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Ángeles negros
Los niños de La Habana Vieja juegan en serio a boxear al salir de clase
Fotografías de Ricardo Rubio
Yoel y Santino tienen once años y son amigos desde que jugaban a gatas en el patio de su destartalada casa del barrio La Víbora, uno de los más viejos rincones de La Habana. Entre Cadillacs oxidados, aroma a cigarros y a ron y el ritmo de son de los viejos nativos que se mezclaba con el espeso aire de la tarde. Los dos niños salen del colegio abrazados y risueños, la sonrisa pura de niños que refleja su mirada clara y sus dientecitos blancos. No tienen teléfonos móviles ni tablets de última generación, pero no paran de hablar y dar vueltas sobre lo que acaban de aprender, el misterio de las mariposas que una vez al año parten a una especie de concilio. Les han dicho que si eres capaz de seguirlas y llegar a su lugar secreto, juntas se posan y forman un símbolo o palabra que tiene que ver con el fin de los tiempos. Yoel vuela alrededor de Santino como una mariposa, igual que alguien aseguró que bailaba Muhammad Ali sobre el ring, y Santino no puede alcanzarle. Dos ángeles negros a los que tampoco nunca pintará nadie.
Los dos amigos se han criado sobre el torrente de historias que han escuchado a sus padres y a sus maestros, historias que son canciones que han traído la sierra y el mar, el viento y los huracanes. Sus cuerpos menudos y fibrosos se desplazan por las callejuelas de La Habana más profunda con una gracia especial, el baile de esos peces voladores de Lorca que tejían húmedas guirnaldas mientras el cielo corría con los brazos abiertos a lo largo del mar. En su trayecto hacia el gimnasio callejero se intercambian bromas, sueños y deseos, hacen fintas a sus sombras de niños y conectan ganchos a las moscas que revolotean a su paso. Entre risas echan mano de la merienda, galletitas rellenas de crema que mordisquean como si fueran ratones colorados. Se acerca el tiempo de volver a subirse al ring. El gimnasio está a un par de cuadras y es como su otra casa.
En un rincón de Centro Habana, en el corazón del barrio de Colón, el barrio del pecado, en un solar derruido se erige un vetusto cartelón de chapa en el que se lee: “Gimnasio de Boxeo”; es el sitio del recreo de chicos que sueñan con la gloria de Teófilo Stevenson, Kid Chocolate o Savon. Allí, sobre un cuadrilátero de material reciclado, reposa la ilusión de un buen puñado de chavales de entre 7 y 20 años y, también, de sus maestros preparadores, algunos de ellos viejas glorias del ring. Nardo Mestre, Ángel Moya y Alberto González son algunos de ellos. Viejos luchadores sin blanca en los bolsillos que sobreviven gracias a los recuerdos y a las propinas que les deslizan los extranjeros que se acercan a presenciar los entrenamientos. Nardo es uno de los preparadores más populares, “El príncipe negro del ring”, según le calificó una revista francesa que le dedicó un histórico reportaje que el hombre guarda con mucho orgullo.
Cuenta Ricardo Rubio, el fotógrafo que captó las imágenes que ilustran este texto, que la disciplina de los jovencísimos púgiles es impresionante. Siguen con total atención las indicaciones de sus maestros. Si tropiezan, se muerden la rabia y se la sacuden de inmediato con bravura pura. Los muchachos cultivan el juego de la cintura, el grácil movimiento de los pies, cazar y que no te cacen, ese baile de mariposa de Alí, esa picazón de avispa. Boxeando como se baila y bailando como se boxea. No hay guantes, ni calzado, ni sacos o combas para todos, pero el grupo se apaña sin rechistar, con total devoción. Hay otros gimnasios callejeros algo más lustrosos, poco más, como el más famoso de todos, el gimnasio Rafael Trejo, donde acuden los alumnos más aventajados a entrenar a un nivel más superior y a disputar torneos locales. Desde estos gimnasios de barrio los mejores niños y los más dotados para el boxeo pasan a ser becados en las EIDE (Escuelas de Iniciación Deportiva Escolar), donde alternan su educación escolar con el deporte.
Las autoridades del boxeo cubano sitúan entre los cuatro y cinco años la edad apropiada para aprender los fundamentos básicos de este deporte y en los veinte la edad ideal para alcanzar un buen nivel en la competición amateur. Los que superan esa etapa formativa pasarán a su destino último y soñado: La Finca de los Boxeadores en la localidad de Wajai. Y de ahí, a la gloria o al abismo del fracaso. Pero ya corren otros vientos en Cuba y, casi a la vez que Obama y Raúl Castro chocaban sus manos para el inicio de una nueva era social y económica en la isla, el Consejo de Ministros cubano había aprobado un nuevo estatus para los deportistas que ponía fin a más de 50 años en los que el deporte profesional estuvo vetado. Entre otras ventajas para los deportistas y exdeportistas, a partir de este momento, los atletas recibirán el 80 por ciento de los premios económicos que obtengan en las competiciones internacionales. Esto no lo pudo disfrutar el gran héroe nacional de Cuba Teófilo Stevenson, tres veces campeón olímpico y tres veces campeón del mundo amateur. El genial peso pesado que se negó a boxear contra Ali y Joe Frazier, entre otros, a cambio de una millonaria bolsa de dólares, por elegir ser fiel al régimen de Fidel Castro.
Yoel, Santino y todos los chavales que pululan cada tarde por los gimnasios de boxeo de los barrios de La Habana suspiran por una gloria similar. Raudel es otro de esos chicos. Ha llegado al gimnasio a duras penas sobre su bicicleta demacrada. Su entrenador está ultimando detalles en la puerta con algunos turistas que se acercan a husmear. Con una mirada, los guantes y Raudel se funden en un solo movimiento. La guardia alta, la mirada fija en un punto del horizonte: ése con el que sueña en cada golpe que lanza como por costumbre, apenas sin pensar. Terminado el entrenamiento vuelve a buscarse la vida. Su vieja bici y una cesta detrás para recoger cada dia lo que “pille” por las calles y tener una oportunidad en casa más allá de la cartilla del gobierno. Apenas tendrá los 14, pero sus ojos cansados apuntan muchos más años.
Yoel y Santino han cumplido un entrenamiento poderoso, pero aún queda un asalto más. Los dos están cansados y se refugian, resoplando, entre las cuerdas deshilachadas del ring. Sus guantes son más grandes que ellos y cuelgan como cuerpos muertos de sus manos. Ha sido una jornada dura, colegio y boxeo. Camina muy largo hasta el colegio y después hasta su casa —le dice Yoel a Ricardo entre tímidas sonrisas. Sobre la lona los chicos se transforman, pelean, se colocan y disparan sus puños con furia y descaro, valor seco. Bajan la guardia y su entrenador les corrige con tono grave. Miradas desafiantes y siempre hacia adelante. Este combate de ángeles negros no tendrá final.
Ángeles negros
Fotografías de Ricardo Rubio
Yoel y Santino tienen once años y son amigos desde que jugaban a gatas en el patio de su destartalada casa del barrio La Víbora, uno de los más viejos rincones de La Habana. Entre Cadillacs oxidados, aroma a cigarros y a ron y el ritmo de son de los viejos nativos que se mezclaba con el espeso aire de la tarde. Los dos niños salen del colegio abrazados y risueños, la sonrisa pura de niños que refleja su mirada clara y sus dientecitos blancos. No tienen teléfonos móviles ni tablets de última generación, pero no paran de hablar y dar vueltas sobre lo que acaban de aprender, el misterio de las mariposas que una vez al año parten a una especie de concilio. Les han dicho que si eres capaz de seguirlas y llegar a su lugar secreto, juntas se posan y forman un símbolo o palabra que tiene que ver con el fin de los tiempos. Yoel vuela alrededor de Santino como una mariposa, igual que alguien aseguró que bailaba Muhammad Ali sobre el ring, y Santino no puede alcanzarle. Dos ángeles negros a los que tampoco nunca pintará nadie.
Los dos amigos se han criado sobre el torrente de historias que han escuchado a sus padres y a sus maestros, historias que son canciones que han traído la sierra y el mar, el viento y los huracanes. Sus cuerpos menudos y fibrosos se desplazan por las callejuelas de La Habana más profunda con una gracia especial, el baile de esos peces voladores de Lorca que tejían húmedas guirnaldas mientras el cielo corría con los brazos abiertos a lo largo del mar. En su trayecto hacia el gimnasio callejero se intercambian bromas, sueños y deseos, hacen fintas a sus sombras de niños y conectan ganchos a las moscas que revolotean a su paso. Entre risas echan mano de la merienda, galletitas rellenas de crema que mordisquean como si fueran ratones colorados. Se acerca el tiempo de volver a subirse al ring. El gimnasio está a un par de cuadras y es como su otra casa.
En un rincón de Centro Habana, en el corazón del barrio de Colón, el barrio del pecado, en un solar derruido se erige un vetusto cartelón de chapa en el que se lee: “Gimnasio de Boxeo”; es el sitio del recreo de chicos que sueñan con la gloria de Teófilo Stevenson, Kid Chocolate o Savon. Allí, sobre un cuadrilátero de material reciclado, reposa la ilusión de un buen puñado de chavales de entre 7 y 20 años y, también, de sus maestros preparadores, algunos de ellos viejas glorias del ring. Nardo Mestre, Ángel Moya y Alberto González son algunos de ellos. Viejos luchadores sin blanca en los bolsillos que sobreviven gracias a los recuerdos y a las propinas que les deslizan los extranjeros que se acercan a presenciar los entrenamientos. Nardo es uno de los preparadores más populares, “El príncipe negro del ring”, según le calificó una revista francesa que le dedicó un histórico reportaje que el hombre guarda con mucho orgullo.
Cuenta Ricardo Rubio, el fotógrafo que captó las imágenes que ilustran este texto, que la disciplina de los jovencísimos púgiles es impresionante. Siguen con total atención las indicaciones de sus maestros. Si tropiezan, se muerden la rabia y se la sacuden de inmediato con bravura pura. Los muchachos cultivan el juego de la cintura, el grácil movimiento de los pies, cazar y que no te cacen, ese baile de mariposa de Alí, esa picazón de avispa. Boxeando como se baila y bailando como se boxea. No hay guantes, ni calzado, ni sacos o combas para todos, pero el grupo se apaña sin rechistar, con total devoción. Hay otros gimnasios callejeros algo más lustrosos, poco más, como el más famoso de todos, el gimnasio Rafael Trejo, donde acuden los alumnos más aventajados a entrenar a un nivel más superior y a disputar torneos locales. Desde estos gimnasios de barrio los mejores niños y los más dotados para el boxeo pasan a ser becados en las EIDE (Escuelas de Iniciación Deportiva Escolar), donde alternan su educación escolar con el deporte.
Las autoridades del boxeo cubano sitúan entre los cuatro y cinco años la edad apropiada para aprender los fundamentos básicos de este deporte y en los veinte la edad ideal para alcanzar un buen nivel en la competición amateur. Los que superan esa etapa formativa pasarán a su destino último y soñado: La Finca de los Boxeadores en la localidad de Wajai. Y de ahí, a la gloria o al abismo del fracaso. Pero ya corren otros vientos en Cuba y, casi a la vez que Obama y Raúl Castro chocaban sus manos para el inicio de una nueva era social y económica en la isla, el Consejo de Ministros cubano había aprobado un nuevo estatus para los deportistas que ponía fin a más de 50 años en los que el deporte profesional estuvo vetado. Entre otras ventajas para los deportistas y exdeportistas, a partir de este momento, los atletas recibirán el 80 por ciento de los premios económicos que obtengan en las competiciones internacionales. Esto no lo pudo disfrutar el gran héroe nacional de Cuba Teófilo Stevenson, tres veces campeón olímpico y tres veces campeón del mundo amateur. El genial peso pesado que se negó a boxear contra Ali y Joe Frazier, entre otros, a cambio de una millonaria bolsa de dólares, por elegir ser fiel al régimen de Fidel Castro.
Yoel, Santino y todos los chavales que pululan cada tarde por los gimnasios de boxeo de los barrios de La Habana suspiran por una gloria similar. Raudel es otro de esos chicos. Ha llegado al gimnasio a duras penas sobre su bicicleta demacrada. Su entrenador está ultimando detalles en la puerta con algunos turistas que se acercan a husmear. Con una mirada, los guantes y Raudel se funden en un solo movimiento. La guardia alta, la mirada fija en un punto del horizonte: ése con el que sueña en cada golpe que lanza como por costumbre, apenas sin pensar. Terminado el entrenamiento vuelve a buscarse la vida. Su vieja bici y una cesta detrás para recoger cada dia lo que “pille” por las calles y tener una oportunidad en casa más allá de la cartilla del gobierno. Apenas tendrá los 14, pero sus ojos cansados apuntan muchos más años.
Yoel y Santino han cumplido un entrenamiento poderoso, pero aún queda un asalto más. Los dos están cansados y se refugian, resoplando, entre las cuerdas deshilachadas del ring. Sus guantes son más grandes que ellos y cuelgan como cuerpos muertos de sus manos. Ha sido una jornada dura, colegio y boxeo. Camina muy largo hasta el colegio y después hasta su casa —le dice Yoel a Ricardo entre tímidas sonrisas. Sobre la lona los chicos se transforman, pelean, se colocan y disparan sus puños con furia y descaro, valor seco. Bajan la guardia y su entrenador les corrige con tono grave. Miradas desafiantes y siempre hacia adelante. Este combate de ángeles negros no tendrá final.