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Farolillo rojo

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Hubo un tiempo en que el perdedor arrastraba cierto aroma romántico. Frente al espacio exclusivo, a veces obsceno, que ocupaban los triunfadores: dinero, fama, poder, champán y mujeres, aparecía el perdedor con su ruina a cuestas, alejado del boato, en un rincón del ángulo más oscuro. Bohemio, soñador, sin blanca, demacrado y con una vieja chaqueta empapada de whisky malo. La cara negra del juego que daba sentido al éxito. El tipo desvalido, elegante en su derrota del que te sentías más cerca, literatura de sangre y de sombras de poder turbador. Este hombre triste y solitario que ganaba batallas mordiendo el polvo, con ojeras de pus y las uñas sucias. La fortuna y el fracaso se miran de reojo. “Muéstrame un ganador y yo te mostraré un perdedor, muéstrame un héroe y te mostraré un cadáver”, escribía Mario Puzo.

Una vez instalado en la derrota no es tan fácil hacer de la necesidad virtud. Nadar en esas aguas pantanosas tiene su precio y su arte. Hace falta valor para representar y salir airoso del drama que acosa al vencido. Porque la derrota puede tener un propósito, acaso una gratificación moral. Y la vida, tan cruel y despiadada, tiene reservado un resquicio de gloria para los que han sido arrojados a la cara oculta del éxito. Y ya puestos, hay que saber estar ahí. Hay que ser buen pícaro, valiente y con mente lúcida para entender que ya que no es posible ser primero, lo mejor es quedar el último, porque de los que queden en medio nadie se acordará ni de vivos ni de muertos.

Se dice por ahí que hasta el Romanticismo la literatura no explotó la fascinación por el reverso del héroe. Por los que pierden. Ivánovich, Raskólnikov o Emma Bovary podrían ser los grandes perdedores del XIX. Y si existe una fenomenología del perdedor, ésa supo trazarla como nadie John Fante, el más virtuoso engendrador de fracasos. Bukowski, Carver y Kennedy Toole son sus dignos herederos, aunque este último no logró pillarle el punto a la derrota, perdió el pulso y se quitó de en medio con un mortal abaniqueo de monóxido de carbono. Ocurre, a veces, que uno queda fatalmente marcado desde que ve la primera luz y haga lo que haga le resulta imposible escapar de su destino.

Pero más que de la derrota quería detenerme en la figura del último; de todas las filas, ahí, en el escalón más postrero, su pálida luz siempre encuentra algo más de brillo, tendrá su placa para los restos aunque sea entre la bruma de un brillo roto. Hablo de los tipos que llevan el farolillo rojo. Así se denominan a los ciclistas que quedan en la última posición en las carreras. Todo empezó en el Tour de Francia, la Grande Bouclé. Aunque ahora, por extensión, se llama “farolillo rojo” al que ocupa la última posición en todo tipo de competiciones. La expresión tiene su origen en las luces rojas que suelen encontrarse en el último vagón de los trenes. El rojo es una señal de peligro, alerta, ¡cuidado que voy, ojo, que aquí estoy! La luz roja verbenea en las sirenas de los coches de la policía, ambulancias, bomberos; destaca el tono carmesí en las señales de tráfico advirtiendo del peligro; la bandera roja que anuncia mar brava y peligrosa a los bañistas de las playas. También cuelgan luces rojas de los portones de los lupanares; ¡peligro, mujeres que fuman con las piernas cruzadas sentadas a la barra del club con la punta del tacón afilado apuntando al corazón! Pero eso es otra historia.

En la leyenda del Tour de Francia, aparte de las coronas de laureles que alumbran a héroes eternos como Anquetil, Eddy Merck, Ocaña, Indurain o Pantani, hay sitio para un tipo que se las ingenió para grabar a fuego eternamente un récord sensacional y misterioso: lograr ser tres veces consecutivas el último en la clasificación final del Tour. El hombre se llama Wim Vansevenant, ex corredor belga del Silence-Lotto que tiene en su poder el dudoso honor de haber quedado el último en las ediciones del Tour de 2006, 2007 y 2008 (en 2005 quedó penúltimo; ese año, el farolillo rojo se lo arrebató el corredor español Iker Flores. Por cierto, esta familia Flores, navarros, se las trae: Iker quedó último en el Tour del 2008, pero su hermano Igor, también ciclista profesional, se le había adelantado seis años antes al firmar también el último puesto al llegar el pelotón a París). No es moco de pavo la historia. No es tarea fácil proponerse quedar el último y lograrlo. Que se lo digan a Wim. A sus 37 años, en su último Tour, el farolillo rojo estaba en poder del alemán Bernhard Eisel desde la tercera etapa, pero el empeño del belga dio su fruto y al final logró su propósito de quedar el último en la prueba por tercera vez consecutiva. Al llegar a París con la misión cumplida Vansevenant declaró: “Será algo que me acompañará siempre. Entro en la Historia a mi manera”.

Parece claro que en su último Tour el ciclista belga se las arregló para quedar, de nuevo, el último. Pero lo sorprendente del asunto es que Wim cumplió empapado hasta las cejas de sangre, sudor y lágrimas con su trabajo de gregario y contribuyó hasta el último de sus límites a llevar a su jefe de filas, Cadel Evans, a lo más alto. Su gesto heroico no se empañó porque al final el gato al agua, el triunfo final, se lo llevara el español Carlos Sastre, y Evans hubiera de conformarse con la segunda plaza. El director deportivo del Silence-Lotto reconocía que Vansevenant “es posiblemente el último ciclista de equipo que queda en el pelotón. Su trabajo no es fácil de explicar: proteger a su jefe de filas y ser comprensivo cuando debe subir los bidones de agua a todos sus compañeros, el trabajo más oscuro y limpio de egos que pueda existir. Si Cadel Evans ha hecho el Tour que ha hecho es también gracias al trabajo de Wim”. Cumplía el muchacho como un soldado su trabajo de gregario, hacía todos sus deberes, se dejaba la carne y la piel en cada etapa y hasta el último aliento ayudaba a su equipo en todo lo necesario… sin descuidar su ansiado objetivo de quedar el último en la clasificación final.

Vansevenant no alcanzó la categoría sublime de Anquetil, Eddy Merck, Hinault o Indurain, pero tampoco sufrió por esa carencia. Quizá porque pronto fue testigo del lado oscuro que le reservaba su destino. Los añicos de sus sueños y deseos rotos no le reventaron en el pecho. En su rapto de lucidez se fijó un objetivo diabólico: sería el mejor de todos los últimos y batiría un record histórico en el Tour, la prueba más grandiosa del ciclismo mundial. El corredor francés Raymond Poulidor, el eterno segundo, no tuvo tanta suerte. Poulidor ansiaba la victoria y se atormentaba en pos de ella retorcido de dolor sobre su bicicleta tras las grandiosas sombras de Anquetil y Merck. Tres veces quedó segundo en el Tour y cinco veces en tercer lugar; ni siquiera llegó a vestir una sola vez el maillot amarillo de líder. Cuando Poulidor visitó a su rival y buen amigo Anquetil en el lecho de muerte del hospital, éste, aunque moribundo, con un hilo de voz y a rebufo de la parca, le siguió tocando las narices:

—¡Ay, Raymond —le dijo Anquetil al oído—, hasta en esto de la muerte vas a ser segundo!

 
La foto de Wim Vansevenant es del periódico belga De Morgen. © BELGA.