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Antonio Bartrina

Un tanguero madrileño nacido en El Salero, uno de aquellos garitos que daban lustre a Madrid
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Fotografías de Ricardo Rubio

Mi vida ha sido tango y milonga, amores apasionados, de los que saben a blues y zarzuela, y a tragos largos de rock and roll.

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En el bar El Salero, junto a la calle de La Ballesta, una de las zonas de putas más castizas de Madrid, pudo empezar todo. Rafa Laborda quería abrir un bar con música en directo y me llamó a mí para montar aquello junto al Forajido, Pedrito, el hijo del portero de aquella casa de Loreto y Chicote donde estaba el local, y Ulises Montero, un saxofonista de primera que dio buen aire a muchos grupos de Madrid. Era el final del verano de 1983 y empecé en el bar currando de camarero, faena que alternaba con la de pincha discos. Ese bar arrastraba historia de bodega antigua que después dio paso a un tablao flamenco llamado El Lunares, y tras varios años cerrado entre moho y telarañas, se convirtió en El Salero. A la entrada había una zona con una barra larga y el sótano era una cueva, como las viejas cuevas con bóveda de ladrillo de los viejos barrios de Madrid, al estilo de The Cavern, ese sitio donde empezaron a tocar los Beatles. A esa cueva se accedía por dos escaleras situadas a ambos lados de la barra. Había música en directo todas las noches y por allí pasó todo dios.

Los Coyotes, Gabinete Caligari, Los Elegantes, no sé, la mayoría de todos los grupos que luego fueron famosos pasaron por allí. Estaban empezando y en El Salero hicieron sus primeros pinitos. Y en el barullo de la farra, a la sombra de la barra y los rincones del lugar, yo le susurraba tangos a las chicas, mayormente, cuando estábamos bien mamaos. Si soy así, qué voy a hacer, nací buen mozo y embalao para querer. Donde veo una pollera no me fijo en el color, las viuditas, las casadas y solteras para mí son todas peras en el árbol del amor… Y una noche Rafa me dijo que todo eso que les cantaba a las chicas al oído lo cantara sobre las tablas del escenario del garito. Y así comenzó el lío porque yo ni era músico ni cantante, y tocaba la guitarra de aquella manera, o sea muy mal. Entre brumas creo recordar que al primero que se lo comenté para montar el sarao fue a Fernando Gilabert, que tocaba el contrabajo con Los Coyotes de Víctor Abundancia, también hablé con Edi Clavo, al que conocía de El Rastro y acababa de entrar en Gabinete tocando la batería. Luego Fernando llamó a Ramón Godes, guitarrista de Los Coyotes. El caso es que los lié a todos y ensayamos en los locales de Tablada durante un mes más o menos. El primer concierto de Malevaje fue en El Salero un 13 de febrero de 1984. Se trataba de tocar un par de días pero el invento gustó al personal, el bar se llenaba todas las noches y nos ofrecieron tocar durante una semana seguida. Había nacido Malevaje y ya no hubo manera de parar aquello.

Edi grababa en Dro con Gabinete y a los de la compañía les habló de Malevaje. Nos vinieron a escuchar y la cosa les llamó la atención. Cantábamos tangos clásicos y a nuestra manera, claro, porque de tangos estaban todos muy pelaos, menos Godes, que tenía algo más de conocimiento del asunto. Y era normal porque a España no llegaba casi nada de todo eso. Mi caso era especial, y raro, porque yo me crié de niño escuchando tangos, la música que más le molaba a mi padre y a mis abuelos. Bueno, en casa también se escuchaba zarzuela, cuplé y mucha música clásica. Mi padre era técnico electrónico y teníamos una gramola, un tocadiscos grandísimo, que era un mueble, y siempre sonaba música. Primero en mi casa de la calle de La Palma, en Malasaña, donde nací, y después en la casa de Carabanchel donde nos trasladamos a vivir, en la calle Rafael Finat, un barrio que en aquella época era conocido como el poblado C de Carabanchel y ahora le llaman el barrio de Las Águilas. Mi abuelo me llevaba de paseo y en el camino me cantaba tangos y yo los fui aprendiendo sin saber que querían decir. Además, mi padre era muy amigo de Carlos Acuña, ese genio tanguero, que estuvo muchos años viviendo en Madrid, pero luego el hombre se largó a su tierra y durante veinte años o más nunca volvieron a coincidir, hasta aquella noche que les junté. Malevaje ya se había hecho un nombre y Carlos Acuña fue invitado al Festival de Tangos de Granada y se pasó por Madrid a actuar en un sitio que se llamaba La Carreta, en la calle Barbieri, donde aún revoloteaban los duendes del legendario tablao flamenco Los Canasteros, propiedad de Manolo Caracol. Así que invité a mi padre sin decirle quién iba a cantar allí esa noche y cuando se cruzaron los dos, mi padre y Acuña, fue una escena tremenda. Los dos abrazados, no se soltaban, llorando a lagrimones, madre mía, algo más que emocionante, pero ésa es otra historia.

La verdad es que cantar tangos en mitad de la tormenta aquella de los grupos de la Movida era una actitud extravagante, como poco. Pero a la gente le gustaba y, visto desde la distancia, creo que creamos algo fino porque, de alguna forma, le habíamos dado una capa de tinte al viejo tango y lo habíamos modernizado, porque todos los del grupo eran músicos de rock y no conocían las claves del tango porque nunca lo habían tocado. Así que nosotros hacíamos una especie de tango rock. La primera vez que fuimos a actuar a Francia, en 1985, nos anunciaban como Malevaje, tango rock de la Movida. Era una mezcla de estilos, las melodías eran de tango y los arreglos, bueno, no había arreglos, cada uno tocaba lo que se le ocurría, que era más rock que otra cosa. Esa fue una de las claves por las que Malevaje empezó a funcionar en esos tiempos rockeros. Desde luego no sonábamos al tango de Gardel, lo nuestro sonaba a otra cosa. Además, llevábamos pintas de rockeros totales, el primero yo, con chupa negra de cuero, pantalones vaqueros, botines si hacía el caso, tupé de lustre y patillas de hacha; Edi, no digamos, y Fernando y Ramón más o menos igual. Eso nos acercaba a la gente joven. Y nos acercaba mucho a las chicas también. ¡Cómo les gustaba a mods, punkis, ejecutivas y rockeras que les cantara de cerca, mejilla con mejilla, tercio de Mahou en la mano y con la vista nublada, esas milongas de chulos y esos tangos de amor y de desdicha, desazones que a todos nos azotaron alguna vez. Ya sé, no me digás, tenés razón, la vida es una herida absurda, y es todo, todo tan fugaz que es una curda nada más mi confesión. Ya sé que te lastimo, ya sé que te hago daño llorando mi sermón de vino, pero es el viejo amor que tiembla, bandoneón, y busca en un licor que aturda la curda que al final termina la función corriéndole el telón al corazón. Joder, eso era invencible, otro apretón de cintura, otra Mahou y un beso al encuentro, si se prestaba. Además, ese momento que vivíamos en Madrid y en España a principios de los años 80 fue de explosión de libertad, aunque fuese fingida, después de un largo período de oscuridad. De pronto se podía hacer de todo y todo el mundo se atrevía a hacer algo y la gente era muy receptiva a lo que ocurría. Joder, los bares eran verdaderos centros culturales y de emociones corridas.

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Por El Salero pasaba todo tipo de gente, modernitos, pijos, extraviaos y también se paseaba mucho tipo malo, matones, puñaleros de los chungos, aunque el sitio imponía y, aparte de algunos “problemillas”, no recuerdo que llegara la sangre al río. Eso de que la música amansa a las fieras debe ser verdad. Había una mezcla alucinante, esa mezcla luego se volvió a dar en otros sitios de Madrid. Se juntaba gente muy heterogénea y se respetaban el terreno, no sé cómo, pero ocurría. Además, El Salero estaba situado en una zona singular de Madrid. Estaba en la frontera de Malasaña, Gran Vía y la calle del Pez y, a la vez, flanqueado por la zona de putas con más solera de Madrid, aun en su esplendorosa decadencia. Los clubes de la calle de La Ballesta y Desengaño tenían pedigrí del bueno. Enfrente del bar había uno que se llamaba El Caballo Rojo, o algo así, y, por supuesto, las señoritas que trabajaban en esos clubs, en su hora del vermú, solían pasarse también por El Salero. Y era lo que faltaba. ¡Qué gracia y que luz desprendían en su paseo hasta la barra! Eso era un paseíllo de cuadrilla del arte. Y qué garbo pidiendo un whisky. A alguna de ellas me acerqué con estilo sigiloso de gato montés a susurrarle un tango al oído, y ahí lo dejo, porque no se trata de rajar de todo.

Todos los días había música en directo. Tocaban grupos ya medio famosillos que estaban empezando y grupos que no los conocía nadie. En general, todos los músicos de los años 80 pasaron por El Salero. Incluso algunos que venían de fuera de Madrid como Siniestro Total, con Julián Hernández. La memoria no me ayuda mucho porque las noches eran interminables y las borracheras mucho más. Ulises Montero tocaba el saxo con muchos grupos, sobretodo con Gabinete Caligari, y a todos los liaba para que fueran a tocar al Salero. El recuerdo se va velando al ritmo del paso lento de la noche. Cuando actuábamos nosotros, probábamos sonido a las seis de la tarde, eran unas pruebas larguísimas porque nadie sabía sonorizar bien, y a las nueve de la noche o así hacíamos un pase y al terminar nos íbamos a La Cantina Mexicana, un bar cercano, en la calle del Tesoro, a beber tequila con sangrita. Así que al segundo pase, que era sobre las once y media, ya llegábamos bastante tocados. Una noche Fernando Gilabert acabó tirado en el suelo tocando el contrabajo, todos estábamos bien regaos, pero terminábamos el concierto. Menos mal que Godes mantenía un poco la compostura porque le daba al trago con mesura. Y al acabar, allí seguíamos, dándole al frasco, dando la vara, bailando rock and roll y pasándolo bien. Y cuando a Rafa se le inflaban los huevos nos mandaba a todos a freír espárragos y echaba el cierre.

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Mi curro en el bar lo alternaba con mi oficio de fotógrafo periodista. Trabajaba en una agencia de prensa que se llamaba Crono Press, hacía mis faenas por el día y revelaba en mi casa por la noche. Había aprendido a revelar en un laboratorio de Carabanchel Alto que se llamaba Foto Montero. Y menudas faenas me tocaba llevar a cabo, muchas de ellas antes de lo del Salero. Me llamaba el reportero de turno y me decía que nos íbamos a Ávila porque toreaban Palomo Linares y Manuel Benítez ‘El Cordobés’, y allí nos plantábamos. Que, por cierto, vaya tíos más asquerosos y antipáticos, nos trataron fatal. Adonde me llamaban yo iba. Hacíamos espectáculos, fútbol, sucesos, yo qué sé. Ese día de Ávila el reportero que iba conmigo quiso aprovechar el viaje para ir a casa de Adolfo Suárez a hacerle unas fotos. Bueno, el plumilla quería entrevistar a Suárez, así por las buenas, y en cuanto los maderos nos vieron merodear por la zona nos sacaron de allí con malos modos. La cosa se puso fea porque en esa época los polis no se andaban con chiquitas y tenían las manos muy ligeras, y los dedos, no digamos. Y tuvimos que salir por pies para qué os quiero.

El rollo tanguero daba el cante en esos tiempos de los ochenta, yo aparecía como una especie de cable suelto entre aquel marasmo nuevaolero. Me decían: está bien que cantes tangos, pero no te quites la chupa de cuero. La verdad es que yo nunca tuve claro que fuera a cantar tangos, no tenía claro que fuera a cantar nada, todo fue un accidente, pero bendito percance. Varias veces me propusieron hacer otras cosas, sobre todo la gente de Dro, algunas barbaridades como hacer un disco de boleros, por ejemplo. Pretendían que cantara boleros mexicanos, al estilo de Los Panchos, que eran precisamente los que a mí no me gustaban. A mí me molaba el bolero cubano, el de Merceditas Valdés, Benny Moré o Bola de Nieve, pero me negué a todo. También hubo quien me propuso hacer un grupo de rock, pero a mí no me interesaban esas cosas. Nunca pensé en dedicarme a la música, lo que ocurrió es que, bueno, como en los tebeos de Goscinny y Uderzo, que pedían el circo romano para que se los comieran los leones y les mandaban a las Galias a pelear con Astérix y Obélix, algo así pasó. Lo mejor era el buen rollo que teníamos todos los del grupo, los muchachos estaban muy contentos de hacer otras cosas distintas a las que hacían con Coyotes y Gabinete. Éramos todos muy amigos y, en un principio, tanto Fernando, Ramón y Edi podían compaginar Malevaje con sus grupos; luego, sobre todo en el caso de Edi con el éxito de los Caligari, la cosa se complicó y el muchacho tuvo que apartarse.

En diciembre de 1985 ya nos habíamos hecho un nombre y nos llamaban de muchos sitios, uno de ellos fue la gran fiesta que la revista La Luna organizó en el Hotel Palace, de Madrid. Fue un jolgorio fantástico y muy importante para Malevaje. Ésa fue la noche en que Virginia Díez, la bailarina, se cruzó en nuestro camino. La chica no tenía invitación y, a su manera, se coló en el hotel a través de las cocinas. Ella bailaba en la Antología de la Zarzuela, de Tamayo, y también había formado parte del grupo de chicas Pelvis Turmix ‘Las Hornadas Irritantes’, y al saber que actuábamos en el Palace se buscó la vida para ir en nuestra busca porque tenía claro que ella tenía que bailar con nosotros. Y allí se plantó y, entre el público, apuntó algunos de sus pases garbosos y no pasó inadvertida, menuda era. Unos días después se pasó por El Salero durante una de nuestras actuaciones y se puso a bailar por su cuenta, nos gustó a todos y, nada, ahí se quedó fija. Virginia era muy maja y era una bailarina y coreógrafa fenomenal. También tocaba las castañuelas, lo que aportaba un toque castizo a nuestra manera de interpretar los tangos. Al cabo del tiempo lo dejó y entró a bailar una pareja sublime de bailarines de tango que eran Marcelo y Marcela, los dos en el escenario eran únicos, bailaban con una gracia superior y nos hacían sentirnos a todos grandes.

Virginia volvió para actuar con nosotros en el concierto del 30 aniversario de Malevaje. Joder, 30 años, qué mayores estamos. Esa noche del aniversario me dijo: ¿tú no te acuerdas, Antonio, que en el tema “Margot” yo me tiraba encima de ti y tú me sujetabas? Y yo le dije: sí, ¡qué tiempos, nena!, pero si haces eso ahora vamos al piso los dos de cabeza y no es plan.

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El caso es que la cosa se lió cuando Dro nos propuso grabar un disco. En esa época grabar un disco no era cosa baladí y en cuanto se publicaba la obra empezaban a llamarte de todos los sitios, radios, periódicos, televisión. El primer disco se llamaba Tangos y empezaron a llamarnos de toda España para actuar. El asunto se ponía serio y había que dedicarle tiempo, así que decidí dejar todo lo demás, El Salero y mi oficio de fotógrafo. Luego grabamos el segundo, Margot, grande canción que te arrancaba un carraspeo. ¿A quién no se le cruzó en su vida un Margot? Siempre vas con los amigos a tomar finos licores, a lujosos reservados del ‘petit’ o del ‘julien’. Y tu vieja, pobre vieja, lava toda la semana pa’ poder parar la olla con pobreza franciscana en el viejo conventillo alumbrao a querosén. Yo me acuerdo, no tenías casi nada que ponerte, hoy usas ajuar de seda con rositas rococó. Me revienta tu presencia, pagaría por no verte, si hasta el nombre te han cambiado, ¡como has cambiado de suerte!, ya no sos mi margarita, ¡ahora te llaman Margot!

Durante la grabación de Margot apareció en el estudio un cantor de tangos argentino llamado Roberto Grandi, a quien yo conocía de un local que frecuentaba llamado La Pampa. El caso es que Grandi llegó con un señor mayor que resultó ser Osvaldo Larrea, un bandoneonista de mucho fuste. Y el tipo flipó con lo que estaba oyendo porque en esos tiempos en Argentina gobernaba la Junta Militar y los tangos no estaban bien considerados porque la juventud los identificaba con el régimen golpista. Así que Osvaldo se quedó impresionado al comprobar que en Madrid había gente joven haciendo tangos. Y en el estudio, Carlitos Zabaleta, que era nuestro manager, le sugirió a Osvaldo que grabara una base de bandoneón sobre lo ya grabado, y Osvaldo, sí, ché, sí, por qué no. Osvaldo casi siempre decía sí a todo. El caso es que al día siguiente metió el bandoneón en dos temas: “Margot” y “Aquella canción de la ribera”. El hombre volvió a Argentina y, cuando se publicó el disco, Carlitos se puso en contacto con él y le propuso que se viniera a España a tocar con Malevaje. Y el tipo aceptó la proposición y fue una gloria bendita. Estuvo tocando con nosotros siete u ocho años. Y claro, con la llegada del maestro Larrea es cuando cambió la cosa. Osvaldo era un sabio y nunca pretendió que Malevaje perdiera su personalidad, su intención no era que hiciéramos el tango como se interpretaba en Argentina, le molaba ese punto juvenil de tangueros con aires de rock. Pero en Malevaje hubo un giro muy importante, o sea que empezamos a sonar mejor y a entender con más tino de qué iba el asunto. Osvaldo puso las pilas a todo el mundo, empezó a escribir música para los muchachos, con mucho temple, teniendo en cuenta la capacidad de cada uno, y se hizo con la dirección de la banda. Para nosotros fue como la universidad del tango.

Fuimos agregando instrumentos, metimos una sección de cuerda, un piano, violín, chelo…, llegó un momento en que éramos más de doce personas en el escenario. Fue una época buena, de mucho curro, y curros buenos. Claro, todo se pagaba con dinero público y los ayuntamientos y demás soltaban pasta para estas cosas y ancha es Castilla. Tocábamos muy a menudo en teatros, y teatros muy importantes, porque ya con los arreglos de Larrea Malevaje sonaba a otra cosa. Actuamos en el Victoria Eugenia de San Sebastián, en el Monumental de Madrid, en el Palacio de Congresos. En el teatro Alfil, de la calle del Pez, estuvimos actuando un mes de diciembre 22 días seguidos. En fin, que ya habíamos entrado en un circuito distinto, con tintes serios. Joder, íbamos a los sitios y hacíamos lo que se llamaba “temporada”, es decir, que estábamos varios días en el mismo teatro. Fue la época en que Gabinete Caligari ya estaba triunfando, los chicos tenían muchos contratos y compromisos y Edi tuvo que abandonar Malevaje porque no podía con todo. Claro, él venía de Gabinete y con ellos ganaba más pasta, lógicamente. A Edi le sustituyó Celestino Albizu en la percusión. Los Coyotes, en otro nivel, también tenían sus bolos, pero Fernandito decidió quedarse con Malevaje; supongo que le molaría más, pero nunca le pregunté la razón.

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¡Arriba los corazones! fue nuestro tercer disco y, antes de ponernos a la faena, el maestro Larrea me propuso, con su voz pausada y porteña, que escribiera la letra de algún tango original. Y a ello me puse, y no parecía que se me diera mal para lo poco que sabíamos. La portada de ese disco la hizo Carlos García-Alix; yo había hecho la de los dos primeros y ya decidí apartarme y dejarlo para los que sabían. Bueno, mi amigo Carlos se prestó a diseñar la portada de ¡Arriba los corazones! y su hermano, Alberto García-Alix, hizo otras y trabajamos mucho tiempo juntos. Gloriosas portadas de nuestros discos también hicieron Ana Matías y Domingo J. Casas. En ¡Arriba…!  nació “Arroz blanco”, un tema que ya se ha convertido en un clásico y que nos siguen pidiendo allá por donde vamos. ¿De qué iba uno a escribir? Pues acerca de historias de la pura vida de cada uno, que daban su juego. Éramos muchachos madrileños con un brío superior y con mucha sed de todo, de buena vida, farras y mujeres bonitas. Y éramos afortunados por ganarnos la vida haciendo música de tango. Así que “Arroz blanco” era una historia real de mi propia vida de farrero; bueno, era la vida de todo dios en esos años. Muchos vivíamos por la noche, entre otras cosas porque currábamos por la noche, claro. Fue un tiempo en que yo pasé un tiempo largo en casa de mis viejos, en ese barrio de Carabanchel, y al volver a casa pasaba lo que pasaba: Me cruzo con el vecino al volver de madrugada, él marcha pa’ su trabajo y yo me voy pa’ la cama. Con sonrisa desdichada me planta los buenos días, luego con paso cansino y la cabeza agachada se va pensando: ¡qué vida, yo a currar y éste de farra! Recorro todos los bares como paradas de pascua, en cuanto llega la noche ya estoy otra vez en danza. Las mujeres me sonríen y me miran de reojo, vaya usted a saber qué piensan al mirarme de este modo. No hay nada que más me atonte que un bonito par de ojos. Así transcurre mi vida de garufa consumado, aunque a veces la despensa sólo contenga arroz blanco.

El pobre vecino se llamaba Rafa y al cabo de los años me preguntó si ese personaje de la canción era él: pues sí, Rafa, eres tú. Un tío estupendo y vecino de mi madre de toda la vida y, claro, siempre era el mismo porque yo volvía más o menos a la misma hora y era cuando él se iba al tajo. Ese fue mi primer tango original además de “Tango amigo”, “Sólo quedaba la noche” y, claro, “El Salero”: Una noche de color junto a la calle Ballesta, cuánta ilusión deshonesta vive pisando ese suelo, paseando los dineros, buscando comprar amor. Allí empezó a florecer nuestra impaciencia tanguera, entre tragos de tequila y canciones al oído de muchachitas que hacían nuestros deseos arder. Allí vivimos romances bajo la luz de la cueva, que de antiguo fue bodega, sala de juego después, y que en nuestro tiempo vio viejos tangos renacer. Asomó un tal Zabaleta como llamao del destino, se cruzaron los caminos y, de loco desatino, esa barra fue testigo mudo y gritón a la vez. Viejo Salero aliado de cien felices encuentros, como a la mujer ausente te recuerdo en los momentos en que se llena mi mente de aburrimiento feroz.

Bares, qué lugares. Siempre, por unas cosas o por otras, los bares ocuparon buena parte de m vida. En los tiempos muertos de Malevaje me llamaban de muchos garitos para que pinchara música porque les molaba mucho el rollo que yo tenía con los discos. Ponía de todo un poco: rock, flamenco, salsa, boleros…, esas cosas. Y en todos los lados estaba liado. Hubo una época en que pinchaba en el King Creole, en el Cuatro Rosas, el Ambigú, La Mala Fama, el Chenel, no sé, cada día de la semana estaba en un sitio distinto, con lo que eso acarreaba de intensas emociones. Y luego, claro, ¿qué podías decirle al vecino con el que te cruzabas en el portal? ¡Qué gran Madrid y qué grandes bares!, cada uno a su estilo, todos fetenes, igualito que ahora. Mientras escribo me entero de que han cerrado el Templo del Gato, otro bar de lustre, gloriosas noches de billar. En fin, va…, ca,.  va....ca......va cayendo gente al baile, al baile de la bobez.

Malevaje despegó y tuvimos mucho éxito, grabamos varios discos, ganamos pasta y recorrimos mucho mundo, y hasta llegué a cantar en boliches de rango de Buenos Aires y salí bien airoso de la faena. Los parroquianos porteños me hicieron sentir de los suyos. La verdad es que nadie daba un duro por nosotros. De todos los mánagers que hemos tenido el único que se creyó de verdad la historia de Malevaje fue Carlos Zabaleta, porque los demás, nada, nadie tenía confianza, por no hablar de algún rufián que nos hizo la pascua y se llevó la tela. Y lo cierto es que la mayoría de los grupos con los que empezamos ha desaparecido y nosotros seguimos ahí, en la brecha, como se dice. Y cuando no nos llamen de ningún sitio nos iremos a tocar al metro, a ver, qué vas a hacer. Ahora somos tres, de momento: Fernandito al contrabajo, Sacris a la guitarra y yo. Y siempre a la espera de que vuelva Ariel, el hijo pródigo del bandoneón. Lo que sí tengo claro es que disfruté de lo lindo toda esa travesía y tuve el placer de sentir el abrazo de las mujeres más bonitas. Todas de primera, y cada una de ellas tiene su canción, aunque Carmencita se lleva la palma.

Y ahora estoy planeando con un amigo literato cruzar en un velero el Cabo de Hornos, como los antiguos bravos marineros. Pero veo a mi amigo algo remolón y pelín desorientao, a ver si se espabila porque tengo ganas de que cuelgue de mi oreja un arete de ley.

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Antonio Bartrina nació en Madrid en 1957. En 1984 fundó el grupo de tangos Malevaje junto a Fernado Gilabert, Edi Clavo y Ramón Godes. Con Malevaje grabó doce discos hasta el momento, pero la cosa sigue. En la actualidad el grupo se ha transformado en un trío formado por Bartrina (voz y letras), Sacri Delfino (guitarra) y Fernando Gilabert (contrabajo).

El Salero fue un bar que se abrió en la calle Loreto y Chicote de Madrid, en 1984. Estuvo abierto hasta 1987.

Las fotos de archivo han sido cedidas por Antonio Bartrina. En orden de aparición:

Formación de Malevaje para el disco Tangos. Foto de la contraportada, 1985.

Bartrina con Osvaldo Larrea, circa 1986.

Con sus padres. Foto de Ana Matías.