Contenido

Dioses

Modo lectura

Tengo treinta y ocho años y acabo de ser padre. La paternidad, debido a mi historia personal, me espanta y me ilusiona a la vez. Durante gran parte de mi vida estuve convencido de que no sería padre acaso porque amaba y disfrutaba de mi vida tal como era y esa elección implicaba cambiarla. Pero además, y sobre todo, porque me ha tocado vivir dentro de una generación, la mía, que a falta de convicciones políticas, o por irresponsabilidad o cobardía, ha dejado de defender las conquistas de nuestros padres para dedicarse, simplemente, a criar niños sin control. A tal punto es así que somos la primera generación de la historia que vivirá peor que la de sus progenitores.

En general, las personas que tienen hijos se atontan, pero esa transformación no es a consecuencia de tener un hijo, sino de tener un hijo dentro del contexto que hemos creado. Superando el debate que suele crearse cuando alguien dice algo así —aportado, también, por este medio en diversos artículos—, la cuestión no parece estar situada en la decisión personal de tener o no tener hijos, sino más bien en el relato en torno a la maternidad/paternidad que nuestra generación, la de los treinta y los cuarenta años, ha edificado casi como un grito sagrado.

Como generación, hemos reemplazado la narración de la lucha colectiva por la épica individual de la crianza, y son esos los argumentos que suelen repetir hasta el cansancio muchos de mis amigos y conocidos que han tenido un hijo, empeñados en representar «las duras condiciones en que se desarrolla la vida de una madre/padre», y que esa lucha, las suyas, merece reconocimiento. La paternidad nos atonta porque, carentes de un sentido social de nuestra existencia, nos recluimos en un vacío conceptual tan monstruoso que somos capaces de desnaturalizar un proceso por entero natural —la vida en su cauce, desarrollándose, multiplicándose— y cosificarlo sólo para, una vez hecho cosa/hijo, adorarlo como a un Dios.

¿Por qué debería importarme tu sacrificio? ¿Qué has aportado tú, como madre o como padre, al entorno en que vivirán tus hijos? ¿Has intentado mejorar el colegio público al que tal vez asistan y al cual también asistirán los hijos de las familias que no tienen recursos? ¿Y el barrio en que vivimos? Ya que tanto te quejas de tu situación precaria, cuéntame: ¿a quién has votado en la últimas elecciones generales?

Es cierto, no hay elemento más importante en términos personales que el nacimiento de un hijo. De verdad, no lo hay y esto no tiene discusión…, pero, a su vez, no hay nada más intrascendente en términos sociales.

No recuerdo a mi madre repetir una y otra vez lo duro que fue criarnos a los tres. Tampoco la recuerdo quejarse en aquellos pasillos interminables de los hospitales donde solíamos perder mañanas enteras y donde nos comunicábamos, en silencio, con el lenguaje de la tristeza. Simplemente se hacía, supongo, porque desde siempre de eso se trataba tener un hijo.

También ayuda el hecho de que mis padres pertenezcan a la generación de la militancia política, una vida de casamientos austeros, eternas noches ensombrecidas por el tabaco, manteles de hule y canciones de Serrat. No se hablaba del cansancio, de lo duro de la lactancia, de las zapatillas Adidas, de las noches en que no pegaban un ojo, porque daban por hecho que ese esfuerzo era el tránsito natural de la vida —el precio a pagar—, pero que para no perderse en él era necesario cambiar las condiciones materiales de nuestra existencia.

En nuestro caso, somos una generación cagona. Tan poco comprometida como complaciente, que sencillamente ha encontrado en la maternidad/paternidad el centro de toda su justificación: la M/P como nueva religión, con Niños Dioses a quienes no se les pone límites. Esa épica, repetida y reproducida incansablemente, es la causa de la hijocracia en la que vivimos, con niños dictadores repletos de basura para entretenerse. Es comprensible, en un contexto como el nuestro, que la maternidad/paternidad sea la excusa perfecta: necesitamos exacerbarlo para escondernos en ella.

Pertenezco a una familia de docentes: lo fue mi abuela, lo fue mi madre y lo es, actualmente, mi pareja, que pena como interina en institutos, cada uno más triste, de la Comunidad de Madrid. En su medida, ellas han podido confeccionar una cartografía de esa decadencia en torno al Niño Dios. Todos ellos, padres, matan por sus hijos, pero son incapaces de permitir un comentario sobre la forma en que los crían, la forma en que los educan o los valores que les trasmiten, y sin embargo nunca en la historia hubo tantos niños medicados por patologías que son puramente de crianza, obesos en edades tempranas o tanta vulgarización en torno al personal docente. Somos enteramente responsable de eso.

Es curioso: desde el momento en que supe que íbamos a ser padres o, mejor dicho, desde el momento en que nuestro mundo supo que íbamos a ser padres, comenzaron a acercarse, por activa o por pasiva, un montón de personas con la cuales casi no teníamos relación. Había en sus rostros una mirada de eterna complicidad, como si el hecho de dar el paso nos convirtiera en algo distinto, un cambio de orden, o más aún: como si en esa mirada —y sobre todo en los comentarios— se despertara la sospecha de que efectivamente nosotros, que nunca quisimos tener hijos y criticábamos la forma en que otros los tenían, habíamos estado equivocados. Ahora que has vuelto al remanso de la normalidad patriarcal, ya eres aceptado y en consecuencia se permiten darnos largas conversaciones triviales sobre marcas de ropa, clínicas privadas, guarderías, temibles arsenales de productos estúpidos que, juran, son imprescindible para criar a un hijo. Tuvimos, en ese sentido, la suerte de que un familiar de mi pareja nos entregara —como herencia de un primo anterior— todo lo necesario para los primeros meses, pues sólo con ver la cantidad de cosas que otros creen necesarias nos dio la pauta de que la maternidad/paternidad no es más que otra grieta por donde se ha colado el consumismo cutre y desenfrenado.

Si la M/P es la nueva conquista de nuestra generación, esto implica, irremediablemente, que se ha producido un corrimiento del resto de actividades que formaban parte de nuestras vidas. Es algo así como: si eres madre no puedes, en términos de identidad, ser otra cosa. He escuchado barbaridades tales como «Fulanita no sé si es buena arquitecta, pero como madre es excelente», como si la maternidad produjera una ruptura identitaria por la cual es imposible ser, además de madre, mujer, profesional, obrera o lo que fuese. Y sospecho que en el centro de esa ruptura —a causa de ella— radica la constante «denuncia» al entorno hostil, porque el entorno, el medio social donde nos movemos —entendido como plaza, colegio, guardería, hospital…: espacio— ya no es propio sino privado, exterior y, como tal, una amenaza al núcleo materno/paternal al cual pertenece la verdadera función del sujeto.

De ese modo, si el Niño Dios tiene problemas en la asignatura de Literatura, la responsabilidad es del docente, o si comienza a manifestar sobrepeso, la culpa es del médico de familia que no advirtió sobre las contraindicaciones de la bollería industrial. Al alejarnos del espacio público nos convertimos en consumidores —en lugar de sujetos sociales—, nos relacionamos como productos/servicios, donde yo pago mis impuestos y tú arreglas la plaza, y en esa dialéctica el consumidor siempre tiene la razón.

Poseo largos recuerdos de tardes dormido sobre tablas que hacían de mesas en algún club de barrio, en domingos infinitos, en casas con olor a pinaza, donde mis padres me «abandonaban» en siestas incómodas mientras ellos hacían de adultos entre tantos otros adultos que se encargaban de hacernos entender, de alguna forma más o menos simpática, que éramos un estorbo. Tenían, entiendo, una vida más allá de nosotros. En mi caso, y en el de mis hermanos, jamás se nos cocinó algo distinto a lo que comían los adultos, y se iba a los lugares que, naturalmente, escogían ellos. Hoy asisto con espanto al dictado infantil de las decisiones adultas. Salir a comer con amigos que tienen hijos significa aceptar que el lugar siempre esté condicionado por un pelotero, un menú infantil, que sea divertido y que todo sea rápido y eficaz para que, de ese modo, el resto de adultos que también asistimos logremos, por fin, convertirnos en niños.

Tal vez en eso consista el atontamiento de los padres de mi generación: han sucumbido a sus hijos, son víctimas de ellos, están incondicionalmente a su merced, y ese movimiento recíproco implica que ambos, padres e hijos, estén a la misma altura; por tanto, ¿quién puede hablar y compartir una charla con una mujer que se ha convertido en una niña de seis años?

En el cajón de un mueble oscuro y sin gracia de la casa de mis padres aún se conserva una foto en la que poso con tres hombres mayores pero no sonrío. Los hombres son amigos de mi padre y a esa escena, la de posar y sonreír, le antecede un acto que yo aún recuerdo: mi padre me ha llamado la atención públicamente por interrumpirlo. Mi padre nunca fue un hombre violento, jamás lo necesitó, pero estimo que para esa generación los límites en donde nosotros podíamos y debíamos movernos estaban perfectamente señalados. Él, con un giro leve de cabeza, me coge el brazo y lo aprieta con firmeza, me mira, sólo necesita mirarme seriamente para que yo descubra mi error y, de ser necesario, finalizar con una sentencia breve: «Están hablando los mayores». Yo me avergüenzo, pero nadie se compadece, es una señal de buena educación limitar ciertos comportamientos de los hijos. No hace falta decir que mi generación ha desdibujado esos mismos límites hasta el punto de aniquilarnos: todo se mece en un mismo espacio enanístico —que es la visión del hijo— donde el resto de personas formamos parte de un decorado —estamos mudos y somos cómplices— para la interpretación del Niño Dios. Por supuesto, en ese juego no hay límites, no hay lugares sagrados, no hay adultos.

Hace no mucho tiempo, al calor de un artículo publicado en Jot Down que compartí en mi Facebook y cuya primera frase era «tu hijo me importa una mierda», y que intentaba interpelarnos sobre la histeria de subir fotos de bebés compulsivamente en la redes sociales, casi provoco un cisma familiar. El artículo era, por supuesto, provocador, encendido y en algún punto maleducado, pero era un vehículo extraordinario que cuestionaba, como otros, la relación madre/padre-hijo y sobre la forma en que mi generación ha violado el pacto de convivencia, transformando la mirada que precede al vínculo entre hijos y padres —único, privado, duradero— en un acontecimiento tristemente social. En muchos casos establecemos relaciones con nuestros padres en base a cómo interpretamos nuestros recuerdos, basados más en los silencios que en las reflexiones —la primera vez que jugamos al fútbol con nuestro padre, la vez que montamos a caballo con nuestra madre, el primer día de escuela—, pero si esa mirada que cada uno construye por medio de la experiencia irrepetible se rompe y es mediada y pública y nos obliga a explicarla para que todo el mundo la comparta —como un video o una foto de tu primera vez jugando al fútbol con nuestro padre, montando a caballo con nuestra madre o del primer día de escuela que luego se sube a Facebook para que todos digan algo de ella—, entonces, de algún modo, ha sido violada y pierde su sustancia única.

Hay que documentar cada instante y por tanto destruirlo, porque nuestra generación sólo parece retener la felicidad a través de la mirada del otro, sea ésta la del amigo, primo o familiar que necesariamente exprese lo maravilloso que es nuestro hijo, o de la mirada que de por sí nos trasmite la lente de una cámara. Ya lo decía Susan Sontag: «Al enseñarnos un nuevo código visual, las fotografías alteran y amplían nuestras nociones de lo que es digno de mirar y lo que tenemos derecho a observar. Son una gramática y, aún más importante, una ética de ver…». Y si todo ha sido documentado, cada día anodino, cada espacio, cada caricia o novedad, ¿qué lugar ocupa aquello que ha permanecido a la sombra de la lente y que sólo retengo yo y, en su defecto, mi padre esa tarde en que me ha dejado hacer mi primer gol?

Es curioso, porque paso muchas horas subiendo o compartiendo artículos más trascendentales para la vida de todos nosotros en este jodido planeta y, como tales, sujetos a debates más sugestivos, pero a nadie parece interesarles demasiado más allá de un «Me gusta». Pero fue, como dije, compartir ese artículo, para provocar una tormenta de insultos y crisis familiares. Sospecho que eso ocurre porque no hay nada más peligroso que una persona a quien no le interesa tener un hijo en estas condiciones —mucho más si esa persona es mujer y es joven—, y por tanto es capaz de subvertir el relato de la maternidad/paternidad con el cual prácticamente toda una generación ha justificado su fracaso colectivo.

Todo esto forma parte del mismo problema y no está relacionado con la discusión sobre tener o no tener hijos, sino con algo mucho más interesante: las consecuencias que acarrea el hecho de habernos alejado cada vez más de la esfera pública como espacio de conquista en pos de una esfera individual en la que vamos aislándonos y precarizando nuestra visión del mundo hasta parecer, lisa y llanamente, estúpidos.

Eso me recuerda una conversación que mantuve hace tiempo con una antigua amiga sobre la idea de marchar —o no— hacia Sol en pleno 15-M. Todos estábamos muy excitados y era, naturalmente, el tema de conversación del almuerzo una tarde que se oscurecía por grados. Ella, incómoda por nuestra insistencia, estudiando el vértice de un toldo que se sacudía por el viento, contestó: «No creo que gente como yo deba ir a Sol. Yo he sido madre…, ésa es mi lucha ahora».