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Futbolistas en la trinchera
Debajo de los adoquines también hay césped
El mus negro de la política vuelve al primer plano en fin de semana en plena competencia con el gran carrusel de la liga de fútbol. Se cuece el futuro de España entre señas falsas y ases escondidos bajo los calzones. Vuelan órdagos de tono aflautado y los rivales malpiensan la jugada con los dientes apretados. La alegría fresca de los estadios contrasta con el aliento ácido que se respira en las alcantarillas donde las ratas afilan sus colmillos y se frotan las manos entre los montones de basura. Envalentonado por el trasiego matutino de morapio en un corrillo de bar escucho a un tipo de bigote entrepelado, orgulloso de su militancia izquierdista y de llamarse Leoncio, escupir contra el fútbol.
—Eso —dice acalorado— es una actividad reaccionaria propia de mentecatos de mente vacía.
Vamos, puro opio del pueblo que te convierte en sumiso y majadero. Inmerso en su melopea de vino y cortezas resecas se alinea, qué sabe nadie, con el tío Borges cuando exclamaba desde su universo de sombras que el fútbol es popular porque la estupidez es popular. Borges, ese maestro que tuvo la genial idea de celebrar una conferencia sobre la inmortalidad el mismo día y a la misma hora que se celebraba la final del Campeonato del Mundo de 1978 entre Argentina y Holanda. Los propios senderos que se bifurcan llevaron al mismo poeta a defender la dictadura argentina y a mostrarse cariñoso con el gobierno de Pinochet, quien no dudó en condecorarle en Santiago de Chile. Extremos que se tocan, los del izquierdista piripi y el de don Jorge Luis, y ambos arañándose los mofletes como gatos ciegos y furiosos.
Corren otros tiempos y al fútbol se le sigue mirando con idéntico desdén desde las atalayas distinguidas de ciertos intelectuales y progres de lengua amarilla. En el paso de ese trago de saliva gorda estaba cuando recordé el excitante libro que publicó hace un par de años el periodista Quique Peinado, Futbolistas de izquierdas (Léeme Editores), un viaje lleno de orgullo y pasión a través de historias de futbolistas que se dejaron la piel en el césped, y también en la calle, en defensa de sus ideas de causas nobles. Un relato que, por cierto, rubrica en su epílogo Alberto Garzón, el candidato de esa macilenta Izquierda Unida.
El fútbol, es verdad, como gran maquinaria de poder económico, encierra infames miserias y los palcos de los grandes estadios están repletos de espíritus rufianes, más pendientes de sus siniestros negocios que del desarrollo del juego en el campo. En este caso, el fútbol merece toda la censura que quepa en un corazón de ley, pero la vida tiene música de tango y es todo tan fugaz que es una curda nada más la confesión. Pero cuidado con las verdades absolutas que pretenden sacar al mercado algunos intelectuales de izquierda cuando descalifican al fútbol porque “castra a las masas y desvía su energía revolucionaria”. No se puede quedar uno tan pancho cuando se abandonan los matices y se desdeñan las aristas que sacuden los pensamientos. Se puede coincidir con Eduardo Galeano, por otro lado gran aficionado al fútbol, cuando manifiesta que este deporte “se parece a Dios en la devoción que le tienen muchos creyentes y en la desconfianza que le tienen muchos intelectuales. Su historia es un triste viaje del placer al deber. El fútbol y la patria están siempre atados, y los políticos y los dictadores especulan con esos vínculos de identidad”. Está claro que desde la postura favorable al juego se puede disentir y criticar muchos de sus males, ahí siempre nos encontraremos. Pero quiero detenerme en la luz que escapa de las malas sombras y rescatar algunas de las historias que relata Quique Peinado en su brillante obra. Porque también hay césped debajo de los adoquines, aparte de la playa que proclamaban los revoltosos estudiantes y trabajadores de aquel mayo francés.
En pleno revuelo del Mayo de 1968 un grupo de futbolistas, encabezados por los redactores de Miroir du Football (que tenían ficha federativa, pues habían sido jugadores semiprofesionales), tomaron la sede de la Federación Francesa de Fútbol , en plena zona de edificios oficiales. Entre ellos había jugadores aficionados y profesionales y retuvieron a los trabajadores de la Federación y se organizaron bajo la denominación de Comité de Acción de Futbolistas. Redactaron un manifiesto de seis puntos con exigencias laborales concretas y colgaron dos pancartas en la fachada: “El fútbol para los futbolistas” y “La Federación, propiedad de los 600.000 futbolistas”. En el manifiesto se exponía, entre otras cosas, que “los jerarcas de la Federación han expropiado el fútbol para servirse de él por simple interés egoísta….han cedido el control a los políticos atacando su esencia popular”. También exigían que la selección francesa cambiara su estilo de juego por uno menos disciplinado y más creativo. Sus reivindicaciones recibieron el apoyo de legendarios futbolistas franceses como Raymond Kopa, el argelino Mekhloufi, y Just Fontaine, que ya había colgfado las botas.. El encierro duró cinco días y lograron mejorar las condiciones de los futbolistas. Indica Peinado que Miroir du Football siguió publicándose hasta 1979 y supuso una de las aventuras más apasionantes de la historia del periodismo deportivo. Sus promotores creían que otro fútbol era posible, igual que muchos creyeron que podía pasar con el mundo en mayo de 1968.
El genial jugador brasileño Sócrates, también conocido como el filósofo y el doctor. Alto, elegante, pelo rizado y barba a lo “Che” Guevara. Inolvidables sus pases imposibles, de magnífica belleza y esos penaltis de tacón con su minúsculo pie, ¡calzaba un 37!. Tipo fino, valiente y comprometido que siempre celebraba sus goles con el puño en alto, gesto rebelde frente al régimen dictatorial que se había impuesto en Brasil. En el Corinthians, el equipo de su vida, fue uno de los impulsores de la “democracia corintiana”, movimiento pionero de autogestión en el deporte nacional y se implicó en la plataforma “Directas ya”, que luchó para que Brasil recuperase la democracia. Se valió del poder del fútbol para denunciar las injusticias que sucedían en su país. En 1983 habló sobre su muerte y dejó una frase profética: “Quiero morir un domingo y que el Corinthians levante un título ese día”. Y así ocurrió. Sócrates falleció un domingo, 4 de diciembre de 2011. Unas horas después de su muerte, el Corinthians se proclamaba campeón de Brasil por quinta vez en su historia. El presidente Lula reclamó a Sócrates para formar parte del gobierno pero él rechazó la oferta. Libertino y bohemio, siempre defendió su derecho a fumar cigarrillos y a beber, vicio que le llevaría a la tumba. “El vaso de cerveza es mi mejor sicólogo”, solía decir.
Otro caso que refleja Peinado es el de Metin Kurt, un gran extremo derecho turco que jugó en el PTT y en el Galatasaray, cuyo sentido de la justicia se fue puliendo a base de lecturas varias. Leía a Marx y a Hegel y se convirtió en un animal político. En su biografía titulada Gladiador (2009) Metin Kurt sitúa en un momento concreto su definitivo despertar social: “Acababa de jugar un partido con la selección turca contra Holanda. A la salida del partido, un niño descalzo, casi sin ropa, me pidió los cordones de las botas. Sólo quería eso. Me eché a llorar. La realidad me golpeó en la cabeza como un martillazo. Nunca pude ni quise olvidarme de aquello. Desde ese día, ese crío iluminó mi camino”. Más adelante, a finales de los años 70, con una visión revolucionaria y anticipándose mucho a lo que ocurriría después, propuso lo que luego se acuñaría como ley Bosman: que los jugadores tuvieran derecho a jugar libremente en cualquier equipo, algo que entonces no ocurría en Europa. “Si son los clubes los que compran y venden a su antojo convierten a los jugadores en esclavos”, declaró. En 1978 se retiró. No quiso un partido homenaje porque lo consideraba una “forma sofisticada de mendicidad”.
Hay otro buen puñado de ejemplos, como el del jugador chileno Carlos Caszely, que vistió en España las camisetas del Espanyol y el Levante. Caszely tuvo el coraje de negarle el saludo a Augusto Pinochet antes de viajar hasta Alemania para disputar el Mundial de 1974. Él mismo lo explicó con la naturalidad del que se despeja el flequillo de la frente: “No dí la mano a Pinochet como muestra de mi profundo rechazo a la violencia que estaba ejerciendo sobre el pueblo chileno. Fue un acto en contra del terrible daño que suponía ver cómo Pinochet había roto el corazón de Chile”. Años más tarde volvió a cruzarse con el dictador. Caszely lucía una luminosa corbata roja y Pinochet le hizo un gesto con los dedos simulando una tijera. “Era como si dijera que me la iba a cortar, y le dije: 'Córtemela, que en mi casa tengo más'. Y me contestó que iba a mandar a alguien a mi casa a cortar las otras corbatas”.
La vida esconde muchas caras y el fútbol y la política, que en tantas cosas coinciden, también. Sólo queda espantar las malas moscas y elegir el rostro más limpio que haga más refrescante el viaje. Y que no falte el coraje y el pellizco para cruzarse ante la bestia. Porque otro fútbol es posible, como decían los franceses futboleros del 68, y otro mundo, también. Pero dibujemos el relato con las maneras precisas, con temple adecuado y sin sobrarse. En el duelo de mus negro al que asistimos he escuchado afirmar a Pablo Iglesias, encendido entre sus plumajes de falso pavo real lo siguiente: "Que Pedro Sánchez consiga ser presidente del gobierno es una sonrisa del destino que me tendrá que agradecer”. ¡La sonrisa del destino!, ¿se puede ser más cursi? Claro, los teóricos políticos es lo que tienen, no han jugado en su vida al fútbol en un campo de tierra ni han catado la oreja a la plancha en Marqués de Vadillo, y para qué hablar de esos Minutejos de calibre alto y salsa secreta. Entre tanta psicodelia barata Sánchez se deja querer mientras engorda su ego porque nunca se embarró en un partido de barrio ni le importó un bledo lo que valía un peine. Por eso el tal Sánchez nunca le diría a Iglesias: “mírame a los ojos, pollito, ¿tú, de qué vas?, ¡a mí con esas, que soy Metálico y de Carabanchel!”. Sólo queda rezar para que esa sonrisa del destino no se transforme en la mueca patética que se clavó en el rostro de Leoncio, el izquierdista borrachín y antifutbolero del bigote, al atragangarse gravemente con una de esas cortezas resecas que con tanta fruición devoraba en el bar como si no hubiera un mañana.
Futbolistas en la trinchera
El mus negro de la política vuelve al primer plano en fin de semana en plena competencia con el gran carrusel de la liga de fútbol. Se cuece el futuro de España entre señas falsas y ases escondidos bajo los calzones. Vuelan órdagos de tono aflautado y los rivales malpiensan la jugada con los dientes apretados. La alegría fresca de los estadios contrasta con el aliento ácido que se respira en las alcantarillas donde las ratas afilan sus colmillos y se frotan las manos entre los montones de basura. Envalentonado por el trasiego matutino de morapio en un corrillo de bar escucho a un tipo de bigote entrepelado, orgulloso de su militancia izquierdista y de llamarse Leoncio, escupir contra el fútbol.
—Eso —dice acalorado— es una actividad reaccionaria propia de mentecatos de mente vacía.
Vamos, puro opio del pueblo que te convierte en sumiso y majadero. Inmerso en su melopea de vino y cortezas resecas se alinea, qué sabe nadie, con el tío Borges cuando exclamaba desde su universo de sombras que el fútbol es popular porque la estupidez es popular. Borges, ese maestro que tuvo la genial idea de celebrar una conferencia sobre la inmortalidad el mismo día y a la misma hora que se celebraba la final del Campeonato del Mundo de 1978 entre Argentina y Holanda. Los propios senderos que se bifurcan llevaron al mismo poeta a defender la dictadura argentina y a mostrarse cariñoso con el gobierno de Pinochet, quien no dudó en condecorarle en Santiago de Chile. Extremos que se tocan, los del izquierdista piripi y el de don Jorge Luis, y ambos arañándose los mofletes como gatos ciegos y furiosos.
Corren otros tiempos y al fútbol se le sigue mirando con idéntico desdén desde las atalayas distinguidas de ciertos intelectuales y progres de lengua amarilla. En el paso de ese trago de saliva gorda estaba cuando recordé el excitante libro que publicó hace un par de años el periodista Quique Peinado, Futbolistas de izquierdas (Léeme Editores), un viaje lleno de orgullo y pasión a través de historias de futbolistas que se dejaron la piel en el césped, y también en la calle, en defensa de sus ideas de causas nobles. Un relato que, por cierto, rubrica en su epílogo Alberto Garzón, el candidato de esa macilenta Izquierda Unida.
El fútbol, es verdad, como gran maquinaria de poder económico, encierra infames miserias y los palcos de los grandes estadios están repletos de espíritus rufianes, más pendientes de sus siniestros negocios que del desarrollo del juego en el campo. En este caso, el fútbol merece toda la censura que quepa en un corazón de ley, pero la vida tiene música de tango y es todo tan fugaz que es una curda nada más la confesión. Pero cuidado con las verdades absolutas que pretenden sacar al mercado algunos intelectuales de izquierda cuando descalifican al fútbol porque “castra a las masas y desvía su energía revolucionaria”. No se puede quedar uno tan pancho cuando se abandonan los matices y se desdeñan las aristas que sacuden los pensamientos. Se puede coincidir con Eduardo Galeano, por otro lado gran aficionado al fútbol, cuando manifiesta que este deporte “se parece a Dios en la devoción que le tienen muchos creyentes y en la desconfianza que le tienen muchos intelectuales. Su historia es un triste viaje del placer al deber. El fútbol y la patria están siempre atados, y los políticos y los dictadores especulan con esos vínculos de identidad”. Está claro que desde la postura favorable al juego se puede disentir y criticar muchos de sus males, ahí siempre nos encontraremos. Pero quiero detenerme en la luz que escapa de las malas sombras y rescatar algunas de las historias que relata Quique Peinado en su brillante obra. Porque también hay césped debajo de los adoquines, aparte de la playa que proclamaban los revoltosos estudiantes y trabajadores de aquel mayo francés.
En pleno revuelo del Mayo de 1968 un grupo de futbolistas, encabezados por los redactores de Miroir du Football (que tenían ficha federativa, pues habían sido jugadores semiprofesionales), tomaron la sede de la Federación Francesa de Fútbol , en plena zona de edificios oficiales. Entre ellos había jugadores aficionados y profesionales y retuvieron a los trabajadores de la Federación y se organizaron bajo la denominación de Comité de Acción de Futbolistas. Redactaron un manifiesto de seis puntos con exigencias laborales concretas y colgaron dos pancartas en la fachada: “El fútbol para los futbolistas” y “La Federación, propiedad de los 600.000 futbolistas”. En el manifiesto se exponía, entre otras cosas, que “los jerarcas de la Federación han expropiado el fútbol para servirse de él por simple interés egoísta….han cedido el control a los políticos atacando su esencia popular”. También exigían que la selección francesa cambiara su estilo de juego por uno menos disciplinado y más creativo. Sus reivindicaciones recibieron el apoyo de legendarios futbolistas franceses como Raymond Kopa, el argelino Mekhloufi, y Just Fontaine, que ya había colgfado las botas.. El encierro duró cinco días y lograron mejorar las condiciones de los futbolistas. Indica Peinado que Miroir du Football siguió publicándose hasta 1979 y supuso una de las aventuras más apasionantes de la historia del periodismo deportivo. Sus promotores creían que otro fútbol era posible, igual que muchos creyeron que podía pasar con el mundo en mayo de 1968.
El genial jugador brasileño Sócrates, también conocido como el filósofo y el doctor. Alto, elegante, pelo rizado y barba a lo “Che” Guevara. Inolvidables sus pases imposibles, de magnífica belleza y esos penaltis de tacón con su minúsculo pie, ¡calzaba un 37!. Tipo fino, valiente y comprometido que siempre celebraba sus goles con el puño en alto, gesto rebelde frente al régimen dictatorial que se había impuesto en Brasil. En el Corinthians, el equipo de su vida, fue uno de los impulsores de la “democracia corintiana”, movimiento pionero de autogestión en el deporte nacional y se implicó en la plataforma “Directas ya”, que luchó para que Brasil recuperase la democracia. Se valió del poder del fútbol para denunciar las injusticias que sucedían en su país. En 1983 habló sobre su muerte y dejó una frase profética: “Quiero morir un domingo y que el Corinthians levante un título ese día”. Y así ocurrió. Sócrates falleció un domingo, 4 de diciembre de 2011. Unas horas después de su muerte, el Corinthians se proclamaba campeón de Brasil por quinta vez en su historia. El presidente Lula reclamó a Sócrates para formar parte del gobierno pero él rechazó la oferta. Libertino y bohemio, siempre defendió su derecho a fumar cigarrillos y a beber, vicio que le llevaría a la tumba. “El vaso de cerveza es mi mejor sicólogo”, solía decir.
Otro caso que refleja Peinado es el de Metin Kurt, un gran extremo derecho turco que jugó en el PTT y en el Galatasaray, cuyo sentido de la justicia se fue puliendo a base de lecturas varias. Leía a Marx y a Hegel y se convirtió en un animal político. En su biografía titulada Gladiador (2009) Metin Kurt sitúa en un momento concreto su definitivo despertar social: “Acababa de jugar un partido con la selección turca contra Holanda. A la salida del partido, un niño descalzo, casi sin ropa, me pidió los cordones de las botas. Sólo quería eso. Me eché a llorar. La realidad me golpeó en la cabeza como un martillazo. Nunca pude ni quise olvidarme de aquello. Desde ese día, ese crío iluminó mi camino”. Más adelante, a finales de los años 70, con una visión revolucionaria y anticipándose mucho a lo que ocurriría después, propuso lo que luego se acuñaría como ley Bosman: que los jugadores tuvieran derecho a jugar libremente en cualquier equipo, algo que entonces no ocurría en Europa. “Si son los clubes los que compran y venden a su antojo convierten a los jugadores en esclavos”, declaró. En 1978 se retiró. No quiso un partido homenaje porque lo consideraba una “forma sofisticada de mendicidad”.
Hay otro buen puñado de ejemplos, como el del jugador chileno Carlos Caszely, que vistió en España las camisetas del Espanyol y el Levante. Caszely tuvo el coraje de negarle el saludo a Augusto Pinochet antes de viajar hasta Alemania para disputar el Mundial de 1974. Él mismo lo explicó con la naturalidad del que se despeja el flequillo de la frente: “No dí la mano a Pinochet como muestra de mi profundo rechazo a la violencia que estaba ejerciendo sobre el pueblo chileno. Fue un acto en contra del terrible daño que suponía ver cómo Pinochet había roto el corazón de Chile”. Años más tarde volvió a cruzarse con el dictador. Caszely lucía una luminosa corbata roja y Pinochet le hizo un gesto con los dedos simulando una tijera. “Era como si dijera que me la iba a cortar, y le dije: 'Córtemela, que en mi casa tengo más'. Y me contestó que iba a mandar a alguien a mi casa a cortar las otras corbatas”.
La vida esconde muchas caras y el fútbol y la política, que en tantas cosas coinciden, también. Sólo queda espantar las malas moscas y elegir el rostro más limpio que haga más refrescante el viaje. Y que no falte el coraje y el pellizco para cruzarse ante la bestia. Porque otro fútbol es posible, como decían los franceses futboleros del 68, y otro mundo, también. Pero dibujemos el relato con las maneras precisas, con temple adecuado y sin sobrarse. En el duelo de mus negro al que asistimos he escuchado afirmar a Pablo Iglesias, encendido entre sus plumajes de falso pavo real lo siguiente: "Que Pedro Sánchez consiga ser presidente del gobierno es una sonrisa del destino que me tendrá que agradecer”. ¡La sonrisa del destino!, ¿se puede ser más cursi? Claro, los teóricos políticos es lo que tienen, no han jugado en su vida al fútbol en un campo de tierra ni han catado la oreja a la plancha en Marqués de Vadillo, y para qué hablar de esos Minutejos de calibre alto y salsa secreta. Entre tanta psicodelia barata Sánchez se deja querer mientras engorda su ego porque nunca se embarró en un partido de barrio ni le importó un bledo lo que valía un peine. Por eso el tal Sánchez nunca le diría a Iglesias: “mírame a los ojos, pollito, ¿tú, de qué vas?, ¡a mí con esas, que soy Metálico y de Carabanchel!”. Sólo queda rezar para que esa sonrisa del destino no se transforme en la mueca patética que se clavó en el rostro de Leoncio, el izquierdista borrachín y antifutbolero del bigote, al atragangarse gravemente con una de esas cortezas resecas que con tanta fruición devoraba en el bar como si no hubiera un mañana.