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Cristo, Iron Man

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No hay nada que supere el espacio y el tiempo dramático del Vía Crucis. En las descarriadas coordenadas de este Estadio Mental, esa prueba, paseo de pasión y muerte de Cristo, es invencible. Los franciscanos se encargaron de construir este relato-guión que le hubiera gustado soñar a Shakespeare, a Huston, John Ford o Tarantino. Godard habría dicho ¡bah!, aunque Passolini habría dicho ¡uhhh¡, Hitchcock gargajearía, Bergman, no digamos, y Lars Von Trier se habría colado en un armario. Una grandiosa metáfora que explica en clave de terror crudo, gore de calibre alto, el sentido, en la carne más viva, del gran dogma de la fe:

—¿Veis lo que es capaz de sufrir Jesús por todos nosotros? Pues aplicaos el cuento porque esto no sale gratis.

Ante ese sacrificio descomunal y obsceno sólo queda rendirse al espectáculo. Ese viaje al Calvario es la prueba límite del deporte extremo y sobrenatural. Extremo, teniendo en cuenta que en la meta no esperan laureles, sino una muerte atroz. Y sobrenatural por lo que viene después. El genio hijoputa del guionista franciscano trazó con tinta del infierno un guión de suspense mayúsculo, redondo y descomunal, con un desenlace arrebatador. Ya saben la historia: Cristo muere en la cruz, le dan sepultura y a los tres días… resucita y… tararí que te vi. El primer zombie de los cuentos, mucho tuvo que llover, inclementes aguaceros, hasta La noche de los muertos vivientes. Y no sólo eso, sino que, después de toda la paliza que se dio el Mesías en la prueba del Via Crucis, el hombre se queda tan pancho, con aroma a after shave y con el brío y las fuerzas precisas para ¡subir al Cielo! Obra maestra con pellizco franciscano.

El Vía Crucis de Jesús no resiste comparación alguna con nada. El Iron Man (o IronMan), prueba atlética considerada como la más dura del mundo, al lado del Vía Crucis es una partida de parchís regada con Fanta. Y eso que el IronMan no es ninguna fruslería. Se trata de tres pruebas seguidas, la prueba más exigente de lo que se denomina triatlón —natación, bicicleta y carrera—: 3,86 kilómetros de natación, 180 kilómetros de bicicleta y una maratón, o sea, 42,2 kilómetros corriendo. Y todo eso de un tirón. Para toda esa manifestación de tortura hay establecido un tiempo límite de 17 horas, y el tiempo medio que se suele emplear en semejante barbaridad es de 12. Pues bien, el actual récord del mundo lo tiene Andreas Raelert en 7h 41 minutos, Superman total. ¿Total? ¡No! El auténtico, verdadero e insuperable Iron Man es Jesucristo con su hazaña del Vía Crucis. Quizá tenga que ver con ello que su reino no es de este mundo, y así ya podrá.

La descomunal demostración de poderío físico y psíquico de Jesús desde que fue detenido por los polizontes romanos en el Huerto de los Olivos derrama espíritu de atleta rocoso. ¿Cómo superar con ese temple de torero fino esa flagelación sanguinaria ante los morros del modorro de Pilatos lavándose las manos con jabón Lagarto? Calentamiento de Navy Seal antes del definitivo paseo, la madre de todas las pruebas olímpicas, la madre del cordero de Dios. Empieza el lío, ese Vía Crucis infernal, con sus catorce etapas.

Le acoplan a Jesús en la cabeza, tras la zotaina cruel, una corona de espinas de una talla menos, para que fastidie más. Y después le hacen cargar con una pesada cruz de madera de pino. “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame”. Y ahí empieza y termina todo, la fe y el coraje, la ley de la vida que marca la ruta a seguir. Con la cruz a cuestas avanza Jesús en su prueba definitiva, y cae una, dos y hasta tres veces. Dobla la rodilla, pero no besa la arena, ahí sigue, dando la cara ensangrentada, el cuerpo lacerado y sangrante, quejido de carne y alma. Isaías ya había profetizado sobre Jesús: “Eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba. Yahvé descargó sobre él la culpa de todos nosotros”. Esa gran metáfora: el peso de la cruz nos hace tomar conciencia del peso de todos nuestros pecados.

En otra etapa de la prueba Jesús se encuentra con su madre, la Virgen María, triste y afligida ante el extremo dolor del hijo. Camino del Calvario se cruza Verónica, mujer del pueblo, se abre paso entre la muchedumbre llevando un lienzo con el que limpia, piadosamente, el rostro de Jesús. Él, como respuesta de gratitud, le deja grabada en la tela su Santa Faz, qué menos. En otra etapa, quizá la octava, unas mujeres se dolían y se lamentaban por Él. Y Jesús, tragándose a golpes la sangre de su agonía, dicen que les dijo: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos”. Por labia que no sea. Y al llegar al punto del encuentro con la muerte, a los pies del Calvario, Jesús cae por fin, la tercera vez, exhausto y ya sin arrestos para levantarse. El relato del drama explica que hemos de seguirle con la cruz a cuestas por más caídas que se produzcan y hasta entregarnos en las manos del Padre vacíos de nosotros mismos. Ya advertí en su momento de la singularidad de la prueba. Jesús, mago, poeta y atleta, Iron Man invencible.

La prueba continúa, fueron catorce etapas. Ahora lo ensartan en una cruz, le clavan clavos en las muñecas y en los pies para que no “se venga abajo”. Y, por el qué dirán, le ponen un letrero en lo más alto: “INRI, Jesús el Nazareno, el Rey de los Judíos”. Esa locura de la cruz, necedad para el mundo y salvación para los cristianos. La liturgia canta la paradoja: “¡Dulces clavos! ¡Dulce árbol donde la vida empieza / con un peso tan dulce es su corteza!”. Y aún tuvieron que pasar tres largas horas con tiempo inestable e invasión de tinieblas hasta que Jesús escupiera su último suspiro buñuelesco en la cruz. El guionista franciscano, fumador y empedernido, afila de nuevo la punta de su pluma de ganso y, tras un trago largo de orujo, la moja satisfecho en los grumos de su tintero. Aquí hay más tomate, guaje. Descienden de la cruz el cadáver amigos y familiares, su madre María, María Magdalena —esas noches de blanco satén con el aliento de los sermones— y José de Arimatea se lo llevan de entierro.

Le sepultan en un sepulcro y ahí lo dejan, inerte cuerpo de atleta, sacrificio divino, huella eterna en el sudario que ya es leyenda del tiempo, energía cuántica entre las rocas de la sagrada caverna. Suspiros y llanto contenido en el desierto, lloran los olivos y se desangra el néctar de los dátiles. Esa noche echan el cierre las persianas de los Oasis. Y tres días después del suceso vuelven al sepulcro las mujeres con claveles rojos, capullos frescos de alhelí, pero Él ya no está. Un ángel que pasaba por ahí, ni un teléfono cerca, no se pudo resistir a decirles: “Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado; ha resucitado, no está aquí”. Y según va el orujo abrasando la sangre del franciscano el relato se bifurca, demarra y vuela, y se embosca entre la bruma como un Pantani ciego y loco en el laberinto del Alpe d’Huez. Y en la ilusión del juego, chan-ta-ta-chán del gran Tamariz, Él, Jesús, se les aparece con túnica limpia de Ariel, porte de pincel, aire de domingo, y ahí alterna, como el que no quiere la cosa, vermú de cáliz, pistachos de miel, con el personal durante cuarenta días, hasta que: cinco, cuatro, tres, dos, uno, cero… ¡ignición!, y al cielo. Iron Man insuperable. Oscar al majestuoso guión del hijoputa del franciscano.

 
Representación del Vía Crucis. Fotografía de Luis Velázquez.