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La mirada del tigre

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“El infierno es la mirada del otro.”
Jean-Paul Sartre

En el duelo de miradas de estos dos boxeadores ya ha comenzado el combate. Mucho antes de que suban al ring a repartirse directos, uppers y crochets.  ¿Qué se están diciendo estos dos en ese choque cósmico de miradas, en ese Big Bang, instante eterno donde todo empieza y termina en unidades de tiempo inalcanzables? Han chocado sus narizotas pero sus miradas guardan la distancia. Y en ese espacio de misterio ocurre todo. ¿Qué se quieren decir estos dos durante ese tiempo de vértigo en que se miran? ¿Quién mira a quien? ¿O, de verdad, se miran los dos? –Te voy a hacer picadillo y te vas a tragar tu sangre, podría decir uno. –Ya estás muerto, ahórrate el sacrificio y vuelve a tu casa, mascullaría el otro. La composición dramática de la escena es invencible, ninguno mueve un músculo, apenas respiran, ni una gota de sudor brilla en sus rostros, pero hay una corriente de mensaje eléctrico en ese cruce de miradas que abre a los dos púgiles una vía de conocimiento y de mutua comprensión.

Sartre ya le echó en su momento el ojo al asunto al indicar que el análisis de la mirada se inserta en el contexto del “estar-con“ , esto es, del encuentro con el otro, de la convivencia. Dice el filósofo francés que “el ser visto por el otro es la verdad de ver al otro”. Nos reconocemos tal como somos porque sabemos que otro nos está mirando. En la medida en que el otro me mira yo me convierto en objeto para él. Por esta razón, Sartre equipara el ser mirado por el ser dominado. La mirada del otro, por lo tanto, abre para mí un horizonte de peligro. Hölderlin dice en Patmos que “donde hay peligro crece también lo salvador”. Por eso, algunos estudiosos de la cosa al preguntarse qué podría ser lo salvador en ese contexto no tienen duda: la recuperación de mi libertad bajo la mirada del otro.  Así pues podemos mirar al otro y constituirlo como dominado, excluido o amenazante o también lo podemos constituir como libre, igual, y como hermano. Porque el otro se constituye como reflejo de lo que ve en nosotros mismos y en las instituciones que construimos.

¿Pasará el río de estas sesudas reflexiones por la cabeza de esos dos boxeadores que mantienen la tensión y el pulso del hielo de sus miradas? Parece inevitable que así sea, aunque vaya usted a saber a través de qué códigos guerreros canalizan el tema. Un estudio realizado por la psicóloga catalana Maria Dolors Mas revela, también, que cada uno de nosotros nos guiamos por la forma de mirar del otro y, según esa forma de mirada, actuamos. Y todo ello debe enmarcarse en el conjunto de una mímica facial que nos es única como seres únicos e irrepetibles que somos. La mirada de esos dos púgiles no deja indiferente al que los observa, al que los mira, en este caso a los otros –¿a nosotros?– que los ven desde fuera. ¿Pero qué ocurre entre ellos? Se ha detectado en diversos estudios experimentales que una mirada que dura más de diez segundos produce irritación y malestar. Y esa sensación es recíproca, y nada inocente, pues también está comprobado que una persona que realiza una mirada fija e insistente tiende a elevar su ritmo cardíaco.

Es inquietante lo que esconde una mirada de esas porque es difícil adivinar por la mirada del otro cuál es exactamente su postura frente a nosotros. Su mirada nos asemeja algo pétreo, impenetrable y por ello, un angustioso secreto que no despeja nuestras dudas ni tranquiliza nuestras inseguridades. Mary Baker Eddy, en su best seller Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras define a los ojos como “discernimiento espiritual, no material, sino mental”. Desde un punto de vista espiritual, los ojos están asociados con la esfera interior de nuestro ser: lo que está dentro de nosotros, más allá de lo que vemos.

Pero volvamos al grano del boxeo. Temblaba en Madrid la Movida que sigue temblando y se nos apareció la negra sombra de Mike Tyson, junto a Antoñete y al Paula bretoniano, surrealismo de Jerez. Nunca he esperado tanto un soberbio espectáculo que resultara tan fugaz. Prolongar la noche hasta el alba no era tarea ardua en esos tiempos, sobre todo si aguardaba un combate de Tyson entre las tinieblas del whisky y otras drogas de cal y arena. Y en un par de minutos, ¡booom! todo había terminado, como aquellos primeros polvos adolescentes, que incluso podían durar menos. La mirada de Tyson era la mirada de la madre de todos los tigres y su rival ya había encajado un directo al hígado desde la misma ceremonia del pesaje.

Tyson hablaba sobre ello: “camino por el ring, pero jamás le quito la mirada a mi oponente, no me importa que esté listo, no le quito la mirada, y en cuanto veo que baja la mirada, ¡Booom! ya sé que es mío, me ve y simula que no me tiene miedo, pero ya cometió el error de bajar la mirada por esa décima de segundo…pelear bien uno o dos rounds, ¡bah! , pero yo ya le quebré desde antes… lo golpeo y sé que no puede conmigo”. ¿Era esa la mirada del tigre?, qué sabe nadie. Esa mirada diferente, sacudida de miedo, directa. Convencida y segura. Letal. Esa mirada que Rocky Balboa –Silvester Stallone– recuperaba en el momento justo, era la antesala antes de destrozar a su rival.

En el amor, que no es deporte, aunque quién sabe, también ocurre, y en los toros, menos deporte aún, no digamos, sublimación extrema del amor y el duelo entre el toro y el torero. El hombre –el toro– y la mujer –el torero–.  Chenel lo dejó dicho: “Lo que verdaderamente impresiona está en la mirada del toro. No se torean los pitones, se torea la mirada. Hay toros que te miran como un asesino. Otros tienen ojos de loco, otros parecen asustados. Aunque también los hay con mirada bondadosa, predispuestos a que los torees a gusto”. Y en este estadio de miradas también conviene acercarse al póker, ese juego tan grandioso e infernal que, sin llegar a ser deporte, sacude corazones, fibras y tendones, almas y bolsillos.  Liv Boeree, a sus 26 años, es una de las jugadoras de póker más grandiosas de la actualidad. Ella descubrió que su mejor arma es la mirada: “me di cuenta que cuando me quedaba mirando a los chicos, sobre todo a los italianos, me ayudaba a esconder mi juego. No sabían cómo iba a reaccionar. Me siento cómoda y segura mirando fijamente a mis rivales y derrotar a los chicos es un sueño hecho realidad”.

Germán Coppini, en aquellos gloriosos tiempos de Golpes Bajos –otra vez el boxeo– advertía acerca del peligro que acarreaba mirar a los ojos de la gente, que siempre mienten. Ahí residía el infierno –Sartre y sus cosas–, en la mirada del otro, que también puede ser uno mismo cuando se descubre la maldición de ser consciente de lo que sucede en el momento de mirarse hacia adentro. Dicho esto, que empiece el combate. La victoria tiende a caer del lado del que mejor sabe mirar. Esa mirada fiera y de ojos achinados del tigre que siempre duerme a nuestro lado.