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Corredor de fondo

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La experiencia de correr recrea un paisaje mental con senderos que se bifurcan como en el laberíntico universo borgiano. En la decisión de correr subyace una apuesta inquietante. Correr ¿para qué?, ¿hacia dónde?, ¿de qué manera? En ese viaje incierto baila el espacio y el tiempo en torno a la cabeza del corredor, o infinitas series de tiempos en una sucesión vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. En el prólogo de Ficciones, zigzaguea Borges al reflejar en su espejo ciego “esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, y que abarcan todas las posibilidades”.

Haruki Murakami sufre y goza en su experiencia profunda de corredor de fondo. Máquina y cerebro se funden en su viaje artístico lleno de sudor y dolor. Cuando asegura que la mayoría de lo que sabe sobre escribir lo ha ido aprendiendo corriendo por la calle cada mañana —De qué hablo cuando hablo de correr (Tusquets)— resoplo en un intento de conectar con el aire de su pensamiento. “El acto de correr se hallaba ya en un ámbito que rozaba casi lo metafísico. Primero estaba el acto de correr y luego, como algo inherente a él, mi existencia. Corro, luego existo”. Ese ejercicio físico termina siendo un ejercicio espiritual para este escritor japonés amigo de los maratones. Escribir, correr. El autor de Kafka en la orilla habla de lo literario como de una toxina que se combate con el cuerpo. El cuerpo, redacción orgánica. En el acto de correr Murakami traspasa la barrera de la salud para navegar en el terreno psicológico y espiritual.

Se cruzan en mi camino estas reflexiones mientras leo que dos personas han fallecido días atrás mientras participaban en un maratón de Castellón, uno de 45 años, el otro de 57. Y me pregunto qué tipo de impulso poderoso llevó a estos dos hombres a lanzarse a esa carrera infernal —42,195 km— que les condujo a la muerte. Dudo que vibrara en sus cabezas la energía filosófica de Murakami, más bien me inclino a pensar que les movió un calambre de superación deportiva, de alcanzar una meta física imposible, alejada del hastío de sus rutinas. Pero qué sabe nadie. Es posible que ni ellos fueran conscientes de ello, ya da igual, se han llevado el secreto a la tumba. Tampoco creo que anidara en ellos el espíritu del joven Colin Smith, el protagonista de La soledad del corredor de fondo, de Allan Sillitoe (Impedimenta). La de Colin, aficionado al atletismo desde que lo internaron en el reformatorio por robar en una panadería, desde luego no era una historia de superación deportiva ni un cantar de gesta barriobajero.

¿Por qué corre Colin? El muchacho dice que nunca hace carreras para nada, sólo corre. “Y en cierto modo —piensa el muchacho— sé que si me olvido de que estoy corriendo y me limito a trotar sin prisa hasta que ni siquiera me entero de que estoy corriendo, siempre gano la carrera”. Colin tiene diecisiete años y la posibilidad de un futuro prometedor hace tiempo que se esfumó para él. “No —refunfuña Colin—, lo que trato de meterme en esta cabezota de corredor es que no había derecho a que mi suerte me dejase colgado justo cuando estaba logrando hacer creer a los polis que, a fin de cuentas, no era de los que hacía trastadas”. Asegura Colin que si ha sido capaz de hacer eso es porque ha estado pensando —quizá en exceso— “y me pregunto si soy el único en esto del correr con este sistema de olvidar que está corriendo porque está demasiado ocupado pensando”.

Murakami habla de su soledad de corredor de fondo: “soy de los que, a base de someter el propio cuerpo a cargas reales y de hacer que los músculos se quejen (a veces con grandes alaridos), consigo que suba de veras la aguja del indicador de su grado de comprensión hasta que, por fin, quedan satisfechos”. Lo que realmente late en el espíritu de un corredor de fondo se diluye con facilidad en la dimensión del misterio. “Ir consumiéndose a uno mismo, con cierta eficiencia y dentro de las limitaciones que nos han sido impuestas a cada uno, es la esencia del correr y, al mismo tiempo —sostiene Haruki—, una metáfora del vivir (y también del escribir)”.

Consumirse uno mismo hasta el límite físico del dolor y la tortura. Experimenté esas sensaciones cercanas a un extraño delirio físico y mental en mis propias carnes cuando corrí el I Maratón de Madrid hace más de 35 años. Fue una bestialidad porque prometo y confieso que no me preparé para esa prueba infernal. Tiré de instinto y de unas cualidades físicas extraordinarias, sangre, pulmones y músculos de toro bravo. Demente frivolidad de adolescente que pudo haber terminado de manera fatal. No recuerdo en qué pensaba ni que motivo me lanzó a ese desafío. Una prueba de fuego que a punto estuvo de abrasarme. Según avanza la carrera los sentidos se transforman y recorres las calles de la ciudad poseído por otro cuerpo y otra alma mientras, como dice Murakami, “te vas consumiendo con cierta eficiencia”. El dolor se agarra a las entrañas y el oxígeno y las fuerzas se van alejando de ti y se suspenden en el aire y no ves nada porque estás ciego. Pero llegué a la meta —tres horas y media, más o menos—. Y regresé a mi casa arrastrándome, comí, dormí una siesta y a media tarde salí pitando —es un decir— hacia una discoteca. Hace falta valor. No bailé aquella noche, nunca bailo, y ese día, mucho menos. Apenas recuerdo flotar junto a la barra de una esquina del local entre el polvo sonoro de Smoke on the water, de Deep Purple. Una muesca más en mi furioso corazón adolescente y loco.

En la búsqueda de una explicación a mi osadía, tiempo después quizá me apoyara en el filósofo Francesc Torralba, también corredor de fondo. En su libro Correr para pensar y sentir (Lectio) escribe que “correr es un ejercicio que me llena, que me hace sentir vivo, doblemente vivo, lleno de fuerza y de ganas de existir. La primera palabra que asocio al ejercicio de correr es liberación. Corrí sobre la tierra seca y agrietada, y en un momento dado me detuve. No veía ninguna carretera, no veía ninguna casa, no oía nada, absolutamente nada, a excepción de mi respiración y el latido de mi corazón. Cuando me calmé totalmente, se hizo el silencio total. Una experiencia única que nunca más he vuelto a vivir”. Ni yo tampoco.

Me pregunto, con el joven Colin, si también cuando corría me estaba olvidando de que estaba corriendo. Igual que a él, en su universo de vida lumpen, paisaje gris, charcos y llovizna perpetua, alguna vez mi espíritu de fondo y forma de corredor me rescató de trances delicados. Corría sin parar, a través de los solares pelados y escarpados del barrio obrero en que me crié, junto a la ribera de un rio lleno de peces que soñaban con volar. Salir por pies me refrescó la cabeza mientras dejaba plantado entre callejones, roto y sin aire, a algún canalla de navaja fácil, a policías de traje gris y porra negra, vigilantes de El Corte Inglés incapaces de echarme el guante, inspectores de autobús en los suburbios de Londres airados por escaparme sin pagar el billete. Quizá en esas carreras que siempre ganaba, como Colin, quería olvidar algo por pensar demasiado. Pero más bien disfrutaba el momento, para qué ir más allá.

Las brumas de las ideas acaban por confundirme y aislarme. Vuelvo a perderme en los cruces de los caminos y llega el momento de recordar que ante una encrucijada hay que doblar siempre a la izquierda, método tradicional para llegar al centro de algunos laberintos. Murakami quiere que en su epitafio ponga: “escritor (y corredor)”. “Me digan lo que me digan —dice el japonés— está en mi naturaleza. Como en la del escorpión picar o en la de las cigarras agarrarse a los árboles. Como en la del salmón retornar al río en el que nació o en las parejas de patos buscarse mutuamente”. No, yo no lo tengo tan claro. A ver si vuelvo a echarme una carrerita y se despeja el estado de mi mente. Pero no sé, no sé.