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La España media
Crónicas sobre la España actual
Tras La línea sin fin, David Bestué y Andrea Valdés inician una serie de crónicas sobre la España actual con la que pretenden dar voz a gente diversa y explorar temas como la tradición, la fealdad o el impacto de la tecnología. Primera parada: Zaragoza.
“Entre dos tierras estás
y no dejas aire que respirar”
Héroes del Silencio
Durante un tiempo, Zaragoza fue esa área de servicio en la que salir a estirar las piernas cuando íbamos de camino a Bilbao o Madrid o cuando regresábamos a Barcelona, un nudo en una planicie rodeada de pueblos que se deshacen. Un misterio. Todo cambió con la llegada del AVE, quizás el acontecimiento que mayor impacto tuvo en la ciudad desde que se comercializaran los aires acondicionados, los militares yankees abandonaran las bases (1992) y Michael Jackson se sentase en la cornisa de un hotel para saludar a un batallón de fans (1996). Al estar ubicada a medio camino de otras ciudades importantes y tener cerca de setecientos mil habitantes, Zaragoza es la referencia que más se usa en los estudios de mercado, el reflejo más aproximado de la España media. De hecho, lo que más nos ha sorprendido, además de sus librerías, es su escasa identidad arquitectónica. Más allá del perfil de la basílica del Pilar, el discurrir del Ebro y cierto tufo a desinfectante, ¿qué la caracteriza? Tanto sus edificios viejos y de estilo mudéjar como sus polígonos están hechos del mismo material: ladrillo. Es cierto que para paliar dicha uniformidad, antes de la crisis, se intentó singularizarla con una serie de equipamientos como el Instituto Aragonés de Arte y Cultura Contemporáneos Pablo Serrano o el CaixaForum y lo que vino a remolque de la Expo 2008, como el Pabellón Puente de Zaha Hadid, escenario futurista con unos acabados desgarradores. Parafraseando a Goya, los sueños de la bonanza producen mamotretos.
EL FIN DE LAS IDEOLOGÍAS
“Puerto Venecia es un destino y un lugar de encuentro, un poco de mar en la tierra y un trozo de tierra en la mar; es un poco todo, es un barco, un tesoro, es el viento, es la mar.”
Arturo Berned
Esta definición papirofléxica, por hacerle un guiño a una de sus tradiciones, corresponde al mayor centro comercial y de ocio de toda Europa. Puerto Venecia tiene más de 200.000 metros cuadrados, pero al estar situado a las afueras de Zaragoza, a unos cuantos metros de una promoción inmobiliaria, no hay nada que nos remita a ella. Es como si se tratase de un ente geográfica y culturalmente autónomo, estéticamente más emparentado con Rotterdam que con la arquitectura maña. Su ambiente moderno y perturbador es una mezcla bizarra de Hejduk, Miralles y Rafael de La-Hoz, con techos ondulantes y fachadas de hormigón, placas de teka y aluminio. Todo eso aderezado con piedrecitas blancas, acero corten y olivos centenarios.
Uno de sus ejes principales es The Gallery, una avenida cubierta y de varios niveles, con las tiendas dispuestas como en un duty-free, lo que provocó que durante nuestro recorrido buscáramos instintivamente la puerta de embarque. El recinto incluye un Corte Inglés, zonas de comercios y restaurantes, un espacio de juegos infantiles bautizado como Neverland, un multicine y varios hipermercados, todo ello construido alrededor de un canal que nos conecta mentalmente con la otra Venecia, “la real”, o lo que queda de ella. En el perímetro del canal hay además un FlowRider (para hacer surf) y recorridos de escalada donde los abuelos pueden ver a sus nietos artificialmente en riesgo.
En un cartel leemos: “La vida fluye por los muelles del Canal de Puerto Venecia. Pasea y relájate en las terrazas y degusta el amplio abanico gastronómico que te ofrece la mejor selección de locales de restauración. El Canal es un recorrido lleno de sorpresas, escenario de las inmejorables veladas culturales y sociales”, si por cultural se entiende meter a tus hijos dentro de unas bolas de plástico para que floten y giren en el agua. Y es que con tanta abundancia y tiovivo, cualquiera se pone a pensar en ese otro pasado de guerras y estrecheces.
Curiosamente, esa idea de tabula rasa parece extenderse a otros barrios de construcción reciente como Valdespartera, cuyo nomenclátor son todo títulos de película: Calle El Paciente Inglés, Plaza Mary Poppins, Paseo Los Olvidados… Ni rastro de acontecimientos o personas reseñables. A decir verdad, hay cierta ironía en esa falta imaginación a la hora de escoger las palabras, considerando que en Zaragoza es donde estudió y empezó a trabajar María Moliner. En su obituario, Gabriel García Márquez la pintó como una especie de Geppetto de las letras, como si entre un remiendo de calcetín y otro fuera pariendo la entradas de un diccionario al que, según dijo, sólo le faltó una cosa: las palabrotas. En una nota posterior, su hijo menor puso los puntos sobre las íes: “Que yo recuerde, María Moliner no hizo el Diccionario de uso del español sobre una mesa camilla, ni usó cuartillas, ni lápiz, ni goma, ni mi padre le midió las fichas con cinta métrica a escondidas, ni ella lo hizo para montarle una clínica a mi hermano Enrique”.
LOU REED EN PUYARRUEGO
Por recomendación de Manuel Asín fuimos a la librería Antígona. Allí, Pepe y Julia nos hablaron de varios escritores maños como Ismael Grasa, Miguel Serrano Larraz, el clan Xordica o la poeta Elena Pallarés, entre un generoso fondo del que nos llevamos más de un joya. Más tarde quedamos con el escritor y poeta Manuel Vilas (Barbastro, 1962), del que leímos España, Listen to me o El hundimiento. Sin llegar al sarcasmo que lleva al profesor Túa Blesa a brindar por el sistema educativo con un Martini “en vez de suicidarme, que es lo que debería hacer”, referirse a sus alumnos como “vosotros, los más jóvenes, que estáis menos podridos…” y soltar joyas tipo “en esa foto, Dámaso Alonso ya era el abuelo de sí mismo”, Vilas nos llama la atención por hacer un uso desprejuiciado y hasta algo insolente de nuestros referentes contemporáneos. En sus poemas habla de las camareras que sirven croquetas anchas y bocadillos con nombres bélicos, de los lavabos sin usar del Corté Inglés, los del McDonald’s y el Coso de la Misericordia, o de esos aragoneses “pintados con los brazos en jarras. Y los brazos en jarras como una forma de pensamiento”.
La España de Vilas es una España a crédito que con los planes Renove dice contaminar menos y que aun así no se libra de sus miserias y fantasmas. Es más, al enseñarnos una de sus partes favoritas de la ciudad, un callejón estrecho y mudo que da al Arco del Deán, entendimos por qué le gustaba tanto Kafka. En su cabeza la llenó de vampiros (Zeta).
Según explica, “la mayoría de las ciudades españolas vinculadas a la literatura suelen estar descritas a la forma del XIX, con esa manera costumbrista de ver las cosas, pero a mí me apetecía hablar de esta ciudad de una manera menos realista, histórica o pintoresca. Quizás sea de los que más se ha esforzado por plasmarla de un modo actual”.
—¿Has leído a Félix Romeo? En Dibujos animados, por ejemplo, su infancia es como una sucesión de viñetas con elementos muy castizos (el olor a vinagre, la mili), episodios de los Terrytoons, Uri Geller y la bollería industrial. El efecto es muy alienante.
—Yo igual soy más gótico, pero sí, Félix y yo compartíamos esa idea de darle la vuelta a esta ciudad y dar cabida al psiquismo desatendido de la gente de por aquí. Cuando visité el hospital Miguel Servet, por ejemplo, me di cuenta de que todo el mundo había tenido relación con él. Quizás esta ciudad podría explicarse desde ese lugar, que es como una gran mole.
—¿Y qué opinas de Labordeta? Para muchos sigue siendo todo un referente en la cultura aragonesa.
—Sin duda es un personaje emblemático, de los que representa el costumbrismo maño. Lo que pasa es que su forma de ver y estar en el mundo fue monopolizada por buena parte de la izquierda de este país que, en mi opinión, no ha querido entender muchas cosas. Entre ellas, la posmodernidad. Yo siempre digo que el problema de la izquierda no es la derecha sino la antigüedad. Se ha quedado atascada y hay que plantear nuevas estéticas.
—Otra persona de la que nos han hablado por aquí es Sergio Algora, el líder de El Niño Gusano.
—Sergio era muy buen tipo y alguien muy moderno en una ciudad que siempre ha tenido sus conflictos con eso. Creo que Zaragoza lo engulló. Hay algo un poco perverso de aquí y es esa idea de creer que en esta ciudad cabe el mundo entero. Si vives y desarrollas tu literatura o música, hay un universo que se cierra alrededor de ti.
—Sus letras eran un poco surrealistas, que es algo que se asocia mucho con Aragón. ¿Tú crees que es cierta esa fama?
—Sí, pero yo la identifico con el sentido del humor, que es de las cosas más interesantes de esta tierra. Se trata de un humor muy intenso y destructivo, bruto, pero que al mismo tiempo es un ejercicio de inteligencia. Se llama somardismo. Todo está en entredicho, la gente se ríe de ti a la cara y tú te ríes también. Si alguien te dice algo agradable es muy probable que automáticamente se convierta en algo incómodo…
—Ahora vives entre Estados Unidos y Madrid, ¿no?
—Sí. A Zaragoza sólo vengo de vez en cuando a ver a mis hijos, es lo que me mantiene unido a ella. Por lo demás, hasta han cambiado el nombre de mi calle y yo sin enterarme. Me encantaba vivir en Avenida Ranillas, pero ahora se llama José Atarés. Lo decidieron los del PSOE en homenaje a un ex alcalde del PP, lo que dice algo del viejo panorama político. En mi barrio, donde la mayoría son nombres de la generación del 27 (calles Jorge Guillén, Pablo Neruda…), también hay una calle llamada “Poeta María Zambrano”, que es algo que nunca fue: poeta.
— ¿Y te costó marcharte de aquí?
—Lo normal es que si alguien tiene cierta ambición o talento no se quede, aunque es cierto que al final de los 80 y principios de los 90, con el auge de la España de las autonomías, se creó la idea de que uno podía ser escritor en cualquier parte: Sevilla, Valencia, Santiago, por no hablar del País Vasco y Catalunya. Esto también sucedió con la escena musical: que si el rock de Aragón, de Vigo… Imagino que estaba relacionado con las inversiones, la política, el poder de las diputaciones, pero con la crisis ese espejismo se ha disuelto en cuatro días. En cuanto al ámbito de la cultura, ahora mismo en España sólo hay una ciudad importante: Madrid. Si lo piensas, esa idea de la capital y sus provincias es terrible, como si lo que no sucediera allí no tuviera ningún sentido.
Tras esta breve charla con el poeta y escritor Vilas, nos encontramos con Manuel Azcona, sorprendidos por el desfile de despedidas de soltero que vimos en apenas dos días. Su hipótesis es que como las habían prohibido en Logroño, venían todos allí a armar charanga. Nos hizo gracia la mezcla con el otro turismo, el mariano. De uno de esos cruces debió salir un comentario que le oyó Manuel a una señora: “Esas que van de rojo al Pilar, de católicas tienen poco…”, pero resulta que, al caer el sol, lo que vimos parecía una boda del récord Guinness. Manu nos explicó que era la “cena en blanco”, una nueva tradición anual importada de París que en Zaragoza consiste en quedar para cenar en un lugar al aire libre de la ciudad que se desvela el mismo día y que tiene su punto álgido con el encendido de bengalas. Es muy exclusivo porque sólo se avisa a la gente que “cuenta algo allí”, así que semanas antes del evento se producen momentos de tensión whatsappera por saber quién será el elegido, ¡como en los realities! Esa misma noche nuestro amigo se enteró de la ansiada ubicación y dimos un vistazo un tanto compungidos. Luego nos fuimos a una zona de bares y discotecas. Asistimos, sin saberlo, a la fiesta de despedida de una ellas que echaba el cierre, pensando en lo que nos dijo horas antes Helena Santolaya, quien regentó dos míticos bares (Caja de Hilos y Tutú) y organizó más de una juerga memorable. “Para mí, lo que más ha cambiado a Zaragoza y a toda España no es el AVE, es la ley antitabaco”. Cansados, volvimos al hostal no sin antes despedirnos de la Basílica del Pilar con un frankfurt de batalla. En su sombría oscuridad nos pareció una plaza moscovita, prueba palpable de que los cubatas nos estaban haciendo efecto demasiado tarde…
La España media
“Entre dos tierras estás
y no dejas aire que respirar”
Héroes del Silencio
Durante un tiempo, Zaragoza fue esa área de servicio en la que salir a estirar las piernas cuando íbamos de camino a Bilbao o Madrid o cuando regresábamos a Barcelona, un nudo en una planicie rodeada de pueblos que se deshacen. Un misterio. Todo cambió con la llegada del AVE, quizás el acontecimiento que mayor impacto tuvo en la ciudad desde que se comercializaran los aires acondicionados, los militares yankees abandonaran las bases (1992) y Michael Jackson se sentase en la cornisa de un hotel para saludar a un batallón de fans (1996). Al estar ubicada a medio camino de otras ciudades importantes y tener cerca de setecientos mil habitantes, Zaragoza es la referencia que más se usa en los estudios de mercado, el reflejo más aproximado de la España media. De hecho, lo que más nos ha sorprendido, además de sus librerías, es su escasa identidad arquitectónica. Más allá del perfil de la basílica del Pilar, el discurrir del Ebro y cierto tufo a desinfectante, ¿qué la caracteriza? Tanto sus edificios viejos y de estilo mudéjar como sus polígonos están hechos del mismo material: ladrillo. Es cierto que para paliar dicha uniformidad, antes de la crisis, se intentó singularizarla con una serie de equipamientos como el Instituto Aragonés de Arte y Cultura Contemporáneos Pablo Serrano o el CaixaForum y lo que vino a remolque de la Expo 2008, como el Pabellón Puente de Zaha Hadid, escenario futurista con unos acabados desgarradores. Parafraseando a Goya, los sueños de la bonanza producen mamotretos.
EL FIN DE LAS IDEOLOGÍAS
“Puerto Venecia es un destino y un lugar de encuentro, un poco de mar en la tierra y un trozo de tierra en la mar; es un poco todo, es un barco, un tesoro, es el viento, es la mar.”
Arturo Berned
Esta definición papirofléxica, por hacerle un guiño a una de sus tradiciones, corresponde al mayor centro comercial y de ocio de toda Europa. Puerto Venecia tiene más de 200.000 metros cuadrados, pero al estar situado a las afueras de Zaragoza, a unos cuantos metros de una promoción inmobiliaria, no hay nada que nos remita a ella. Es como si se tratase de un ente geográfica y culturalmente autónomo, estéticamente más emparentado con Rotterdam que con la arquitectura maña. Su ambiente moderno y perturbador es una mezcla bizarra de Hejduk, Miralles y Rafael de La-Hoz, con techos ondulantes y fachadas de hormigón, placas de teka y aluminio. Todo eso aderezado con piedrecitas blancas, acero corten y olivos centenarios.
Uno de sus ejes principales es The Gallery, una avenida cubierta y de varios niveles, con las tiendas dispuestas como en un duty-free, lo que provocó que durante nuestro recorrido buscáramos instintivamente la puerta de embarque. El recinto incluye un Corte Inglés, zonas de comercios y restaurantes, un espacio de juegos infantiles bautizado como Neverland, un multicine y varios hipermercados, todo ello construido alrededor de un canal que nos conecta mentalmente con la otra Venecia, “la real”, o lo que queda de ella. En el perímetro del canal hay además un FlowRider (para hacer surf) y recorridos de escalada donde los abuelos pueden ver a sus nietos artificialmente en riesgo.
En un cartel leemos: “La vida fluye por los muelles del Canal de Puerto Venecia. Pasea y relájate en las terrazas y degusta el amplio abanico gastronómico que te ofrece la mejor selección de locales de restauración. El Canal es un recorrido lleno de sorpresas, escenario de las inmejorables veladas culturales y sociales”, si por cultural se entiende meter a tus hijos dentro de unas bolas de plástico para que floten y giren en el agua. Y es que con tanta abundancia y tiovivo, cualquiera se pone a pensar en ese otro pasado de guerras y estrecheces.
Curiosamente, esa idea de tabula rasa parece extenderse a otros barrios de construcción reciente como Valdespartera, cuyo nomenclátor son todo títulos de película: Calle El Paciente Inglés, Plaza Mary Poppins, Paseo Los Olvidados… Ni rastro de acontecimientos o personas reseñables. A decir verdad, hay cierta ironía en esa falta imaginación a la hora de escoger las palabras, considerando que en Zaragoza es donde estudió y empezó a trabajar María Moliner. En su obituario, Gabriel García Márquez la pintó como una especie de Geppetto de las letras, como si entre un remiendo de calcetín y otro fuera pariendo la entradas de un diccionario al que, según dijo, sólo le faltó una cosa: las palabrotas. En una nota posterior, su hijo menor puso los puntos sobre las íes: “Que yo recuerde, María Moliner no hizo el Diccionario de uso del español sobre una mesa camilla, ni usó cuartillas, ni lápiz, ni goma, ni mi padre le midió las fichas con cinta métrica a escondidas, ni ella lo hizo para montarle una clínica a mi hermano Enrique”.
LOU REED EN PUYARRUEGO
Por recomendación de Manuel Asín fuimos a la librería Antígona. Allí, Pepe y Julia nos hablaron de varios escritores maños como Ismael Grasa, Miguel Serrano Larraz, el clan Xordica o la poeta Elena Pallarés, entre un generoso fondo del que nos llevamos más de un joya. Más tarde quedamos con el escritor y poeta Manuel Vilas (Barbastro, 1962), del que leímos España, Listen to me o El hundimiento. Sin llegar al sarcasmo que lleva al profesor Túa Blesa a brindar por el sistema educativo con un Martini “en vez de suicidarme, que es lo que debería hacer”, referirse a sus alumnos como “vosotros, los más jóvenes, que estáis menos podridos…” y soltar joyas tipo “en esa foto, Dámaso Alonso ya era el abuelo de sí mismo”, Vilas nos llama la atención por hacer un uso desprejuiciado y hasta algo insolente de nuestros referentes contemporáneos. En sus poemas habla de las camareras que sirven croquetas anchas y bocadillos con nombres bélicos, de los lavabos sin usar del Corté Inglés, los del McDonald’s y el Coso de la Misericordia, o de esos aragoneses “pintados con los brazos en jarras. Y los brazos en jarras como una forma de pensamiento”.
La España de Vilas es una España a crédito que con los planes Renove dice contaminar menos y que aun así no se libra de sus miserias y fantasmas. Es más, al enseñarnos una de sus partes favoritas de la ciudad, un callejón estrecho y mudo que da al Arco del Deán, entendimos por qué le gustaba tanto Kafka. En su cabeza la llenó de vampiros (Zeta).
Según explica, “la mayoría de las ciudades españolas vinculadas a la literatura suelen estar descritas a la forma del XIX, con esa manera costumbrista de ver las cosas, pero a mí me apetecía hablar de esta ciudad de una manera menos realista, histórica o pintoresca. Quizás sea de los que más se ha esforzado por plasmarla de un modo actual”.
—¿Has leído a Félix Romeo? En Dibujos animados, por ejemplo, su infancia es como una sucesión de viñetas con elementos muy castizos (el olor a vinagre, la mili), episodios de los Terrytoons, Uri Geller y la bollería industrial. El efecto es muy alienante.
—Yo igual soy más gótico, pero sí, Félix y yo compartíamos esa idea de darle la vuelta a esta ciudad y dar cabida al psiquismo desatendido de la gente de por aquí. Cuando visité el hospital Miguel Servet, por ejemplo, me di cuenta de que todo el mundo había tenido relación con él. Quizás esta ciudad podría explicarse desde ese lugar, que es como una gran mole.
—¿Y qué opinas de Labordeta? Para muchos sigue siendo todo un referente en la cultura aragonesa.
—Sin duda es un personaje emblemático, de los que representa el costumbrismo maño. Lo que pasa es que su forma de ver y estar en el mundo fue monopolizada por buena parte de la izquierda de este país que, en mi opinión, no ha querido entender muchas cosas. Entre ellas, la posmodernidad. Yo siempre digo que el problema de la izquierda no es la derecha sino la antigüedad. Se ha quedado atascada y hay que plantear nuevas estéticas.
—Otra persona de la que nos han hablado por aquí es Sergio Algora, el líder de El Niño Gusano.
—Sergio era muy buen tipo y alguien muy moderno en una ciudad que siempre ha tenido sus conflictos con eso. Creo que Zaragoza lo engulló. Hay algo un poco perverso de aquí y es esa idea de creer que en esta ciudad cabe el mundo entero. Si vives y desarrollas tu literatura o música, hay un universo que se cierra alrededor de ti.
—Sus letras eran un poco surrealistas, que es algo que se asocia mucho con Aragón. ¿Tú crees que es cierta esa fama?
—Sí, pero yo la identifico con el sentido del humor, que es de las cosas más interesantes de esta tierra. Se trata de un humor muy intenso y destructivo, bruto, pero que al mismo tiempo es un ejercicio de inteligencia. Se llama somardismo. Todo está en entredicho, la gente se ríe de ti a la cara y tú te ríes también. Si alguien te dice algo agradable es muy probable que automáticamente se convierta en algo incómodo…
—Ahora vives entre Estados Unidos y Madrid, ¿no?
—Sí. A Zaragoza sólo vengo de vez en cuando a ver a mis hijos, es lo que me mantiene unido a ella. Por lo demás, hasta han cambiado el nombre de mi calle y yo sin enterarme. Me encantaba vivir en Avenida Ranillas, pero ahora se llama José Atarés. Lo decidieron los del PSOE en homenaje a un ex alcalde del PP, lo que dice algo del viejo panorama político. En mi barrio, donde la mayoría son nombres de la generación del 27 (calles Jorge Guillén, Pablo Neruda…), también hay una calle llamada “Poeta María Zambrano”, que es algo que nunca fue: poeta.
— ¿Y te costó marcharte de aquí?
—Lo normal es que si alguien tiene cierta ambición o talento no se quede, aunque es cierto que al final de los 80 y principios de los 90, con el auge de la España de las autonomías, se creó la idea de que uno podía ser escritor en cualquier parte: Sevilla, Valencia, Santiago, por no hablar del País Vasco y Catalunya. Esto también sucedió con la escena musical: que si el rock de Aragón, de Vigo… Imagino que estaba relacionado con las inversiones, la política, el poder de las diputaciones, pero con la crisis ese espejismo se ha disuelto en cuatro días. En cuanto al ámbito de la cultura, ahora mismo en España sólo hay una ciudad importante: Madrid. Si lo piensas, esa idea de la capital y sus provincias es terrible, como si lo que no sucediera allí no tuviera ningún sentido.
Tras esta breve charla con el poeta y escritor Vilas, nos encontramos con Manuel Azcona, sorprendidos por el desfile de despedidas de soltero que vimos en apenas dos días. Su hipótesis es que como las habían prohibido en Logroño, venían todos allí a armar charanga. Nos hizo gracia la mezcla con el otro turismo, el mariano. De uno de esos cruces debió salir un comentario que le oyó Manuel a una señora: “Esas que van de rojo al Pilar, de católicas tienen poco…”, pero resulta que, al caer el sol, lo que vimos parecía una boda del récord Guinness. Manu nos explicó que era la “cena en blanco”, una nueva tradición anual importada de París que en Zaragoza consiste en quedar para cenar en un lugar al aire libre de la ciudad que se desvela el mismo día y que tiene su punto álgido con el encendido de bengalas. Es muy exclusivo porque sólo se avisa a la gente que “cuenta algo allí”, así que semanas antes del evento se producen momentos de tensión whatsappera por saber quién será el elegido, ¡como en los realities! Esa misma noche nuestro amigo se enteró de la ansiada ubicación y dimos un vistazo un tanto compungidos. Luego nos fuimos a una zona de bares y discotecas. Asistimos, sin saberlo, a la fiesta de despedida de una ellas que echaba el cierre, pensando en lo que nos dijo horas antes Helena Santolaya, quien regentó dos míticos bares (Caja de Hilos y Tutú) y organizó más de una juerga memorable. “Para mí, lo que más ha cambiado a Zaragoza y a toda España no es el AVE, es la ley antitabaco”. Cansados, volvimos al hostal no sin antes despedirnos de la Basílica del Pilar con un frankfurt de batalla. En su sombría oscuridad nos pareció una plaza moscovita, prueba palpable de que los cubatas nos estaban haciendo efecto demasiado tarde…