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Pesadilla en blablacar
Reconozco que normalmente voy por la vida con un ansia loca de aventuras. Cuando la gente me pregunta: ¿Por qué te pasan tantas cosas raras?, yo le digo: Porque las busco. Si veo un loco vomitando en mitad de la calle, voy a ver si distingo un discurso genial entre los borboteos de su pota. Si hay un encuentro de adeptos a una religión que espera a los extraterrestres en el bosque, allá que me voy. En esta ocasión no fue así. Por una vez, sólo quería ir de Logroño a Madrid sin demasiados contratiempos. Necesitaba un viaje discreto, tranquilo, una conversación calmada, y quizás alguna cabezadita.
Me monté en el Blablacar en Logroño, y todo parecía normal. El conductor, un cuarentañero bien majo, profesor de kárate y padre de una niña, me ilustró acerca de las curiosidades de este deporte y las maravillas y ternuras de su reciente paternidad. En medio de esa charleta estábamos cuando le llamó por teléfono una persona que recogeríamos a medio camino, en Soria. Como estaba conduciendo, puso el manos libres, y yo también pude escuchar una voz masculina diciendo:
"¿Hola? Mira, ¿puedes pasar a recogerme por Santo Domingo de la Calzada?"
El conductor frunció el ceño, yo fruncí el ceño. Nos miramos. ¿Quién coño exige un desvío de ese calibre con ese tono casi despectivo? Todo el mundo que coge Blablacar sabe que las condiciones son claras. Si el conductor dice que no hace desvíos, no los hace. Es un viaje comunitario, en el que todos los implicados desean estar en su destino a la hora acordada. No sabíamos que estábamos tratando con un ser para el que las palabras 'comunitario', 'solidaridad' o 'respeto' eran ecos lejanos, conceptos de otro mundo. Ante la negativa de pasar a recogerlo por Santo Domingo, el pasajero misterioso resopló y chasqueó la lengua al otro lado del teléfono.
"Bueno, pues nada. Entonces en la Estación de Soria. Pero no voy a estar poco antes de las 4, como dices en el anuncio. Estaré a las 4, porque antes me es imposible."
Colgó abruptamente, sin un gracias ni un adiós. El conductor me explicó que era un poco extraño, porque este tío había reservado a través de la cuenta de Blablacar de su novia. ¿Quién coño hace eso, pudiendo abrirse una cuenta de Blablacar en cinco minutos? No sabíamos que estábamos tratando con un ser para el que las normas y burocracias de la plebe eran una especie de brumilla molesta que le hacía estornudar.
Al llegar a Soria, dos personas esperaban en la estación: Por un lado, una chica de unos veinte años, moderna y guapa, con su septum, su eyeliner grueso y sus pantalones convenientemente rotos, un poco espantada por el personaje plantado a su lado. Era un señor alto, como recién salido de una fiesta en Ibiza con el Conde Lecquio. Pantalón pescador de lino, castellanos sin calcetines, camisa de lino azul marina y un poco arrugada. Bronceado estridente, casi naranja. Y, cómo no, ristra de pulseras ibicencas en la muñeca, con una cintita con la bandera de España asomando orgullosamente entre ellas. Desde el momento en el que entró en el coche dio la impresión de que estaba absolutamente pirado.
Las dos féminas del coche fuimos convenientemente atosigadas con unos "¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted?" frenéticos que mezclaban burla con una galantería de las de "aquí el jefe y el macho soy yo y vosotras sois mis putitas". A la veinteañera, además, le dio unos toquecitos en el septum de la nariz y le hizo una broma rancia acerca de que ella era un pescadito y estaba esperando que viniera un pescador a pillarla con un anzuelo. Empezó a flotar una incomodidad extraña, pero sólo para los tres plebeyos. Él se repantigó en el asiento trasero y empezó una sucesión interminable de llamadas de negocios en distintos idiomas. A partir de entonces, y hasta Madrid, fue imposible mantener una conversación normal. Si alguno sospechaba algo, desde su primera llamada lo supimos con certeza.
"Aló, Sandrine. Je suis Álvaro de Marichalar."
Con disimulo, entré en Wikipedia desde el móvil y vi quién era exactamente: Álvaro de Marichalar y Sáenz de Tejada, el hermano del ex de la Infanta Elena, Jaime de Marichalar. Un vástago de la dinastía de los Marichalar, conocido en los círculos de la alta sociedad y el corazón como "el hermano aventurero de Marichalar". Según Wikipedia, era "piloto de aviación, navegante y empresario".
Sus conversaciones telefónicas sucedieron todas ellas a un volumen tan estridente que no sabía si realmente quería pavonearse de su vida high class o el respeto por los demás no entraba en su cerebro anegado de sangre azul. Todo giraba en torno a propiedades, eventos y euros. Cada cantidad que pronunciaba me hacía estremecer. Salieron a relucir inversores, materiales nobles, mármoles y buenas maderas. Practicaba un peloteo extremo, casi vergonzante, con cada una de las personas con las que hablaba. Cada frase era una mentira, un despropósito, una lamida de culo siempre dicha desde la altivez más extrema. Casi se podía oler la desesperación de la jovencita moderna, sentada allí a su lado. En los asientos de delante, el karateka y yo intentábamos retomar nuestras conversaciones de pueblo llano, pero, con su charloteo estridente, ni siquiera nos oíamos bien. Terminamos desistiendo. En aquel Blablacar, el único que podía hacer blabla era Álvaro de Marichalar, sentado con las piernas bien abiertas, ocupando el espacio que por linaje le correspondía. Entre llamada y llamada, el Hermano Aventurero nos obsequiaba con preguntas lerdas para las que no esperaba respuesta, y gruesas píldoras de su vida. Su discurso rozaba el desvarío. Decía cosas como:
"¿Cuántos años me echas? Tengo 19. No, jajajaja. Mentira. Tengo 29."
Wikipedia indicaba claramente que había nacido en el 61, así que contaba en realidad con 55 años.
Al parar a medio camino para tomar un café y estirar las piernas, decidió cambiarme el sitio. No me pidió permiso, no me explicó educadamente el porqué de este cambio. Simplemente me dijo:
"Ahora yo voy a ir delante".
Me vi sentada detrás, junto a la jovencita desesperada. Desde mi nuevo asiento, el pelo de Álvaro de Marichalar era un poema. Las raíces blancas en el pelo pajizo y quemado mal teñido me dieron un vuelco Muerte-en-Venecia al corazón. Grima. Pena. Asco. El conductor le indicó que se pusiese el cinturón de seguridad. Y él, con todo su morro rebozado en sangre azul, espetó:
"Yo no me pongo cinturón. Tuve un accidente a los 18 y casi me quedo atrapado por el maldito cinturón."
En Wikipedia, en efecto, se indicaba que había sufrido un accidente de aviación que aún era visible en su mano derecha. Intenté asomarme entre los asientos y ver su mano, pero no lo conseguí. Me preguntaba qué leches hacía este miembro de la realeza cogiendo un Blablacar. La respuesta, en realidad, la daba él cada vez que hablaba por teléfono con alguno de sus inversores:
"Sí, estoy de camino. ME ESTÁN LLEVANDO a Madrid".
No dijo "voy en un Blablacar", como hubiésemos dicho cualquiera de los simples mortales que ocupábamos el coche con él, sino que "le estaban llevando". Y entendí que quizás el tren y el autobús eran medios de transporte demasiado mundanos, manchados del ADN del Pueblo. Sin embargo, el Blablacar creaba la ilusión del chófer privado y le permitía mantenerse de puntillas en el precipicio que separa a la nobleza del pueblo llano. Había una desesperación en sus llamadas que sugería que quizás no estuviese forrado de pasta, y que lo único que tenía era ese halo de desfachatez y socarronería altiva propio de los grandes de España.
Una vez situado en el trono que le correspondía, el asiento del copiloto (pedir conducir habría sido demasiado, pero no creo que descartara esa posibilidad en su cerebro), Álvaro de Marichalar empezó una conversación de machos con el amable y dulce profesor de kárate, que no sabía dónde meterse ante la ristra de hazañas viriles cantadas a golpes de pecho peludo. Habló de que había batido no sé cuántas veces el récord del mundo en embarcación de tres metros de eslora. Puntualizó que esa embarcación era una moto de agua. Vi que en Wikipedia decía exactamente eso: "con once récords del mundo conseguidos a bordo de una pequeña embarcación de tres metros de eslora (moto acuática)". El parecido entre la información de Wikipedia y su discurso era tan parecido que empecé a vislumbrar lo evidente: quizás él mismo había escrito su propia entrada de Wikipedia.
Desde que lo recogimos en Soria hasta que lo dejamos en Avenida de América (y continuamos hasta Moncloa los tres miembros plebeyos del coche, indignados, comentando toda la jugada) todo el viaje fue una representación, un símbolo de esta España rancia que vivimos y en la que la mierda fresca nos lanza continuos destellos burlones: los grandes vencen, se sientan con las piernas abiertas, robando el espacio de la gente de a pie. Los plebeyos, compungidos, no levantamos cabeza.
Horas después del viaje, mientras le contaba la aventura a mis amigos en un estado de furiosa exaltación, casi me di de cabezazos contra la pared, fustigándome por no haber dicho nada. ¿Por qué ninguno propusimos dejarlo tirado en aquella estación de servicio ardiente? ¿Por qué no le dijimos?:
"Si no apagas el teléfono te lo meto por tu puto culo de principito".
Ni siquiera me rebelé ante el trato burlón y despectivo que nos ofrecía. Me comporté, en suma, como el pueblo acogotado, extenuado ante tanta cara dura, del que formo parte. Álvaro de Marichalar nos robó el tiempo, la conversación, el espacio, la tranquilidad, nos minó la moral. Y todo ello lo hizo con la sonrisa de suficiencia del que tiene la seguridad de merecer cada cosa que exige. Quizás debamos también nosotros, los vasallos que vivimos confinados al fango popular, aprender a robar tiempo, conversación y espacio, a la casta que, una y otra vez, nos quita todo lo demás.
En portada, foto de Steven Guzzardi.
Pesadilla en blablacar
Reconozco que normalmente voy por la vida con un ansia loca de aventuras. Cuando la gente me pregunta: ¿Por qué te pasan tantas cosas raras?, yo le digo: Porque las busco. Si veo un loco vomitando en mitad de la calle, voy a ver si distingo un discurso genial entre los borboteos de su pota. Si hay un encuentro de adeptos a una religión que espera a los extraterrestres en el bosque, allá que me voy. En esta ocasión no fue así. Por una vez, sólo quería ir de Logroño a Madrid sin demasiados contratiempos. Necesitaba un viaje discreto, tranquilo, una conversación calmada, y quizás alguna cabezadita.
Me monté en el Blablacar en Logroño, y todo parecía normal. El conductor, un cuarentañero bien majo, profesor de kárate y padre de una niña, me ilustró acerca de las curiosidades de este deporte y las maravillas y ternuras de su reciente paternidad. En medio de esa charleta estábamos cuando le llamó por teléfono una persona que recogeríamos a medio camino, en Soria. Como estaba conduciendo, puso el manos libres, y yo también pude escuchar una voz masculina diciendo:
"¿Hola? Mira, ¿puedes pasar a recogerme por Santo Domingo de la Calzada?"
El conductor frunció el ceño, yo fruncí el ceño. Nos miramos. ¿Quién coño exige un desvío de ese calibre con ese tono casi despectivo? Todo el mundo que coge Blablacar sabe que las condiciones son claras. Si el conductor dice que no hace desvíos, no los hace. Es un viaje comunitario, en el que todos los implicados desean estar en su destino a la hora acordada. No sabíamos que estábamos tratando con un ser para el que las palabras 'comunitario', 'solidaridad' o 'respeto' eran ecos lejanos, conceptos de otro mundo. Ante la negativa de pasar a recogerlo por Santo Domingo, el pasajero misterioso resopló y chasqueó la lengua al otro lado del teléfono.
"Bueno, pues nada. Entonces en la Estación de Soria. Pero no voy a estar poco antes de las 4, como dices en el anuncio. Estaré a las 4, porque antes me es imposible."
Colgó abruptamente, sin un gracias ni un adiós. El conductor me explicó que era un poco extraño, porque este tío había reservado a través de la cuenta de Blablacar de su novia. ¿Quién coño hace eso, pudiendo abrirse una cuenta de Blablacar en cinco minutos? No sabíamos que estábamos tratando con un ser para el que las normas y burocracias de la plebe eran una especie de brumilla molesta que le hacía estornudar.
Al llegar a Soria, dos personas esperaban en la estación: Por un lado, una chica de unos veinte años, moderna y guapa, con su septum, su eyeliner grueso y sus pantalones convenientemente rotos, un poco espantada por el personaje plantado a su lado. Era un señor alto, como recién salido de una fiesta en Ibiza con el Conde Lecquio. Pantalón pescador de lino, castellanos sin calcetines, camisa de lino azul marina y un poco arrugada. Bronceado estridente, casi naranja. Y, cómo no, ristra de pulseras ibicencas en la muñeca, con una cintita con la bandera de España asomando orgullosamente entre ellas. Desde el momento en el que entró en el coche dio la impresión de que estaba absolutamente pirado.
Las dos féminas del coche fuimos convenientemente atosigadas con unos "¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted?" frenéticos que mezclaban burla con una galantería de las de "aquí el jefe y el macho soy yo y vosotras sois mis putitas". A la veinteañera, además, le dio unos toquecitos en el septum de la nariz y le hizo una broma rancia acerca de que ella era un pescadito y estaba esperando que viniera un pescador a pillarla con un anzuelo. Empezó a flotar una incomodidad extraña, pero sólo para los tres plebeyos. Él se repantigó en el asiento trasero y empezó una sucesión interminable de llamadas de negocios en distintos idiomas. A partir de entonces, y hasta Madrid, fue imposible mantener una conversación normal. Si alguno sospechaba algo, desde su primera llamada lo supimos con certeza.
"Aló, Sandrine. Je suis Álvaro de Marichalar."
Con disimulo, entré en Wikipedia desde el móvil y vi quién era exactamente: Álvaro de Marichalar y Sáenz de Tejada, el hermano del ex de la Infanta Elena, Jaime de Marichalar. Un vástago de la dinastía de los Marichalar, conocido en los círculos de la alta sociedad y el corazón como "el hermano aventurero de Marichalar". Según Wikipedia, era "piloto de aviación, navegante y empresario".
Sus conversaciones telefónicas sucedieron todas ellas a un volumen tan estridente que no sabía si realmente quería pavonearse de su vida high class o el respeto por los demás no entraba en su cerebro anegado de sangre azul. Todo giraba en torno a propiedades, eventos y euros. Cada cantidad que pronunciaba me hacía estremecer. Salieron a relucir inversores, materiales nobles, mármoles y buenas maderas. Practicaba un peloteo extremo, casi vergonzante, con cada una de las personas con las que hablaba. Cada frase era una mentira, un despropósito, una lamida de culo siempre dicha desde la altivez más extrema. Casi se podía oler la desesperación de la jovencita moderna, sentada allí a su lado. En los asientos de delante, el karateka y yo intentábamos retomar nuestras conversaciones de pueblo llano, pero, con su charloteo estridente, ni siquiera nos oíamos bien. Terminamos desistiendo. En aquel Blablacar, el único que podía hacer blabla era Álvaro de Marichalar, sentado con las piernas bien abiertas, ocupando el espacio que por linaje le correspondía. Entre llamada y llamada, el Hermano Aventurero nos obsequiaba con preguntas lerdas para las que no esperaba respuesta, y gruesas píldoras de su vida. Su discurso rozaba el desvarío. Decía cosas como:
"¿Cuántos años me echas? Tengo 19. No, jajajaja. Mentira. Tengo 29."
Wikipedia indicaba claramente que había nacido en el 61, así que contaba en realidad con 55 años.
Al parar a medio camino para tomar un café y estirar las piernas, decidió cambiarme el sitio. No me pidió permiso, no me explicó educadamente el porqué de este cambio. Simplemente me dijo:
"Ahora yo voy a ir delante".
Me vi sentada detrás, junto a la jovencita desesperada. Desde mi nuevo asiento, el pelo de Álvaro de Marichalar era un poema. Las raíces blancas en el pelo pajizo y quemado mal teñido me dieron un vuelco Muerte-en-Venecia al corazón. Grima. Pena. Asco. El conductor le indicó que se pusiese el cinturón de seguridad. Y él, con todo su morro rebozado en sangre azul, espetó:
"Yo no me pongo cinturón. Tuve un accidente a los 18 y casi me quedo atrapado por el maldito cinturón."
En Wikipedia, en efecto, se indicaba que había sufrido un accidente de aviación que aún era visible en su mano derecha. Intenté asomarme entre los asientos y ver su mano, pero no lo conseguí. Me preguntaba qué leches hacía este miembro de la realeza cogiendo un Blablacar. La respuesta, en realidad, la daba él cada vez que hablaba por teléfono con alguno de sus inversores:
"Sí, estoy de camino. ME ESTÁN LLEVANDO a Madrid".
No dijo "voy en un Blablacar", como hubiésemos dicho cualquiera de los simples mortales que ocupábamos el coche con él, sino que "le estaban llevando". Y entendí que quizás el tren y el autobús eran medios de transporte demasiado mundanos, manchados del ADN del Pueblo. Sin embargo, el Blablacar creaba la ilusión del chófer privado y le permitía mantenerse de puntillas en el precipicio que separa a la nobleza del pueblo llano. Había una desesperación en sus llamadas que sugería que quizás no estuviese forrado de pasta, y que lo único que tenía era ese halo de desfachatez y socarronería altiva propio de los grandes de España.
Una vez situado en el trono que le correspondía, el asiento del copiloto (pedir conducir habría sido demasiado, pero no creo que descartara esa posibilidad en su cerebro), Álvaro de Marichalar empezó una conversación de machos con el amable y dulce profesor de kárate, que no sabía dónde meterse ante la ristra de hazañas viriles cantadas a golpes de pecho peludo. Habló de que había batido no sé cuántas veces el récord del mundo en embarcación de tres metros de eslora. Puntualizó que esa embarcación era una moto de agua. Vi que en Wikipedia decía exactamente eso: "con once récords del mundo conseguidos a bordo de una pequeña embarcación de tres metros de eslora (moto acuática)". El parecido entre la información de Wikipedia y su discurso era tan parecido que empecé a vislumbrar lo evidente: quizás él mismo había escrito su propia entrada de Wikipedia.
Desde que lo recogimos en Soria hasta que lo dejamos en Avenida de América (y continuamos hasta Moncloa los tres miembros plebeyos del coche, indignados, comentando toda la jugada) todo el viaje fue una representación, un símbolo de esta España rancia que vivimos y en la que la mierda fresca nos lanza continuos destellos burlones: los grandes vencen, se sientan con las piernas abiertas, robando el espacio de la gente de a pie. Los plebeyos, compungidos, no levantamos cabeza.
Horas después del viaje, mientras le contaba la aventura a mis amigos en un estado de furiosa exaltación, casi me di de cabezazos contra la pared, fustigándome por no haber dicho nada. ¿Por qué ninguno propusimos dejarlo tirado en aquella estación de servicio ardiente? ¿Por qué no le dijimos?:
"Si no apagas el teléfono te lo meto por tu puto culo de principito".
Ni siquiera me rebelé ante el trato burlón y despectivo que nos ofrecía. Me comporté, en suma, como el pueblo acogotado, extenuado ante tanta cara dura, del que formo parte. Álvaro de Marichalar nos robó el tiempo, la conversación, el espacio, la tranquilidad, nos minó la moral. Y todo ello lo hizo con la sonrisa de suficiencia del que tiene la seguridad de merecer cada cosa que exige. Quizás debamos también nosotros, los vasallos que vivimos confinados al fango popular, aprender a robar tiempo, conversación y espacio, a la casta que, una y otra vez, nos quita todo lo demás.
En portada, foto de Steven Guzzardi.