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Dinamita culé
La semana del horror que azotó París se abrochó en Madrid, en el Santiago Bernabéu, con el Gran Clásico, el Real Madrid-Barcelona que tantas pasiones revuelve. El pánico por un nuevo ataque terrorista puso en marcha uno de los más espectaculares dispositivos de seguridad que se recuerdan. Las fuerzas del orden tomaron los aledaños del coliseo merengue con la severidad que impone un estado de excepción. En la calle la policía buscaba munición de sangre hasta entre las rodajas de chóped de los bocadillos de los hinchas, una respuesta automática ante el temor de otra escabechina de los pistoleros islamistas.
Aunque, como se comprobaría poco después, la dinamita venía disuelta en la sangre y el oxígeno de las huestes blaugranas que arrasaron el Bernabéu con una devastadora exhibición de fútbol luminoso y mágico, incontestable. Los jugadores madridistas sufrieron 90 minutos de tortura, muñecos impotentes ante el abrumador malabarismo genial de Iniesta, Luis Suárez, Neymar, Sergi Roberto y compañía. Y Messi en el banquillo. También fueron víctimas del escarnio los aficionados blancos, que terminaron con el alma quebrada y lanzando espumarajos de rabia contra el presidente Florentino Pérez, a quien apuntaron con estruendo como el responsable del desastre.
En estos tiempos revueltos sociales y políticos, ese buen puñado de catalanes que levantan la bandera de la independencia y proclaman por las bravas, de manera alborotada, polvorienta, la República Catalana no estaría mal que tomaran nota del orden luminoso y compacto, música de violines de seda, despliegue cabal y apasionado, lógica y coraje en un puño de la república singular de perfume caro que forma el Barça, su nave nodriza y altavoz del viento separatista. El sentido común que despliega la escuadra azulgrana sobre el terreno de juego es el ejemplo para el remate de las buenas obras. Ahí está el camino, si lo quisieran ver. También podrían tomar nota los demás, que buena falta les hace.
Porque la otra España -pongamos que hablamos del Real Madrid- ya vemos cómo está, caótica y desaliñada, prepotente e histérica, una hoguera de vanidades de cartón quemado con un pirómano de acero al frente, convencido de lo suyo con los ojos y las orejas tapadas y la boca abierta solo para dictar sentencias de patatas con ajo. En el palco del estadio, al lado de Florentino, estaba él, Mariano Rajoy —si yo fuera presidente—, pestañeando lo justo como un teleñeco de látex ante la sinfonía de luz y color que debía soportar. Cómplice de la infamia. Florentino y Mariano, conmovedor símbolo de un régimen antiguo que derrama infinita tristeza.
Así que el único pánico que se vivió en el Bernabéu lo sufrieron los madridistas por la magia brutal que exhibió el Barça. No ocurrió ni un incidente fuera del fuego del fútbol. Las medidas de seguridad que se adoptaron parecían lógicas tras los sucesos de París y Bruselas, el miedo es contagioso y ahora el terror está de moda. El poder tiene sus claves y maneja con soltura los mensajes que lanza al pueblo llano. La jugada suele salirles bien y un regusto les recorre las entrañas cuando comprueban que la gente entiende que es preciso cambiar seguridad por libertad. Han vuelto a vencer conscientes de que esa tarde de Clásico no había mucho por lo que preocuparse. Tan solo había que fijarse en un pequeño detalle: jugaba el Madrid contra el Barça, es decir, Fly Emirates contra Qatar Airways, duelo de gallos de las dos potencias de Oriente que, según los datos que manejan altos dirigentes internacionales —John Kerry, secretario de Estado de EEUU, entre ellos—, son los principales financiadores de los terroristas de la maldita Yihad. Manejan miles de millones de dólares para cometer sus fechorías y gran parte de esa suma procede de la venta de su petróleo de sangre, ¿y quien se lo compra? Para abrir boca ahí está el libro de Robert Baer, un ex agente de la CIA: “Dormir con el Diablo: Cómo Washington vendió nuestra alma a cambio de petróleo saudí”. En fin, perro no come carne de perro y en el Bernabéu también jugaban los grandes capos de la cosa y no era cuestión de amargarles la fiesta.
Pero el protocolo se cumplió como estaba mandado y La Marsellesa —esta vez en versión instrumental de piano, sin letra, como música callada de funeral— sonó en el Bernabéu durante el minuto de silencio en recuerdo de las víctimas de los atentados. Esta vez Benzema no quedó en evidencia como otras veces que sonó ese himno y se negó a cantarlo, como tampoco lo cantaba Zidane en sus tiempos de jugador. La Marsellesa se ha convertido esta semana en un hit internacional y la han cantado con fervor hasta los ingleses en Wembley —¡si Wellington levantara la cabeza!—. Un canto de guerra para invocar la paz que siempre fue silbado en el Stade de France por inmigrantes e hijos de inmigrantes —como Benzema, Zidane, Anelka— que no se identificaban con un país que siempre les miraba por encima del hombro y les empujaba con cara de asco a los guetos parisinos, marselleses o de Lyon. Uno de esos guetos está en Sant Denis, el barrio parisiense donde se escondían los terroristas que provocaron la última matanza y donde comenzó la violenta revuelta racial de hace 10 años. A ver si ahora la verdad va a tener más de un camino. Pero estábamos hablando de fútbol. ¿Y el Madrid, qué, otra vez campeón de Europa?
Dinamita culé
La semana del horror que azotó París se abrochó en Madrid, en el Santiago Bernabéu, con el Gran Clásico, el Real Madrid-Barcelona que tantas pasiones revuelve. El pánico por un nuevo ataque terrorista puso en marcha uno de los más espectaculares dispositivos de seguridad que se recuerdan. Las fuerzas del orden tomaron los aledaños del coliseo merengue con la severidad que impone un estado de excepción. En la calle la policía buscaba munición de sangre hasta entre las rodajas de chóped de los bocadillos de los hinchas, una respuesta automática ante el temor de otra escabechina de los pistoleros islamistas.
Aunque, como se comprobaría poco después, la dinamita venía disuelta en la sangre y el oxígeno de las huestes blaugranas que arrasaron el Bernabéu con una devastadora exhibición de fútbol luminoso y mágico, incontestable. Los jugadores madridistas sufrieron 90 minutos de tortura, muñecos impotentes ante el abrumador malabarismo genial de Iniesta, Luis Suárez, Neymar, Sergi Roberto y compañía. Y Messi en el banquillo. También fueron víctimas del escarnio los aficionados blancos, que terminaron con el alma quebrada y lanzando espumarajos de rabia contra el presidente Florentino Pérez, a quien apuntaron con estruendo como el responsable del desastre.
En estos tiempos revueltos sociales y políticos, ese buen puñado de catalanes que levantan la bandera de la independencia y proclaman por las bravas, de manera alborotada, polvorienta, la República Catalana no estaría mal que tomaran nota del orden luminoso y compacto, música de violines de seda, despliegue cabal y apasionado, lógica y coraje en un puño de la república singular de perfume caro que forma el Barça, su nave nodriza y altavoz del viento separatista. El sentido común que despliega la escuadra azulgrana sobre el terreno de juego es el ejemplo para el remate de las buenas obras. Ahí está el camino, si lo quisieran ver. También podrían tomar nota los demás, que buena falta les hace.
Porque la otra España -pongamos que hablamos del Real Madrid- ya vemos cómo está, caótica y desaliñada, prepotente e histérica, una hoguera de vanidades de cartón quemado con un pirómano de acero al frente, convencido de lo suyo con los ojos y las orejas tapadas y la boca abierta solo para dictar sentencias de patatas con ajo. En el palco del estadio, al lado de Florentino, estaba él, Mariano Rajoy —si yo fuera presidente—, pestañeando lo justo como un teleñeco de látex ante la sinfonía de luz y color que debía soportar. Cómplice de la infamia. Florentino y Mariano, conmovedor símbolo de un régimen antiguo que derrama infinita tristeza.
Así que el único pánico que se vivió en el Bernabéu lo sufrieron los madridistas por la magia brutal que exhibió el Barça. No ocurrió ni un incidente fuera del fuego del fútbol. Las medidas de seguridad que se adoptaron parecían lógicas tras los sucesos de París y Bruselas, el miedo es contagioso y ahora el terror está de moda. El poder tiene sus claves y maneja con soltura los mensajes que lanza al pueblo llano. La jugada suele salirles bien y un regusto les recorre las entrañas cuando comprueban que la gente entiende que es preciso cambiar seguridad por libertad. Han vuelto a vencer conscientes de que esa tarde de Clásico no había mucho por lo que preocuparse. Tan solo había que fijarse en un pequeño detalle: jugaba el Madrid contra el Barça, es decir, Fly Emirates contra Qatar Airways, duelo de gallos de las dos potencias de Oriente que, según los datos que manejan altos dirigentes internacionales —John Kerry, secretario de Estado de EEUU, entre ellos—, son los principales financiadores de los terroristas de la maldita Yihad. Manejan miles de millones de dólares para cometer sus fechorías y gran parte de esa suma procede de la venta de su petróleo de sangre, ¿y quien se lo compra? Para abrir boca ahí está el libro de Robert Baer, un ex agente de la CIA: “Dormir con el Diablo: Cómo Washington vendió nuestra alma a cambio de petróleo saudí”. En fin, perro no come carne de perro y en el Bernabéu también jugaban los grandes capos de la cosa y no era cuestión de amargarles la fiesta.
Pero el protocolo se cumplió como estaba mandado y La Marsellesa —esta vez en versión instrumental de piano, sin letra, como música callada de funeral— sonó en el Bernabéu durante el minuto de silencio en recuerdo de las víctimas de los atentados. Esta vez Benzema no quedó en evidencia como otras veces que sonó ese himno y se negó a cantarlo, como tampoco lo cantaba Zidane en sus tiempos de jugador. La Marsellesa se ha convertido esta semana en un hit internacional y la han cantado con fervor hasta los ingleses en Wembley —¡si Wellington levantara la cabeza!—. Un canto de guerra para invocar la paz que siempre fue silbado en el Stade de France por inmigrantes e hijos de inmigrantes —como Benzema, Zidane, Anelka— que no se identificaban con un país que siempre les miraba por encima del hombro y les empujaba con cara de asco a los guetos parisinos, marselleses o de Lyon. Uno de esos guetos está en Sant Denis, el barrio parisiense donde se escondían los terroristas que provocaron la última matanza y donde comenzó la violenta revuelta racial de hace 10 años. A ver si ahora la verdad va a tener más de un camino. Pero estábamos hablando de fútbol. ¿Y el Madrid, qué, otra vez campeón de Europa?