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Muerte y reencarnación del jazz en Madrid

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Nada más terminar el último bis, Allen Toussaint bajaba del escenario entre aplausos, cinco escalones, para acercarse a su público. Ante él, la platea del Teatro Lara, una cajita de bombones forrada de rojo sedoso, veteado con el dorado de las molduras y los palcos. Le achucharon y le hicieron mil fotos, parecía encantado, sin atisbo alguno de debilidad. Se marchó de allí complacido, es de suponer, después de otro concierto entrañable. Al rato se le paró el corazón, no le dio tiempo a llegar al hotel.

Chet Baker también tocó en Madrid antes de despedirse de este mundo, aunque dispuso de un plazo algo mayor que el de A. Toussaint. Si bien, desde hacía décadas, cada día que seguía vivo era un milagro a consignar, en su concierto del Johnny de marzo del 88 estaba claramente de salida. Con la piel de la cara fundida al hueso y el pelo descuidado saliéndole por detrás de las orejas, daba la impresión de estar allí sólo gracias a una prórroga concedida por un dios benévolo. Dos meses después se cayó por la ventana de una habitación de hotel en Ámsterdam. De su estancia en Alemania, entre ambos acontecimientos, queda una histórica grabación.

Otro que pasó por la ciudad mientras se iba consumiendo fue Bill Evans. En diciembre del 79 compareció dos noches en el Balboa Jazz, un club minúsculo en la primera manzana de Núñez de Balboa saliendo de Goya, menos de un año antes de que se le enterrara en Luisiana. De esa visita a España ha sobrevivido algo de vídeo, no de Madrid. Luce barba, un traje setentero con camisa blanca de solapas anchas y unas gafas tintadas. Se agacha un poco sobre el teclado, no tanto como decían, sólo cuando la dinámica baja. Lidera a su trío con autoridad y energía –con Marc Johnson al contrabajo, quien acompañó igualmente a C. Baker en 1988–, siguiendo el swing con la pierna. Su biógrafo, sin embargo, señala esos meses como un augurio. En verdad, en los detalles asoman señales del destino: el dorso de sus manos hinchado; los dedos como globos. Tiene diabetes y un principio de hepatitis. En ningún momento cambia el gesto, su expresión es como de dolor frío. La actuación, no obstante, es impecable. No están esos acordes de cristal de sus mejores años ni el sonido es compacto como el de su célebre trío con LaFaro y Motian, pero el destilado es de alta graduación.

Todavía sorprende que la primera visita de un B. Evans se produjera en un espacio tan íntimo, para privilegio de unas cien personas. En cualquier caso, muchas más pueden hacerse una idea de aquellos conciertos gracias a que alguien se atrevió a grabar con un micro de ambiente la sesión del segundo día. A la calidad de lo que allí suena, aparte de la maestría de B. Evans, contribuyó seguramente la atmósfera del Balboa. Una sugerente descripción de la sala aparece en las notas del bootleg: "tras bajar un tramo de escalones, cruzando un pequeño vestíbulo, uno ya estaba en el club: una sala rectangular, delgada. El bar se encontraba justo a la izquierda, y había cómodas sillas, mesas, sofás y pufs desperdigados de una manera aparentemente casual que hacía que uno se sintiera a gusto, casi como en casa".

En Madrid, el Balboa fue uno de los pioneros en consagrar su programación al jazz. Y hubiera sido el primero de no haber existido el Whisky & Jazz, el club de referencia en la ciudad durante los sesenta. Antes de él estaban los recitales que organizaba el Hot-Club, las sesiones esporádicas de los hoteles, y las salas de baile y cabarets con orquesta donde a veces se tocaba algo parecido al jazz. Pero nada parecido a lo que sería el Whisky, nacido del corazón y la voluntad de Jean-Pierre Bourbon, medio español y medio francés, con un apellido de ficción, de reyes o de estraperlistas sureños. Ubicado en Marqués de Villamagna, una callecita en el corazón comercial del barrio de Salamanca, en él quiso trasplantar el espíritu de las cuevas parisinas donde se reunían los existencialistas una década antes. Según Antonio Gamero, actor que lo frecuentaba y que acabaría presentando el programa de TVE Jazz Vivo, J-P. Bourbon trató de replicar un local de Saint-Germain-des-Prés conocido como Maître Jacques, de igual manera que el Cavern liverpooliano que los Beatles hicieron inmortal, después de desplazar a los jazzmen, tuvo su inspiración en otro sótano del barrio latino donde se hacía música en vivo. En nuestro griserío de finales de los cincuenta resulta un prodigio, sólo atribuible a un extranjero, que surgiera este espacio de paredes de ladrillo visto sin enlucir, techos abovedados y columnas de madera, donde se fumaba, se bebía y se escuchaba la mejor música. El Whisky, pese a su trabajada imagen de antro, era un local con clase y caro, heredero de la primera aventura hostelera de su dueño, el Whisky Gin de Claudio Coello donde Ava Gardner paraba a escuchar coplas. En su primera época, los hombres llevaban traje y corbata, y las mujeres, escasas, vestidos de noche y peinados altos. Se mezclaban entre el golferío los americanos, militares de Torrejón y el personal de la cercana embajada, junto con universitarios con posibles que iban a besarse en la oscuridad y a aguantar las reprimendas de los camareros. El revoltijo escondía también a individuos más peligrosos, como a los expatriados de la OAS, la organización paramilitar que luchaba contra la independencia argelina, lo que alimentaba las suspicacias de aquellos que veían al local como un hervidero de intrigas internacionales. Dejando a un lado su fama, su ir y venir de personajes con acentos exóticos, en realidad el Whisky era en sí mismo una sociedad secreta. Pero una de melómanos. J.P. Bourbon y Tete Montoliú incluso fundaron un fanzine juntos, Aria Jazz, que era casi un órgano de propaganda.

Entre su inauguración y su cierre, alrededor de 1971, pasaron por el Whisky decenas de figuras de estatura mundial como Bud Powell, Dexter Gordon o Gerry Mulligan. Y de él, como núcleo generador, brotaron más locales. El siguiente fue otro establecimiento propiedad de J-P. Bourbon, llamado apropiadamente Bourbon Street, en la calle Diego de León, que llevaba funcionando desde mediados de los sesenta. El Bourbon acabó acogiendo por fusión al Whisky Jazz, tras su clausura, y recibiendo su ilustre nombre. El nuevo Whisky de Diego de León y el Balboa fueron los continuadores en los setenta. El entusiasmo general, sin embargo, era menor. La marcha del bar durante los primeros años evidenciaba el desinterés que el jazz estaba padeciendo al principio de la década en todas partes, así como el desgaste de J-P. Bourbon, que se pasaba la mayor parte del año fuera, en su barco, dejándose ver por Madrid muy de cuando en cuando. Aun así, vivió un pequeño renacer con el impulso de la bossa-nova de Jayme Marques y con la participación en la gestión de Segundo López, que empezó como aparcacoches y acabó teniendo un considerable número de acciones, patrimonio suficiente para abrir su propio negocio, el Segundo Jazz, en la calle Comandante Zorita. Pero antes, los primeros que tomaron el testigo fueron Raíces y Birimbau, ya extinguidos, que pretendieron crear un ambiente más accesible, con menos ínfulas y precios más bajos. Clamores, Populart, El Despertar, el Café Central, junto con Segundo Jazz, se unieron en los ochenta. Entre medias planearon algunas estrellas fugaces como el Arenal, el Dallas o el Aurora. Aquellos que han sobrevivido al nuevo siglo lo han hecho caminando en la cuerda floja: Clamores, el referente de los últimos años, acaba de cambiar de dueños; el Central ha estado a punto de desaparecer, dos veces... del primer trance lo salvó Tete Montoliú, y del último, muy reciente, un aplazamiento en las condiciones del alquiler. El Bogui Jazz, nacido en 2005 y convertido ya en el faro jazzístico de la noche en Madrid, sufrió un cierre temporal impuesto por el propio ayuntamiento. En la relación de los caídos en 2015 están el Segundo Jazz, que no ha encontrado un nuevo recinto para continuar su actividad tras sus problemas de insonorización, y el Berlín Café, arrastrado por intereses inmobiliarios y en busca de emplazamiento.

El auge de unos locales y la decadencia de otros, con el trasiego de la clientela, va hilando una parte de la historia de la noche y el jazz. Pero no es la única. En paralelo han existido y siguen funcionando las asociaciones y los clubes de música, siendo el ejemplo paradigmático el mencionado Johnny, con Alejandro Reyes al frente, que pasó de ser un círculo de estudiantes que organizaban conciertos de manera heroica a un referente con entidad propia, con la ayuda de promotores primero, tras sus primeros años de amateurismo, y de empresas privadas al final. Por él han pasado músicos de primerísimo nivel, casi cualquiera que siguiera vivo y girando pasada la década de los setenta, y que pidiera una cifra razonable para el auditorio de un colegio mayor. Las escuelas han ido, a su vez, escribiendo su propio relato en cuartillas pautadas, con Amaniel, Olavide y la Creativa como puntales. De entre los sellos discográficos, en la capital brillan casi en solitario Nuevos Medios, conducido por el irremplazable Mario Pacheco, y Karonte. Los programas de televisión y las revistas también han florecido y se han marchitado en el transcurso de los años, pero la labor de un importante grupo de cronistas perdura en archivos, grabaciones y hemerotecas: “Cifu”, Ebbe Traberg, Raúl Mao, Rafa Fuentes o Chema García, poniendo tanta pasión como rigor hacia la música que aman y peleando en los márgenes para promocionarla, porque, además, el apoyo institucional ha sido siempre ínfimo. A merced de tendencias pasajeras y modas, la Administración le ha dado tanta importancia al jazz como a cualquier otra actividad cultural que fluye por cauces subterráneos. Por destacar algo, se puede reconocer que el auge de los festivales en los años de la opulencia municipal permitió traer a importantísimos músicos con cachés prohibitivos, como Miles Davis, presente hasta en cuatro ocasiones en el Festival de Madrid, y dejó para el recuerdo eventos preciosos en otras localidades de la Comunidad: el Vía Jazz en Villalba, el Galapajazz o el A Todo Jazz de Móstoles. Tejiendo los hilos anteriores –el de la noche y sus espacios, el de las escuelas, el de las asociaciones, el de las disqueras, el de los medios y el de los festivales–, entrelazándolos en una trama mayor, están, por supuesto, la música en sus distintas materializaciones y, sobre todo, los músicos. En Madrid, en los sesenta se vivió el macerado final del bop, el estallido del free y la venida de la bossa; en los setenta la fusión; en los ochenta y noventa un neoclasicismo tranquilo sumado a todo lo anterior, y en las últimas décadas el cocktail latino y el rebujito flamenco. En cada nuevo giro expresivo, además, ha influido la presencia de artistas asimilados, músicos de fuera que hicieron de Madrid su hogar. La broma la empezaron varios americanos de gira por las bases europeas perdiendo su avión de regreso. Pero la migración más reciente, la que ha influido más decisivamente en la escena local con su clave, su color y su elevadísima formación académica es la cubana. Desperdigados, algunos espíritus libres: un Jerry González, un Peer Wyboris, seducidos por una ciudad poco rentable para ganarse la vida tocando un instrumento pero con una hospitalidad que es notoria.

El vínculo entre los músicos de paso y los residentes es siempre la ciudad, el cruce de caminos que propicia el encuentro. Y, para el jazz, por su naturaleza minoritaria, cuanto más grandes mejor. Hablar otro idioma o ser extranjero es más un aliciente que un obstáculo para participar en una jam. La libertad melódica es parte del encanto de esta música, una puerta abierta a la colaboración y al juego, ya que permite a quien tenga un mínimo sentido armónico sumar su voz a un grupo aun sin saberse la canción. Esto ha facilitado muchas veces la aparición de espontáneos en conciertos de terceros, de los que existen ejemplos muy hermosos en Madrid: muy reciente es el que protagonizó Chick Corea al subirse a tocar el piano en el Central con Wallace Rooney, sólo un rato después de finalizar su actuación en el Auditorio Nacional; también en el mismo escenario, unos años antes, la sorpresa de ver a Wynton Marsalis como invitado de Chano Domínguez, sufriendo para seguir el compás flamenco; inolvidable el tema infinito –varias horas– de Max Roach en el Arenal Jazz, tras ceder “Gali” su asiento; o cuando Pat Metheny cogió una Gibson que estaba aparcada un día en el Whisky de Diego de León.

Manteniendo la cadencia, inalterable, Madrid, cuyo rumor marca las síncopas en el ride del batería en noches desordenadas y alegres, o en noches matemáticas. Dice Cortázar, “en el instante de recordar la ciudad, cuántas veces lo que viene es un ritmo, una arquitectura de la música”. Y ahondando en esa especie de oxímoron, en ese pensamiento de lo urbano como algo móvil, insiste en el mismo artículo en la fugacidad del jazz, una música que está “naciendo y muriendo instantáneamente”. Condenada por los entendidos, los agoreros y los derrotados, casi dado por difunto, pocos entienden como Cortázar que no hay nada que pueda matar al jazz, sencillamente porque nace con la vocación de desaparecer, porque un solo, un fraseo, según es escuchado y disfrutado no vuelve más. Pasarán las salas de conciertos, el negocio, los comentaristas, los aficionados e incluso los músicos, pero la canción seguirá pensándose, escribiéndose, interpretándose, sintiéndose y destruyéndose. Quizá incluso animada por el hálito de los que se van marchando, recogiendo otros lo que pueden de ese alma que abandona el cuerpo para transformarse en música.

Esta última imagen remite a un viejo recurso didáctico utilizado en los colegios en los ochenta y noventa para hacer ver lo que representa el número 6,022×1023, el de Avogadro, las moléculas que hay en un litro de gas. La lección propone la siguiente hipótesis: dada la dimensión colosal de esa cifra, existe una alta probabilidad de que, en cualquier momento, uno esté respirando alguna molécula del último suspiro de Julio César, el emitido justo después de abominar de Bruto. Por debajo hay una serie de conjeturas aritméticas sobre la masa de la atmósfera, su composición y otras abstracciones. Muchos fans de la música, el cine o el arte en general no las discuten. Tentados por esta idea peregrinan a lugares concretos donde creen que la concentración de partículas liberadas por sus ídolos es mayor: la mesa de tal café en la que Hemingway escribía, el paso de cebra de Abbey Road, Graceland, etc. En el caso del jazz, la mitomanía sigue empujando a muchos a viajar al Village Vanguard o al Massey Hall en busca de ciertas sustancias exhaladas por la campana de un saxofón cincuenta años atrás. (Cuando le conté esta teoría a mi sobrino de siete años me preguntó si un músico podía recoger el aire de una melodía de otro y tocarla después como si se la supiera. Supongo que sí, le dije.)

En el Johnny, cerrado y abandonado durante meses, algún guitarrista que se encontraba entre las decenas de ocupas que habitaron el colegio hizo vibrar sus cuerdas donde aún, seguro, flotaban trazas de la estela de C. Baker. El primer Whisky fue barrido con la demolición del edificio de Marqués de Villamagna, pero el de Diego de León existe aún, muy cambiado, como bar de copas. Es cuestión de pasarse por allí a ver. En el local que ocupaba el Balboa hay ahora un restaurante mexicano con karaoke el fin de semana. También ha sufrido reformas, pero la estructura sigue siendo la misma, con la escalera que lleva a ese sótano rectangular, “pequeño y agobiante” según una reseña de la época, con la barra a la izquierda y las tablas al fondo. Un viernes cualquiera, uno puede subirse a cantar una ranchera en el espacio exacto, centímetro arriba o abajo, donde se colocó B. Evans, o Stan Getz, o Art Blakey. Jugar a acariciar sus fantasmas, capturar el éter en una jarrita de esas de mermelada que, vacías y pasadas por el lavavajillas, almacenamos sin necesidad. Luego, salir muy de madrugada hacia la calle Goya, a pocos pasos del Balboa, donde está la iglesia blanquecina de la Concepción; invocar a estos héroes; imaginar que alguno se detuvo allí, que miró al cielo negro a través de la estructura hueca que crece por encima de la torre central, a los ángeles vigilando los cuatro puntos cardinales, a la Virgen arriba, con la cabeza agachada, buscando la ambulancia en la que está A. Toussaint tendido, o el taxi blanco que lleva al aeropuerto a C. Baker, agarrado a la funda de su trompeta. O, simplemente, como B. Evans, tratando de escucharse.

 

 

En portada, Kurt Elling actuando en el San Juan Evangelista. De arriba abajo, portada del disco Pedro Iturralde Quartet featuring Hampton Hawes ("Un encuentro histórico, grabado a altas horas de la madrugada"): el disco fue grabado en el club Whisky & Jazz a las 3 de una noche de 1968; portada de un ejemplar de Aria Jazz y dos carteles de sendas actuaciones en el colegio mayor San Juan Evangelista; discos de Jorge Pardo, Serrano y Lechner y Montoliú y Sabatés editados por Nuevos Medios; la orquesta de Count Basie actuando en el San Juan Evangelista; la iglesia de la Concepción de la calle Goya de Madrid, por Jesús Ávila

Agradecemos a Alejandro Reyes y al Club San Juan Evangelista la cesión de las fotografías.