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Final entre fantasmas

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Vine a Solosancho a encontrarme con mi padre muerto. Esto no es una historia mejicana, que nadie se engañe. En este pueblo remoto, al pie de la sierra Paramera, lengua de Gredos, donde aún pasta la vaca negra avileña en los prados verdes donde retozan los zorros y planean los gavilanes, los muertos están muertos y los vivos ahí siguen, o eso dicen. Se lo dije a mi madre: voy a ir a Solosancho para compartir con papá la final de la Champions contra el Atleti. ¿De verdad, hijo?, ¡qué cosas tienes!, pero está bien, a tu padre le gustará.

Solosancho siempre fue un pueblo viejo, un lugar sin tiempo donde el viento frío y seco de la sierra conserva el aroma de la matanza del cerdo, rústico bouquet de jamones, chorizos y morcillas ahumándose sobre la lumbre del hogar. Germanín, tienes que almorzar antes de coger la bici, hogaza de pan con tocino frito, y a veces un tomate. La bici era cosa seria, con tubulares de hierro sólido, piñón fijo y ruedas de caucho grueso. Treinta kilos pesaría, o más, pero, ¡bah!, éramos niños de la selva. Tiempo de veranos peligrosos que Hemingway nunca conoció.

Al pueblo se llega dejando a un lado las antiguas eras, ahora convertidas en prados sin vida. Un pastor al que siguen un chucho sin rabo y tres ovejas me sale al paso: Tú eres Germanín, ¿no? Y vas al cementerio en busca de tu padre.

¿Y usted quién es, si se puede saber?

Yo soy tío Cometas, ¿ya no te acuerdas de mí? Tu padre y yo éramos muy amigos, y podríamos haber sido hermanos porque tu abuelo y mi madre estuvieron durante un tiempo hablando, pero la maldita guerra se lo llevó todo por delante.

¿Y por qué sabe que voy al cementerio?

Porque yo hablo mucho con tu padre.

Oiga, ¿usted no está muerto, verdad?

No, yo estoy vivo, no te preocupes, pero he estado muerto otras veces. Justo ahí donde estás pisando una tarde de tormenta me partió un rayo. Aquí se muere uno a menudo.

Bueno, le voy a tener que dejar porque tengo que ir al cementerio.

Tienes que encontrar a Macocho, él tiene las llaves del cementerio.

¿Y dónde está Macocho?

Le verás sentado en una hamaca de madera junto al verraco de piedra que está frente a la iglesia. Te está esperando.

Fui al encuentro de Macocho, inquieto y curioso a la vez. No había un alma por la calle ancha del pueblo, sólo una señora vestida con un traje azul plomo cruzó delante de mí como una exhalación. Y al fondo, junto a la fuente, ladraba un perro. Tras un paseo por un laberinto de callejuelas vencidas por los años, en un explanada desnuda apareció la iglesia, un modesto templo del siglo XVII construido con piedra de granito, de una sola nave y una torre que sirve de campanario. En su tejadillo, una cigüeña se desperezaba. Tal como había indicado tío Cometas, allí, junto al verraco vetón, se balanceaba en su hamaca un hombre que debía ser Macocho.

¿Usted es Macocho?

Sí, y tú eres Germanín, te estaba esperando.

¿Y por qué sabía que iba a venir?

Aquí siempre se sabe lo que se tiene que saber. Además, tu abuelo Segundo ya ha pasado por aquí anunciando tu visita. Es el mejor alguacil y pregonero que tuvo nunca este pueblo. Y después de él ya no hubo ninguno más. Hoy tú no ibas con él como otras veces. Recorrías con tu abuelo de la mano las calles dando las buenas nuevas al toque del cornetín de cobre. Al final de sus días, siendo muy anciano, a veces tú le decías: abuelo, por aquí ya hemos pasado.

Oiga, mi abuelo murió hace muchos años.

¿Quieres que te diga cuántos?

No, no hace falta, pero no ha podido pasar hoy por aquí.

Ay, Germanín, no sé para qué os sirven en la capital tantos estudios.

Toma, estas son las llaves del cementerio. A tu padre le gustará que estés con él esta tarde. ¿Sabes el tiempo que lleva ahí enterrado? Cinco años, tres meses y cuatro días.

¿Y cómo lo sabe?

Conozco la edad de todos los muertos de ese cementerio. Soy el guardián del camposanto. ¿Te acuerdas cuando cavaste la fosa donde están enterrados tus abuelos y tu padre? Fue una mañana de verano con un calor pegajoso, infernal. Los sepultureros del pueblo estaban regañados con el alcalde y se negaron a cavar la fosa. Así que tuvisteis que hacerlo vosotros, tu padre, tú, tu tío Matías y Modesto, el de la taberna Almanzor.

Eso era verdad, pura verdad. Cavamos la fosa como en las películas del Oeste, y a toda prisa porque el entierro de mi abuelo debía celebrarse antes de la puesta del sol. Había que cavar la fosa bien profunda y después, tabicar los muretes con ladrillo de hueco doble. Yo ayudaba en lo que podía, me hice con una carretilla para transportar la tierra excavada a una prudente distancia y, para aprovechar el viaje, me desviaba hacia la taberna de Modesto y volvía al cementerio con la carretilla repleta de botellines de cerveza fríos. ¡Cómo se agradecían esos tragos! Algunos cascos vacíos de esos botellines, por la premura, cayeron en el fondo de la fosa y cuando hicieron descender el féretro del abuelo la caja no acabó de asentarse bien. No había mucho tiempo para correcciones virtuosas y el ataúd quedó ligeramente inclinado hacia un lado, no demasiado, reposando sobre un lecho de botellines.

Tiempo después falleció mi abuela Valeriana y también la sepultaron en esa misma fosa, sobre el féretro de mi abuelo. Y mucho después, ya saben, hace cinco años, tres meses y cuatro días, murió mi padre a causa de un accidente vascular cuando regresaba de unas vacaciones en la playa. Lo incineraron en Madrid y yo me encargué de traer sus cenizas a Solosancho para depositarlas en la tumba de sus padres. Varias veces vine a llorarle y ahora he regresado para estar junto a él y escuchar a su lado la final de la Champions contra el Atleti. Mi padre era un madridista de corazón noble y yo le seguí en esa sagrada emoción. Él me llevó por primera vez al Bernabéu una noche de hace mil años cuando el mundo era en blanco y negro. Aquella explosión de luz y de color sigue cosida a la piel de mi memoria.

Me acerqué a la tumba temblando y deposité sobre la lápida un pequeño transistor de pilas y pegué sobre la “O” de su apellido un escudo de goma del Real Madrid. Empezó el partido según caía la tarde y nos cruzaban las luces y las sombras del cementerio. El eco del partido restallaba sobre los muros del camposanto, el vigor del locutor, el clamor de las cien mil almas que reventaban San Siro. Un nudo en la garganta y el corazón golpeando el pecho, sabor de sangre en la boca. Cuando marcó Sergio Ramos sentí un calambre en mi mano, una presión de escalofrío, ladraron música los perros y un gallo cantó el gol hasta quedarse afónico. Luego vino el llanto amargo de Griezmann colgado como un pelele del larguero y el gol furioso de Carrasco que hizo carraspear a los cuervos que se balanceaban sobre las ramas de los cipreses. Durante la prórroga, el viento de la sierra se clavaba en la piel como cristales rotos. En el momento final de los penaltis empezó a llover. Y cuando marcó Cristiano el gol definitivo, el transistor cayó sobre la lápida, y yo también, desmayado.

Mucho tiempo después, exhausto y empapado en sudor y lluvia, salí del cementerio en busca de Macocho. Sabía que le encontraría allí, en su hamaca, junto al verraco vetón.

Muchas gracias, Macocho, ya me voy. Aquí tienes las llaves del cementerio.

Tu padre está muy contento, y tus abuelos también. Toma, me han dicho que te devuelva el transistor.