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Arte Contemporáneo. Los vencidos, los perseguidos...
... los verdugos, las víctimas, los buenos, los débiles
Ojeando literatura acerca de arte y política es habitual toparse con la figura inexcusable de William Morris. Incluso en las notas previas de Imperio, Hardt y Negri lo citan, agrandando su leyenda. Morris se nos presenta habitualmente como un avanzado a su tiempo, un industrial capitalista que desde su acomodada posición social tomó conciencia, y luego denunció, las condiciones de trabajo a las que su gremio de referencia, el de los artesanos, se veía sometido. No cabe duda de que fue un diseñador rompedor y militante que, tocado de altas dosis de ingenua fantasía, fue desarrollando un pensamiento político socialista que, a pesar de su leyenda, se expresó más en los escritos que en la acción. Pero eso no nos distrae del hecho de que su legado sea ambiguo, como lo es, aún más, el protagonismo que Morris ha tomado en las recientes revisiones históricas.
La memoria de Morris admite, de hecho, el descrédito —fue tildado, por ejemplo, de nostálgico y evasivo por Lewis Mumford— y el halago —para muchos es no sólo el padre del arte socialista británico sino de la modernidad arquitectónica. Ello lo convierte, sin duda, en un hombre determinante para su tiempo, pero lo pone bajo sospecha en el nuestro. Puede que el halo de fascinación que hoy destila, quien jamás abandonó la ideología liberal y de mercado, se deba a que no dejaba de ser un tipo como los demás; alguien que sólo cuestionaba ciertos desajustes del sistema; uno de los nuestros. Tal vez, Morris es tan socorrido hoy porque, a pesar de los 130 años transcurridos desde sus hazañas, encarna ese modelo de agente cultural integrado y a la vez comprometido en el que el actual mundo del arte se siente tan confortable.
Si su proyecto reformista se pudiera sintetizar en una idea, esta consistiría en la reivindicación de la dignidad del trabajo, cristalizada en la utopía de una comunidad de trabajadores felices, cuya plenitud se hallaría en la realización personal que una tarea autosuficiente y no especulativa procuraría. El futuro que imagina Morris sintoniza, paradójicamente, con el ideario al que la filosofía liberal aspira: un estado ideal en el que la vida, la libertad y la felicidad quedan liberadas de obstáculos y constricciones. Una condición que, si bien nunca dejará de ser ajena a nuestra realidad humana, privilegia voluntades orientadas al disfrute hedonista. Que este sea el espíritu de su trabajo probablemente se deba a que Morris nunca abandonó una condición burguesa e individualista. Un trabajador concienciado políticamente habría comprendido que el florecimiento del tejido social se basa en relaciones de compromiso y cuidados que, naturalmente, exigen esfuerzos y el reconocimiento de límites y desafíos. El avance social requeriría entonces de la superación constante de contradicciones, obstáculos y errores, en un aprendizaje permanente, y se lograría mediante acertados análisis críticos de la realidad de cada tiempo en coherente relación dialéctica con una práctica social.
Tal disposición contrasta enormemente con la postura de Morris, quien afirmaba: “under the present state of society happiness only is possible to artists and thieves”[i]. Alimentando un discurso neutralizador cuya herencia llega hasta nuestros días, Morris legitimaba con este tipo de expresiones un estatuto de excepcionalidad y privilegio para el trabajador del arte, quien junto con el ladrón parece ser el único que se libra de la batalla por el trabajo digno. Además, si tal batalla nos incumbiera, se deduce que ésta consistiría en crear un ghetto de sujetos felices, una suerte de revolución new age que justificaría su propia autorrealización en el cenit de la fiesta. Por último, equiparar o comparar la ética del criminal a la del artista reafirma y legitima al último como sujeto que no sólo no tiene la obligación de asumir responsabilidades con el mundo y los contextos en los que trabaja sino que tampoco tiene por qué respetar normas y valores sociales, oscureciendo y enfangando, de esta manera, las implicaciones ideológicas que subyacen, por ejemplo, en ciertas posturas artísticas de resistencia surgidas durante la postmodernidad. Es la vigencia de discursos como el de Morris, entre otros factores, lo que nos ha llevado a la actual confusión entre los gestos contestatarios frente a poderes explotadores y opresores, y otros basados en una ruptura sistemática de límites, sean estos sociales, éticos, biológicos, políticos… Pero no olvidemos que es el capitalismo, y no el socialismo, el sistema que trata de convencernos de que el mundo no tiene límites y de que nuestra existencia no es finita.
Desde este prisma, debemos cuestionarnos incluso la tan pregonada emancipación del arte que, tras la segunda Guerra Mundial, comenzaron a financiar las democracias parlamentarias. No cabe duda de que, en esta lucha por un arte libre, independiente al Estado, la iglesia o la burguesía, repuntaron las voluntades más orientadas a un compromiso social. Sin embargo, prevaleció la confusión acerca de rol del artista en la sociedad en la que trabaja, generando una serie de problemas que no sólo no se han podido solventar, sino que ni siquiera se han dilucidado con claridad a día de hoy. A modo de ejemplo, y como bien explica Jonas Staal, debemos recordar que las consecuencias sociales, en ocasiones devastadoras, de los sistemas políticos llamados totalitarios siguen provocando el miedo de los artistas a tomar partido por un proyecto ideológico. Antes de alinearse con el lado malo, el artista prefiere no posicionarse[ii].
Este tipo de decisiones desembocan en una definición negativa del trabajo artístico, esto es, en un explicarse a sí mismo por lo que no hace, por el error en el que no quiere volver a incurrir, más que por aquello por lo que apuesta, o se compromete. Se dibuja, así, al artista actual como una especie de espectador perplejo frente a una realidad inasible que, en su incapacidad, trata, al menos, de salvar la dignidad de su oficio poniendo parte de su trabajo a disposición de la causa de turno. En consecuencia, algunas de estas posturas políticas, legitimadas por el establishment del arte como críticas, se basan en reconocer y recoger (finalmente homogeneizar) una variedad de perspectivas y opiniones diversas acerca de sucesos específicos o cuestiones abstractas. O bien en tratar de mostrar eventos en la riqueza y complejidad de sus circunstancias, coyunturas históricas, imaginarios y en los símbolos que los rodean. Una política que, abanderando una suerte de objetividad justa, se exime de privilegiar o afirmar un punto de vista frente a otros, y mucho menos buscar una verdad. En nuestra opinión, una verdadera labor crítica, un análisis audaz y profundo de la realidad conduce necesariamente a tratar un punto, tomar una postura. La riqueza de detalles empíricos o la complejidad infinita de las cosas no facilita necesariamente la percepción de lo verdaderamente esencial. El poder de la razón habría de servirnos para identificar y aislar aquello que verdaderamente importa en una situación compleja. Es así como se generan ideas y pensamiento[iii].
Los agentes de la industria cultural frecuentemente proponen relatos como si estos sólo pudiesen existir en una pluralidad ecuánime e igualada. Se puede, por ejemplo, dar la modalidad de relatos alternos al dominante, pero esta finalmente recae en la misma lógica pues la nueva oferta, lejos de invalidar o concluir en una postura, reafirma la complejidad infinita de la circunstancia (“no es tan sencillo…”; “por otro lado…”). Lejos de formular disensos, cada dispositivo narrativo ofrecería una dimensión tan legítima o respetable como cualquier otra del abanico propuesto. Es así como parece realizarse la autonomía del espectador, otra de las supuestas luchas del arte contemporáneo: satisfaciendo una variedad correspondiente de inclinaciones y preferencias de la audiencia. Pero este relativismo y multiculturalismo que el arte privilegia no emana sino de la lógica de las relaciones del mercado. Günther Anders lo explica con claridad: “El hecho de que nosotros, generosos o tolerantes o sin carácter o indiferentes o, incluso, con entusiasmo, estemos dispuestos a decir sí de manera indistinta a todo, no es primordialmente un hecho espiritual sino comercial. Somos tolerantes e indiferentes, etcétera, porque cada objeto, sea lo que represente (incluido cualquier “dios”), por su carácter de mercancía, exige el mismo derecho a disfrutar, o a ser igualmente válido y, por lo tanto, in-diferente”[iv]. El espectador del arte es abocado progresivamente a perder autonomía y libertad cuando se le incita a asimilar propuestas artísticas de la misma manera que un consumidor llena su cesta de la compra en unos grandes almacenes. De hecho, si reconoce el derecho de cualquier otra elección a ser tan legítima como su inclinación personal, estaría situándose en la dimensión del gusto. No existiría, pues, una razón (una idea) que le impeliese a rebatir o combatir otras ideas, o que le forzase a ir en una dirección concreta. Sería, finalmente, indiferente[v]. La machacona insistencia con la que se nos recuerda que el espectador debe formar su propia idea y lectura es, por su obviedad tautológica, la confirmación definitiva de que, en realidad, el espectador del arte dista mucho de ser un sujeto libre.
Probablemente, este rechazo de las ideas es una de las razones principales por la que, desde los años sesenta, asistimos a un segundo repliegue formalista de la práctica artística. De un modo muy esquemático, se podría afirmar que el primer giro formalista se dio durante las vanguardias históricas a principios del siglo pasado. Momento en el que una ruptura con lo métodos, medios y prácticas heredados se convino necesaria para poder dejar atrás las convenciones burguesas que lastraban nuestra capacidad para imaginar y construir nuevas cosmogonías. Subyacía en dicha revisión formal una apuesta por un proyecto social y político distinto que, bajo la influencia del psicoanálisis, habría desencadenado también el rechazo de los artistas a comunicar en términos de forma y contenido, repudiando la idea de una representación o significante que, al transcenderse, rebelase una profundidad de capas de significación o sentido. A partir de entonces sería el discurso plástico, es decir, la articulación formal y material de la pieza, el que estará cargado de intenciones, reflexiones y pensamientos. Las ideas se nos mostrarían como imbricadas en el gesto y forma artísticos, y de ahí se habrán de destilar.
Por su parte, las corrientes artísticas hegemónicas que surgen durante los años sesenta y setenta, si bien seguirían alineándose con esta concepción de lo formal para avanzar exploraciones y reflexiones artísticas, proponen un programa significativamente distanciado de las primeras vanguardias: atrás queda la voluntad de explorar, y sobre todo transformar, otros horizontes (sociales, imaginarios, fantásticos, o lo que sea). La mirada del artista se gira sobre si misma. Desde este momento, la experimentación artística se centra en explorar y cuestionar las condiciones, relaciones y contextos de su propia existencia. Se podría afirmar, incluso, que muchas de las tentativas políticas más renombradas de este período incurren en el mismo repliegue. No siendo factible extraer una regla general de ello, pues determinados fenómenos como el cine y la fotografía obreros, así como la emergente escena de arte público, constituyen importantes excepciones, no cabe duda que la reflexión social o política vertida en este período pierde protagonismo como objeto primordial de análisis. Pues, en último término, suele estar supeditada a este ejercicio tautológico del arte, y se entiende como derivada del mismo. Por lo general, el artista ya no se presenta como agente transformador sino como síntoma: su personalidad, su práctica y su producto son un conjunto de indicios que hablan de la sociedad de su tiempo. También a partir de entonces, y de forma paralela, será responsabilidad de otros agentes o aparatos culturales el ejercicio de la reflexividad crítica capaz de desentrañar las ideas que parecerían estar implícitas en la operación artística. Todo un logro del proyecto moderno, en su búsqueda de la autonomía del arte que desembocará, sin embargo, en una frustrante paradoja: justo cuando el arte cumplió el propósito del programa moderno, trabajando sobre sí mismo sin plegarse ya a otras exigencias, la verdadera crítica de arte se apagó, dejando huérfano al aparato reflexivo del arte.
¿El por qué del arte? y ¿cómo puede ser el arte? serían, según Joseph Kosuth[vi], las preguntas fundamentales que los artistas tratarían de responder en la postmodernidad. Diferentes corrientes examinan y cuestionan las cualidades que constituyen un objeto artístico; las herramientas o los medios empleados para crear arte; el ejercicio artístico, su naturaleza y su tiempo; qué o quién autoriza que el arte lo sea; de qué manera el arte interactúa con el espectador; el contenedor del arte; la presentación del trabajo artístico; la especificidad del lugar del arte; el papel de los organismos e instituciones que acogen al arte; el arte como herramienta para explorar (o explotar) límites humanos, éticos, biológicos, formales…, etcétera.
Sin embargo, esta oleada de incursiones experimentales en las posibilidades de la práctica artística presenta dos problemas fundamentales. Por un lado, este tipo de arte nunca logró constituir un desafío u obstáculo para el mercado. Esta es la conclusión que defiende, por ejemplo, Alexander Alberro en torno al arte conceptual. En opinión de éste, aquellos gestos que trataron de rebelarse contra el mercado, o bien fueron anecdóticos o bien se circunscribieron a la escena europea más politizada. La realidad, nos cuenta en Conceptual Art and Politics of Publicity, es que, desde el principio, jugaron con las mismas reglas que los demás, no logrando más que abrir el campo de operaciones del mercado. Una vez más, surgieron galeristas avispados, como Seth Siegelaub, que entendieron el giro intelectual de la mercancía y fueron capaces de reorientar la demanda de los coleccionistas hacia ese nuevo estándar inmaterial. Fue a partir de entonces que no se venderían sólo objetos, también podría comerciarse con acciones e ideas.
Por otro lado, el arte de esta época no fue, finalmente, tan experimental como habría querido ser, pues desterró de su programa, sospechosa y deliberadamente, tres preguntas fundamentales: ¿Para qué sirve el arte?, ¿qué puede decir el arte? y ¿para quién es el arte? El abandono de estas cuestiones, directamente vinculadas a lo social, es consecuencia de la postura ideológica del artista postmoderno. En este momento, la comunicación de las obras de arte, y la clarificación y discernimiento de ideas que pudiesen armar la operación artística se ha rechazado como competencia o responsabilidad del artista. En parte debido a ello (y en parte fruto de la mercantilización agresiva del arte) comienzan a proliferar a ritmo exponencial una variedad de agentes y mediadores culturales: galeristas, dealers, coleccionistas, mecenas, inversores, gestores, productores, comisarios, críticos, organizadores, políticos del arte y la cultura, etcétera. Si el artista había estado históricamente distanciado de su audiencia, el espacio que en este momento se abre es un abismo difícilmente transitable y superable. Una vez más, el artista habría vuelto a aceptar la mediación, esta vez en su versión liberal, del mercado y del Estado, a sabiendas. Incapaz de controlar, proponer o pensar qué público se acercaría a su obra (o más bien teniendo claro qué tipo de público es este), el arte decide desechar esta cuestión de su programa. Se sabe atado de manos. En esta encrucijada lo único que cabe preguntarse es si el arte necesita público para existir, reflexión que realizan bastantes artistas de diversas maneras en el curso de la práctica contemporánea reciente. Detengámonos por un momento en este crucial asunto.
Ha existido, de hecho se ha convertido en un género en sí mismo, un incesante goteo de propuestas artísticas que trataban de responder al gran desafío del público. Las hay de todos los formatos imaginables, de los que Jeppe Hein, Santiago Sierra o Tino Sehgal, son representantes reconocidos. Pero lo cierto es que el arte apenas ha sido capaz de generar dispositivos en los que el público estuviera presente y tomara conciencia de ello. El sistema del arte, por más que se propugna lo contrario, se suele posicionar contra el público. Michael Warner ha sido, quizá, uno de los pocos académicos que se ha tomado en serio el asunto, condenando la tendencia general a convertir al público en una figura desdibujada, una ficción que sólo nos interesa en tanto receptor de las demandas que nosotros creamos y le exigimos. De manera que la institución arte no sólo tiende a anular la capacidad de empoderamiento de sus audiencias, sino que directamente las pone a trabajar para ella. El hecho de que el conteo genérico de visitantes siga siendo el indicador principal del éxito de una exposición de arte no deja de ser una elocuente prueba de ello. Hasta el hartazgo se ha abusado del modelo épico del teatro de Brecht para justificar este tipo de operaciones que, en la mayoría de los casos, no constituyen otra cosa que una representación hueca, el simulacro condescendiente de una participación imposible. Más allá de juegos interactivos, lo cierto es que la presencia y la participación del público han escaseado, mientras la representación del mismo se ha extendido. Y, la verdad, no sabemos cuál de las dos opciones es más engañosa o paternalista. Hay concesiones tímidas, intentos de constituir un verdadero espectador emancipado, pero escasamente implantadas. Son excepcionales, de hecho, los trabajos, como el impulsado por Mary Jane Jacob en Chicago en la década de 1990, en los que la audiencia era un pilar más en el eje obra de arte-artista-institución. Del mismo modo, no deja de ser sorprendente la marginalidad del trabajo de John Dewey en torno a la experiencia del arte como un proceso social colectivo, una práctica de lo común que sobrepasa al propio autor. Queda pendiente, de hecho, el desafío que Dewey emprendió en la década de 1930: recobrar la continuidad de la experiencia estética con los procesos normales de la vida.
El doble giro formal al que aludíamos antes habría blindado, asimismo, la práctica artística contra cuestionamientos en torno a su utilidad o a posibles programas ideológicos y de significación. Como hemos explicado anteriormente, en los albores de estas vanguardias había quedado refrendada la idea de que el pensamiento artístico florece en tanto que el gesto formal se despliega. El artista parece haber abrazado la modalidad terapéutica. En la práctica dominante, el pensamiento que articula el discurso artístico parece discurrir en un flujo inconsciente, no afloraría ni con nitidez ni de forma explícita. Siguiendo esta lógica, encontrar las claves magistrales de dicho discurso exigiría la lucidez de un riguroso ejercicio de reflexividad crítica. En otras palabras, si el artista había optado por la pasividad del paciente, terminar bien el trabajo requeriría de la figura del psicoanalista. De este modo, se desencadena un cierto colapso del arte porque dicha figura —o su contrapartida artística: el crítico— desaparece en ese momento. Es entonces, efectivamente, cuando el hacer del artista se torna improductivo y fútil. Y lo que es peor, a falta de pensamiento crítico, la ideología que transpiran las obras de arte contemporáneo se asimila a la de las clases dominantes. Fantástico acicate para el mercado. En pleno apogeo cínico, lejos de confrontar esta contradicción, la industria del arte decide convertirla en virtud. De ahí el secuestro del famoso “preferiría no hacerlo” en sus infinitas variantes, con las implicaciones ideológicas que esto entraña y a las que alude Bruno Bosteels: “tras estas discusiones en torno al no-trabajo o la inoperatividad, o la impotencia o la potencia del no hacer, es difícil no escuchar el estridente trasfondo de un rechazo filosófico al trabajo y al trabajador como un referente clave de dos siglos de política revolucionaria”[vii].
En las últimas décadas del siglo XX asistimos al progresivo agotamiento de la experimentación artística en sus posibilidades formales. Habiendo consumido las opciones del hacer artístico dentro de los presupuestos acotados más arriba, toma el relevo un tipo de práctica que, siguiendo la inercia anterior, ha ido coleccionando coartadas para centrar su atención exclusiva en lo formal y en lo procesual. La práctica dominante ha abandonado casi definitivamente la reflexión crítica, es decir, las ideas (a no ser que se empleen como anécdota formal) y cualquier horizonte o fin más allá de la introspección y la realización personal. Los últimos coletazos de la experimentación en torno a posibilidades formales se dan en los años noventa y cristalizan en fórmulas que, con impune descaro, exaltan una ideología capitalista en su posicionamiento. El paradigma por excelencia de estos movimientos lo conceptualiza el comisario y escritor Nicolas Bourriaud en un término que aplica al arte: post-producción. Compartimos la inquietud de Claire Bishop frente a este nuevo ismo cuya propuesta parte de la idea de que, cuando la experimentación formal ha dejado de servir a ningún propósito o exploración, la única alternativa restante es re-mezclar lo que uno se encuentra. Así, los artistas de los noventa se lanzan, en palabras de Bourriaud, a “interpretar, reproducir, re-exhibir, o utilizar obras hechas por otros u otros productos artísticos disponibles”. En suma, el reclamo artístico de esta modalidad artística es que no se basa ya en crear algo nuevo sino que se contenta con producir a partir de lo que ya existe. Sigue así la lógica de las operaciones del capital financiero, que sólo se acelera y se acumula sin producir algo nuevo. “Este nuevo ‘motor de la práctica artística’ basado en innovación y eclecticismo no es exclusivo del ámbito artístico. Caracterizaciones paralelas del presente como ‘post-producción’ y ‘el final del trabajo’ en sociedades post-industriales fueron construidas principalmente para explicar la crisis del monopolio capitalista. Las consecuencias de estas nociones son enormemente perniciosas para la comprensión actual de la ‘clase trabajadora’ y la ‘clase revolucionaria’”[viii].
Otro fenómeno singular del arte en las últimas décadas es la emergencia de una política estética aún más críptica que encuentra sentido defraudando expectativas y tomas de posición. En esta segunda modalidad de arte a la contra, en este caso de todo lo que sonara a un arte informativo, directo y/o “propagandístico”, se hacía buena aquella sentencia de Foucault sobre Raymond Roussel: “Es menester envolver la castaña con una nueva cáscara”. Capa sobre capa, el misterio se extiende sobre una pléyade de piezas que, al rebufo del gastado ruido secreto duchampiano, rechazan toda formulación de un enunciado, por más crítico que este pudiera ser. Es a todas luces indeseable, según este juego de claves encriptadas, acometer cualquier tentativa de toma de posición. El procedimiento se justifica a si mismo en una suerte de tautología mecánica que, sin embargo, se atasca una y otra vez, ya que tan complejo engranaje es incapaz, una vez más, de salvar el escollo principal de todo proceso artístico que aspira a cualquier tipo de desarrollo social y cultural: la producción de una verdadera ruptura capaz de generar una transferencia de valor a la comunidad, más allá del puro gesto endogámico.
Como si nada hubiera cambiado, como si el enemigo siguiera siendo un pueblo aborregado e ignorante, el arte de hoy aún se lamenta y a la vez se recrea en la incomprensión hostil que despierta. La fórmula mágica consiste pues es ofrecer una obra sin asideros. De modo que la realidad del arte contemporáneo está trufada de tautologías melancólicas que, siendo improductivas e ineficaces, se anuncian rompedoras. Ni que decir tiene que el origen de este gesto, desde los manifiestos Dadá de Tzara al letrismo, siempre se ha justificado del mismo modo: es la única manera de eludir el rigor de la mercancía negando la capacidad del trabajo artístico para generar plusvalía. Ni que decir tiene, tampoco, que huir así de la mercancía en una época en la que el arte ha sido totalmente vencido por el mercado es el más estéril de todos los gestos.
La fosilización de todas estas estéticas de la negatividad y de lo no alineado, nos sugiere que tal vez nos encontremos ante una vieja melodía interpretada con un estilo actualizado: es el cliché moderno del artista como perdedor consentido, el narcisismo de las batallas perdidas, en expresión lacaniana oportunamente reactivada por Žižek. Pero, si estuviéramos en lo cierto, ¿por qué era necesario renunciar a cualquier uso o apropiación del arte para la colectividad para demostrar que el arte sigue vivo, resistiendo los envites del tecnocrático “mundo exterior”? ¿Y, si eso fuera así, ha servido de algo tal sacrificio? ¿Puede ser, quizás, que este triple salto mortal críptico no haga sino encubrir un tipo de vulnerabilidad que la mayoría de productores culturales se niegan a enfrentar: que ni el arte, ni los artistas tienen conciencia y control sobre aquello que enuncian ni entienden cual es su razón de ser en este mundo? Esta desorientación probablemente atañe directamente a la desazón moral que el liberalismo ha sembrado en la sociedad de nuestro tiempo. La abstracción exacerbada que la modernidad capitalista instila en nuestras mentes ha pulverizado los vínculos del individuo con la vida y la sociedad, despojando así de origen, sentido, propósito y compromiso a la mayor parte de nuestros gestos. Por ejemplo, nos cuesta enormemente reconocer lo que vale una vida, por ello se desprecian los cuidados, el envejecimiento o las muertes que costean cada aparato. No es de extrañar, entonces, que nos repleguemos a lo procesual, es decir, a pasar la vida en un devaneo por encontrarle un sentido, en el mejor de los casos. Tampoco es de extrañar que este patrón se replique en aquello que creamos.
Quisiéramos ser capaces de demostrar que la vinculación del artista a lo social no ha de registrarse como una modalidad más del repertorio de prácticas posibles. Defender este argumento pasa por haber comprendido que es precisamente en este punto, en la desconexión entre arte y sociedad, donde se manifiesta más visiblemente el triunfo y dominio del capitalismo liberal sobre la expresión creativa de nuestra época. Para ello, tal vez sería de gran ayuda retroceder hasta Dewey, y a la tarea que asignaba a la experiencia estética. El filosofo norteamericano asumía, desde luego, que el arte es una manifestación, un registro. He aquí la conformista razón de ser que domina en el mundo del arte actual. Efectivamente, el arte es el registro, es el síntoma de una época. Pero no es sólo eso. Dewey no se quedó en ese nivel de competencia. De hecho, esta es la función que menos le interesaba. Más implicado se mostró con las otras cualidades de dicha experiencia estética: “una celebración de la vida de una civilización, un medio de promover su desarrollo y también el juicio último sobre la cualidad de una civilización”.[ix] Es un grave problema que al arte de hoy estas encomiendas le resulten casi infantiles, utópicas. La apariencia no sólo inalcanzable sino indeseable, en algunos casos, de este proyecto de integración hace que sea sistemáticamente desplazado junto con aquellos intentos de llevarlo a cabo.
A nadie escapará, a estas alturas, que este rechazo sintoniza con los intereses del capital: “El verdadero poder de la modernidad capitalista no es su dinero o sus armas; el verdadero poder reside en su habilidad para ahogar todas las utopías — incluyendo la utopía socialista, la última y más poderosa de todas — con su liberalismo.”[x] Nosotros añadiríamos que, además de aplastar utopías, la modernidad capitalista destroza nuestra capacidad de imaginar, de fantasear y de soñar, requisitos para todo arte y para la constitución de identidades culturales. En este sentido, merece la pena prestar verdadera atención al pensamiento de Abdullah Öcalan, quien lamentablemente se ve forzado a escribir desde una prisión, y citarle otra vez para terminar de clarificar por qué la práctica artística que aquí criticamos —y que podemos problematizar sintéticamente en dos posiciones interrelacionadas: el abandono de las ideas y el abandono de lo social— no hace sino expandir el poderoso ideario propagandístico del capitalismo liberal: “Por supuesto, sin seres humanos no existiría una sociedad humana. Pero considerar a la sociedad como nada más que la suma de seres humanos es una falacia. Un ser humano sin sociedad no puede ser más que un primate. En sociedad, el ser humano se convierte en un poder increíble. Todas las cosas que se realizan en el individuo humano deben ser socialmente desarrolladas. Es imposible alcanzar conocimiento y establecer el régimen de la verdad en la ausencia de sociedad.”[xi]. Es por ello que el capitalismo, un sistema que sólo se mantiene destruyendo y explotando la vida, se cuida hábilmente de poner trabas para que el ser humano exista en sociedad, y por lo tanto genere ideas y viva moralmente, destrozando así su increíble y formidable poder.
A modo de conclusión, quisiéramos citar de nuevo a Brecht. Ponderando la vigencia de su pensamiento tajante y duro, recurrimos a él para terminar de delimitar el sentido de nuestro escrito: “También se necesita valor para decir la verdad sobre sí mismo cuando se es un vencido. Muchos perseguidos pierden la facultad de reconocer sus errores, la persecución les parece la injusticia suprema; los verdugos persiguen, luego son malos; las víctimas se consideran perseguidas por su bondad. En realidad esa bondad ha sido vencida. Por consiguiente, era una bondad débil e impropia, una bondad incierta, pues no es justo pensar que la bondad implica la debilidad, como la lluvia la humedad. Decir que los buenos fueron vencidos no porque eran buenos sino porque eran débiles requiere cierto valor”[xii].
Hemos de reunir el valor suficiente para reconocer las formas en las que la ideología capitalista nos ha ganado. Bertold Brecht, entre otros, atestigua que no somos los primeros en plantear esta exigencia, que probablemente se repetirá en el tiempo. No hay ningún lugar al que retornar ni estadio del arte que restituir. Por la misma razón que tampoco cabe idealizar ningún futuro de “trabajadores felices”, como el que soñaba William Morris. El arte más poderoso e interesante siempre ha surgido en momentos de dificultad y de lucha. Pero tampoco nos equivoquemos creyendo que el arte se tenga que ceñir exclusivamente a ser lucha, aunque ha de estar en ella. La política puede ser un procedimiento de verdad, pero el arte también lo es. Por lo tanto, no hemos de renunciar a aquello que hace arte al arte, y que se corresponde en buena medida con las carencias que nos ha impuesto el capitalismo. Un procedimiento de verdad supone una ruptura en la continuidad del ser, la irrupción de un sentido que adquiere un valor universal, la repetición de lo nuevo.
[i] W. Morris. The Socialist Ideal: Art, 1891. Consultado en W. Bradley y C. Esche: Art and Social Change: A Critical Reader, Tate, Afterall, 2007, pág. 48.
[ii] Jonas Staal. Art in Defense of Democracy. New World Summit, Leiden. Handbook. http://www.newworldsummit.eu/wp-content/uploads/2012/12/New-World-Summit...
[iii] Esta cuestión la desarrolla con mayor complejidad filosófica Slavoj Žižek en su libro Absolute Recoil: Towards a New Foundation of Dialectical Materialism. Verso. 2014, págs. 355-356 (en la edición digital).
[iv] G. Anders. Hombre sin mundo, citado en S. Alba Rico. ¿Podemos seguir siendo de izquierdas?, (Panfleto en Sí Menor), Pol-len edicions, 2014.
[v] Frank Ruda, entre otros, elabora más profunda y detalladamente de estas ideas en su ensayo How to Act As If One Were Not Free: A Contemporary Defense of Fatalism.
[vi] J. Kosuth. “Introductory Note by the American Editor”, Art-Language, nº 2, febrero, 1970. Consultado en L. Lippard. Seis años: la desmaterialización del objeto artístico de 1966 a 1972, Akal, 2004, p. 218.
[vii] Bruno Bosteels. Post publicado en su muro de Facebook.
[viii] Sarah Raymundo. Las Herramientas del Maestro. Publicado en Salón Kritik. 16 de marzo, 2014. Traducido por los autores.
[ix] J. Dewey. El arte como experiencia, Paidós, 2008, pág. 369.
[x] Abdullah Öcalan. Manifesto for a Democratic Civilization. The age of Masked Gods and Disguised Kings. Volúmen I, pág. 28. Traducción de los autores.
[xi] Abdullah Öcalan. Manifesto for a Democratic Civilization. The age of Masked Gods and Disguised Kings. Volúmen I, pág. 68. Traducción de los autores.
[xii] Bertolt Brecht. Las cinco dificultades para decir la verdad. 1934.
Arte Contemporáneo. Los vencidos, los perseguidos...
Ojeando literatura acerca de arte y política es habitual toparse con la figura inexcusable de William Morris. Incluso en las notas previas de Imperio, Hardt y Negri lo citan, agrandando su leyenda. Morris se nos presenta habitualmente como un avanzado a su tiempo, un industrial capitalista que desde su acomodada posición social tomó conciencia, y luego denunció, las condiciones de trabajo a las que su gremio de referencia, el de los artesanos, se veía sometido. No cabe duda de que fue un diseñador rompedor y militante que, tocado de altas dosis de ingenua fantasía, fue desarrollando un pensamiento político socialista que, a pesar de su leyenda, se expresó más en los escritos que en la acción. Pero eso no nos distrae del hecho de que su legado sea ambiguo, como lo es, aún más, el protagonismo que Morris ha tomado en las recientes revisiones históricas.
La memoria de Morris admite, de hecho, el descrédito —fue tildado, por ejemplo, de nostálgico y evasivo por Lewis Mumford— y el halago —para muchos es no sólo el padre del arte socialista británico sino de la modernidad arquitectónica. Ello lo convierte, sin duda, en un hombre determinante para su tiempo, pero lo pone bajo sospecha en el nuestro. Puede que el halo de fascinación que hoy destila, quien jamás abandonó la ideología liberal y de mercado, se deba a que no dejaba de ser un tipo como los demás; alguien que sólo cuestionaba ciertos desajustes del sistema; uno de los nuestros. Tal vez, Morris es tan socorrido hoy porque, a pesar de los 130 años transcurridos desde sus hazañas, encarna ese modelo de agente cultural integrado y a la vez comprometido en el que el actual mundo del arte se siente tan confortable.
Si su proyecto reformista se pudiera sintetizar en una idea, esta consistiría en la reivindicación de la dignidad del trabajo, cristalizada en la utopía de una comunidad de trabajadores felices, cuya plenitud se hallaría en la realización personal que una tarea autosuficiente y no especulativa procuraría. El futuro que imagina Morris sintoniza, paradójicamente, con el ideario al que la filosofía liberal aspira: un estado ideal en el que la vida, la libertad y la felicidad quedan liberadas de obstáculos y constricciones. Una condición que, si bien nunca dejará de ser ajena a nuestra realidad humana, privilegia voluntades orientadas al disfrute hedonista. Que este sea el espíritu de su trabajo probablemente se deba a que Morris nunca abandonó una condición burguesa e individualista. Un trabajador concienciado políticamente habría comprendido que el florecimiento del tejido social se basa en relaciones de compromiso y cuidados que, naturalmente, exigen esfuerzos y el reconocimiento de límites y desafíos. El avance social requeriría entonces de la superación constante de contradicciones, obstáculos y errores, en un aprendizaje permanente, y se lograría mediante acertados análisis críticos de la realidad de cada tiempo en coherente relación dialéctica con una práctica social.
Tal disposición contrasta enormemente con la postura de Morris, quien afirmaba: “under the present state of society happiness only is possible to artists and thieves”[i]. Alimentando un discurso neutralizador cuya herencia llega hasta nuestros días, Morris legitimaba con este tipo de expresiones un estatuto de excepcionalidad y privilegio para el trabajador del arte, quien junto con el ladrón parece ser el único que se libra de la batalla por el trabajo digno. Además, si tal batalla nos incumbiera, se deduce que ésta consistiría en crear un ghetto de sujetos felices, una suerte de revolución new age que justificaría su propia autorrealización en el cenit de la fiesta. Por último, equiparar o comparar la ética del criminal a la del artista reafirma y legitima al último como sujeto que no sólo no tiene la obligación de asumir responsabilidades con el mundo y los contextos en los que trabaja sino que tampoco tiene por qué respetar normas y valores sociales, oscureciendo y enfangando, de esta manera, las implicaciones ideológicas que subyacen, por ejemplo, en ciertas posturas artísticas de resistencia surgidas durante la postmodernidad. Es la vigencia de discursos como el de Morris, entre otros factores, lo que nos ha llevado a la actual confusión entre los gestos contestatarios frente a poderes explotadores y opresores, y otros basados en una ruptura sistemática de límites, sean estos sociales, éticos, biológicos, políticos… Pero no olvidemos que es el capitalismo, y no el socialismo, el sistema que trata de convencernos de que el mundo no tiene límites y de que nuestra existencia no es finita.
Desde este prisma, debemos cuestionarnos incluso la tan pregonada emancipación del arte que, tras la segunda Guerra Mundial, comenzaron a financiar las democracias parlamentarias. No cabe duda de que, en esta lucha por un arte libre, independiente al Estado, la iglesia o la burguesía, repuntaron las voluntades más orientadas a un compromiso social. Sin embargo, prevaleció la confusión acerca de rol del artista en la sociedad en la que trabaja, generando una serie de problemas que no sólo no se han podido solventar, sino que ni siquiera se han dilucidado con claridad a día de hoy. A modo de ejemplo, y como bien explica Jonas Staal, debemos recordar que las consecuencias sociales, en ocasiones devastadoras, de los sistemas políticos llamados totalitarios siguen provocando el miedo de los artistas a tomar partido por un proyecto ideológico. Antes de alinearse con el lado malo, el artista prefiere no posicionarse[ii].
Este tipo de decisiones desembocan en una definición negativa del trabajo artístico, esto es, en un explicarse a sí mismo por lo que no hace, por el error en el que no quiere volver a incurrir, más que por aquello por lo que apuesta, o se compromete. Se dibuja, así, al artista actual como una especie de espectador perplejo frente a una realidad inasible que, en su incapacidad, trata, al menos, de salvar la dignidad de su oficio poniendo parte de su trabajo a disposición de la causa de turno. En consecuencia, algunas de estas posturas políticas, legitimadas por el establishment del arte como críticas, se basan en reconocer y recoger (finalmente homogeneizar) una variedad de perspectivas y opiniones diversas acerca de sucesos específicos o cuestiones abstractas. O bien en tratar de mostrar eventos en la riqueza y complejidad de sus circunstancias, coyunturas históricas, imaginarios y en los símbolos que los rodean. Una política que, abanderando una suerte de objetividad justa, se exime de privilegiar o afirmar un punto de vista frente a otros, y mucho menos buscar una verdad. En nuestra opinión, una verdadera labor crítica, un análisis audaz y profundo de la realidad conduce necesariamente a tratar un punto, tomar una postura. La riqueza de detalles empíricos o la complejidad infinita de las cosas no facilita necesariamente la percepción de lo verdaderamente esencial. El poder de la razón habría de servirnos para identificar y aislar aquello que verdaderamente importa en una situación compleja. Es así como se generan ideas y pensamiento[iii].
Los agentes de la industria cultural frecuentemente proponen relatos como si estos sólo pudiesen existir en una pluralidad ecuánime e igualada. Se puede, por ejemplo, dar la modalidad de relatos alternos al dominante, pero esta finalmente recae en la misma lógica pues la nueva oferta, lejos de invalidar o concluir en una postura, reafirma la complejidad infinita de la circunstancia (“no es tan sencillo…”; “por otro lado…”). Lejos de formular disensos, cada dispositivo narrativo ofrecería una dimensión tan legítima o respetable como cualquier otra del abanico propuesto. Es así como parece realizarse la autonomía del espectador, otra de las supuestas luchas del arte contemporáneo: satisfaciendo una variedad correspondiente de inclinaciones y preferencias de la audiencia. Pero este relativismo y multiculturalismo que el arte privilegia no emana sino de la lógica de las relaciones del mercado. Günther Anders lo explica con claridad: “El hecho de que nosotros, generosos o tolerantes o sin carácter o indiferentes o, incluso, con entusiasmo, estemos dispuestos a decir sí de manera indistinta a todo, no es primordialmente un hecho espiritual sino comercial. Somos tolerantes e indiferentes, etcétera, porque cada objeto, sea lo que represente (incluido cualquier “dios”), por su carácter de mercancía, exige el mismo derecho a disfrutar, o a ser igualmente válido y, por lo tanto, in-diferente”[iv]. El espectador del arte es abocado progresivamente a perder autonomía y libertad cuando se le incita a asimilar propuestas artísticas de la misma manera que un consumidor llena su cesta de la compra en unos grandes almacenes. De hecho, si reconoce el derecho de cualquier otra elección a ser tan legítima como su inclinación personal, estaría situándose en la dimensión del gusto. No existiría, pues, una razón (una idea) que le impeliese a rebatir o combatir otras ideas, o que le forzase a ir en una dirección concreta. Sería, finalmente, indiferente[v]. La machacona insistencia con la que se nos recuerda que el espectador debe formar su propia idea y lectura es, por su obviedad tautológica, la confirmación definitiva de que, en realidad, el espectador del arte dista mucho de ser un sujeto libre.
Probablemente, este rechazo de las ideas es una de las razones principales por la que, desde los años sesenta, asistimos a un segundo repliegue formalista de la práctica artística. De un modo muy esquemático, se podría afirmar que el primer giro formalista se dio durante las vanguardias históricas a principios del siglo pasado. Momento en el que una ruptura con lo métodos, medios y prácticas heredados se convino necesaria para poder dejar atrás las convenciones burguesas que lastraban nuestra capacidad para imaginar y construir nuevas cosmogonías. Subyacía en dicha revisión formal una apuesta por un proyecto social y político distinto que, bajo la influencia del psicoanálisis, habría desencadenado también el rechazo de los artistas a comunicar en términos de forma y contenido, repudiando la idea de una representación o significante que, al transcenderse, rebelase una profundidad de capas de significación o sentido. A partir de entonces sería el discurso plástico, es decir, la articulación formal y material de la pieza, el que estará cargado de intenciones, reflexiones y pensamientos. Las ideas se nos mostrarían como imbricadas en el gesto y forma artísticos, y de ahí se habrán de destilar.
Por su parte, las corrientes artísticas hegemónicas que surgen durante los años sesenta y setenta, si bien seguirían alineándose con esta concepción de lo formal para avanzar exploraciones y reflexiones artísticas, proponen un programa significativamente distanciado de las primeras vanguardias: atrás queda la voluntad de explorar, y sobre todo transformar, otros horizontes (sociales, imaginarios, fantásticos, o lo que sea). La mirada del artista se gira sobre si misma. Desde este momento, la experimentación artística se centra en explorar y cuestionar las condiciones, relaciones y contextos de su propia existencia. Se podría afirmar, incluso, que muchas de las tentativas políticas más renombradas de este período incurren en el mismo repliegue. No siendo factible extraer una regla general de ello, pues determinados fenómenos como el cine y la fotografía obreros, así como la emergente escena de arte público, constituyen importantes excepciones, no cabe duda que la reflexión social o política vertida en este período pierde protagonismo como objeto primordial de análisis. Pues, en último término, suele estar supeditada a este ejercicio tautológico del arte, y se entiende como derivada del mismo. Por lo general, el artista ya no se presenta como agente transformador sino como síntoma: su personalidad, su práctica y su producto son un conjunto de indicios que hablan de la sociedad de su tiempo. También a partir de entonces, y de forma paralela, será responsabilidad de otros agentes o aparatos culturales el ejercicio de la reflexividad crítica capaz de desentrañar las ideas que parecerían estar implícitas en la operación artística. Todo un logro del proyecto moderno, en su búsqueda de la autonomía del arte que desembocará, sin embargo, en una frustrante paradoja: justo cuando el arte cumplió el propósito del programa moderno, trabajando sobre sí mismo sin plegarse ya a otras exigencias, la verdadera crítica de arte se apagó, dejando huérfano al aparato reflexivo del arte.
¿El por qué del arte? y ¿cómo puede ser el arte? serían, según Joseph Kosuth[vi], las preguntas fundamentales que los artistas tratarían de responder en la postmodernidad. Diferentes corrientes examinan y cuestionan las cualidades que constituyen un objeto artístico; las herramientas o los medios empleados para crear arte; el ejercicio artístico, su naturaleza y su tiempo; qué o quién autoriza que el arte lo sea; de qué manera el arte interactúa con el espectador; el contenedor del arte; la presentación del trabajo artístico; la especificidad del lugar del arte; el papel de los organismos e instituciones que acogen al arte; el arte como herramienta para explorar (o explotar) límites humanos, éticos, biológicos, formales…, etcétera.
Sin embargo, esta oleada de incursiones experimentales en las posibilidades de la práctica artística presenta dos problemas fundamentales. Por un lado, este tipo de arte nunca logró constituir un desafío u obstáculo para el mercado. Esta es la conclusión que defiende, por ejemplo, Alexander Alberro en torno al arte conceptual. En opinión de éste, aquellos gestos que trataron de rebelarse contra el mercado, o bien fueron anecdóticos o bien se circunscribieron a la escena europea más politizada. La realidad, nos cuenta en Conceptual Art and Politics of Publicity, es que, desde el principio, jugaron con las mismas reglas que los demás, no logrando más que abrir el campo de operaciones del mercado. Una vez más, surgieron galeristas avispados, como Seth Siegelaub, que entendieron el giro intelectual de la mercancía y fueron capaces de reorientar la demanda de los coleccionistas hacia ese nuevo estándar inmaterial. Fue a partir de entonces que no se venderían sólo objetos, también podría comerciarse con acciones e ideas.
Por otro lado, el arte de esta época no fue, finalmente, tan experimental como habría querido ser, pues desterró de su programa, sospechosa y deliberadamente, tres preguntas fundamentales: ¿Para qué sirve el arte?, ¿qué puede decir el arte? y ¿para quién es el arte? El abandono de estas cuestiones, directamente vinculadas a lo social, es consecuencia de la postura ideológica del artista postmoderno. En este momento, la comunicación de las obras de arte, y la clarificación y discernimiento de ideas que pudiesen armar la operación artística se ha rechazado como competencia o responsabilidad del artista. En parte debido a ello (y en parte fruto de la mercantilización agresiva del arte) comienzan a proliferar a ritmo exponencial una variedad de agentes y mediadores culturales: galeristas, dealers, coleccionistas, mecenas, inversores, gestores, productores, comisarios, críticos, organizadores, políticos del arte y la cultura, etcétera. Si el artista había estado históricamente distanciado de su audiencia, el espacio que en este momento se abre es un abismo difícilmente transitable y superable. Una vez más, el artista habría vuelto a aceptar la mediación, esta vez en su versión liberal, del mercado y del Estado, a sabiendas. Incapaz de controlar, proponer o pensar qué público se acercaría a su obra (o más bien teniendo claro qué tipo de público es este), el arte decide desechar esta cuestión de su programa. Se sabe atado de manos. En esta encrucijada lo único que cabe preguntarse es si el arte necesita público para existir, reflexión que realizan bastantes artistas de diversas maneras en el curso de la práctica contemporánea reciente. Detengámonos por un momento en este crucial asunto.
Ha existido, de hecho se ha convertido en un género en sí mismo, un incesante goteo de propuestas artísticas que trataban de responder al gran desafío del público. Las hay de todos los formatos imaginables, de los que Jeppe Hein, Santiago Sierra o Tino Sehgal, son representantes reconocidos. Pero lo cierto es que el arte apenas ha sido capaz de generar dispositivos en los que el público estuviera presente y tomara conciencia de ello. El sistema del arte, por más que se propugna lo contrario, se suele posicionar contra el público. Michael Warner ha sido, quizá, uno de los pocos académicos que se ha tomado en serio el asunto, condenando la tendencia general a convertir al público en una figura desdibujada, una ficción que sólo nos interesa en tanto receptor de las demandas que nosotros creamos y le exigimos. De manera que la institución arte no sólo tiende a anular la capacidad de empoderamiento de sus audiencias, sino que directamente las pone a trabajar para ella. El hecho de que el conteo genérico de visitantes siga siendo el indicador principal del éxito de una exposición de arte no deja de ser una elocuente prueba de ello. Hasta el hartazgo se ha abusado del modelo épico del teatro de Brecht para justificar este tipo de operaciones que, en la mayoría de los casos, no constituyen otra cosa que una representación hueca, el simulacro condescendiente de una participación imposible. Más allá de juegos interactivos, lo cierto es que la presencia y la participación del público han escaseado, mientras la representación del mismo se ha extendido. Y, la verdad, no sabemos cuál de las dos opciones es más engañosa o paternalista. Hay concesiones tímidas, intentos de constituir un verdadero espectador emancipado, pero escasamente implantadas. Son excepcionales, de hecho, los trabajos, como el impulsado por Mary Jane Jacob en Chicago en la década de 1990, en los que la audiencia era un pilar más en el eje obra de arte-artista-institución. Del mismo modo, no deja de ser sorprendente la marginalidad del trabajo de John Dewey en torno a la experiencia del arte como un proceso social colectivo, una práctica de lo común que sobrepasa al propio autor. Queda pendiente, de hecho, el desafío que Dewey emprendió en la década de 1930: recobrar la continuidad de la experiencia estética con los procesos normales de la vida.
El doble giro formal al que aludíamos antes habría blindado, asimismo, la práctica artística contra cuestionamientos en torno a su utilidad o a posibles programas ideológicos y de significación. Como hemos explicado anteriormente, en los albores de estas vanguardias había quedado refrendada la idea de que el pensamiento artístico florece en tanto que el gesto formal se despliega. El artista parece haber abrazado la modalidad terapéutica. En la práctica dominante, el pensamiento que articula el discurso artístico parece discurrir en un flujo inconsciente, no afloraría ni con nitidez ni de forma explícita. Siguiendo esta lógica, encontrar las claves magistrales de dicho discurso exigiría la lucidez de un riguroso ejercicio de reflexividad crítica. En otras palabras, si el artista había optado por la pasividad del paciente, terminar bien el trabajo requeriría de la figura del psicoanalista. De este modo, se desencadena un cierto colapso del arte porque dicha figura —o su contrapartida artística: el crítico— desaparece en ese momento. Es entonces, efectivamente, cuando el hacer del artista se torna improductivo y fútil. Y lo que es peor, a falta de pensamiento crítico, la ideología que transpiran las obras de arte contemporáneo se asimila a la de las clases dominantes. Fantástico acicate para el mercado. En pleno apogeo cínico, lejos de confrontar esta contradicción, la industria del arte decide convertirla en virtud. De ahí el secuestro del famoso “preferiría no hacerlo” en sus infinitas variantes, con las implicaciones ideológicas que esto entraña y a las que alude Bruno Bosteels: “tras estas discusiones en torno al no-trabajo o la inoperatividad, o la impotencia o la potencia del no hacer, es difícil no escuchar el estridente trasfondo de un rechazo filosófico al trabajo y al trabajador como un referente clave de dos siglos de política revolucionaria”[vii].
En las últimas décadas del siglo XX asistimos al progresivo agotamiento de la experimentación artística en sus posibilidades formales. Habiendo consumido las opciones del hacer artístico dentro de los presupuestos acotados más arriba, toma el relevo un tipo de práctica que, siguiendo la inercia anterior, ha ido coleccionando coartadas para centrar su atención exclusiva en lo formal y en lo procesual. La práctica dominante ha abandonado casi definitivamente la reflexión crítica, es decir, las ideas (a no ser que se empleen como anécdota formal) y cualquier horizonte o fin más allá de la introspección y la realización personal. Los últimos coletazos de la experimentación en torno a posibilidades formales se dan en los años noventa y cristalizan en fórmulas que, con impune descaro, exaltan una ideología capitalista en su posicionamiento. El paradigma por excelencia de estos movimientos lo conceptualiza el comisario y escritor Nicolas Bourriaud en un término que aplica al arte: post-producción. Compartimos la inquietud de Claire Bishop frente a este nuevo ismo cuya propuesta parte de la idea de que, cuando la experimentación formal ha dejado de servir a ningún propósito o exploración, la única alternativa restante es re-mezclar lo que uno se encuentra. Así, los artistas de los noventa se lanzan, en palabras de Bourriaud, a “interpretar, reproducir, re-exhibir, o utilizar obras hechas por otros u otros productos artísticos disponibles”. En suma, el reclamo artístico de esta modalidad artística es que no se basa ya en crear algo nuevo sino que se contenta con producir a partir de lo que ya existe. Sigue así la lógica de las operaciones del capital financiero, que sólo se acelera y se acumula sin producir algo nuevo. “Este nuevo ‘motor de la práctica artística’ basado en innovación y eclecticismo no es exclusivo del ámbito artístico. Caracterizaciones paralelas del presente como ‘post-producción’ y ‘el final del trabajo’ en sociedades post-industriales fueron construidas principalmente para explicar la crisis del monopolio capitalista. Las consecuencias de estas nociones son enormemente perniciosas para la comprensión actual de la ‘clase trabajadora’ y la ‘clase revolucionaria’”[viii].
Otro fenómeno singular del arte en las últimas décadas es la emergencia de una política estética aún más críptica que encuentra sentido defraudando expectativas y tomas de posición. En esta segunda modalidad de arte a la contra, en este caso de todo lo que sonara a un arte informativo, directo y/o “propagandístico”, se hacía buena aquella sentencia de Foucault sobre Raymond Roussel: “Es menester envolver la castaña con una nueva cáscara”. Capa sobre capa, el misterio se extiende sobre una pléyade de piezas que, al rebufo del gastado ruido secreto duchampiano, rechazan toda formulación de un enunciado, por más crítico que este pudiera ser. Es a todas luces indeseable, según este juego de claves encriptadas, acometer cualquier tentativa de toma de posición. El procedimiento se justifica a si mismo en una suerte de tautología mecánica que, sin embargo, se atasca una y otra vez, ya que tan complejo engranaje es incapaz, una vez más, de salvar el escollo principal de todo proceso artístico que aspira a cualquier tipo de desarrollo social y cultural: la producción de una verdadera ruptura capaz de generar una transferencia de valor a la comunidad, más allá del puro gesto endogámico.
Como si nada hubiera cambiado, como si el enemigo siguiera siendo un pueblo aborregado e ignorante, el arte de hoy aún se lamenta y a la vez se recrea en la incomprensión hostil que despierta. La fórmula mágica consiste pues es ofrecer una obra sin asideros. De modo que la realidad del arte contemporáneo está trufada de tautologías melancólicas que, siendo improductivas e ineficaces, se anuncian rompedoras. Ni que decir tiene que el origen de este gesto, desde los manifiestos Dadá de Tzara al letrismo, siempre se ha justificado del mismo modo: es la única manera de eludir el rigor de la mercancía negando la capacidad del trabajo artístico para generar plusvalía. Ni que decir tiene, tampoco, que huir así de la mercancía en una época en la que el arte ha sido totalmente vencido por el mercado es el más estéril de todos los gestos.
La fosilización de todas estas estéticas de la negatividad y de lo no alineado, nos sugiere que tal vez nos encontremos ante una vieja melodía interpretada con un estilo actualizado: es el cliché moderno del artista como perdedor consentido, el narcisismo de las batallas perdidas, en expresión lacaniana oportunamente reactivada por Žižek. Pero, si estuviéramos en lo cierto, ¿por qué era necesario renunciar a cualquier uso o apropiación del arte para la colectividad para demostrar que el arte sigue vivo, resistiendo los envites del tecnocrático “mundo exterior”? ¿Y, si eso fuera así, ha servido de algo tal sacrificio? ¿Puede ser, quizás, que este triple salto mortal críptico no haga sino encubrir un tipo de vulnerabilidad que la mayoría de productores culturales se niegan a enfrentar: que ni el arte, ni los artistas tienen conciencia y control sobre aquello que enuncian ni entienden cual es su razón de ser en este mundo? Esta desorientación probablemente atañe directamente a la desazón moral que el liberalismo ha sembrado en la sociedad de nuestro tiempo. La abstracción exacerbada que la modernidad capitalista instila en nuestras mentes ha pulverizado los vínculos del individuo con la vida y la sociedad, despojando así de origen, sentido, propósito y compromiso a la mayor parte de nuestros gestos. Por ejemplo, nos cuesta enormemente reconocer lo que vale una vida, por ello se desprecian los cuidados, el envejecimiento o las muertes que costean cada aparato. No es de extrañar, entonces, que nos repleguemos a lo procesual, es decir, a pasar la vida en un devaneo por encontrarle un sentido, en el mejor de los casos. Tampoco es de extrañar que este patrón se replique en aquello que creamos.
Quisiéramos ser capaces de demostrar que la vinculación del artista a lo social no ha de registrarse como una modalidad más del repertorio de prácticas posibles. Defender este argumento pasa por haber comprendido que es precisamente en este punto, en la desconexión entre arte y sociedad, donde se manifiesta más visiblemente el triunfo y dominio del capitalismo liberal sobre la expresión creativa de nuestra época. Para ello, tal vez sería de gran ayuda retroceder hasta Dewey, y a la tarea que asignaba a la experiencia estética. El filosofo norteamericano asumía, desde luego, que el arte es una manifestación, un registro. He aquí la conformista razón de ser que domina en el mundo del arte actual. Efectivamente, el arte es el registro, es el síntoma de una época. Pero no es sólo eso. Dewey no se quedó en ese nivel de competencia. De hecho, esta es la función que menos le interesaba. Más implicado se mostró con las otras cualidades de dicha experiencia estética: “una celebración de la vida de una civilización, un medio de promover su desarrollo y también el juicio último sobre la cualidad de una civilización”.[ix] Es un grave problema que al arte de hoy estas encomiendas le resulten casi infantiles, utópicas. La apariencia no sólo inalcanzable sino indeseable, en algunos casos, de este proyecto de integración hace que sea sistemáticamente desplazado junto con aquellos intentos de llevarlo a cabo.
A nadie escapará, a estas alturas, que este rechazo sintoniza con los intereses del capital: “El verdadero poder de la modernidad capitalista no es su dinero o sus armas; el verdadero poder reside en su habilidad para ahogar todas las utopías — incluyendo la utopía socialista, la última y más poderosa de todas — con su liberalismo.”[x] Nosotros añadiríamos que, además de aplastar utopías, la modernidad capitalista destroza nuestra capacidad de imaginar, de fantasear y de soñar, requisitos para todo arte y para la constitución de identidades culturales. En este sentido, merece la pena prestar verdadera atención al pensamiento de Abdullah Öcalan, quien lamentablemente se ve forzado a escribir desde una prisión, y citarle otra vez para terminar de clarificar por qué la práctica artística que aquí criticamos —y que podemos problematizar sintéticamente en dos posiciones interrelacionadas: el abandono de las ideas y el abandono de lo social— no hace sino expandir el poderoso ideario propagandístico del capitalismo liberal: “Por supuesto, sin seres humanos no existiría una sociedad humana. Pero considerar a la sociedad como nada más que la suma de seres humanos es una falacia. Un ser humano sin sociedad no puede ser más que un primate. En sociedad, el ser humano se convierte en un poder increíble. Todas las cosas que se realizan en el individuo humano deben ser socialmente desarrolladas. Es imposible alcanzar conocimiento y establecer el régimen de la verdad en la ausencia de sociedad.”[xi]. Es por ello que el capitalismo, un sistema que sólo se mantiene destruyendo y explotando la vida, se cuida hábilmente de poner trabas para que el ser humano exista en sociedad, y por lo tanto genere ideas y viva moralmente, destrozando así su increíble y formidable poder.
A modo de conclusión, quisiéramos citar de nuevo a Brecht. Ponderando la vigencia de su pensamiento tajante y duro, recurrimos a él para terminar de delimitar el sentido de nuestro escrito: “También se necesita valor para decir la verdad sobre sí mismo cuando se es un vencido. Muchos perseguidos pierden la facultad de reconocer sus errores, la persecución les parece la injusticia suprema; los verdugos persiguen, luego son malos; las víctimas se consideran perseguidas por su bondad. En realidad esa bondad ha sido vencida. Por consiguiente, era una bondad débil e impropia, una bondad incierta, pues no es justo pensar que la bondad implica la debilidad, como la lluvia la humedad. Decir que los buenos fueron vencidos no porque eran buenos sino porque eran débiles requiere cierto valor”[xii].
Hemos de reunir el valor suficiente para reconocer las formas en las que la ideología capitalista nos ha ganado. Bertold Brecht, entre otros, atestigua que no somos los primeros en plantear esta exigencia, que probablemente se repetirá en el tiempo. No hay ningún lugar al que retornar ni estadio del arte que restituir. Por la misma razón que tampoco cabe idealizar ningún futuro de “trabajadores felices”, como el que soñaba William Morris. El arte más poderoso e interesante siempre ha surgido en momentos de dificultad y de lucha. Pero tampoco nos equivoquemos creyendo que el arte se tenga que ceñir exclusivamente a ser lucha, aunque ha de estar en ella. La política puede ser un procedimiento de verdad, pero el arte también lo es. Por lo tanto, no hemos de renunciar a aquello que hace arte al arte, y que se corresponde en buena medida con las carencias que nos ha impuesto el capitalismo. Un procedimiento de verdad supone una ruptura en la continuidad del ser, la irrupción de un sentido que adquiere un valor universal, la repetición de lo nuevo.
[i] W. Morris. The Socialist Ideal: Art, 1891. Consultado en W. Bradley y C. Esche: Art and Social Change: A Critical Reader, Tate, Afterall, 2007, pág. 48.
[ii] Jonas Staal. Art in Defense of Democracy. New World Summit, Leiden. Handbook. http://www.newworldsummit.eu/wp-content/uploads/2012/12/New-World-Summit...
[iii] Esta cuestión la desarrolla con mayor complejidad filosófica Slavoj Žižek en su libro Absolute Recoil: Towards a New Foundation of Dialectical Materialism. Verso. 2014, págs. 355-356 (en la edición digital).
[iv] G. Anders. Hombre sin mundo, citado en S. Alba Rico. ¿Podemos seguir siendo de izquierdas?, (Panfleto en Sí Menor), Pol-len edicions, 2014.
[v] Frank Ruda, entre otros, elabora más profunda y detalladamente de estas ideas en su ensayo How to Act As If One Were Not Free: A Contemporary Defense of Fatalism.
[vi] J. Kosuth. “Introductory Note by the American Editor”, Art-Language, nº 2, febrero, 1970. Consultado en L. Lippard. Seis años: la desmaterialización del objeto artístico de 1966 a 1972, Akal, 2004, p. 218.
[vii] Bruno Bosteels. Post publicado en su muro de Facebook.
[viii] Sarah Raymundo. Las Herramientas del Maestro. Publicado en Salón Kritik. 16 de marzo, 2014. Traducido por los autores.
[ix] J. Dewey. El arte como experiencia, Paidós, 2008, pág. 369.
[x] Abdullah Öcalan. Manifesto for a Democratic Civilization. The age of Masked Gods and Disguised Kings. Volúmen I, pág. 28. Traducción de los autores.
[xi] Abdullah Öcalan. Manifesto for a Democratic Civilization. The age of Masked Gods and Disguised Kings. Volúmen I, pág. 68. Traducción de los autores.
[xii] Bertolt Brecht. Las cinco dificultades para decir la verdad. 1934.