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Amanece, que no es poco

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Me dijo un amigo que él no había dejado la heroína, sino que la heroína le había dejado a él. Nos alejamos de lo querido y lo odiado con las manos en los bolsillos y los puños cerrados apretando el aire vacío. Hay fronteras que se atraviesan silbando  y otras, envueltos en llamas. Sobre la última raya, en mitad de la agonía, nos resistimos a yacer para siempre incendiados con lo que tenemos mas a mano, incluso entonando, como quien no quiere la cosa, "La muerte no es el final". Se va perdiendo el latido de seguir reinando cuando acecha la sombra del destino, esperando en la penumbra con sus tacones afilados para arrebatarte de un plumazo la corona. Pongamos el caso de Kobe Bryant, que a sus 37 años ha anunciado su adiós al baloncesto después de una carrera majestuosa. Ha sido el tercer máximo anotador de la NBA y ha conseguido cinco anillos de campeón con Los Lakers, el único equipo de su vida. Casi nada. Sólo Michael Jordan le supera en palmarés —6 anillos—. Le ha llegado su hora y, en la línea de lo que decía mi amigo, podemos decir que el baloncesto ha dejado al gran Kobe.

En su despedida dolorosa Kobe Bryant envió al mundo unas letras de despedida escritas con tinta de melaza, una carta de amor al baloncesto, el espacio de sueños que dio sentido a su vida. Epístola conmovedora que parece inspirada en una de las escenas de aquel disparate genial que creó José Luis Cuerda en su película Amanece, que no es poco. “Querido baloncesto —escribe Kobe—, desde el primer momento en que me calcé los primeros calcetines para jugar supe que me había enamorado de ti (…) Un amor tan profundo que te lo di todo. Desde mi mente a mi cuerpo. Desde mi espíritu a mi alma. (…) Quiero que sepas que estoy listo para dejarte ir. Así ambos podemos saborear cada momento que nos queda juntos. (…) Nos hemos dado el uno al otro todo lo que tenemos. (…) Y ambos sabemos que todo lo que haga después siempre seré ese niño con los calcetines enrollados. Te quiero para siempre”. ¡Toma ya!, y con el corazón en un puño asalta mi acartonada memoria la emoción similar que sentía aquel agricultor anciano de Amanece, que no es poco, al que le gustaban las putas y los chupitos y quien, al caer la tarde y después de liarse un cigarrillo, recitaba, sacudido por mil emociones: “Querida calabaza, se acaba un nuevo día y, como todas las tardes, quiero despedirme de ti y darte las gracias, una vez más, por seguir aquí con nosotros. (…) No puedo olvidar que en los momentos más difíciles de mi vida, cuando mi hermana se quedó preñada del negro o cuando me caparon el hurón a mala leche, sólo tú iluminabas mi camino. Querida calabaza, yo te llevo en el corazón”.

Habrá que decirle al genio Kobe que en este momento en el que se asoma al vacío levante su mirada al cielo porque amanece que no es poco, aunque sea por el lado contrario. Cuando la música se acaba apaga las luces, susurraba Jim Morrison en otro amargo canto de despedida. Siempre hay un final que acecha y si tienes fino el sentido escucharás cómo te envuelve su música fatal de camaleones. En ese abismo del final de los que fueron reyes espera la nada o el vacío. No quiero ni pensar cómo gestionará este delicado asunto del abismo y de la nada un rey de la actual galaxia terrenal como Cristiano Ronaldo cuando le alcance su hora. Cuando el muchacho deje de ser pasto de los flashes y se enfrente a ese almuerzo desnudo, ese instante helado en el que verá lo que hay en la punta de su tenedor. Al final del camino observará un volumen lleno de vacío, la nada. Inquietudes muy propias de la púrpura porque el resto de los mortales tiramos de otra pasta, nos apañamos con un estilo más embarrado y underground que nos permite sortear el asunto con otra filosofía.

Así que el vacío es algo, una substancia que serpentea y da sentido a la nada, y aquí es cuando empezamos a liarnos —una vez más— con la física y la metafísica. Digamos, con algún científico de lustre, que ese vacío es lo que mejor no entendemos. Y ni siquiera somos capaces de comprender aún la diferencia entre el vacío y la nada. Pero el asunto tiene una gracia incontestable y rebosa de misterio. En Un universo de la nada, su autor, Lawrence M. Krauss, con su sabiduría irreverente, azote de teólogos y marisabidillos de laboratorio, ofrece algunas claves rotundas y esenciales: ¿por qué hay algo en vez de nada? Y lo hay. Y en ese algo estamos, debemos estar, flotando como pompas de jabón reyes y plebeyos, aristócratas y buzos. Burros, cobras y mofetas. Así que cuidado con la nada, pero, sobre todo, cuidado con el todo.

Un cartel cuelga a la entrada de la Woody Creek Tavern, en Colorado, en el que se lee que allí, en ese lugar, tal día de un año a finales del siglo XIX no pasó nada. Pues mira por dónde allí fue a esconderse el diabólico Hunter S. Thompson hasta que se voló la cabeza de un balazo hace poco más de diez años. Con este pájaro dentro de esa taberna, entre cocaína, anfetas, bourbon, cigarrillos, música country y literatura de postín, la nada recobró otro de sus poliédricos sentidos. Thompson, como Bryant, también dejó su carta de despedida aunque sus frases de cuchillo indio no derramaban la misma melaza. Vamos, melaza cero. Viene muy a cuento en este Estadio Mental el título de su nota de suicidio destinada a Anita, la joven esposa del escritor: “La temporada de fútbol ha acabado”. “No más juegos. No más bombas. No más paseos. No más diversión. No más nadar. 67 años. Son 17 más de los que yo quería o necesitaba. Estoy siempre insoportable. No soy divertido para nadie. Te estás volviendo codicioso. Compórtate de acuerdo con tu avanzada edad. Relájate, no te va a doler”. Unos emprenden el viaje extraordinario hacia la nada porque les deja la heroína, otros porque les deja el baloncesto, o el fútbol y luego están los que son empujados por su inmensa lucidez. Y el resto, ahí seguimos, chapoteando en nuestra particular nada a pocos pasos de un abismo que queda lejos. Pero bueno, de momento amanece, que no es poco.