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Que vengan solos los camellos

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Tengo un buen puñado de cuentas que ajustar con los Reyes Magos. Nunca han estado a la altura, ni por reyes, ni por magos. Y no, los reyes no son los padres, pobres padres. ¡Los reyes son los reyes, los putos reyes! Se nos arrebató de un sopapo una primera falsa inocencia con la infame creencia de que Ellos eran los Otros y en ese momento crucial empezamos a fumar con la pelusilla en el bigote. Nunca llegaba el Scalextric soñado y bien remarcado en aquellas malditas cartas que garabateábamos con sangre de niño y se sacudieron las culpas arrojándolas sobre la espalda de los padres. Maniobra artera e imperdonable. Y tampoco solía llegar ese maravilloso objeto de deseo que era el balón de reglamento con su aroma a cuero bueno, tan embriagador. En general, llegaba a tus brazos un sucedáneo de pelota de goma dura, y te tragabas la desazón cargada de ricino con la sonrisa a media luz. Aunque al instante, ¡como no!, salías a la calle loco de contento por echar un partido con los amigos.

Gerardo Diego debió sentir sensaciones parecidas cuando se rindió a su misterio: -¿Tener un balón? Dios mío. / Qué planeta de fortuna / Vamos a los Arenales: / cinco hectáreas de desierto / cuadro y recuadro del puerto..(……..) / Tener un balón. Dios mío.

A falta del balón de reglamento esa pelota de goma con el aire justo te convertía en un tipo importante. El dueño del balón tenía sus privilegios. Y si las cosas se ponían feas en la contienda, el dueño decía: ¡el balón es mío!, lo trincaba y se largaba tan pancho. Pero muy feo debía de ponerse el asunto para tomar esa brava decisión. En la selva de solar, de alguna manera, el dueño del balón ejercía de árbitro. Era gol cuando el balón entraba entre los tres palos imaginarios de la portería y si el tiro había salido por encima de ese larguero imposible no era gol, ¡era Alta! Cuando eso sucedía, en general, había consenso y todos aceptaban el dictamen, porque aquellos infantes de colmillo duro y rodillas ensangrentadas tenían un sentido extraordinario de la vista y de la justicia. Y en caso de agria división de opiniones, ahí estaba el dueño del balón para dictar su sentencia. Fair play underground y del bueno.  

Los niños solo tienen unos principios, no como Groucho Marx, que manejaba varias opciones. Al menos, los teníamos. Hace algunas décadas el mundo era más hostil y macilento pero vivir y jugar en la calle al balón, con los coches silbando en las canillas, marcaba un carácter. Las cosas se compartían con generosidad y compañerismo y se seguían unas reglas con pacto de sangre. El puesto más maldito en un partido de fútbol era el del portero, nadie quería ser portero. ¡Claro, al fútbol se juega con los pies, no con las manos, menudo aburrimiento! Y siempre se recurría al más patoso para ocupar la portería. Y si no había patoso había que turnarse. Hasta que se ideó, para asombro de tactistas de pizarra, la figura del portero delantero. Eso ya era otra cosa, aunque comportaba serios riesgos. El portero tenía libertad para avanzar por el campo conduciendo el balón, ligando pases con sus  compañeros y enfilar la portería contraria pero ¡ay madre si te quitaban la pelota y el otro equipo montaba el contraataque! Siempre habría otro cubriendo la ausencia de la puerta, es posible, pero no le estaba permitido tocar el balón con las manos y entonces llegaba el desastre, o sea, el gol. Y con todo el sentido común del mundo, los chavales empezaron a tomarse en serio la posición del guardameta. El sentido común sacudió sus imberbes procesos mentales y llegaron a aceptar el necesario sacrificio que suponía ese puesto.        

Los equipos se formaban “echando a pies”. Es decir, dos chicos, uno frente a otro, como en un duelo de western, se iban acercando a pasitos, punta y talón, punta y talón, hasta que uno montaba su pie sobre el del otro y, si encajaba en el hueco que quedaba libre, tenía el privilegio de empezar a elegir a sus compañeros. Y, lógicamente, el primero en elegir apuntaba al más jugón. Al no haber equipos fijos, todos eran unos y otros. En su piel llevaban pegada esa sensación de haber estado en ambos lados de la frontera. El sabor de la victoria y el fracaso. Tardes de gloria y de desesperación. No habían leído a Sartre: “toda elección debe contar con el otro…(…) necesitamos de los demás, de sus juicios, complicidades y rechazos para ser conscientes de la totalidad de nuestras dimensiones, para ser de un modo y otro” , pero estos chicos ya eran existencialistas antes que bachilleres, filósofos con las botas llenas de barro. Y la sed que se pasaba. No azotó el hambre en aquellos años de infancia, pero se pasaba mucha sed.  

Ese espíritu generoso era el que hacía estremecer de pavor en uno de los momentos más terroríficos que un chaval podía sentir en el espacio de su corta vida.. Unos instantes de suspense cruel que helaban la sangre y el aliento y que ya quisiera haber ideado el mismo Hitchcok. Ese momento en que el balón se escapaba hacia la carretera botando directo a la muerte. Cada bote del balón era un golpe en el corazón de todos los chicos que asistían a la escena aterrados.

Un taxi se aproxima a lo lejos y el balón, sin dueño, bote, a bote, se dirige hacia su destino fatal. Los cuerpos menudos temblando y tiesos, paralizados. El balón alcanza la línea de la carretera, en cada bote, la vida escapando, el taxi, cada vez más cerca. ¡Que no quiero verla! / Dile a la luna que venga / que no quiero ver la sangre / del… balón sobre la arena….(con permiso de Federico). Y tras el último bote, cuando el balón se zafaba de la Parca, apenas rozando el morro del coche, y llegaba al otro lado henchido de vida no había una sensación de gozo más plena. Se sacaba de banda y el partido seguía.       

El fútbol nos enseñó a vivir, y si no teníamos balón de reglamento que les dieran morcilla a los Reyes Magos, fantasmas de armiño y pelo largo. El fútbol nos persigue, nos sacude, nos excita, revolotea sobre nosotros como nube del humo de los paraísos perdidos. Viaja a nuestro lado como un sagrado amuleto, esa vieja rana de hojalata oxidada, por ejemplo. Una noche muy negra pensé en un mundo sin fútbol. Un paisaje de estadios vacios con el césped pelado, área de hierbajos y terrones yertos. Domingos grises y en el salón, en el ángulo oscuro, silencioso y cubierto de polvo, el transistor, sin la melodía del Carrusel, ¡penalti en el Calderón!, ¡Goool en Las Gaunas! ¡Esa entrada es de tarjeta! Las verdades del área / son rectas de dudosa geometría / como ardientes amores de ficción / en manos de un penalti. / Por eso saben mucho / de la felicidad y la belleza / (Luis Alberto de Cuenca)

Un mundo sin fútbol, ¡qué amarga distopía!

En estos tiempos de cambios, con tanta adicción a las prohibiciones, con los aires de revolución frotándose las manos, me atrevo a pedir a los Reyes Magos piedad en la Tierra a los hombres de buena voluntad, y que velen porque el fútbol se mantenga vivo, que no se desmayen porque entonces sabrán lo que vale un peine. Umberto Eco decía que el fútbol era una neurosis de la cultura porque nunca conoció el sabor de marcar un gol, el sonido Morricone, silbido en el Gran Canyon, arpa de boca del balón al chocar contra la red. ¡Bah! Eco y su intensidad de almíbar. Y si vosotros, Reyes Magos, sois incapaces de cumplir ese deseo infantil, eterno, no vengáis, y dejadlo en manos de los camellos, que vengan ellos solos amparados en la noche y que hagan su trabajo. Además, con ellos, los camellos, también tengo varias cuentas que ajustar. Pero ya les llegará.