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La banalidad del bien
«El mundo... vive de sí mismo, sus excrementos son su alimento.»
Nietzsche, en El libro de los pasajes de Walter Benjamin
La ciudad de París ha proporcionado al mundo tantas imágenes icónicas a lo largo de la historia que no es extraño que de allí provenga también uno de los mejores retratos de la condición turista del hombre moderno. Me refiero naturalmente al pont des Arts y los llamados «candados del amor». Como es sabido, en los últimos años ese lugar se había convertido en el escenario de un curioso ritual, consistente en cerrar en los barrotes de las barandas del puente un candado con los nombres de una pareja de enamorados o con cualquier otro mensaje inscrito en él. A continuación, la llave del candado se arrojaba al Sena. Esta práctica, quizás viralizada a partir de una película o de un libro, alcanzó tal popularidad que los candados llegaron a ocupar todo el puente, aunque periódicamente los servicios del ayuntamiento de París cambiaran las vallas para aligerarlas. Un estudiante, que se dedicó a fotografiar los candados uno a uno, publicó en su sitio de internet más de cuarenta mil imágenes. Le Monde los cifró por encima de los setecientos mil.
Finalmente, tras el derrumbe de una parte de las barandillas, la alcaldía ordenó la retirada de los candados y la sustitución de las verjas por paneles de otro material que impidieran en un futuro esta práctica. De todos modos, la medida gubernamental solo ha servido para que la costumbre se propague por otros lugares de la ciudad: a la pasarela Léopold-Sédar-Senghor, muy cerca del escenario original, o a las barandillas del square du Vert-Galant, la plazoleta en forma de proa de barco situada en la punta de la Île de la Cité; o, un poco más lejos, a la pasarela Simone de Beauvoir frente a la Biblioteca Nacional o, cerca de Notre Dame, al pont de l'Archevêché donde los turistas se funden con los pakis vendedores de souvenirs, entre los cuales ocupan un lugar prominente los candados ya listos para ser colocados. En general pueden encontrarse candados en cualquiera de las farolas de los alrededores del Sena.
Es bastante corriente adoptar una actitud severa o desdeñosa hacia este fenómeno que, como en el caso del banco de madera de Loiba, implica la banalización del espacio provocada por el turismo de masas y, por extensión, cierta estupidez inherente al género humano, y muy particularmente al de nuestra época. En París se lanzó la campaña «No Love Locks» para desalentar el uso del candado y el ayuntamiento se sumó a ella con prospectos oficiales en los que se pueden leer frases tan plagadas de tópicos y de mayúsculas como la siguiente: «París era la Ciudad del Amor ANTES de los candados, y lo será todavía más DESPUÉS de los candados». Más revelador era el siguiente mensaje institucional: «Porque nuestros puentes no resistirán vuestro amor, cambiad vuestro candado por un selfie». Lo que se exigiría por lo tanto es sustituir un tipo de selfie por otro que no molesta. Y de hecho, siguiendo la lógica de ese eslogan, las instituciones no quieren terminar con el fenómeno, sino encauzarlo hacia lo que se concibe como la normalidad de las vacaciones contemporáneas. La razón parecería clara, pues el selfie descontrolado deja una huella más o menos enojosa en el entorno, al contrario de la foto, que no deja rastro alguno más allá de la insignificante vanidad de la operación.
Sin embargo, esto último es también cuestionable; al fin y al cabo, siempre que las multitudes se entusiasman o se encaprichan con un sitio determinado, éste se ve condenado a una inevitable y profunda modificación, a una desubstanciación, por así decirlo, de su naturaleza original, de aquello que pudo haber convocado allí a los turistas en un primer momento, transformándose de esa manera en una extraña modalidad del no-lugar. En este caso, la principal diferencia respecto a lo que ya son destinos tradicionales de peregrinación turística –como la torre Eiffel, la explanada frente a la catedral de Notre Dame en París, o el Obradoiro en Santiago– sería que a través de un proceso tan reciente como veloz se les confiere a ciertos lugares un carácter espectacular basado en la arbitrariedad, dejando al albur de la publicidad o de una foto viral la elección de los sitios que conviene visitar: por ejemplo ese puente derrumbándose bajo el peso de la banalidad humana, y que pone de manifiesto las enormes masas que pueden llegar a movilizarse abducidas por los caprichos del turismo. Pero, ¿qué es lo que convierte en insoportable este fenómeno, exponiéndolo a la crítica fácil e incitando a las autoridades a ajustarlo a la norma social? ¿Y si fuera simplemente su propia magnitud, muestra cruda de una excrecencia propia del ser humano que no conviene mostrar, de aquello que, aventurándonos un poco, podríamos considerar como su intrínseca banalidad?
Resulta extraño atravesar estos lugares cuando uno no se siente directamente implicado en lo que ahí sucede, en ese pequeño teatro del absurdo protagonizado por turistas con palos de selfie y vendedores ambulantes. ¿Están atentos a la porción de utopía que les ofrece el paisaje, o simplemente –tal como sugiere Bruce Bégout en Lugar común, el libro donde analiza el motel americano como uno de los espacios paradigmáticos de nuestro tiempo– esos visitantes errantes se han entregado a una búsqueda insaciable de lo familiar y lo banal? Quizás no debamos ser tan críticos con ellos, pues ¿quién no ha formado parte de esa masa alguna vez, de una u otra forma? El género humano se rige por la ley de los grandes números, y la banalidad no sería más que su mínimo común denominador. En efecto, lo banal es todo aquello que carece de interés, lo común, trivial o insustancial, y como tal es una noción ligada al elusivo concepto de lo bello, pero por eso mismo también es aquello a lo que el ser humano se ve condenado cuando ejecuta ciertas acciones básicas. No por casualidad el origen del término implica la idea de lo común: las banalidades eran en el feudalismo francés las instalaciones que el señor feudal tenía que poner a disposición de los habitantes de sus dominios para que trabajaran en ellas. Por otro lado, el hombre contemporáneo es un animal adicto al significado. Sin él, tiene un problema; sin él, no puede vivir, pues la vida se convierte en algo radicalmente aburrido. Y para llenar ese vacío, los seres humanos se entregan a diversos tipos de ocupaciones: no es raro entonces que, en esta búsqueda de sentido, se agolpen unos junto a otros cuando creen haber encontrado algo que les llene, y que lo que antaño era un reducto de paz espiritual se encuentre ahora devorado por las masas buscándose a sí mismas, o a la caza de una experiencia única en sus vidas.
El modo de producción del capitalismo contemporáneo no es capaz de ofrecer otra cosa que una repetición de la novedad, en una especie de tiempo infernal que todo espectador ocasional en uno de estos lugares habrá podido comprobar por sí mismo. ¿Cómo llamar si no a la repetición hasta el infinito de los mismos gestos, a esa variante particularmente pesada del eterno retorno de lo mismo –eterno retorno de la banalidad– con su sucesión de turistas anónimos haciéndose fotos exactamente iguales? Y sin embargo, si se le pregunta a uno de ellos seguramente contestará que está admirando esa vista espléndida, ese lugar único, o incluso que está viviendo una de las experiencias más asombrosas y felices de su existencia.
Resulta difícil calibrar cuánto hay de verdad en una afirmación de ese tipo. En las encuestas, son más quienes se declaran satisfechos con su vida que los que se confiesan infelices, aunque una encuesta reciente aseguraba que casi la mitad de los franceses tenían la sensación de haber «malgastado su vida». Por otro lado, es difícil que, contempladas desde el exterior, estas actividades y aspiraciones provoquen otra cosa que aburrimiento. Los encuestados ocupan su tiempo de ocio con aficiones más bien anodinas, como pasear o ver la tele; pensemos también en esos interminables barrios de negocios de las ciudades industrializadas, por los que cada mañana desfilan miles de personas vestidas con traje y corbata, acudiendo a su trabajo entre la grisura de las inmensas torres de cristal. Y dado que el aburrimiento se sitúa en un punto intermedio entre lo objetivo y lo subjetivo, entre el nosotros y el mundo de las cosas, es difícil, por no decir imposible, distinguir entre lo que aburre y aquel que se aburre. En suma, es difícil no pensar que ellos también se aburren.
Que la vida es en nuestro tiempo aburrida podría demostrarse por la importancia que se le concede a la originalidad y a la innovación, conformando una ética que es en realidad una estética –la de «lo interesante»– a la que le resulta imposible ir más allá de la imagen en su vertiente más superficial. Bruce Bégout piensa que el tiempo de ocio permite desplegar el «fun», la diversión de uno mismo, esa «sensación extraña pero relativamente común en la que se alternan la exaltación repentina y la pasividad sin consecuencias». Es un ocio y al mismo tiempo una pasividad, una entrega al transcurrir del tiempo, en lo que este tiene de más insípido, para alejarnos del abismo del aburrimiento y de la confrontación con nuestro propio ser, convertido en una entidad ausente. Pero, ¿qué esperar cuando la diversión que nos ofrece la sociedad no nos distrae de la angustia, y no solo eso sino que la destila en pequeñas dosis; qué esperar cuando el ocio se hace tan aburrido e insoportable como el vacío existencial que se supone tiene que llenar?
Kierkegaard aseguraba que los dioses se aburrían y por eso crearon al hombre. Lo cierto es que el aburrimiento tiene una larga historia. Ya en la Antigüedad, se hablaba de la acedia (literalmente «falta de cuidado») como el desorden del corazón propio de las personas solitarias, término que durante la Edad Media pasó a designar también la enfermedad del alma propia de la vida en el monasterio. Paralelamente, las lenguas romances forjaban nuevas formas para describir ese sentimiento, como el ennui francés o la noia italiana. Con su raíz en el verbo latino inodiare («odiar»), eran palabras que comenzaban a expresar la idea de un aburrimiento mortal como odio al presente (y a uno mismo) y la incitación a «matar el tiempo». Sin embargo, esa terminología seguía estando vinculada a la acedia, a la melancolía, a la tristeza en general. El aburrimiento en su sentido moderno no aparecerá como tal hasta el siglo XVIII, cuando el ennui francés comienza a desarrollar su connotación existencial, y surgen el concepto alemán langeweile –evocador de un tiempo que se alarga demasiado–, el verbo to bore en inglés –formado a partir de la palabra que designa algo punzante– o la variante española, que proviene del latín abhorrere y se asocia por lo tanto con el horror. Son palabras sintomáticas, con toda su carga secularizada, de la democratización de un privilegio hasta entonces reservado a los aristócratas y a los monjes. «La gente se aburre en todas partes, en la Corte y en el campo, en los sitios relevantes y en la oscuridad», decía en 1771 El arte de no aburrirse, pequeño tratado de un autor hoy olvidado. Es ese aburrimiento del que hablarán los filósofos ilustrados y que poco a poco ocupará un lugar preponderante la vida social.
Hacia mediados del XIX, aparece por primera vez el sustantivo abstracto boredom, y lo hace no por casualidad en la novela Casa desolada de Charles Dickens, uno de los grandes retratistas de la sociedad decimonónica. En ese sentido, el aburrimiento es un estado de ánimo típicamente burgués. Es el producto del proceso de industrialización, urbanización y desencantamiento del mundo moderno, de una transformación singular de la experiencia del hombre que le arranca de sus referentes tradicionales y le obliga a buscar nuevas fuentes de sentido. Es el tormento de las personas cultivadas, la enfermedad propia de los «pueblos civilizados», de una Emma Bovary entregada a los libros y al sentimentalismo como vías de escape al tedio de su existencia. La naciente sociedad industrial permite inundar el mercado con nuevas necesidades y deseos que se propagan desde las clases altas hacia las medias, generando un gusto por la novedad que pretende ser la solución para el aburrimiento, pero que a su vez, al fijarlo y materializarlo, da forma precisamente al mismo sentimiento que dice combatir. Los hijos del siglo XIX sentían que el paréntesis de la Revolución, con su anuncio de un mundo nuevo, quedaba muy atrás: estaban convencidos de que a partir de ese momento otra forma de vida iba a ser imposible. La antigua melancolía –inversión del orden del tiempo, como si todavía se pudiera actuar sobre el pasado («si lo hubiera sabido»)– había encontrado por fin su antítesis en esta boredom moderna en la que pasado, presente y futuro se fundían en una única e insulsa temporalidad («sé lo que pasará, pues siempre ha pasado lo mismo»).
El aburrimiento decimonónico no es tanto un sentimiento diferente como una nueva manera de sentir, o mejor dicho, una forma de distanciarse reflexivamente de sí mismo que se convierte en una nueva actitud hacia lo que se siente. En todas las épocas de la humanidad ha habido gente que se aburre, pero en algunos momentos ese sentir fue más intenso o encontró nuevas formas de expresión y de conciencia de sí. Hacer la historia del aburrimiento es precisamente demostrar la imposibilidad de entenderlo fuera de su contexto; descubrir que, en tanto que humor a la vez externo e interno al individuo, aburrirse es un acto eminentemente material. Y podemos estar seguros de ello si observamos cómo la desestabilización radical de la ecuación burguesa en las últimas décadas –a raíz de la liberalización de la economía y de la crisis del Estado del bienestar creado a partir del siglo XIX– ha ido propiciando una nueva mutación del aburrimiento.
Un rasgo esencial de este nuevo sentir habría que buscarlo en la transformación del espacio. Decía Walter Benjamin que el aburrimiento moderno nació con y en la ciudad. Y, aunque uno pueda recordar la confesión con la que Bernanos abre su Diario de un cura de pueblo («Mi parroquia es una parroquia consumida por el aburrimiento; esa es la palabra exacta. ¡Como tantas otras parroquias!»), es cierto que el lugar donde acontece la historia durante la modernidad son las ciudades y, por lo tanto el aburrimiento específicamente moderno solo puede darse en ellas, pues es ahí donde el proceso de abstracción de la economía de mercado se hace efectivo, creando la base estructural necesaria para poder aburrirse. Ahora bien, en nuestras sociedades contemporáneas el medio urbano ha pasado el testigo al medio virtual como espacio privilegiado de interacción, producción y consumo. Son dos ámbitos que están sometidos por igual a las imposiciones de la racionalidad económica, y que por eso mismo modifican radicalmente la experiencia que pueden vivir los seres humanos, si bien lo hacen de formas distintas.
En las sociedades virtualizadas, todo sujeto que no quiera aislarse del vínculo social debe aceptar situarse en un estado de disponibilidad permanente. Provisto de uno o más aparatos electrónicos que lo conectan a la red, el individuo se somete a un flujo constante de informaciones y requerimientos. Eso provoca que, como señala Evgeny Morozov, vivamos constantemente asaltados por lo interesante. Las empresas tecnológicas nos prometen un porvenir en el que gracias a ellas el aburrimiento será imposible: los que se sientan momentáneamente aburridos, siempre podrán informarse acerca de un lugar que les libre del tedio, o incluso visitarlo virtualmente. Y esa capacidad de llegar a cualquier sitio, aunque sea en forma de simulacro, supone un desencantamiento del mundo todavía más radical. ¿Dónde queda ahora el flâneur, el distraído paseante por la ciudad que, según Benjamin, era el único remedio contra el aburrimiento gracias a su capacidad de transgredir el espacio publico y reapropiarse de él? En nuestra época no es tanto la actitud del flâneur lo que ha desaparecido, sino su marginalidad, su condición de figura específica imposible e inesperada: la flânerie resulta hoy imposible en su sentido emancipador, pues es instantáneamente asimilada o absorbida por el sistema.
Las nuevas formas de aburrirse no son solo una desertificación de la temporalidad, lo son también del espacio (el idioma alemán cuenta con una palabra que transmite bien esta idea, öde, que significa aburrimiento y hastío, pero también sirve para describir algo desierto o vacío). La sociedad virtual ha conseguido universalizar el entretenimiento y fundirlo en una amalgama indistinguible con las horas de trabajo y las de ocio, pero eso no significa que la gente se aburra menos, más bien al contrario, pues el continuo flujo de información ha esterilizado la gama de sentimientos y deseos que uno puede experimentar. Creemos que somos más libres que nunca para hacer lo que queramos, cuando en realidad estamos determinados por los azares de la viralidad y las leyes del big data. Somos prisioneros de nuestra propia banalidad y por eso nos entregamos a la rueda del aburrimiento. El marketing ha sabido captar esta paradoja y vende sus productos gracias a la filosofía del #YOLO, del «you only live once», acrónimo con el que se justifica cualquier acción que conduzca a un instante cargado de sentido e interés: «la vida es una sucesión de momentos», decía un reclamo publicitario que presentaba un coche como sinónimo de aventura y exploración de paisajes maravillosos, aunque lo más probable es que en la vida real acabe pasando la mayor parte del día de atasco en atasco.
Hace tiempo que Lacan vinculó audazmente a Kant con Sade: uno sería el reverso paradójicamente simétrico del otro, pues ambos excluyen cualquier atisbo de sensibilidad en nuestra facultad de juzgar moralmente. Los personajes sadianos se ven impelidos por la obediencia ciega a una ley moral estructuralmente idéntica al mínimo factor común que representa el imperativo categórico kantiano; o, en otros términos, universalizar puede llevar tanto a la moral más absoluta como a la más disoluta inmoralidad. ¿Pero qué ocurre cuando lo que se universaliza es la máxima «haz que tu vida sea interesante», mediatizada a través del poder de la publicidad? Nada nos preparaba para este estado intermedio, amoral, en el que los ciudadanos expresan su individualidad en una repetición ad infinitum de sus gestos más ínfimos, en la que se universaliza es nuestra propia banalidad: aquello que tenemos de mínimamente humano.
En la constante competición por encontrar estímulos interesantes, la violencia parte con ventaja. Los actos violentos brotan de manera natural del hastío de la vida contemporánea: Baudelaire hablaba del instinto suicida de quien un buen día decide fumarse un cigarro al lado de un tonel de pólvora como «una especie de energía que brota del aburrimiento y la ensoñación». Pero la violencia también ejerce una fascinación sobre el espectador, es en sí misma «interesante»; como decía Walter Benjamin, para la gente de ahora solo hay una cosa radicalmente nueva, y siempre la misma: la muerte. La violencia rompe la monotonía de nuestras vidas y quizás por eso sentimos una atracción estética hacia ella a la vez que una repulsión moral contra de ella.
La estética y la política se hallan así intrínsecamente ligadas a través del aburrimiento y la banalidad. Cualquiera ha podido experimentar ese vínculo en conversaciones sobre temas políticos en las que sabemos exactamente lo que cada interlocutor va a decir, pues todos repiten una y otra vez las mismas ideas, obtenidas quién sabe dónde. Los asuntos de actualidad retornan circularmente a la escena pública para ofrecerse ante espectadores impotentes y desaparecer a continuación tan estúpidamente como habían aparecido, en un flujo de informaciones que materializa aquella descripción que hizo Marx de uno de los momentos más aburridos de la historia, «pasiones sin verdad, verdades sin pasión; héroes sin heroísmo, historia sin acontecimientos; un proceso cuya única fuerza propulsora parece ser el calendario, fatigoso por la sempiterna repetición de tensiones y relajamientos».
Si no existe una virtualidad intrínseca de la tecnología –es decir, si esta depende de lo que de ella hagan los actores sociales o las relaciones de fuerza entre ciudadanos e instituciones– no podremos diagnosticar una catástrofe pero tampoco proponer una utopía; simplemente nos limitaremos a observar y, a lo mejor, postular una vía de escape al aburrimiento. Por un lado, se vislumbra un distópico mundo de vigilancia continua, con todo lo que conlleva de control, de monopolización, de angustia existencial del individuo; y sin embargo, por otro lado es evidente que la vida electrónica posee también un potencial emancipador: realizar al fin el viejo sueño ilustrado y más concretamente kantiano de un uso público de la razón, constituyendo un espacio donde el ciudadano pueda compartir conocimientos y ejercer una labor crítica de control sobre las instituciones. El estado de un mundo sometido al incesante trabajo del eterno retorno –desprovisto de toda finalidad teleológica y de todo objetivo final– comparte así una característica esencial con el aburrimiento, pero a la vez deja entrever una superación, una liberación posible, una interrupción del curso mismo de las cosas. Siegfried Kracauer también veía en el aburrimiento una fuerza liberadora, pues al fin y al cabo aburriéndonos estamos seguros de seguir participando de la esfera de lo real: «La gente que aún tiene tiempo para el aburrimiento y que, sin embargo, no se aburre, es tan aburrida como la que nunca tiene tiempo para aburrirse».
Es por eso que no debemos ser excesivamente negativos con el aburrimiento. Tiene la virtud de situarnos ante a nuestra propia banalidad, de enfrentarnos al fondo común del ser humano, de suscitar una nueva formulación de la cuestión ya olvidada y denostada del sentido de nuestras vidas: la pregunta de cómo utilizar nuestro tiempo. El sujeto que se aburre es también el que está listo para ser liberado. A lo mejor, después de todo, aburrirse y querer aburrirse es el acto más revolucionario que ahora mismo podemos concebir.
En portada, la cubierta de un crucero fotografiada por Liz Lawley.
De arriba abajo, detalle del pont des Arts, en París, por alainalele; almendros en flor en Tokio, por George Alexander Ishida; Chichen Itzá en el equinocio de primavera, por stephen; Stonehenge en el solsticio de verano de 2009, por Ann Wuyts; interior de un crucero, por Nick Normal; turistas en Procida (Campania), por hillman54.
La banalidad del bien
«El mundo... vive de sí mismo, sus excrementos son su alimento.»
Nietzsche, en El libro de los pasajes de Walter Benjamin
La ciudad de París ha proporcionado al mundo tantas imágenes icónicas a lo largo de la historia que no es extraño que de allí provenga también uno de los mejores retratos de la condición turista del hombre moderno. Me refiero naturalmente al pont des Arts y los llamados «candados del amor». Como es sabido, en los últimos años ese lugar se había convertido en el escenario de un curioso ritual, consistente en cerrar en los barrotes de las barandas del puente un candado con los nombres de una pareja de enamorados o con cualquier otro mensaje inscrito en él. A continuación, la llave del candado se arrojaba al Sena. Esta práctica, quizás viralizada a partir de una película o de un libro, alcanzó tal popularidad que los candados llegaron a ocupar todo el puente, aunque periódicamente los servicios del ayuntamiento de París cambiaran las vallas para aligerarlas. Un estudiante, que se dedicó a fotografiar los candados uno a uno, publicó en su sitio de internet más de cuarenta mil imágenes. Le Monde los cifró por encima de los setecientos mil.
Finalmente, tras el derrumbe de una parte de las barandillas, la alcaldía ordenó la retirada de los candados y la sustitución de las verjas por paneles de otro material que impidieran en un futuro esta práctica. De todos modos, la medida gubernamental solo ha servido para que la costumbre se propague por otros lugares de la ciudad: a la pasarela Léopold-Sédar-Senghor, muy cerca del escenario original, o a las barandillas del square du Vert-Galant, la plazoleta en forma de proa de barco situada en la punta de la Île de la Cité; o, un poco más lejos, a la pasarela Simone de Beauvoir frente a la Biblioteca Nacional o, cerca de Notre Dame, al pont de l'Archevêché donde los turistas se funden con los pakis vendedores de souvenirs, entre los cuales ocupan un lugar prominente los candados ya listos para ser colocados. En general pueden encontrarse candados en cualquiera de las farolas de los alrededores del Sena.
Es bastante corriente adoptar una actitud severa o desdeñosa hacia este fenómeno que, como en el caso del banco de madera de Loiba, implica la banalización del espacio provocada por el turismo de masas y, por extensión, cierta estupidez inherente al género humano, y muy particularmente al de nuestra época. En París se lanzó la campaña «No Love Locks» para desalentar el uso del candado y el ayuntamiento se sumó a ella con prospectos oficiales en los que se pueden leer frases tan plagadas de tópicos y de mayúsculas como la siguiente: «París era la Ciudad del Amor ANTES de los candados, y lo será todavía más DESPUÉS de los candados». Más revelador era el siguiente mensaje institucional: «Porque nuestros puentes no resistirán vuestro amor, cambiad vuestro candado por un selfie». Lo que se exigiría por lo tanto es sustituir un tipo de selfie por otro que no molesta. Y de hecho, siguiendo la lógica de ese eslogan, las instituciones no quieren terminar con el fenómeno, sino encauzarlo hacia lo que se concibe como la normalidad de las vacaciones contemporáneas. La razón parecería clara, pues el selfie descontrolado deja una huella más o menos enojosa en el entorno, al contrario de la foto, que no deja rastro alguno más allá de la insignificante vanidad de la operación.
Sin embargo, esto último es también cuestionable; al fin y al cabo, siempre que las multitudes se entusiasman o se encaprichan con un sitio determinado, éste se ve condenado a una inevitable y profunda modificación, a una desubstanciación, por así decirlo, de su naturaleza original, de aquello que pudo haber convocado allí a los turistas en un primer momento, transformándose de esa manera en una extraña modalidad del no-lugar. En este caso, la principal diferencia respecto a lo que ya son destinos tradicionales de peregrinación turística –como la torre Eiffel, la explanada frente a la catedral de Notre Dame en París, o el Obradoiro en Santiago– sería que a través de un proceso tan reciente como veloz se les confiere a ciertos lugares un carácter espectacular basado en la arbitrariedad, dejando al albur de la publicidad o de una foto viral la elección de los sitios que conviene visitar: por ejemplo ese puente derrumbándose bajo el peso de la banalidad humana, y que pone de manifiesto las enormes masas que pueden llegar a movilizarse abducidas por los caprichos del turismo. Pero, ¿qué es lo que convierte en insoportable este fenómeno, exponiéndolo a la crítica fácil e incitando a las autoridades a ajustarlo a la norma social? ¿Y si fuera simplemente su propia magnitud, muestra cruda de una excrecencia propia del ser humano que no conviene mostrar, de aquello que, aventurándonos un poco, podríamos considerar como su intrínseca banalidad?
Resulta extraño atravesar estos lugares cuando uno no se siente directamente implicado en lo que ahí sucede, en ese pequeño teatro del absurdo protagonizado por turistas con palos de selfie y vendedores ambulantes. ¿Están atentos a la porción de utopía que les ofrece el paisaje, o simplemente –tal como sugiere Bruce Bégout en Lugar común, el libro donde analiza el motel americano como uno de los espacios paradigmáticos de nuestro tiempo– esos visitantes errantes se han entregado a una búsqueda insaciable de lo familiar y lo banal? Quizás no debamos ser tan críticos con ellos, pues ¿quién no ha formado parte de esa masa alguna vez, de una u otra forma? El género humano se rige por la ley de los grandes números, y la banalidad no sería más que su mínimo común denominador. En efecto, lo banal es todo aquello que carece de interés, lo común, trivial o insustancial, y como tal es una noción ligada al elusivo concepto de lo bello, pero por eso mismo también es aquello a lo que el ser humano se ve condenado cuando ejecuta ciertas acciones básicas. No por casualidad el origen del término implica la idea de lo común: las banalidades eran en el feudalismo francés las instalaciones que el señor feudal tenía que poner a disposición de los habitantes de sus dominios para que trabajaran en ellas. Por otro lado, el hombre contemporáneo es un animal adicto al significado. Sin él, tiene un problema; sin él, no puede vivir, pues la vida se convierte en algo radicalmente aburrido. Y para llenar ese vacío, los seres humanos se entregan a diversos tipos de ocupaciones: no es raro entonces que, en esta búsqueda de sentido, se agolpen unos junto a otros cuando creen haber encontrado algo que les llene, y que lo que antaño era un reducto de paz espiritual se encuentre ahora devorado por las masas buscándose a sí mismas, o a la caza de una experiencia única en sus vidas.
El modo de producción del capitalismo contemporáneo no es capaz de ofrecer otra cosa que una repetición de la novedad, en una especie de tiempo infernal que todo espectador ocasional en uno de estos lugares habrá podido comprobar por sí mismo. ¿Cómo llamar si no a la repetición hasta el infinito de los mismos gestos, a esa variante particularmente pesada del eterno retorno de lo mismo –eterno retorno de la banalidad– con su sucesión de turistas anónimos haciéndose fotos exactamente iguales? Y sin embargo, si se le pregunta a uno de ellos seguramente contestará que está admirando esa vista espléndida, ese lugar único, o incluso que está viviendo una de las experiencias más asombrosas y felices de su existencia.
Resulta difícil calibrar cuánto hay de verdad en una afirmación de ese tipo. En las encuestas, son más quienes se declaran satisfechos con su vida que los que se confiesan infelices, aunque una encuesta reciente aseguraba que casi la mitad de los franceses tenían la sensación de haber «malgastado su vida». Por otro lado, es difícil que, contempladas desde el exterior, estas actividades y aspiraciones provoquen otra cosa que aburrimiento. Los encuestados ocupan su tiempo de ocio con aficiones más bien anodinas, como pasear o ver la tele; pensemos también en esos interminables barrios de negocios de las ciudades industrializadas, por los que cada mañana desfilan miles de personas vestidas con traje y corbata, acudiendo a su trabajo entre la grisura de las inmensas torres de cristal. Y dado que el aburrimiento se sitúa en un punto intermedio entre lo objetivo y lo subjetivo, entre el nosotros y el mundo de las cosas, es difícil, por no decir imposible, distinguir entre lo que aburre y aquel que se aburre. En suma, es difícil no pensar que ellos también se aburren.
Que la vida es en nuestro tiempo aburrida podría demostrarse por la importancia que se le concede a la originalidad y a la innovación, conformando una ética que es en realidad una estética –la de «lo interesante»– a la que le resulta imposible ir más allá de la imagen en su vertiente más superficial. Bruce Bégout piensa que el tiempo de ocio permite desplegar el «fun», la diversión de uno mismo, esa «sensación extraña pero relativamente común en la que se alternan la exaltación repentina y la pasividad sin consecuencias». Es un ocio y al mismo tiempo una pasividad, una entrega al transcurrir del tiempo, en lo que este tiene de más insípido, para alejarnos del abismo del aburrimiento y de la confrontación con nuestro propio ser, convertido en una entidad ausente. Pero, ¿qué esperar cuando la diversión que nos ofrece la sociedad no nos distrae de la angustia, y no solo eso sino que la destila en pequeñas dosis; qué esperar cuando el ocio se hace tan aburrido e insoportable como el vacío existencial que se supone tiene que llenar?
Kierkegaard aseguraba que los dioses se aburrían y por eso crearon al hombre. Lo cierto es que el aburrimiento tiene una larga historia. Ya en la Antigüedad, se hablaba de la acedia (literalmente «falta de cuidado») como el desorden del corazón propio de las personas solitarias, término que durante la Edad Media pasó a designar también la enfermedad del alma propia de la vida en el monasterio. Paralelamente, las lenguas romances forjaban nuevas formas para describir ese sentimiento, como el ennui francés o la noia italiana. Con su raíz en el verbo latino inodiare («odiar»), eran palabras que comenzaban a expresar la idea de un aburrimiento mortal como odio al presente (y a uno mismo) y la incitación a «matar el tiempo». Sin embargo, esa terminología seguía estando vinculada a la acedia, a la melancolía, a la tristeza en general. El aburrimiento en su sentido moderno no aparecerá como tal hasta el siglo XVIII, cuando el ennui francés comienza a desarrollar su connotación existencial, y surgen el concepto alemán langeweile –evocador de un tiempo que se alarga demasiado–, el verbo to bore en inglés –formado a partir de la palabra que designa algo punzante– o la variante española, que proviene del latín abhorrere y se asocia por lo tanto con el horror. Son palabras sintomáticas, con toda su carga secularizada, de la democratización de un privilegio hasta entonces reservado a los aristócratas y a los monjes. «La gente se aburre en todas partes, en la Corte y en el campo, en los sitios relevantes y en la oscuridad», decía en 1771 El arte de no aburrirse, pequeño tratado de un autor hoy olvidado. Es ese aburrimiento del que hablarán los filósofos ilustrados y que poco a poco ocupará un lugar preponderante la vida social.
Hacia mediados del XIX, aparece por primera vez el sustantivo abstracto boredom, y lo hace no por casualidad en la novela Casa desolada de Charles Dickens, uno de los grandes retratistas de la sociedad decimonónica. En ese sentido, el aburrimiento es un estado de ánimo típicamente burgués. Es el producto del proceso de industrialización, urbanización y desencantamiento del mundo moderno, de una transformación singular de la experiencia del hombre que le arranca de sus referentes tradicionales y le obliga a buscar nuevas fuentes de sentido. Es el tormento de las personas cultivadas, la enfermedad propia de los «pueblos civilizados», de una Emma Bovary entregada a los libros y al sentimentalismo como vías de escape al tedio de su existencia. La naciente sociedad industrial permite inundar el mercado con nuevas necesidades y deseos que se propagan desde las clases altas hacia las medias, generando un gusto por la novedad que pretende ser la solución para el aburrimiento, pero que a su vez, al fijarlo y materializarlo, da forma precisamente al mismo sentimiento que dice combatir. Los hijos del siglo XIX sentían que el paréntesis de la Revolución, con su anuncio de un mundo nuevo, quedaba muy atrás: estaban convencidos de que a partir de ese momento otra forma de vida iba a ser imposible. La antigua melancolía –inversión del orden del tiempo, como si todavía se pudiera actuar sobre el pasado («si lo hubiera sabido»)– había encontrado por fin su antítesis en esta boredom moderna en la que pasado, presente y futuro se fundían en una única e insulsa temporalidad («sé lo que pasará, pues siempre ha pasado lo mismo»).
El aburrimiento decimonónico no es tanto un sentimiento diferente como una nueva manera de sentir, o mejor dicho, una forma de distanciarse reflexivamente de sí mismo que se convierte en una nueva actitud hacia lo que se siente. En todas las épocas de la humanidad ha habido gente que se aburre, pero en algunos momentos ese sentir fue más intenso o encontró nuevas formas de expresión y de conciencia de sí. Hacer la historia del aburrimiento es precisamente demostrar la imposibilidad de entenderlo fuera de su contexto; descubrir que, en tanto que humor a la vez externo e interno al individuo, aburrirse es un acto eminentemente material. Y podemos estar seguros de ello si observamos cómo la desestabilización radical de la ecuación burguesa en las últimas décadas –a raíz de la liberalización de la economía y de la crisis del Estado del bienestar creado a partir del siglo XIX– ha ido propiciando una nueva mutación del aburrimiento.
Un rasgo esencial de este nuevo sentir habría que buscarlo en la transformación del espacio. Decía Walter Benjamin que el aburrimiento moderno nació con y en la ciudad. Y, aunque uno pueda recordar la confesión con la que Bernanos abre su Diario de un cura de pueblo («Mi parroquia es una parroquia consumida por el aburrimiento; esa es la palabra exacta. ¡Como tantas otras parroquias!»), es cierto que el lugar donde acontece la historia durante la modernidad son las ciudades y, por lo tanto el aburrimiento específicamente moderno solo puede darse en ellas, pues es ahí donde el proceso de abstracción de la economía de mercado se hace efectivo, creando la base estructural necesaria para poder aburrirse. Ahora bien, en nuestras sociedades contemporáneas el medio urbano ha pasado el testigo al medio virtual como espacio privilegiado de interacción, producción y consumo. Son dos ámbitos que están sometidos por igual a las imposiciones de la racionalidad económica, y que por eso mismo modifican radicalmente la experiencia que pueden vivir los seres humanos, si bien lo hacen de formas distintas.
En las sociedades virtualizadas, todo sujeto que no quiera aislarse del vínculo social debe aceptar situarse en un estado de disponibilidad permanente. Provisto de uno o más aparatos electrónicos que lo conectan a la red, el individuo se somete a un flujo constante de informaciones y requerimientos. Eso provoca que, como señala Evgeny Morozov, vivamos constantemente asaltados por lo interesante. Las empresas tecnológicas nos prometen un porvenir en el que gracias a ellas el aburrimiento será imposible: los que se sientan momentáneamente aburridos, siempre podrán informarse acerca de un lugar que les libre del tedio, o incluso visitarlo virtualmente. Y esa capacidad de llegar a cualquier sitio, aunque sea en forma de simulacro, supone un desencantamiento del mundo todavía más radical. ¿Dónde queda ahora el flâneur, el distraído paseante por la ciudad que, según Benjamin, era el único remedio contra el aburrimiento gracias a su capacidad de transgredir el espacio publico y reapropiarse de él? En nuestra época no es tanto la actitud del flâneur lo que ha desaparecido, sino su marginalidad, su condición de figura específica imposible e inesperada: la flânerie resulta hoy imposible en su sentido emancipador, pues es instantáneamente asimilada o absorbida por el sistema.
Las nuevas formas de aburrirse no son solo una desertificación de la temporalidad, lo son también del espacio (el idioma alemán cuenta con una palabra que transmite bien esta idea, öde, que significa aburrimiento y hastío, pero también sirve para describir algo desierto o vacío). La sociedad virtual ha conseguido universalizar el entretenimiento y fundirlo en una amalgama indistinguible con las horas de trabajo y las de ocio, pero eso no significa que la gente se aburra menos, más bien al contrario, pues el continuo flujo de información ha esterilizado la gama de sentimientos y deseos que uno puede experimentar. Creemos que somos más libres que nunca para hacer lo que queramos, cuando en realidad estamos determinados por los azares de la viralidad y las leyes del big data. Somos prisioneros de nuestra propia banalidad y por eso nos entregamos a la rueda del aburrimiento. El marketing ha sabido captar esta paradoja y vende sus productos gracias a la filosofía del #YOLO, del «you only live once», acrónimo con el que se justifica cualquier acción que conduzca a un instante cargado de sentido e interés: «la vida es una sucesión de momentos», decía un reclamo publicitario que presentaba un coche como sinónimo de aventura y exploración de paisajes maravillosos, aunque lo más probable es que en la vida real acabe pasando la mayor parte del día de atasco en atasco.
Hace tiempo que Lacan vinculó audazmente a Kant con Sade: uno sería el reverso paradójicamente simétrico del otro, pues ambos excluyen cualquier atisbo de sensibilidad en nuestra facultad de juzgar moralmente. Los personajes sadianos se ven impelidos por la obediencia ciega a una ley moral estructuralmente idéntica al mínimo factor común que representa el imperativo categórico kantiano; o, en otros términos, universalizar puede llevar tanto a la moral más absoluta como a la más disoluta inmoralidad. ¿Pero qué ocurre cuando lo que se universaliza es la máxima «haz que tu vida sea interesante», mediatizada a través del poder de la publicidad? Nada nos preparaba para este estado intermedio, amoral, en el que los ciudadanos expresan su individualidad en una repetición ad infinitum de sus gestos más ínfimos, en la que se universaliza es nuestra propia banalidad: aquello que tenemos de mínimamente humano.
En la constante competición por encontrar estímulos interesantes, la violencia parte con ventaja. Los actos violentos brotan de manera natural del hastío de la vida contemporánea: Baudelaire hablaba del instinto suicida de quien un buen día decide fumarse un cigarro al lado de un tonel de pólvora como «una especie de energía que brota del aburrimiento y la ensoñación». Pero la violencia también ejerce una fascinación sobre el espectador, es en sí misma «interesante»; como decía Walter Benjamin, para la gente de ahora solo hay una cosa radicalmente nueva, y siempre la misma: la muerte. La violencia rompe la monotonía de nuestras vidas y quizás por eso sentimos una atracción estética hacia ella a la vez que una repulsión moral contra de ella.
La estética y la política se hallan así intrínsecamente ligadas a través del aburrimiento y la banalidad. Cualquiera ha podido experimentar ese vínculo en conversaciones sobre temas políticos en las que sabemos exactamente lo que cada interlocutor va a decir, pues todos repiten una y otra vez las mismas ideas, obtenidas quién sabe dónde. Los asuntos de actualidad retornan circularmente a la escena pública para ofrecerse ante espectadores impotentes y desaparecer a continuación tan estúpidamente como habían aparecido, en un flujo de informaciones que materializa aquella descripción que hizo Marx de uno de los momentos más aburridos de la historia, «pasiones sin verdad, verdades sin pasión; héroes sin heroísmo, historia sin acontecimientos; un proceso cuya única fuerza propulsora parece ser el calendario, fatigoso por la sempiterna repetición de tensiones y relajamientos».
Si no existe una virtualidad intrínseca de la tecnología –es decir, si esta depende de lo que de ella hagan los actores sociales o las relaciones de fuerza entre ciudadanos e instituciones– no podremos diagnosticar una catástrofe pero tampoco proponer una utopía; simplemente nos limitaremos a observar y, a lo mejor, postular una vía de escape al aburrimiento. Por un lado, se vislumbra un distópico mundo de vigilancia continua, con todo lo que conlleva de control, de monopolización, de angustia existencial del individuo; y sin embargo, por otro lado es evidente que la vida electrónica posee también un potencial emancipador: realizar al fin el viejo sueño ilustrado y más concretamente kantiano de un uso público de la razón, constituyendo un espacio donde el ciudadano pueda compartir conocimientos y ejercer una labor crítica de control sobre las instituciones. El estado de un mundo sometido al incesante trabajo del eterno retorno –desprovisto de toda finalidad teleológica y de todo objetivo final– comparte así una característica esencial con el aburrimiento, pero a la vez deja entrever una superación, una liberación posible, una interrupción del curso mismo de las cosas. Siegfried Kracauer también veía en el aburrimiento una fuerza liberadora, pues al fin y al cabo aburriéndonos estamos seguros de seguir participando de la esfera de lo real: «La gente que aún tiene tiempo para el aburrimiento y que, sin embargo, no se aburre, es tan aburrida como la que nunca tiene tiempo para aburrirse».
Es por eso que no debemos ser excesivamente negativos con el aburrimiento. Tiene la virtud de situarnos ante a nuestra propia banalidad, de enfrentarnos al fondo común del ser humano, de suscitar una nueva formulación de la cuestión ya olvidada y denostada del sentido de nuestras vidas: la pregunta de cómo utilizar nuestro tiempo. El sujeto que se aburre es también el que está listo para ser liberado. A lo mejor, después de todo, aburrirse y querer aburrirse es el acto más revolucionario que ahora mismo podemos concebir.
En portada, la cubierta de un crucero fotografiada por Liz Lawley.
De arriba abajo, detalle del pont des Arts, en París, por alainalele; almendros en flor en Tokio, por George Alexander Ishida; Chichen Itzá en el equinocio de primavera, por stephen; Stonehenge en el solsticio de verano de 2009, por Ann Wuyts; interior de un crucero, por Nick Normal; turistas en Procida (Campania), por hillman54.