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Colgado de mi asombro
Sucedió un 14 de octubre de 2012, hace tres años y medio, día arriba, día abajo. Pasa la vida, el tiempo se arrastra y ese acontecimiento vive cosido a mi sombra como la gloriosa espina de un recuerdo eterno. Otros dirán, en su oración última, que han visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser, y no digo que no, pero lo que yo vi arrancó mi aliento y lo sacudió a su antojo hasta dejarlo suspendido en una dimensión desconocida. Fantasía, vértigo y terror. Fue mi reencuentro con el asombro, y ahí sigo colgado.
A ese espectáculo sobrecogedor asistió medio mundo en directo a través de la televisión, pero yo estaba solo, en un espacio de parálisis eléctrico, clavado en el sofá de mi salón con los pulsos vencidos en un sueño. Fue un viaje de cuatro minutos y 36 segundos, los que empleó Felix Baumgartner —campeón austríaco de deporte extremo, de 42 años de edad— en saltar de cabeza desde una pequeña cápsula con la que ascendió a más de 39 kilómetros de altura sobre la Tierra. El salto más alto de la historia. El objetivo era batir cuatro récords: el de subida en globo a mayor altura, el de salto desde la mayor altura, el de mayor velocidad en caída libre y el del tiempo en caída libre.
Pero el que estaba más solo era Felix, allá en ese territorio sin límites que es el espacio, apoyado en las barandas de su nave minúscula. Y abajo, muy abajo, flotando entre la nada y el todo, el planeta azul, la Tierra. Una mosca de otoño se quedó pegada al cristal de la mesa cuando Felix inició el salto envuelto en su traje de astronauta. Se lanzó al vacío en su infinita soledad, abandonado al misterio de ese escenario oscuro y terrorífico. Una mente y un cuerpo solos, desafiando los límites del abismo en un viaje terrorífico. Y el espectador mortal inerte en el sofá y atenazado por el asombro de la hazaña.
¿Qué empuja a un hombre a aceptar ese reto descomunal, ese diabólico duelo en el que la muerte parte con ventaja? ¿Será la atracción insuperable por el abismo que esconde, una vez más, el poderoso latido de la religión? Quizá sobre ello reflexionaba Nietzsche cuando se refería al abismo a través de la imagen de un funámbulo en su alambre. El hombre no es más que eso: un cable suspendido entre el mono y el superhombre, ese trayecto, esa génesis continúa de trascendencia.
Piensa uno en esa manera fantástica de dejar de existir, perdido entre las brumas del universo, alejado para siempre de los suyos, de ese Martini de media tarde, del cuerpo húmedo de su amada. Y en el vértigo, hasta la pérdida del último suspiro de consciencia, ¿cómo afrontar ese tormento fatal vagando sin rumbo por el espacio? ¿Cuántas lágrimas quedarán suspendidas, flotando, rebotando sobre sus mejillas muertas? Arthur Koestler quedó sobrecogido por ese poder del vértigo cuando se refería a que la sed de lo absoluto es un estigma que marca a aquellos que no se satisfacen con el mundo relativo del aquí y el ahora. Y también el arte mueve aquí sus dados. Es posible que para el artista existe el arte como el modo de sobrepasar ese abismo de la soledad y de la separación. Y para el escritor, como explica Ernesto Sábato en Sobre héroes y tumbas, existe el lenguaje: “Los objetos que representan las artes figurativas constituyen temblorosos y transitorios puentes —como las palabras para el poeta— para salvar el abismo que se abre entre el uno y el universo”. ¿En qué pensaría nuestro héroe Felix?
Y ante esta representación magnífica, sobrenatural, entra en juego el asombro, nuestro asombro. Platón lo dejó clavado: “El asombro es el origen de la filosofía”. Nuestros ojos nos hacen ser partícipes del espectáculo de las estrellas, del sol y de la bóveda celeste”. Y Aristóteles no se quedó atrás: “La admiración es lo que impulsó a los hombres a filosofar: empezando por admirarse de lo que les sorprendía por extraño, avanzaron, poco a poco, y se preguntaron por las vicisitudes de la luna y del sol, de los astros y por el origen del universo”. Y una vez que he satisfecho mi asombro con el contexto de lo que existe, pronto se anuncia la duda.
Así pues, podemos decir que el origen del filosofar reside en la admiración, en la duda y en la conciencia de estar perdido. La capacidad de asombrarse tiene que ver con un espíritu humilde, limpio, la inocencia de la infancia que vamos perdiendo. El asombro es lo que marca, lo que inicia y decide. Sin asombro no hay viaje.
Parece claro que la conquista de la ignorancia no es una tarea fácil. Asombro e ignorancia son dos caras de la misma moneda. El asombro es la puerta del conocimiento; sin sus caricias, mal vamos. De nuevo asalta Aristóteles al desplegar que si los hombres filosofaron para huir de la ignorancia, es claro que buscaban el saber en vista del conocimiento, y no por alguna utilidad. “En la admiración cobro conciencia de no saber”.
Baumgartner siguió su descenso al vacío con destino a la Tierra. En la pantalla de televisión apenas se apreciaba un pequeño bulto entre tinieblas descendiendo a mucha velocidad y, durante unos instantes fatídicos, descontrolado, girando infernalmente sobre sí mismo. La mosca del cristal de la mesa y yo asistíamos con el asombro helado, el corazón al ralentí, la sangre seca sobre la alfombra al grandioso espectáculo. A los 45 segundos del salto el héroe austríaco rompió la barrera del sonido, más de 1.130 kilometros por hora y alcanzó los 1.173. Había superado el anterior récord en poder de Joseph Kittinger desde hacía 52 años. Este capitán de las fuerzas armadas estadounidenses también protagonizó una locura similar en 1960 al lanzarse desde 31.300 metros de altura. A los cuatro minutos y 17 segundos, Baumgartner abrió el primero de sus paracaídas. La hazaña estaba lograda, pocos minutos después el tipo se posaba con temple en la tierra y, de rodillas, alzaba sus brazos en señal de victoria.
Los pulsos se tomaron su tiempo para recobrar su ritmo. La mosca alzó el vuelo con notable titubeo y yo me dirigí a tientas hacia el minibar. Colgado de mi asombro, dichoso por la consciencia de mi ignorancia. Temblando junto a mi inocencia. Volviendo a ser un niño.
Colgado de mi asombro
Sucedió un 14 de octubre de 2012, hace tres años y medio, día arriba, día abajo. Pasa la vida, el tiempo se arrastra y ese acontecimiento vive cosido a mi sombra como la gloriosa espina de un recuerdo eterno. Otros dirán, en su oración última, que han visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser, y no digo que no, pero lo que yo vi arrancó mi aliento y lo sacudió a su antojo hasta dejarlo suspendido en una dimensión desconocida. Fantasía, vértigo y terror. Fue mi reencuentro con el asombro, y ahí sigo colgado.
A ese espectáculo sobrecogedor asistió medio mundo en directo a través de la televisión, pero yo estaba solo, en un espacio de parálisis eléctrico, clavado en el sofá de mi salón con los pulsos vencidos en un sueño. Fue un viaje de cuatro minutos y 36 segundos, los que empleó Felix Baumgartner —campeón austríaco de deporte extremo, de 42 años de edad— en saltar de cabeza desde una pequeña cápsula con la que ascendió a más de 39 kilómetros de altura sobre la Tierra. El salto más alto de la historia. El objetivo era batir cuatro récords: el de subida en globo a mayor altura, el de salto desde la mayor altura, el de mayor velocidad en caída libre y el del tiempo en caída libre.
Pero el que estaba más solo era Felix, allá en ese territorio sin límites que es el espacio, apoyado en las barandas de su nave minúscula. Y abajo, muy abajo, flotando entre la nada y el todo, el planeta azul, la Tierra. Una mosca de otoño se quedó pegada al cristal de la mesa cuando Felix inició el salto envuelto en su traje de astronauta. Se lanzó al vacío en su infinita soledad, abandonado al misterio de ese escenario oscuro y terrorífico. Una mente y un cuerpo solos, desafiando los límites del abismo en un viaje terrorífico. Y el espectador mortal inerte en el sofá y atenazado por el asombro de la hazaña.
¿Qué empuja a un hombre a aceptar ese reto descomunal, ese diabólico duelo en el que la muerte parte con ventaja? ¿Será la atracción insuperable por el abismo que esconde, una vez más, el poderoso latido de la religión? Quizá sobre ello reflexionaba Nietzsche cuando se refería al abismo a través de la imagen de un funámbulo en su alambre. El hombre no es más que eso: un cable suspendido entre el mono y el superhombre, ese trayecto, esa génesis continúa de trascendencia.
Piensa uno en esa manera fantástica de dejar de existir, perdido entre las brumas del universo, alejado para siempre de los suyos, de ese Martini de media tarde, del cuerpo húmedo de su amada. Y en el vértigo, hasta la pérdida del último suspiro de consciencia, ¿cómo afrontar ese tormento fatal vagando sin rumbo por el espacio? ¿Cuántas lágrimas quedarán suspendidas, flotando, rebotando sobre sus mejillas muertas? Arthur Koestler quedó sobrecogido por ese poder del vértigo cuando se refería a que la sed de lo absoluto es un estigma que marca a aquellos que no se satisfacen con el mundo relativo del aquí y el ahora. Y también el arte mueve aquí sus dados. Es posible que para el artista existe el arte como el modo de sobrepasar ese abismo de la soledad y de la separación. Y para el escritor, como explica Ernesto Sábato en Sobre héroes y tumbas, existe el lenguaje: “Los objetos que representan las artes figurativas constituyen temblorosos y transitorios puentes —como las palabras para el poeta— para salvar el abismo que se abre entre el uno y el universo”. ¿En qué pensaría nuestro héroe Felix?
Y ante esta representación magnífica, sobrenatural, entra en juego el asombro, nuestro asombro. Platón lo dejó clavado: “El asombro es el origen de la filosofía”. Nuestros ojos nos hacen ser partícipes del espectáculo de las estrellas, del sol y de la bóveda celeste”. Y Aristóteles no se quedó atrás: “La admiración es lo que impulsó a los hombres a filosofar: empezando por admirarse de lo que les sorprendía por extraño, avanzaron, poco a poco, y se preguntaron por las vicisitudes de la luna y del sol, de los astros y por el origen del universo”. Y una vez que he satisfecho mi asombro con el contexto de lo que existe, pronto se anuncia la duda.
Así pues, podemos decir que el origen del filosofar reside en la admiración, en la duda y en la conciencia de estar perdido. La capacidad de asombrarse tiene que ver con un espíritu humilde, limpio, la inocencia de la infancia que vamos perdiendo. El asombro es lo que marca, lo que inicia y decide. Sin asombro no hay viaje.
Parece claro que la conquista de la ignorancia no es una tarea fácil. Asombro e ignorancia son dos caras de la misma moneda. El asombro es la puerta del conocimiento; sin sus caricias, mal vamos. De nuevo asalta Aristóteles al desplegar que si los hombres filosofaron para huir de la ignorancia, es claro que buscaban el saber en vista del conocimiento, y no por alguna utilidad. “En la admiración cobro conciencia de no saber”.
Baumgartner siguió su descenso al vacío con destino a la Tierra. En la pantalla de televisión apenas se apreciaba un pequeño bulto entre tinieblas descendiendo a mucha velocidad y, durante unos instantes fatídicos, descontrolado, girando infernalmente sobre sí mismo. La mosca del cristal de la mesa y yo asistíamos con el asombro helado, el corazón al ralentí, la sangre seca sobre la alfombra al grandioso espectáculo. A los 45 segundos del salto el héroe austríaco rompió la barrera del sonido, más de 1.130 kilometros por hora y alcanzó los 1.173. Había superado el anterior récord en poder de Joseph Kittinger desde hacía 52 años. Este capitán de las fuerzas armadas estadounidenses también protagonizó una locura similar en 1960 al lanzarse desde 31.300 metros de altura. A los cuatro minutos y 17 segundos, Baumgartner abrió el primero de sus paracaídas. La hazaña estaba lograda, pocos minutos después el tipo se posaba con temple en la tierra y, de rodillas, alzaba sus brazos en señal de victoria.
Los pulsos se tomaron su tiempo para recobrar su ritmo. La mosca alzó el vuelo con notable titubeo y yo me dirigí a tientas hacia el minibar. Colgado de mi asombro, dichoso por la consciencia de mi ignorancia. Temblando junto a mi inocencia. Volviendo a ser un niño.