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Es el puto estilo

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Hay algo sagrado en la gracia, un toque de misterio indescifrable, sigilo puro, como el vuelo de las mariposas.Una caricia de aire llena de magia y poder, libre e indomable. No se puede atrapar como a una presa, es inútil ir en su busca, no hay riquezas que la puedan comprar ni espada capaz de conquistarla. El paseíllo interminable de Rafael de Paula con sus rodillas envueltas en seda negra, y quebradas. Laudrup en el esplendor de la hierba, mirando con un ojo a Arizona mientras el otro dibuja la estela mortal de un pase cuántico. Hay que ser torero hasta cagando, musitaba entre sus labios de carne y habano Rafael El Gallo agarrado al Machaquito. La gracia fina y castiza de saber el momento de robar un beso. Mojar una porra en un café con leche sin darse la mínima importancia. Salir por pies, si es preciso, con un galope garboso. Esa gracia, santo grial, paraíso imposible, te elige entre los arrabales o los palacios, sin distinguir entre clases o condición. Una sola gota de lluvia entre el aluvión de la tormenta que se posa en tu mejilla y ahí se queda, tiritando. Sí, es la gracia, el puto estilo que nos hace inmortales.

Ahora se cumplen 100 años del nacimiento de Frank Sinatra, ese cabrón genial al que le alumbró el estilo con el poderío que desprenden las estrellas que reinan en los confines del universo. Sólo su sombra estremecía y no digamos cuando se arrancaba con una canción. Al primer compás ya quedaba claro que esa voz y ese estilo no eran de este mundo. En su cuerpecito menudo, de peso pluma o ligero, latía una magnífica energía que se hacía notar sin hacer ruido, como un paseo con los pies descalzos por la playa. A Franky no le gustaba el fútbol, pero si hubiera sido futbolista, tras marcar un gol no le imagino celebrándolo saltando sobre el césped como una rana loca. Quizá hubiera levantado su brazo en un gesto más de brindis que de victoria, mientras esbozaría esa leve sonrisa, instante de gozo templado, que ya quisiera la Mona Lisa. He visto a divos del balón perpetrando en la banda de un estadio un baile hortera e indecente, brincando como poseídos por un balazo de Yopo —la droga favorita de los Yanomamis— después de marcar el quinto gol a un equipo modesto y desangrado. En ese momento no te queda otra que agachar la cabeza y escupir al suelo para sacudirte el mal sabor de boca.

Toda competición profesional encierra una montaña de miserias por la cadena de intereses que hay en juego. La más abominable de todas es la humillación cruda con la que algunos cretinos vencedores atizan sin piedad a sus rivales doblegados. Es verdad, a quién no le han dado ganas de mear sobre los rostros de sus peores enemigos, pero tiene que haber clases, una distinguida manera de ser. Luego están las artimañas, trampas y engaños de los que se valen los oportunistas sin pudor para lograr sus objetivos. Hay honorables excepciones y aún no acabo de creerme que en el cuadro de honor del fair play figuren algunos casos de nivel insuperable. Como el del jugador de la Lazio, Miroslav Klose, quien, tras marcar al Nápoles un gol con la mano sin que el árbitro lo advirtiera, renunció a celebrar el tanto con su equipo y se dirigió al juez para confesarle que su acción había sido ilegal. Una extravagancia insólita en estos tiempos de cólera. El árbitro anuló el gol y su equipo perdió el partido, pero Klose dejó esa tarde para siempre una huella de grandeza y emoción, estilo puro que seguramente pagó caro.

Hay maneras de estar en la vida por las que merece la pena estar vivo. El mismo Frank Sinatra podía tener aura de rufián, pero no era un traidor. Cuando John F. Kennedy le pide que hable con sus amigos del hampa para ganar las elecciones, Franky hace un par de llamadas y, a las pocas semanas, Kennedy es presidente de Estados Unidos. La mafia había cumplido el encargo consiguiéndole los votos clave en algunos estados que le eran hostiles a JFK. Pero Bob, el hermano del presidente, en su papel de Fiscal General del Estado, decidió embarcarse, a lo Elliot Ness, en una cruzada contra la mafia y presionó para que John F. diera la espalda a Sinatra y le expulsara de su círculo de familia y de poder. El bobo de Bob exigía a su hermano que escupiera sobre el hombre que le aupó a la cima del mundo. Frank se sintió solo y despreciado, humillado, defraudado, traicionado, confundido. Pero acató las órdenes sin un mal gesto; ni una palabra salió de su boca y se apartó en silencio y sin consuelo. Nunca más se volverían a ver y, al poco tiempo, JFK era asesinado en Dallas. Sinatra lloró amargamente la pérdida del amigo que un día le traicionó, pero ésa es otra historia.

De ese tipo de estilo y saber estar de Sinatra deberían tomar buena nota un buen puñado de futbolistas y entrenadores, baloncestistas o jugadores de hockey, que hay para todos. O detenerse, por ejemplo, en el relato tan romántico y estremecedor de El hombre que mató a Liberty Valance, una de las obras maestras de John Ford, crudo ejemplo del sentido del estilo y del honor. Si pudiera ser el guionista de mi propia vida me pediría el papel de Tom Doniphon. Ya saben la historia: el abogado modorrón Ramson Stoddard (James Stewart) mata durante un absurdo duelo al sanguinario bandido Liberty Valance (Lee Marvin). Más tarde, su amigo Tom Doniphon (John Wayne) le confesará que fue él quien, entre las sombras de la noche, disparó contra Liberty y lo mató. Doniphon cerró el pico y dejó que Stoddard se llevara los honores y el amor de Hally (Vera Miles), a la que también pretendía.

En vez de tanta charla táctica soporífera e inútil deberían los entrenadores sacudir la emoción de sus futbolistas con películas como ésta, historias que te sacuden el alma y te revuelven la sangre. Historias de vidas de película, sí, veleidades de un escritor loco. Pero historias. Como la de Rick en Casablanca cantando junto a Sam y su piano, que era el que estaba borracho. El Portugués y El Hombre de Boston atolondrados por una princesa rusa en El mundo en sus manos, ¡por los percebes sin cáscara! En La pasión de los fuertes —otra vez John Ford— el cantinero negro Mac, todo porte y discreción en el Saloon con aire de plomo, ante el meláncolico sheriff Wyatt Earp —Henry Fonda—:

—Mac, ¿usted se ha enamorado alguna vez?

—No, señor —responde Mac, imperturbable—, yo siempre he sido camarero.

Esas historias existen, están en algún lado, eso no se inventa tan fácilmente. Quizá cuesta menos ganar un millón de dólares, aunque, bueno, ¡bah!, son meras hipótesis. En fin, hay materias que no se pueden enseñar, pero pueden abrir el grifo de los pensamientos. Provocar que ciertos espíritus caprichosos echen su melena al aire por otros rincones y espacios en los que se respira otra dimensión del valor, más allá de las fincas de cuatro piscinas y Maseratis amarillos.

Delicada y sublime disciplina, la del estilo, corte de una elegancia soñada, frontera lejana, sí, qué lejos queda. Llega el centenario de Frank Sinatra a la vez que mi perra mestiza Caña se despide de la vida. Se murió la pasada madrugada en mis brazos y no he parado de llorar, y pienso seguir haciéndolo hasta quedarme seco. Caña era puro estilo y elegancia natural y salvaje. Fiel, simpática, bella compañera, enfermera, sicóloga y coqueta incondicional. Nunca ajustaba cuentas, agradecida para siempre por la triste galleta que le tendía cada mañana. Nos enseñó a vivir y nos enseñó a amar, y se apagó en silencio en mis brazos, casi con miedo a molestar. Y, por supuesto, nos enseñó a morir con ese puto estilo que nos hace inmortales.