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Gazza no es Chinaski

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Y me emborracharé de nardo, incienso y mirra
Y de viandas y vinos y genuflexiones,
Para ver si consigo un corazón ferviente.
Usurpar, entre burlas, divinos homenajes.
Baudelaire, “Bendición”, Las flores del mal

También entre los artistas malditos siempre ha habido clases, y géneros. De Bukowski, por ejemplo, se esperaba lo obvio dentro de su “malditismo”: que apareciera en un plató de televisión borracho, soltando medidas imprecaciones y tirando de la petaca de whisky que llevaría en el bolsillo de su chaqueta. Lo contrario, comportamiento impecable, buenas maneras, coherencia burguesa en su relato resultaría chocante, fuera de guión y decepcionante para los responsables del formato televisivo. Este tipo de genios malditos estaban encadenados a su maldición, como un viejo punki famoso condenado de por vida a lucir imperdibles atravesando su boca y cresta de colores en su pelo de agua y azúcar. No había marcha atrás para ellos, entre otras cosas porque sus managers y editores no se lo habrían permitido.

De esos dudosos privilegios de artista maldito quedan excluidos los genios malditos del deporte. En los últimos días hemos asistido a un espectáculo del periodismo de hez al que nos tiene acostumbrados la prensa sensacionalista de la Gran Bretaña. El diario The Sun ha publicado en su portada las fotografías de un viejo artista del fútbol que siempre zigzagueaba con el balón por el lado salvaje de la vida, el exjugador inglés Paul Gascoigne, Gazza —Newcastle, Tottenham, Lazio, selección inglesa—, uno de los mejores centrocampistas del mundo en los años 90. ¡Oh no, Gazza, otra vez! ¡Bloody tragedy!, titulan los listos con el lamento hecho mueca. En sus épocas doradas es verdad que había que ir a ver a Gazza Gascoigne muchas veces al estadio para atrapar uno de sus instantes sublimes de creación. Pero el chispazo de la belleza no se compra como un helado. Igual ocurría si uno quería detener entre las arrugas de su piel un natural eterno de Curro Romero o una media majestuosa de Rafael de Paula durante una faena en la plaza. Esas exquisiteces no estaban a la orden de cada tarde de coñac, sangre y arena.

A Gazza, abatido una y mil veces por su afición al alcohol, le muestran ahora en portada dando tumbos en la calle, borracho y con el rostro cruzado de golpes ensangrentados. ¡Qué gran noticia de mierda! Un tipo acabado, incapaz de enderezar su vida a través de la buena senda, fuera de control, desagradecido con quien le tiende la mano para alejarle del mal. Hay otros ejemplos, pero hoy nos centramos en Gazza como la parte del maldito todo. El periodismo es como un revólver, si lo pones en manos de un imbécil te monta una masacre.

Efectivamente, hay artistas malditos y artistas malditos: Gazza no es Bukowski-Chinaski. Ni tampoco es Artaud, ni el Conde de Lautréamont, Poe, John Fante, Alejandro Sawa, Janis Joplin, Jim Morrison o Kurt Cobain. A diferencia de estos artistas, Gazza debía mantener, mientras estaba en activo, un comportamiento pulcro y saludable, por otra parte lógico, teniendo en cuenta que su genio creador se basaba en una actividad física que exigía ciertos sacrificios y renuncias. El fútbol es un deporte duro, mucho más para los finos estilistas con trazos fuera del tiempo y sensibilidad exquisita. Pero, en definitiva, una maldición más que cargar sobre sus espaldas de seda.

Para ingresar en el club de los artistas malditos —poetas, novelistas, pintores, músicos…— había que reunir una serie de condiciones básicas: alcohólico, drogradicto y, de alguna forma, vinculado a la locura y la violencia. Mantener una conducta opuesta a las normas establecidas en la época. Llevar una vida bohemia, opuesta a los valores burgueses y al materialismo. Realizar un arte libre y provocativo. Y si luego sus vidas acaban de forma trágica y prematura, mejor que mejor. Hubo un tiempo en que el que no era yonki era un poco menos en determinados círculos. Gazza no podía ser incluido en este club porque, entre otras cosas, gozó de fama y lujo mientras estaba vivo y jugaba al fútbol aunque nadie preguntó en esos tiempos por el paradero de su alma y el auténtico poso de su moral.

Georges Bataille dejó escrito que algunos de los artistas malditos reivindicaban menos una moral que una hipermoral. Hasta Sade, en la dedicatoria de Justine, afirma que esa novela contiene “la más grande lección de moral” que se haya dado nunca. Por eso Bataille concluye que la maldición es el camino menos ilusorio a la bendición y que la parte “maldita” es aquella en que radica la soberanía. Bataille verificó cómo a la razón calculadora la literatura opuso la “divina ebriedad” del transgresor: “El bien se funda en la preocupación por el interés común, que implica, de una manera esencial, la consideración del futuro. La divina ebriedad, que está emparentada con el movimiento espontáneo de la infancia, está entero en el presente (…) La preferencia por el instante presente es la definición común del mal”. He ahí en qué consiste su rebelión: la preferencia por el instante; su ebriedad es una rebelión contra la imposición del futuro sobre el presente, de la duración sobre el instante, del cálculo sobre la ebriedad, de lo prohibido sobre la libertad, del interés sobre lo gratuito.

Gazza, genio, alcohólico, bohemio, transgresor, loco, libre y provocador, quizá muera de forma trágica y prematura. O a lo mejor, no. Pero Gazza no es Chinaski.

El corazón se ennegrece
Los dedos rozan la garganta
El arma
El cuchillo
La bomba
Los dedos se abalanzan hacia un dios que no responde
Los dedos alcanzan la botella
La píldora
El polvo
Nacidos en este aburrimiento doloroso
Y los bancos serán incendiados
El dinero será inútil
Bukowski, “Dinosaurios, nosotros”

A él —Gazza— no le estará reservada la gloria mundana de ese otro género de privilegiados artistas malditos. Pero seguro que, envuelto en la bruma, conseguirá un corazón ferviente y usurpará, entre burlas, divinos homenajes allá donde le empujen los cruces de sus caminos de sombra.

 
En orden de aparición: Bukowski, portada de The Sun y Gascoigne con el uniforme de la selección inglesa de fútbol.