupito y te hacías de oro. Y cuando cerraba el pub, abajo había un tablao flamenco y allí estaba yo manteniendo la tensión, para montones de guiris.

A esa gente le hice ganar mucho dinero, ese pub era la hostia, el único problema que tenía es que la dueña me perseguía a todas horas y yo me pasaba el día corriendo, joder, era un rollo. Y yo se lo contaba a mi padre, y mi padre me decía, hijo, tú disfruta. Pues nada, a disfrutar en un tiempo muy florido para esa zona, había mucha gente de pasta, estaba la Thyssen y otros peces gordos y empezaban a llegar rusos y gente del este potente. Y luego hubo un desembarco de polacas espectacular. Las metían en una especie de residencia y algunas no aguantaban más y yo les proponía que vinieran a mi casa, hacían sus cosas, podían comer, dormían, conmigo o no, y a los quince días, o así, cambiaba. Era un trajín de cuidado. Mi intención al llegar a la Costa Brava era curarme un poco de Madrid, respirar otros aires, pero, joder, no había manera. Tenía un amigo que…, bueno, no sé muy bien a qué se dedicaba, es igual, pero bajábamos mucho a Barcelona en su Ferrari, y también estaba con nosotros el dueño del club Otto Zutz, amigo mío de hacía años. Pero vamos, que me piré de Madrid para huir del lío y me encontré con el del Ferrari y otros perlas de mentón afilado. Y claro, ahí no faltaba de nada.

Una noche me invitaron a la fiesta de inauguración de un hotel que habían comprado unos conocidos de mis amigos y, nada más entrar, el paisaje era tías en pelotas, gente armada y bandejas llenas de coca y caviar. Acojona un poco si no conoces a nadie, y yo le pregunté al tipo que me había invitado si estaba seguro de que eso era la fiesta; sí, me decía, tú tranquilo y toma algo, toma lo que quieras, tú eres mi invitado. Y, claro, me dije, joder, he salido de Málaga para meterme en Malagón. Mi padre flipaba porque pensaba que había salido de Madrid para despejarme y estaba, otra vez, trabajando día y noche, y cachondeos varios. Un día mi colega tuvo un pequeño contratiempo y me tuve que quedar con su Ferrari F40, su perro, una ametralladora y un traje de buceo. Cuando mi padre se encontró con todo eso al levantarse por la mañana estaba claro que la situación era insostenible. Aquello cada vez me gustaba menos, y además había gente muy gilipollas. Así que decidí volver a Madrid.

6

Me puse a trabajar en la empresa de seguridad de unos amigos y un buen día se cruzó en mi camino la posibilidad de opositar a funcionario del Estado, en fin, a guardia civil. Me preparé a tope para ello en un mes y medio, estudiando y trabajando doce horas diarias, hice las pruebas físicas después de mucho entrenamiento coñazo y me preparé los temas de conocimiento, y en el examen saqué el número 305 de 16.000 tíos. Y me hice funcionario, todo un agente de la guardia civil en el combate al narcotráfico. He tenido grandes éxitos en esa misión de mi vida, pero mejor no reparar en ello. La cosa no me impresionó mucho porque ya había mamado experiencia militar de la dura. Después de licenciarme de la mili estuve un tiempo desaparecido porque me marché al norte de África con un compañero del servicio militar, a un campo de entrenamiento de mercenarios, pero la experiencia no fue bien, acabé con dos puñaladas en el pecho, aunque lo pude contar, al menos.

Y otra vez que me libré por los pelos. A finales de 2014, circulando con mi Harley por la autovía de Extremadura de vuelta a Madrid, un coche me dio una hostia impresionante por detrás, salí volando y acabé muy jodido, pero sobreviví. La putada salvadora es que tras los exámenes radiológicos y demás, los médicos descubrieron que tenía un cáncer galopante en el colon, y expandido. Si no hubiera tenido ese accidente me habría muerto en dos meses sin enterarme.

Adiós a la vida tal y como la conocía, de momento. Hospitales y más hospitales, operaciones, rehabilitaciones, pruebas… Pero no me alteré mucho. Lo asumí con todo el sentido del humor posible. Y no me planteé nada, excepto luchar todo lo que pudiera. Viví el proceso de cáncer de la madre de mi expareja y aprendí mucho, gracias a esa experiencia aguanté todo lo que me cayó encima. Tenía la posibilidad de pegarme un tiro o luchar por salir airoso. Y elegí luchar, claro. Pero el desgaste mental era tremendo porque, para empezar, había que decírselo a la familia, y a tus amigos, claro. Y luego todos los monstruos que te asaltan la cabeza. Pero ahí estaba yo, desde el primer día, arrastrándome como podía por los pasillos del hospital porque me habían dicho que tenía que moverme. De todas formas no tenía miedo a morir porque ya estuve muerto dos veces antes, por accidentes. Además, lo tengo escrito en mi testamento: si me muero, quiero que me incineren, que me arrojen por la taza del wáter y me canten una canción vikinga, y luego que se vaya la gente de fiesta. Debe ser que estoy muy zumbado, pero es que no puedes hacer nada. Lo peor es siempre la gente que te quiere y que lo pasará mal.

Y luego, ocurre que cuando te llenas de mierda siempre hay algo que te sorprende y te da vidilla. A mí la quimioterapia, que es veneno, no me ha dejado muchas huellas malas, de efectos secundarios, aunque aún arrastro bastante. Pero gracias a la alimentación y los remedios naturales conseguí superarlo en bastantes buenas condiciones, también tiene algo que ver el rock and roll; yo lo he aprovechado. Además, aplico la regla número uno de mi oncólogo: haz todo lo que te haga feliz, la curación del puto cáncer depende mucho de la mente y un estado de ánimo saludable. El 70 por ciento de salir vivo de esto está en la cabeza; si te vienes abajo, te mueres, es así. Me procuro mantener activo y ocupado, ya sea escribiendo, yendo a conciertos con mi amigo Domingo, saliendo en moto con el club o echando una mano en lo que sea, a quien lo necesite, ya sea organizar una despedida de soltero, manejar redes sociales, dar clases de cocina, eso es igual.

Es otra cosa que me ha beneficiado bastante: ayudar a los demás, y en los largos días de hospital, con la quimioterapia, que eran cinco horas de chute cada vez, yo ponía a AC/DC, rock español, clásicos de los 80/90, etc. El rock and roll es salud. Me regañaba la enfermera, pero yo le decía que había pedido permiso a todo el mundo y sabía que eso les molaba a los enfermos y se sentían mejor. Yo creo que de ésta también salimos, y ahora me gustaría tener un hijo; aunque primero hay que ganar la batalla, encontrar a alguien y que salga el sol por donde quiera. Rendirse no es una opción aceptable.

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Carlos Harry es Carlos Carro Rico (Madrid, 1969). Disc jockey profesional en un buen puñado de clubes de Madrid y algunos rincones de España. Productor musical, criminalista, motorista irredento, miembro de 1903 CC, de la Free Bikers Alliance y de la sección de motos de IPA. Agente de la Guardia Civil.

 

Las polaroids son del archivo de Carlos Harry.