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Contra la Theory. Una provocación
Un simulacro de filosofía, la Theory, deambula por los departamentos del mundo entero. No estamos hablando de la obra de un autor particular, ya que muchos aclamados theorists son pensadores a todos los efectos, todavía menos de la acreditada escuela filosófica que reivindica para sí el apelativo de Teoría Crítica, sino de aquella especie de escolástica posmoderna conocida por cualquiera que enseñe materias humanísticas en la universidad: una amalgama de ideas y fórmulas de variada procedencia disciplinar (prevalentemente filosofía, psicoanálisis y sociología), extraídas de un canon de autores dispares pero unidos por una genérica postura radical (Marx, Nietzsche, Lacan, Foucault, Deleuze, Bourdieu, Agamben, Said, Spivak, Butler, Žižek, el omnipresente Benjamin, el declinante Derrida, la new entry de Latour…), fundidos en un único crisol y reducidos a una limitada agenda temática: el poder, el bios, el género, el deseo, el goce, el sujeto y las multitudes, las oposición dominantes-dominados, el capital y el espectáculo, etc.
Que quede claro desde el inicio. El objetivo polémico de este artículo no es un autor o un libro, todavía menos una corriente teórica específica. Es una modalidad de pensamiento, una escolástica precisamente, que en el curso de los últimos decenios ha sido declinada en combinaciones variables conservando una forma constante. A partir de los años sesenta y setenta, la Theory ha pasado por diversas fases, de la originaria síntesis de marxismo y psicoanálisis, a la mezcla de deconstrucción, heideggerianismo, cultural y post-colonial studies, hasta llegar a las metamorfosis más actuales, nutridas de foucaultismo, gender y queer studies, biopolítica y lacanismo [1]. La invención reciente de una “Italian Theory”, como la lechuza de Minerva, marca el momento en el que este proceso, antes latente y reconstruible únicamente a posteriori, no solo sale a la luz –el desvelamiento ya había tenido lugar en el inteligente libro de François Cusset [2]–, sino que también se convierte en programático.
Más que por su naturaleza de bricolaje de segunda mano, la Theory se reconoce y define pragmáticamente por el uso que se hace de la misma. La cultiva quien, a menudo desde sectores disciplinares contiguos a la filosofía como la literatura comparada, la teoría y crítica del arte o los estudios culturales, trata de justificar sus investigaciones en el marco de un cuadro problemático más amplio que su ámbito de especialización, también más “comprometido”, esto es, empeñado en una consideración crítica del presente. Los profesores de estética, por ejemplo, se percataron hace tiempo de que existe una tipología de estudiante que no asiste a clase para examinar un problema, apropiarse de un razonamiento filosófico o leer en profundidad a un clásico, sino para ganar puntos de apoyo para el comentario de un texto literario o de una película (incluso para la creación, sin más, de una obra de arte [3]); puede suceder que estos estudiantes protesten si el seminario no genera de inmediato “teorías” consumibles o si se pone en duda el valor de aquellas en boga. A diferencia de la filosofía que, de hecho, posee tiempos largos y frustrantes y que raramente alcanza alguna certeza reconfortante, la Theory es rápida, voraz y tajante. Y justo por eso funciona bien como lengua común y terreno de agregación transdisciplinar. Su dimensión ideal es el la del “reader”, el libro hecho para citar libros que no se han leído y en el que el aspirante a teórico, ayuno de filosofía, que jamás ha hojeado una página de Platón o de Hegel, y mucho menos pretende hacerlo, puede encontrar una antología de ideas prêt-à-porter con las que embutir los papers universitarios rápida y superficialmente.
Otro uso pragmático de la Theory permite circunscribir un segundo tipo de público, la comunidad política que relee selectivamente a los clásicos de la historia de la filosofía para actualizar la vieja agenda política del marxismo. La intención con la que esta categoría de lectores radicaliza los tiempos y modos de la filosofía política es obviamente muy diferente, y del todo respetable, pero el efecto sobre el plano de la formación de una escolástica de pensamiento es desafortunadamente semejante: son muestra de ello la corriente que se define como biopolítica y aquella otra del neo-spinozismo radical, dos ejemplos actuales de cómo la Theory militante tiende a confluir fácilmente con la producida en el ámbito académico (y viceversa). En ambas posiciones, la producción teórica del país, bajo las etiquetas de “Italian Theory” y de “Italian Thought”, parece encarnar una hábil maniobra de anticipación: si Spinoza ha entrado en el canon de los theorists, ¿por qué no también Dante, Maquiavelo, o incluso Leopardi y Leonardo da Vinci? Estos autores son, así, ofrecidos como productos de exportación teórica nacional en versiones interpretadas ad hoc. El riesgo de estos retratos preconfeccionados es que evitan al lector la fatiga de hacerse preguntas fundamentales. Por ejemplo, si el Príncipe no presenta rasgos un poco autoritarios o si de la Ética de Spinoza o del Zibaldone de Leopardi no derivan ideas sobre la Naturaleza y la vida humanas difícilmente conciliables con la crítica del biopoder. Estas son preguntas de filósofos o, más precisamente, de quien lee con espíritu filosófico. Y es justo este género de cuestiones el que la Theory permite eludir.
Querría que las precedentes consideraciones fuesen entendidas a la luz de otras precisiones importantes. La primera concierne a las causas de la propagación de la Theory, problema que pone en cuestión el ethos del trabajo intelectual y de la búsqueda de la verdad –discúlpeseme la fórmula altisonante pero inevitable–, sobre la que volveremos al final, pero que no puede limitarse a una polémica moralista contra quien se contenta con una cultura teórica barata o la produce por oportunismo, interés comercial o simple deseo de reconocimiento. El hecho es que, así como existen los habitus filosóficos y las correspondientes prácticas de distinción (y no existe diferencia, en este sentido, entre la postura radical del theorist y la cientista de tipo “analítico”), también existen las modas filosóficas a las que siempre es tan difícil sustraerse a título personal que resulta antipático e hipócrita denunciarlas en los demás. Con el agravante de que, como ya advertía Georg Simmel, mientras estamos dispuestos a admitir nuestra sumisión a la moda en aspectos fútiles como la vestimenta, cuando se trata de los valores serios de la religión, la ciencia, la política y la filosofía, todas ellas esferas en las que deberían imponerse consideraciones ‘objetivas” y no sociales, prevalece, comprensiblemente, una actitud de denegación o de rechazo. Para admitir haberse hecho afecto a una teoría solo para seguir una tendencia o para complacer a ciertas categorías de lectores y vender libros, habría que ser completamente ingenuo o totalmente cínico. En todo caso, se trata de cuestiones de conciencia individual que atraviesan la historia del pensamiento al menos desde los tiempos del conflicto entre Sócrates y los sofistas, y que no dicen nada significativo sobre la actualidad.
Más interesante, en cambio, es preguntarse qué, en el éxito contemporáneo de la Theory, remite a la gramática histórica de la sociedad en que vivimos. Era inevitable que también la filosofía, el saber exclusivo por excelencia, sufriese según modalidades propias el proceso de nivelación que en el último siglo han sufrido todas las demás formas culturales. La Theory, probablemente, no es más que una de las encarnaciones posibles del midcult filosófico, una vulgarización de la filosofía a la medida de un público medio y de sus, legítimas por muchos motivos, expectativas y demandas. Pero, si este riesgo permanece siempre implícito en toda producción cultural y está destinado fatalmente a aumentar en consonancia con los procesos de democratización de la cultura, el aspecto en el que parece residir la especificidad de nuestro tiempo es el tránsito de la que en el pasado era una lectura y reinterpretación creativa, desprejuiciada, imprevisible y política, de doctrinas filosóficas bajo la forma de la Theory a la actual producción, propia de una mesa de laboratorio, y que con toda evidencia roza la operación de marketing. Bosquejando un análisis que sigue la senda de Cusset, quien ha reconstruido la historia de la recepción en los Estados Unidos de la generación clásica de Foucault, Derrida y Deleuze, se podría arriesgar una hipótesis que parte, una vez más, del ejemplo de la biopolítica y del neo-spinozismo: mientras las teorías de Foucault, de Toni Negri y de Agamben eran el producto de una trayectoria teórica original y, al menos en un primer momento, fueron absorbidas por la Theory con independencia parcial de la estrategia de posicionamiento de los autores en el interior del campo cultural, se tiene la impresión de que la nueva generación escribe sus libros en función de la tipología del consumidor americano y, como efecto de feedback, de un público europeo que se asemeja cada vez más al mismo. La práctica de las invitaciones y de las estancias de filósofos europeos en los departamentos estadounidenses de Literatura comparada ha sido ciertamente decisiva, una práctica que, a su vez, deriva del que debe ser considerado el pecado original de estas instituciones: la expulsión del pensamiento continental de los departamentos anglo-americanos de filosofía analítica que ha relegado el estudio del canon filosófico occidental a los departamentos de literatura y estudios culturales. La consecuencia de este détournement literario de la tradición filosófica ha sido ambivalente: al salir de la clausura de la especialización, la interpretación de los textos y de las doctrinas filosóficas ha ganado en demandas de significado y en ambición crítica lo que ha perdido en solidez y en fuerza argumentativa. A la renuncia a la búsqueda del sentido y la totalidad, proclamada a menudo por el lado analítico, se ha respondido en clave continental con la producción de síntesis superficiales y apresuradas; una definición irónica de la Theory podría ser “filosofía sintética low cost”. El resultado ha sido la reencarnación postmoderna de la antinomia entre especialistas sin alma y profetas de cátedra que temía Max Weber al inicio del siglo pasado.
Lo que da pie a una ulterior precisión. Al sugerir que la Theory es una suerte de pseudo-filosofía para no filósofos, no pretendo suscitar una polémica snob contra los usos extra-disciplinarios de la filosofía y, mucho menos, una defensa de la corporación profesional. La “filosofía”, tal y cómo la entiendo, no es una disciplina académica, no requiere diplomas y, aún menos, una formación específica, sino que es un modo de pensar no escolástico y anti-convencional. La literatura y el arte son partes integrantes de ella, hasta el punto de que no dudo en definir a Proust como más “filósofo” que tantos autores que figuran en los manuales de filosofía. Al mismo tiempo, las tentativas de defensa de las fronteras disciplinarias me parecen peligrosas y anodinas: la filosofía universitaria adolece cada vez más de los límites que Schopenhauer y Nietzsche denunciaron hace ya casi dos siglos, y tendría mucho que ganar tanto con una fuga de los departamentos como con un diálogo abierto con las otras formas del saber. Este diálogo, por decirlo de nuevo con Simmel (uno de los pensadores que han practicado con éxito la hibridación entre las diversas formas del saber sin ceder jamás a los prejuicios mentales), no sólo remediaría la tragedia de una cultura fragmentada y parcelada, cada vez más autónoma y distante del mundo de la vida que la ha producido para responder a sus necesidades, y que sólo pueden restituirle una dirección y un fin; cumpliría también con la irrenunciable vocación de la filosofía en la era de la especialización científica, o sea, la capacidad de conservar memoria y nostalgia de la totalidad. Cierto, de esta necesidad de la filosofía como búsqueda de sentido y como aspiración al todo son síntoma precisamente las exigencias complementarias del estudiante de materias humanísticas y del militante político que, con razón, buscan en el “gesto teórico” la misma cosa: un modo de aproximar la cultura a la vida que obligue al pensamiento a empezar a responder de nuevo a las demandas de significado y justicia. Pero, entonces, si no hay nada equivocado en volver a proponer la actitud generalista de la que ninguna disciplina, ningún campo de estudio y conocimiento pueden prescindir, ¿dónde está el error? El paso en falso es sustituir el único gesto teórico verdaderamente radical, el filosófico, por su remedo.
La debilidad principal de la Theory, de hecho, es la pérdida de todos los atributos específicos que han constituido la grandeza y la potencia crítica de la filosofía en sus diversas escuelas y tradiciones: no posee el rigor, la claridad, la solidez definitoria y argumentativa que define su práctica desde el punto de vista formal; no sabe plantear preguntas verdaderamente originales y turbadoras; no posee ni la voluntad ni la paciencia de ir al fondo de una cuestión porque antepone siempre respuestas apresuradas, listas para su uso inmediato, a la fatiga de la duda y del concepto; y por último –quizá su límite más imperdonable– no conoce el gusto por una desapasionada búsqueda de la verdad: en lugar de interrogarse sobre las cosas, investigando aquello que Marx, siguiendo a Aristóteles, llamaba la “lógica específica del objeto específico”, la Theory realiza el gesto inverso: pulveriza la especificidad de su objeto sobre las usuales y más que sabidas “teorías”. Restringiendo a priori el campo de lo pensable y de lo decible (la esencia de la escolástica consiste en la incapacidad de imaginar más allá del horizonte de lo ya conocido), no solo no sobrepasa la doxa, sino que produce otra de segundo nivel. A pesar de su proclamada intención crítica, de hecho quizá como efecto de un deseo de posicionamiento excéntrico y de totalización precipitada, su verdad es siempre pre-juzgada, próxima a lo conocido, subliminalmente ideológica: de ahí la paradoja de un gesto “radical” que deviene previsiblemente conformista. Se sabe ya cómo terminará un libro de Theory antes de abrirlo; y es precisamente este sentido de reconocimiento, de confirmación moral de las propias certezas y de la mejores intenciones de cada cual la que garantiza el éxito de la pseudoteoría. La Theory nos hace sentir en casa en nuestra falsa buena conciencia.
Ahora bien, quien al menos una vez en la vida ha hecho la experiencia de leer un libro de filosofía, incluso y sobre todo con un interés no profesional, sabe que se trata de un ejercicio cualquier cosa menos tranquilizador y edificante. Las teorías de Kant, de Nietzsche, de Wittgenstein no nos hacen sentir en casa, perturban. Y lo que nos altera es el desmoronamiento, ante la desnuda e inquietante verdad, de las certidumbres intelectuales y morales, de aquello que se querría que fuese verdadero o que se había tenido siempre por tal, de aquello que nos permitiría reconocernos y sentirnos confirmados en nuestras propias convicciones y compromisos. Cierto, no se puede esperar de todo lector de filosofía que viva el trastorno de Heinrich von Kleist que, después de haber terminado la primera crítica kantiana, escribía a su prometida que había perdido todo motivo para vivir, o el de Thomas Buddenbrook, aniquilado por el Mundo como voluntad y representación. Y es cierto también que no solo existen filosofías menos pesimistas, más inspiradas por el principio de esperanza, sino que la naturaleza misma del gesto filosófico auténtico es reactivar la creación de posibilidades gracias a su voluntad de epoché con respecto a los prejuicios y los lugares comunes y a su capacidad para considerar las cosas con aquel estupor –o saber mirar el mundo con mirada ejercitada en el extrañamiento– del que nace toda gran teoría.
En suma: mi preocupación en este desahogo contra la Theory, que propongo leer más como una invitación provocadora a la discusión que como una acusación, es que el pensamiento pierda su razón de ser reduciéndose a un supermercado de ideas prefabricadas en módulos, compradas al por mayor y después ensambladas en casa como los muebles de Ikea. Quien busque la teoría, que pruebe a pensar libremente, sólo así será verdaderamente crítico.
[1] No se pone en cuestión el valor de los autores citados más arriba, todavía menos de las diferentes corrientes de “studies” que han producido libros estupendos (en los que yo misma me inspiro para escribir los míos: de Derrida a Deleuze, de Benjamin a Bourdieu, de John Berger a Dick Hebdige). La Theory no se encuentra en las obras de los theorists, sino en la sopa liofilizada que se extrae de ellas, a menudo sin ni siquiera haberlas leído de verdad.
[2]François Cusset, French Theory: Foucault, Derrida, Deleuze & Cie et les mutations de la vie intellectuelle aux États-Unis, París, Ed. La Découverte, 2003, trad. esp. Barcelona, Melusina, 2005.
[3] Cito algunos ejemplos de mi reciente experiencia y de la de mis colegas: los cantos de carnaval de Lorenzo el Magnífico leídos desde la óptica foucaultiana, Botticelli y el ángel benjaminiano de la historia, Maquiavelo y la oikonomia. En lo que respecta a la creación artística, las escuelas de arte y las facultades de arquitectura invitan a los filósofos a impartir cursos que “inspiren” a los artistas, avalando así la idea de que las obras de arte no son experimentos autónomos de pensamiento sino simples ilustraciones de teorías preexistentes, similares a aquellos regalos con la etiqueta del precio pegada que Proust comparaba con el mal arte.
Artículo aparecido originalmente en Le parole e le cose. Se puede leer aquí.
Traducción de Carlos A. Otero
En portada, Casablanca, por Georges Rousse.
Dentro del texto, Controller of the Universe, por Damián Ortega.
Contra la Theory. Una provocación
Un simulacro de filosofía, la Theory, deambula por los departamentos del mundo entero. No estamos hablando de la obra de un autor particular, ya que muchos aclamados theorists son pensadores a todos los efectos, todavía menos de la acreditada escuela filosófica que reivindica para sí el apelativo de Teoría Crítica, sino de aquella especie de escolástica posmoderna conocida por cualquiera que enseñe materias humanísticas en la universidad: una amalgama de ideas y fórmulas de variada procedencia disciplinar (prevalentemente filosofía, psicoanálisis y sociología), extraídas de un canon de autores dispares pero unidos por una genérica postura radical (Marx, Nietzsche, Lacan, Foucault, Deleuze, Bourdieu, Agamben, Said, Spivak, Butler, Žižek, el omnipresente Benjamin, el declinante Derrida, la new entry de Latour…), fundidos en un único crisol y reducidos a una limitada agenda temática: el poder, el bios, el género, el deseo, el goce, el sujeto y las multitudes, las oposición dominantes-dominados, el capital y el espectáculo, etc.
Que quede claro desde el inicio. El objetivo polémico de este artículo no es un autor o un libro, todavía menos una corriente teórica específica. Es una modalidad de pensamiento, una escolástica precisamente, que en el curso de los últimos decenios ha sido declinada en combinaciones variables conservando una forma constante. A partir de los años sesenta y setenta, la Theory ha pasado por diversas fases, de la originaria síntesis de marxismo y psicoanálisis, a la mezcla de deconstrucción, heideggerianismo, cultural y post-colonial studies, hasta llegar a las metamorfosis más actuales, nutridas de foucaultismo, gender y queer studies, biopolítica y lacanismo [1]. La invención reciente de una “Italian Theory”, como la lechuza de Minerva, marca el momento en el que este proceso, antes latente y reconstruible únicamente a posteriori, no solo sale a la luz –el desvelamiento ya había tenido lugar en el inteligente libro de François Cusset [2]–, sino que también se convierte en programático.
Más que por su naturaleza de bricolaje de segunda mano, la Theory se reconoce y define pragmáticamente por el uso que se hace de la misma. La cultiva quien, a menudo desde sectores disciplinares contiguos a la filosofía como la literatura comparada, la teoría y crítica del arte o los estudios culturales, trata de justificar sus investigaciones en el marco de un cuadro problemático más amplio que su ámbito de especialización, también más “comprometido”, esto es, empeñado en una consideración crítica del presente. Los profesores de estética, por ejemplo, se percataron hace tiempo de que existe una tipología de estudiante que no asiste a clase para examinar un problema, apropiarse de un razonamiento filosófico o leer en profundidad a un clásico, sino para ganar puntos de apoyo para el comentario de un texto literario o de una película (incluso para la creación, sin más, de una obra de arte [3]); puede suceder que estos estudiantes protesten si el seminario no genera de inmediato “teorías” consumibles o si se pone en duda el valor de aquellas en boga. A diferencia de la filosofía que, de hecho, posee tiempos largos y frustrantes y que raramente alcanza alguna certeza reconfortante, la Theory es rápida, voraz y tajante. Y justo por eso funciona bien como lengua común y terreno de agregación transdisciplinar. Su dimensión ideal es el la del “reader”, el libro hecho para citar libros que no se han leído y en el que el aspirante a teórico, ayuno de filosofía, que jamás ha hojeado una página de Platón o de Hegel, y mucho menos pretende hacerlo, puede encontrar una antología de ideas prêt-à-porter con las que embutir los papers universitarios rápida y superficialmente.
Otro uso pragmático de la Theory permite circunscribir un segundo tipo de público, la comunidad política que relee selectivamente a los clásicos de la historia de la filosofía para actualizar la vieja agenda política del marxismo. La intención con la que esta categoría de lectores radicaliza los tiempos y modos de la filosofía política es obviamente muy diferente, y del todo respetable, pero el efecto sobre el plano de la formación de una escolástica de pensamiento es desafortunadamente semejante: son muestra de ello la corriente que se define como biopolítica y aquella otra del neo-spinozismo radical, dos ejemplos actuales de cómo la Theory militante tiende a confluir fácilmente con la producida en el ámbito académico (y viceversa). En ambas posiciones, la producción teórica del país, bajo las etiquetas de “Italian Theory” y de “Italian Thought”, parece encarnar una hábil maniobra de anticipación: si Spinoza ha entrado en el canon de los theorists, ¿por qué no también Dante, Maquiavelo, o incluso Leopardi y Leonardo da Vinci? Estos autores son, así, ofrecidos como productos de exportación teórica nacional en versiones interpretadas ad hoc. El riesgo de estos retratos preconfeccionados es que evitan al lector la fatiga de hacerse preguntas fundamentales. Por ejemplo, si el Príncipe no presenta rasgos un poco autoritarios o si de la Ética de Spinoza o del Zibaldone de Leopardi no derivan ideas sobre la Naturaleza y la vida humanas difícilmente conciliables con la crítica del biopoder. Estas son preguntas de filósofos o, más precisamente, de quien lee con espíritu filosófico. Y es justo este género de cuestiones el que la Theory permite eludir.
Querría que las precedentes consideraciones fuesen entendidas a la luz de otras precisiones importantes. La primera concierne a las causas de la propagación de la Theory, problema que pone en cuestión el ethos del trabajo intelectual y de la búsqueda de la verdad –discúlpeseme la fórmula altisonante pero inevitable–, sobre la que volveremos al final, pero que no puede limitarse a una polémica moralista contra quien se contenta con una cultura teórica barata o la produce por oportunismo, interés comercial o simple deseo de reconocimiento. El hecho es que, así como existen los habitus filosóficos y las correspondientes prácticas de distinción (y no existe diferencia, en este sentido, entre la postura radical del theorist y la cientista de tipo “analítico”), también existen las modas filosóficas a las que siempre es tan difícil sustraerse a título personal que resulta antipático e hipócrita denunciarlas en los demás. Con el agravante de que, como ya advertía Georg Simmel, mientras estamos dispuestos a admitir nuestra sumisión a la moda en aspectos fútiles como la vestimenta, cuando se trata de los valores serios de la religión, la ciencia, la política y la filosofía, todas ellas esferas en las que deberían imponerse consideraciones ‘objetivas” y no sociales, prevalece, comprensiblemente, una actitud de denegación o de rechazo. Para admitir haberse hecho afecto a una teoría solo para seguir una tendencia o para complacer a ciertas categorías de lectores y vender libros, habría que ser completamente ingenuo o totalmente cínico. En todo caso, se trata de cuestiones de conciencia individual que atraviesan la historia del pensamiento al menos desde los tiempos del conflicto entre Sócrates y los sofistas, y que no dicen nada significativo sobre la actualidad.
Más interesante, en cambio, es preguntarse qué, en el éxito contemporáneo de la Theory, remite a la gramática histórica de la sociedad en que vivimos. Era inevitable que también la filosofía, el saber exclusivo por excelencia, sufriese según modalidades propias el proceso de nivelación que en el último siglo han sufrido todas las demás formas culturales. La Theory, probablemente, no es más que una de las encarnaciones posibles del midcult filosófico, una vulgarización de la filosofía a la medida de un público medio y de sus, legítimas por muchos motivos, expectativas y demandas. Pero, si este riesgo permanece siempre implícito en toda producción cultural y está destinado fatalmente a aumentar en consonancia con los procesos de democratización de la cultura, el aspecto en el que parece residir la especificidad de nuestro tiempo es el tránsito de la que en el pasado era una lectura y reinterpretación creativa, desprejuiciada, imprevisible y política, de doctrinas filosóficas bajo la forma de la Theory a la actual producción, propia de una mesa de laboratorio, y que con toda evidencia roza la operación de marketing. Bosquejando un análisis que sigue la senda de Cusset, quien ha reconstruido la historia de la recepción en los Estados Unidos de la generación clásica de Foucault, Derrida y Deleuze, se podría arriesgar una hipótesis que parte, una vez más, del ejemplo de la biopolítica y del neo-spinozismo: mientras las teorías de Foucault, de Toni Negri y de Agamben eran el producto de una trayectoria teórica original y, al menos en un primer momento, fueron absorbidas por la Theory con independencia parcial de la estrategia de posicionamiento de los autores en el interior del campo cultural, se tiene la impresión de que la nueva generación escribe sus libros en función de la tipología del consumidor americano y, como efecto de feedback, de un público europeo que se asemeja cada vez más al mismo. La práctica de las invitaciones y de las estancias de filósofos europeos en los departamentos estadounidenses de Literatura comparada ha sido ciertamente decisiva, una práctica que, a su vez, deriva del que debe ser considerado el pecado original de estas instituciones: la expulsión del pensamiento continental de los departamentos anglo-americanos de filosofía analítica que ha relegado el estudio del canon filosófico occidental a los departamentos de literatura y estudios culturales. La consecuencia de este détournement literario de la tradición filosófica ha sido ambivalente: al salir de la clausura de la especialización, la interpretación de los textos y de las doctrinas filosóficas ha ganado en demandas de significado y en ambición crítica lo que ha perdido en solidez y en fuerza argumentativa. A la renuncia a la búsqueda del sentido y la totalidad, proclamada a menudo por el lado analítico, se ha respondido en clave continental con la producción de síntesis superficiales y apresuradas; una definición irónica de la Theory podría ser “filosofía sintética low cost”. El resultado ha sido la reencarnación postmoderna de la antinomia entre especialistas sin alma y profetas de cátedra que temía Max Weber al inicio del siglo pasado.
Lo que da pie a una ulterior precisión. Al sugerir que la Theory es una suerte de pseudo-filosofía para no filósofos, no pretendo suscitar una polémica snob contra los usos extra-disciplinarios de la filosofía y, mucho menos, una defensa de la corporación profesional. La “filosofía”, tal y cómo la entiendo, no es una disciplina académica, no requiere diplomas y, aún menos, una formación específica, sino que es un modo de pensar no escolástico y anti-convencional. La literatura y el arte son partes integrantes de ella, hasta el punto de que no dudo en definir a Proust como más “filósofo” que tantos autores que figuran en los manuales de filosofía. Al mismo tiempo, las tentativas de defensa de las fronteras disciplinarias me parecen peligrosas y anodinas: la filosofía universitaria adolece cada vez más de los límites que Schopenhauer y Nietzsche denunciaron hace ya casi dos siglos, y tendría mucho que ganar tanto con una fuga de los departamentos como con un diálogo abierto con las otras formas del saber. Este diálogo, por decirlo de nuevo con Simmel (uno de los pensadores que han practicado con éxito la hibridación entre las diversas formas del saber sin ceder jamás a los prejuicios mentales), no sólo remediaría la tragedia de una cultura fragmentada y parcelada, cada vez más autónoma y distante del mundo de la vida que la ha producido para responder a sus necesidades, y que sólo pueden restituirle una dirección y un fin; cumpliría también con la irrenunciable vocación de la filosofía en la era de la especialización científica, o sea, la capacidad de conservar memoria y nostalgia de la totalidad. Cierto, de esta necesidad de la filosofía como búsqueda de sentido y como aspiración al todo son síntoma precisamente las exigencias complementarias del estudiante de materias humanísticas y del militante político que, con razón, buscan en el “gesto teórico” la misma cosa: un modo de aproximar la cultura a la vida que obligue al pensamiento a empezar a responder de nuevo a las demandas de significado y justicia. Pero, entonces, si no hay nada equivocado en volver a proponer la actitud generalista de la que ninguna disciplina, ningún campo de estudio y conocimiento pueden prescindir, ¿dónde está el error? El paso en falso es sustituir el único gesto teórico verdaderamente radical, el filosófico, por su remedo.
La debilidad principal de la Theory, de hecho, es la pérdida de todos los atributos específicos que han constituido la grandeza y la potencia crítica de la filosofía en sus diversas escuelas y tradiciones: no posee el rigor, la claridad, la solidez definitoria y argumentativa que define su práctica desde el punto de vista formal; no sabe plantear preguntas verdaderamente originales y turbadoras; no posee ni la voluntad ni la paciencia de ir al fondo de una cuestión porque antepone siempre respuestas apresuradas, listas para su uso inmediato, a la fatiga de la duda y del concepto; y por último –quizá su límite más imperdonable– no conoce el gusto por una desapasionada búsqueda de la verdad: en lugar de interrogarse sobre las cosas, investigando aquello que Marx, siguiendo a Aristóteles, llamaba la “lógica específica del objeto específico”, la Theory realiza el gesto inverso: pulveriza la especificidad de su objeto sobre las usuales y más que sabidas “teorías”. Restringiendo a priori el campo de lo pensable y de lo decible (la esencia de la escolástica consiste en la incapacidad de imaginar más allá del horizonte de lo ya conocido), no solo no sobrepasa la doxa, sino que produce otra de segundo nivel. A pesar de su proclamada intención crítica, de hecho quizá como efecto de un deseo de posicionamiento excéntrico y de totalización precipitada, su verdad es siempre pre-juzgada, próxima a lo conocido, subliminalmente ideológica: de ahí la paradoja de un gesto “radical” que deviene previsiblemente conformista. Se sabe ya cómo terminará un libro de Theory antes de abrirlo; y es precisamente este sentido de reconocimiento, de confirmación moral de las propias certezas y de la mejores intenciones de cada cual la que garantiza el éxito de la pseudoteoría. La Theory nos hace sentir en casa en nuestra falsa buena conciencia.
Ahora bien, quien al menos una vez en la vida ha hecho la experiencia de leer un libro de filosofía, incluso y sobre todo con un interés no profesional, sabe que se trata de un ejercicio cualquier cosa menos tranquilizador y edificante. Las teorías de Kant, de Nietzsche, de Wittgenstein no nos hacen sentir en casa, perturban. Y lo que nos altera es el desmoronamiento, ante la desnuda e inquietante verdad, de las certidumbres intelectuales y morales, de aquello que se querría que fuese verdadero o que se había tenido siempre por tal, de aquello que nos permitiría reconocernos y sentirnos confirmados en nuestras propias convicciones y compromisos. Cierto, no se puede esperar de todo lector de filosofía que viva el trastorno de Heinrich von Kleist que, después de haber terminado la primera crítica kantiana, escribía a su prometida que había perdido todo motivo para vivir, o el de Thomas Buddenbrook, aniquilado por el Mundo como voluntad y representación. Y es cierto también que no solo existen filosofías menos pesimistas, más inspiradas por el principio de esperanza, sino que la naturaleza misma del gesto filosófico auténtico es reactivar la creación de posibilidades gracias a su voluntad de epoché con respecto a los prejuicios y los lugares comunes y a su capacidad para considerar las cosas con aquel estupor –o saber mirar el mundo con mirada ejercitada en el extrañamiento– del que nace toda gran teoría.
En suma: mi preocupación en este desahogo contra la Theory, que propongo leer más como una invitación provocadora a la discusión que como una acusación, es que el pensamiento pierda su razón de ser reduciéndose a un supermercado de ideas prefabricadas en módulos, compradas al por mayor y después ensambladas en casa como los muebles de Ikea. Quien busque la teoría, que pruebe a pensar libremente, sólo así será verdaderamente crítico.
[1] No se pone en cuestión el valor de los autores citados más arriba, todavía menos de las diferentes corrientes de “studies” que han producido libros estupendos (en los que yo misma me inspiro para escribir los míos: de Derrida a Deleuze, de Benjamin a Bourdieu, de John Berger a Dick Hebdige). La Theory no se encuentra en las obras de los theorists, sino en la sopa liofilizada que se extrae de ellas, a menudo sin ni siquiera haberlas leído de verdad.