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Dios es redondo
Le tomo prestado el título, Dios es redondo, al escritor mexicano Juan Villoro –colaborador de El Estado Mental–, autor hace unos diez años de una obra homónima brillante y apasionada sobre la sangre que corre por las venas del fútbol, entre las viejas costuras del balón. Me llega el latido de esas letras prendido en las señales de humo que apuntan sus primeras danzas divinas en el cielo ante la gran batalla de Milán. La gran final de la Champions que vuelve a atizar el fuego de esa religión laica que es el fútbol y que disputarán, una vez más, los dos grandes equipos de Madrid –el Atlético y el Real–. Aflora de nuevo el estruendo de las trincheras entre dos bandos vecinos, hermanos irreconciliables.
Ser del Madrid y ser del Atleti encierra el sentimiento filosófico de una tradición furiosa. Lucha de clases en carne viva de balón, el Bien contra el Mal, según se mire. A lo largo de los tiempos se ha escrito con tinta de bilis el espíritu de pertenencia a cada uno de esos bandos. El débil –el Atlético– contra el poderoso –el Real Madrid–. En términos literarios el duelo lleva mucha carga de miga y un profano y virgen de fútbol, en este debate falaz, sentirá la seducción y la querencia por los descamisados que aspiran a su pedazo de gloria. La manipulación perversa de la sociología de ambos bandos acarrea serios peligros, frivolidad que sacude la violencia. Deja grabado Villoro, culé irredento, que elegir un equipo es una manera de elegir cómo transcurren los domingos.
El filósofo alemán Carl Schmitt ya dejó escrito que no todos los conflictos pueden pensarse en base a la dicotomía Bien y Mal, sino que, por el contrario, la mayoría de ellos debe comprenderse como una confrontación entre diversas concepciones del bien. Dicho en términos literarios, debemos abandonar la visión épica para asumir una perspectiva trágica. “El efecto de este espontáneo maniqueísmo –afirma Schmitt– es impedir el desarrollo de la capacidad de procesar institucionalmente los conflictos sociales porque eleva el grado de intensidad de la enemistad, propiciando, de esta manera, una violencia sin límites”. Pero fútbol es fútbol, aunque en este planeta de ilusión la sangre también suele llegar al río.
La corriente de la creencia popular de uno de los bandos –el Atlético–, anegada por un tsunami de campañas publicitarias teledirigidas desde los cuarteles generales del marketing, basada en que el equipo rojiblanco reúne un espíritu más noble y puro que el de los blancos, un sentimiento que es difícil de explicar, una manera de vivir, ha ido haciendo la brecha cada vez más profunda. Schmitt no se estaba refiriendo al fútbol cuando reflexionaba sobre el fondo del asunto pero fijaba el debate en su punto: “Al identificar la causa de uno de los contrincantes con el valor universal de la justicia, de inmediato sitúa a su rival fuera de la ley e, incluso, fuera de la humanidad. Esta degradación moral del otro ha representado siempre el anuncio de las mayores barbaridades que se han experimentado en la historia”.
Ser del Atleti y ser del Madrid, ¡qué sabe nadie! La atracción del fútbol depende de su renovada capacidad de hacerse incomprensible. Hay algo que no captamos pero sucede, como el crecimiento del pasto o la circulación de la sangre. “Recuperación semanal de la infancia”, significa para Javier Marías el fútbol. Le sigue Juan Villoro disparando entre emociones: “Es posible que el fútbol represente la última frontera legítima de la intransigencia emocional; rebasarla significa traicionar la infancia, negar al niño que entendió que los héroes se visten de blanco, rojiblanco o azulgrana”. Ser del Atleti y ser del Madrid. “Un estadio es un buen sitio para tener un padre. El resto del mundo es un buen sitio para tener un hijo”, con esta reflexión luminosa Villoro responde a esa cuestión hamletiana que tanto veneno ha desparramado por los estados mentales de los aficionados al fútbol, sean del bando que sean.
Ser del Madrid y ser del Atleti. ¡Qué cosas! El papel de víctima siempre encontró más salidas en los terrenos de la épica y la poesía. Allí estuvo cómodamente instalado a lo largo de su historia el Atlético de Madrid –¡El pupas!– Porque luchan como hermanos, defendiendo sus colores, derrochando coraje y corazón….Cómo si los demás no lo hicieran. Joaquín Sabina, poeta y atlético, supo trasladar el sentimiento rojiblanco a la letra de su centenario: qué manera de aguantar, qué manera de sentir, qué manera de soñar, qué manera de sufrir, qué manera de palmar…... Si ganan, fenomenal, aunque no sé, no sé, parece que les picotea un poco; si pierden, no pasa nada, es su sino. ¡Menuda vidorra! El Real Madrid, sin embargo, condenado a la maldición de la excelencia y la victoria, nunca lo tuvo tan fácil. No se puede vivir con buen aliento sin que a uno no le perdonen el fracaso. Pobres diablos diría otro profano. Querer al Madrid siempre significó ser odiado y despreciado por muchos a los que les habría gustado amar sus colores blancos. Dura tarea y duro destino.
Entre las grandes preguntas sin respuesta de la filosofía: ¿de dónde venimos?, ¿por qué hay algo en vez de nada?, ¿nuestro universo es real?, ¿Dios existe?... hay una poderosa, invencible: ¿Podemos ser objetivos? Podríamos aspirar a acercanos a la cuestión con la reflexión de que todo lo que sabemos, todo lo que hemos tocado, visto y olido se ha filtrado a través de nuestros propios procesos fisiológicos y cognitivos. Después, la experiencia subjetiva del mundo es única. El clásico ejemplo de este dilema es la apreciación subjetiva del rojo –o del rojiblanco–: la percepción del color puede variar de persona a persona. La única manera en la que uno podría saber si todo el mundo percibe los colores de la misma forma es si pudiésemos observarlo desde el punto de vista de otra persona y compararlo, pero es imposible hacer eso.
Ante este viaje de pensamientos relacionados con la pertenencia, con el origen, la tradición y la memoria en lo relativo al Atlético de Madrid y al Real Madrid, guerra civil posmoderna, duelo de gallos en la meseta, que ahora es universal, también se hace fuerte el estilo que ambos bandos desparraman en la escena y que tanto debate y controversia suscitan. El del Atleti, férreo, abigarrado, correoso, duro, al contraataque brioso, tostón. El del Madrid, lucido, luminoso, estético, potente, bello, amantes de la pelota –mourinhadas aparte–. El estilo maquiavélico y sombrío contra el fogonazo de luz del Modernismo. El escritor checo Milán Kundera, en un pasaje de La insoportable le levedad del ser, plantea que: “sin saberlo, el hombre compone su vida de acuerdo con las leyes de la belleza, aun en los momentos de más profunda desesperación”. En este sentido, creo que fue Jorge Valdano quien aseguró que: “ganar queremos todos, pero sólo los mediocres no aspiran a la belleza”.
Nietzsche, del que no constan referencias futboleras, –Heiddeger bajaba más sus pensamientos al pasto– bailaba sobre el asunto al subrayar que “el juego es una necesidad, y es una necesidad imperativa que obliga al niño y al artista que somos a jugar con total libertad e inocencia sin preocupaciones morales ni prácticas, pues todo juego contiene el cielo azar, el cielo acaso, el cielo inocencia”. Es decir, si no se crea el ánimo lúdico fundamental, el juego no se juega, y eso es lo peor que le puede pasar al fútbol, que deje de ser un juego.
Pero ya no hay tiempo para reflexiones sobre el esplendor de la hierba entre catenaccio o tiki-taka en este final del viaje hacia la gloria que espera en Milán. Los dos bandos engrasan sus armas, afilan sus cuchillos y depuran, a su manera, los invisibles flecos de sus estilos y espíritus antagónicos. Conviene, de verdad, no cuestionar las raíces de la pertenencia a cada uno de los grupos en esta contienda magnífica y fatal. Se es porque se es. Dicho esto, se aparece como un fantasma la cruda verdad: las finales hay que ganarlas. En su libro Salvajes y sentimentales / Letras de fútbol (2000) Javier Marías sostiene que “hay que ganar siempre”, cruel condena guerrera. “De nada valen la gloria o los triunfos pasados, pues lo realmente crucial es el partido de hoy y ganarlo hoy”.
Pues sí, Dios es redondo y en su torbellino de colores vuela en su vuelo de misterio sobre las líneas torcidas de las marcas de cal de los estadios. Al fondo del túnel no hay luz pero llega el eco de los tacos. Y, en fin, con Eduardo Galeano, “me quedo con esa melancolía irremediable que todos sentimos después del amor y al fin del partido”. Aunque te acaricie la gloria.
Dios es redondo
Le tomo prestado el título, Dios es redondo, al escritor mexicano Juan Villoro –colaborador de El Estado Mental–, autor hace unos diez años de una obra homónima brillante y apasionada sobre la sangre que corre por las venas del fútbol, entre las viejas costuras del balón. Me llega el latido de esas letras prendido en las señales de humo que apuntan sus primeras danzas divinas en el cielo ante la gran batalla de Milán. La gran final de la Champions que vuelve a atizar el fuego de esa religión laica que es el fútbol y que disputarán, una vez más, los dos grandes equipos de Madrid –el Atlético y el Real–. Aflora de nuevo el estruendo de las trincheras entre dos bandos vecinos, hermanos irreconciliables.
Ser del Madrid y ser del Atleti encierra el sentimiento filosófico de una tradición furiosa. Lucha de clases en carne viva de balón, el Bien contra el Mal, según se mire. A lo largo de los tiempos se ha escrito con tinta de bilis el espíritu de pertenencia a cada uno de esos bandos. El débil –el Atlético– contra el poderoso –el Real Madrid–. En términos literarios el duelo lleva mucha carga de miga y un profano y virgen de fútbol, en este debate falaz, sentirá la seducción y la querencia por los descamisados que aspiran a su pedazo de gloria. La manipulación perversa de la sociología de ambos bandos acarrea serios peligros, frivolidad que sacude la violencia. Deja grabado Villoro, culé irredento, que elegir un equipo es una manera de elegir cómo transcurren los domingos.
El filósofo alemán Carl Schmitt ya dejó escrito que no todos los conflictos pueden pensarse en base a la dicotomía Bien y Mal, sino que, por el contrario, la mayoría de ellos debe comprenderse como una confrontación entre diversas concepciones del bien. Dicho en términos literarios, debemos abandonar la visión épica para asumir una perspectiva trágica. “El efecto de este espontáneo maniqueísmo –afirma Schmitt– es impedir el desarrollo de la capacidad de procesar institucionalmente los conflictos sociales porque eleva el grado de intensidad de la enemistad, propiciando, de esta manera, una violencia sin límites”. Pero fútbol es fútbol, aunque en este planeta de ilusión la sangre también suele llegar al río.
La corriente de la creencia popular de uno de los bandos –el Atlético–, anegada por un tsunami de campañas publicitarias teledirigidas desde los cuarteles generales del marketing, basada en que el equipo rojiblanco reúne un espíritu más noble y puro que el de los blancos, un sentimiento que es difícil de explicar, una manera de vivir, ha ido haciendo la brecha cada vez más profunda. Schmitt no se estaba refiriendo al fútbol cuando reflexionaba sobre el fondo del asunto pero fijaba el debate en su punto: “Al identificar la causa de uno de los contrincantes con el valor universal de la justicia, de inmediato sitúa a su rival fuera de la ley e, incluso, fuera de la humanidad. Esta degradación moral del otro ha representado siempre el anuncio de las mayores barbaridades que se han experimentado en la historia”.
Ser del Atleti y ser del Madrid, ¡qué sabe nadie! La atracción del fútbol depende de su renovada capacidad de hacerse incomprensible. Hay algo que no captamos pero sucede, como el crecimiento del pasto o la circulación de la sangre. “Recuperación semanal de la infancia”, significa para Javier Marías el fútbol. Le sigue Juan Villoro disparando entre emociones: “Es posible que el fútbol represente la última frontera legítima de la intransigencia emocional; rebasarla significa traicionar la infancia, negar al niño que entendió que los héroes se visten de blanco, rojiblanco o azulgrana”. Ser del Atleti y ser del Madrid. “Un estadio es un buen sitio para tener un padre. El resto del mundo es un buen sitio para tener un hijo”, con esta reflexión luminosa Villoro responde a esa cuestión hamletiana que tanto veneno ha desparramado por los estados mentales de los aficionados al fútbol, sean del bando que sean.
Ser del Madrid y ser del Atleti. ¡Qué cosas! El papel de víctima siempre encontró más salidas en los terrenos de la épica y la poesía. Allí estuvo cómodamente instalado a lo largo de su historia el Atlético de Madrid –¡El pupas!– Porque luchan como hermanos, defendiendo sus colores, derrochando coraje y corazón….Cómo si los demás no lo hicieran. Joaquín Sabina, poeta y atlético, supo trasladar el sentimiento rojiblanco a la letra de su centenario: qué manera de aguantar, qué manera de sentir, qué manera de soñar, qué manera de sufrir, qué manera de palmar…... Si ganan, fenomenal, aunque no sé, no sé, parece que les picotea un poco; si pierden, no pasa nada, es su sino. ¡Menuda vidorra! El Real Madrid, sin embargo, condenado a la maldición de la excelencia y la victoria, nunca lo tuvo tan fácil. No se puede vivir con buen aliento sin que a uno no le perdonen el fracaso. Pobres diablos diría otro profano. Querer al Madrid siempre significó ser odiado y despreciado por muchos a los que les habría gustado amar sus colores blancos. Dura tarea y duro destino.
Entre las grandes preguntas sin respuesta de la filosofía: ¿de dónde venimos?, ¿por qué hay algo en vez de nada?, ¿nuestro universo es real?, ¿Dios existe?... hay una poderosa, invencible: ¿Podemos ser objetivos? Podríamos aspirar a acercanos a la cuestión con la reflexión de que todo lo que sabemos, todo lo que hemos tocado, visto y olido se ha filtrado a través de nuestros propios procesos fisiológicos y cognitivos. Después, la experiencia subjetiva del mundo es única. El clásico ejemplo de este dilema es la apreciación subjetiva del rojo –o del rojiblanco–: la percepción del color puede variar de persona a persona. La única manera en la que uno podría saber si todo el mundo percibe los colores de la misma forma es si pudiésemos observarlo desde el punto de vista de otra persona y compararlo, pero es imposible hacer eso.
Ante este viaje de pensamientos relacionados con la pertenencia, con el origen, la tradición y la memoria en lo relativo al Atlético de Madrid y al Real Madrid, guerra civil posmoderna, duelo de gallos en la meseta, que ahora es universal, también se hace fuerte el estilo que ambos bandos desparraman en la escena y que tanto debate y controversia suscitan. El del Atleti, férreo, abigarrado, correoso, duro, al contraataque brioso, tostón. El del Madrid, lucido, luminoso, estético, potente, bello, amantes de la pelota –mourinhadas aparte–. El estilo maquiavélico y sombrío contra el fogonazo de luz del Modernismo. El escritor checo Milán Kundera, en un pasaje de La insoportable le levedad del ser, plantea que: “sin saberlo, el hombre compone su vida de acuerdo con las leyes de la belleza, aun en los momentos de más profunda desesperación”. En este sentido, creo que fue Jorge Valdano quien aseguró que: “ganar queremos todos, pero sólo los mediocres no aspiran a la belleza”.
Nietzsche, del que no constan referencias futboleras, –Heiddeger bajaba más sus pensamientos al pasto– bailaba sobre el asunto al subrayar que “el juego es una necesidad, y es una necesidad imperativa que obliga al niño y al artista que somos a jugar con total libertad e inocencia sin preocupaciones morales ni prácticas, pues todo juego contiene el cielo azar, el cielo acaso, el cielo inocencia”. Es decir, si no se crea el ánimo lúdico fundamental, el juego no se juega, y eso es lo peor que le puede pasar al fútbol, que deje de ser un juego.
Pero ya no hay tiempo para reflexiones sobre el esplendor de la hierba entre catenaccio o tiki-taka en este final del viaje hacia la gloria que espera en Milán. Los dos bandos engrasan sus armas, afilan sus cuchillos y depuran, a su manera, los invisibles flecos de sus estilos y espíritus antagónicos. Conviene, de verdad, no cuestionar las raíces de la pertenencia a cada uno de los grupos en esta contienda magnífica y fatal. Se es porque se es. Dicho esto, se aparece como un fantasma la cruda verdad: las finales hay que ganarlas. En su libro Salvajes y sentimentales / Letras de fútbol (2000) Javier Marías sostiene que “hay que ganar siempre”, cruel condena guerrera. “De nada valen la gloria o los triunfos pasados, pues lo realmente crucial es el partido de hoy y ganarlo hoy”.
Pues sí, Dios es redondo y en su torbellino de colores vuela en su vuelo de misterio sobre las líneas torcidas de las marcas de cal de los estadios. Al fondo del túnel no hay luz pero llega el eco de los tacos. Y, en fin, con Eduardo Galeano, “me quedo con esa melancolía irremediable que todos sentimos después del amor y al fin del partido”. Aunque te acaricie la gloria.